28 septiembre 2018

La duquesa de Vaneuse - Gustave Amiot


Edición: Periférica, 2018 (trad. Manuel Arranz)
Páginas: 160
ISBN: 9788416291687
Precio: 16,00 €
Las novelas que gozan de la preferencia del público me agotan; antiguamente también a mí me interesaban, pero hoy no consigo terminar ni una sola. De todas las aficiones que he tenido o querido tener, sólo me queda una segura, la afición a la verdad. Poco me importa que sea árida o monótona. Es lo que es; lo demás no me importa. Me siento segura en la historia, no en la grande, la menos legítima de las novelas, sino en la de las costumbres. No me canso nunca de las anécdotas, de las memorias, de las cartas. Todo eso ha sucedido…
Poco, muy poco se sabe del escritor francés Gustave Amiot (1836-1906). Este autor, especialista en el siglo XVIII, trabajó como bibliotecario y archivero de Cherburgo durante gran parte de su vida; y, aunque publicó algunos libros en su madurez, su obra no tardó en caer en el olvido, ensombrecida por las modernas corrientes literarias del nuevo siglo, con Marcel Proust a la cabeza. Su novela La duquesa de Vaneuse fue encontrada en un baúl después de su muerte, y vio la luz de forma póstuma en Francia en 1979. Hace unos meses se tradujo por primera vez al castellano, en una cuidada traducción de Manuel Arranz. Al leerla, se entiende por qué Gustave Amiot fue una rara avis incluso entre sus coetáneos: aunque vivió en el siglo XIX, se inspira en las novelas epistolares del XVIII, la época de la Ilustración y los salones de artistas e intelectuales. Está, además, disfrazada de documento que llega al lector muchos años después de la muerte de su protagonista: alguien ordena los papeles de la duquesa de Vaneuse y descubre que esconden una trágica historia de amor... y una persona carismática.
La alegría, o simplemente la agitación, es la más eficaz de las curas; la enfermedad del corazón de uno es un amor insatisfecho, la enfermedad del hígado de otro una amarga ambición… No hay más que una solución sensata, la tranquilidad, y, cosa extraña, para encontrarla hay que esforzarse, agitarse, ocupar el pensamiento y prohibirse los sentimientos.
Entre el diario y la correspondencia, el libro se concibe como la confesión de una mujer, la duquesa, una señora de la alta sociedad que ya ha alcanzado los cuarenta y no tiene hijos. Culta y refinada, se mueve con soltura por los círculos ilustrados de 1765, donde conoce a un joven inglés, Reginald Burnett. Ella, admiradora de la cultura anglosajona, admite que tienen mucho en común. Él, con el ímpetu de su juventud, empieza a cortejarla con ardor, pero la duquesa lo rechaza. La diferencia de edad, junto con la independencia que ha conseguido disfrutar la mujer, ponen trabas a una hipotética relación. Sin embargo, esto es solo el principio: su historia experimenta un giro que da la vuelta a la situación. La aparente seguridad en sí misma de la duquesa se debilita; y estas páginas relatan, con un estilo intimista y delicado, con abundantes referencias eruditas, en consonancia con la educación exquisita de su narradora, la evolución de un romance frustrado, de una oportunidad perdida, de un amor encendido y febril.
Pero estoy dando por sentado que todo hombre inteligente actuará inteligentemente; sin embargo, la inteligencia no nos preserva de ninguna tontería, lejos de eso, y de todas las tonterías que podemos cometer, el matrimonio sigue siendo la más frecuente y la más universal.
No obstante, La duquesa de Vaneuse va mucho más allá de la peripecia amorosa. La voz narradora, como las heroínas de Balzac y Jane Austen, destila agudeza e ironía; he aquí una mujer que expresa con claridad sus opiniones y denuncia la hipocresía social; una mujer, sobre todo en las primeras páginas, crítica y punzante, que reflexiona sobre sus sentimientos con una lucidez que trasciende su tiempo: «Si se extravía, no tendré más que retirarme, y durante algunas semanas habré vivido una experiencia nueva. Las ocasiones son demasiado raras como para que las desaprovechemos» (p. 28). Examina los tabús, las inseguridades, la pasión, los miedos ante el acercamiento entre una mujer madura y un chico joven. Gustave Amiot consigue que parezca una obra del siglo XVIII, el personaje de la duquesa es realmente verosímil, y, a la vez, el texto resulta fresco, fluido, ameno; no ha envejecido mal, no suena a libro añejo. Esto, por supuesto, se debe a su verdad literaria. Porque los años pasan, el pensamiento cambia, pero esta bella y singular aproximación al amor y el desamor sigue hablando con contundencia al lector de hoy.
Citas en cursiva de las páginas 9-10, 85-86 y 88-89.

26 septiembre 2018

El río - Rumer Godden


Edición: Acantilado, 2018 (trad. Javier Fernández de Castro)
Páginas: 144
ISBN: 9788417346102
Precio: 14,00 €

La novelista Rumer Godden (Eastbourne, 1907 – Moniaive, Escocia, 1998) creció en el Raj británico, un paisaje que le proporcionó el sustrato para muchas de sus historias, entre ellas, El río (1946), una nouvelle tan sencilla como hermosa. Parte de su obra, este libro incluido, fue publicada en España en la segunda mitad del siglo XX; ahora, Acantilado la vuelve a proponer con una nueva traducción a cargo de Javier Fernández de Castro, que supone una oportunidad para acercarla a las generaciones jóvenes. El río se cuenta entre sus títulos más aclamados y fue adaptado al cine por Jean Renoir en 1951. Rumer Godden lo escribió en un momento crucial para ella: justo después de marcharse de la India de forma definitiva –tras completar sus estudios en Inglaterra, como se estilaba, había regresado allí para dirigir una escuela de danza que mantuvo durante veinte años–; este texto, en sus palabras, se le «reveló» como por instinto.
«Es tan propio de la vida como el vivir –pensó Harriet–. Naces, eres un chico o una chica y vives hasta que mueres… Te guste o no. Sí. Nana tiene razón. Todo pasa te guste o no, aunque me parece que se puede vivir muy bien sin una guerra… y quizá sin ser amado. Pero confío en que alguien me ame tanto como a Cleopatra, y me gustaría no ser tan chica… Los niños no tienen amores ni guerras. [...] ¿O sí los tienen? –se preguntó–. ¿Los tienen a su manera?»
En la India de entreguerras, Harriet está entre dos mundos, el de los niños y el de los adultos. Ella, una chiquilla despierta y soñadora, a caballo entre la Jo de Mujercitas y la Frankie Addams de Carson McCullers, se ha cansado de las travesuras de su hermano Bogey, pero aún es demasiado joven para compartir secretos con su hermana mayor, Bea. Está en esa edad en que las tardes se le hacen largas porque ha perdido interés por los juegos de antaño y todavía no sabe en qué ocupar las horas («No había nada que hacer. Eran días fastidiosamente aburridos y a Harriet no se le ocurría nada para remediarlo», p. 60). Escribe, eso sí, es una escritora en ciernes («Harriet tenía un callo; era de tanto escribir; le había salido porque era escritora», p. 7); y, como todos los que han sido amantes de las historias y las letras, observa su entorno con una curiosidad insólita, hace preguntas (sobre todo se hace preguntas) que desconciertan y maravillan a los de su alrededor. Porque no ha perdido la inocencia, aunque está a punto.
–Hacerse mayor es demasiado difícil. No sólo tienes que seguir siempre adelante sino que hay que ser… –se interrumpió para buscar la palabra adecuada y no la encontró. Y entonces dijo–: También tienes que crecer.
Crecer. En eso se resume la novela: la construcción de identidad de una muchacha al proyectarse en sus referentes inmediatos. Bea, la hermana adolescente, entregada a las coqueterías; Bogey, que persigue a Harriet aunque ella ya no se divierta con sus trastadas; Victoria, la pequeña, amparada en la seguridad de la primera infancia. Y, por supuesto, los adultos: la madre, de quien aprende los misterios del cuerpo; Nana, la criada angloindia, un apoyo en su proceso de transición; y el capitán John, un joven malherido en la guerra que se hospeda en casa. Él será su primer referente masculino fuera del ámbito familiar, su toma de contacto con el juego de la seducción. En principio, es Bea quien se acerca a él; sin embargo, Harriet, perdida y confundida como está, encuentra a otro «perdido» en el capitán John (o, más que perdido, traumatizado, mutilado por la contienda). La amistad entre Harriet y el capitán John, una amistad entre inadaptados, enriquece a ambos: a ella, porque la escuchan con atención y le enseñan el mundo; a él, porque la candidez de su amiga le devuelve la esperanza.
–¿No debería tener todo el mundo uno? –preguntó. 
–¿Tener qué, un poema? 
–No, un árbol. 
–No todo el mundo encuentra el suyo tan pronto –respondió el capitán John–. Eres afortunada, Harriet. Y ya sé adónde voy a ir –dijo con firmeza–. Voy a ir en busca del mío.
Pero no todo se limita al capitán. El aprendizaje de Harriet conlleva un fino análisis de la identidad femenina: en su madre descubre la maternidad, la transformación del cuerpo; en Bea, el galanteo juvenil, el cambio en las prioridades de una muchacha al alcanzar la adolescencia. No obstante, la mirada de Harriet no solo se dirige al grupo que se podría denominar «mujeres blancas en edad fértil», del que ella pronto formará parte, sino que traza un inteligente paralelismo entre las mujeres que se quedan fuera de él: por un lado, la hermana pequeña, Victoria, a resguardo de las preocupaciones en su universo infantil; por el otro, Nana, la criada angloindia –equiparable a su homóloga afroamericana de Frankie y la boda–, madura, sabia y humilde, de vuelta de todo, resignada a su rol secundario en la sociedad.
Pero Nana y Victoria no sólo tenían los ojos iguales; además las dos eran perfectas. Victoria seguía viviendo en el mundo de la infancia. A veces los niños, rezagados de forma misteriosa en la inocencia, son perfectos sin darse cuenta. Victoria no tenía inquietudes, y nada la perturbaba, lo mismo que Nana, que había llegado a la madurez y, con ella, había dejado atrás las preocupaciones del género femenino. Tras una vida de servidumbre, había recuperado lo que Victoria aún no había perdido.
Rumer Godden
El viaje iniciático de Harriet no está exento de crueldad. La muerte, la guerra, pero también el hecho mismo de crecer, de tomar conciencia del tempus fugit. La imposibilidad de detener el tiempo, de alargar lo que está destinado a terminar, constituye un motivo recurrente que se aplica en varios grados. En lo íntimo, por el abandono de la niñez de Harriet, de una etapa en la que todo parecía en armonía, bajo control. En lo social, la historia se encuadra entre dos guerras mundiales, un oasis que se intuye no durará para siempre; y en un contexto, el del imperialismo, que tampoco perdurará. Si bien la localización no resulta determinante, por cuanto se centra en lo personal más que en el entorno («El río estaba en Bengala, India, pero a efectos de esta novela y de estos recuerdos, bien podría haber sido un río americano o europeo», p. 5), sí lo es su época, que potencia esa sensación de catástrofe inminente, de final. No se puede parar el tiempo, como tampoco se puede frenar el curso de un río. Y, para hacer más llevadero ese trayecto por la vida, nada mejor que una lectura tierna e implacable como esta.
Citas en cursiva de las páginas 9, 112, 128 y 28.

24 septiembre 2018

The Master - Colm Tóibín


Edición: Lumen, 2018 (trad. M.ª Isabel Butler de Foley)
Páginas: 472
ISBN: 9788426405081
Precio: 19,90 € (e-book: 9,99 €)

Henry James con su padre
Gracias a libros como The Master. Retrato del novelista adulto (2004), Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955) es uno de los escritores contemporáneos más importantes. Sin desmerecer títulos posteriores como Brooklyn (2009) o El testamento de María (2012), que despertaron una admiración más que justificada, The Master constituye su gran obra, las facultades del autor en su pleno esplendor, puestas al servicio de un coloso de la literatura como lo fue Henry James (Nueva York, 1843 – Londres, 1916). Novelar la vida de este, el «maestro», no resultaba fácil; pero Tóibín lo logra sin utilizar los recursos habituales en este tipo de proyectos. Para empezar, descarta abarcar toda la existencia de Henry James en orden cronológico y se centra en el periodo de 1895-1899, cuando rondaba la cincuentena y ya contaba con una larga trayectoria como literato; la época de Lo que Maisie sabía (1897), Otra vuelta de tuerca (1898) y En la jaula (1898), entre otros, y de su fracaso teatral con Guy Domville (1895). El enfoque de Tóibín denota inteligencia: un Henry James de mediana edad, con suficiente pasado como para tener una amplia perspectiva de lo que es vivir (y labrarse una carrera), pero aún con bastante futuro para no ser el anciano que solo se alimenta de sus recuerdos. Se ahorra, además, el tener que recrearse en la infancia; al escribir sobre un personaje real, reconocido por su oficio, eso habría retrasado, quizá, lo más interesante. Este es un retrato del novelista adulto, como bien reza el subtítulo, aunque en su recorrido se mezclan el presente y la memoria, personas, experiencias y libros que perviven en las conversaciones, como los exitosos Daisy Miller (1878) o Retrato de una dama (1881).
Nunca le había gustado la intriga. Sin embargo, le gustaba que le revelaran secretos, porque ignorarlos era perdérselo casi todo. Él, por su parte, se ejercitó en la contención, e incluso cuando alguien le comunicaba alguna información nueva, actuaba como si se hubiera intercambiado una mera cortesía. Los hombres y las mujeres de los salones del París literario se movían como participantes en un juego de saber y no saber, de fingimiento y disimulo. Lo había aprendido todo de ellos.
Henry y William James
Llamarlo «novela» resulta cuando menos inexacto. No narra una sucesión de acontecimientos, con «intriga» y demás. No es tampoco una biografía como tal –lo que no quita la inmensa documentación, tanto de la bibliografía de y acerca de Henry James como de quienes formaron parte de su entorno; una investigación exhaustiva, digna de alabanza–, por mucho que se fundamente, en buena medida, en hechos contrastados. Definirlo como «retrato» se aproxima bastante, pero todavía se puede precisar más. La palabra clave: inmersión. Tóibín hace una inmersión en Henry James, un ejercicio de ponerse en su lugar, bucear en su mente, reconstruir su rutina, intuir sus ideas, imaginar cómo se encadenan sus pensamientos. Más que un narrador de historias, Tóibín se erige como un prosista soberbio, introspectivo, sutil, proclive al análisis minucioso de los interiores del protagonista y sus allegados. Tiene un estilo elegante, de frases largas y meticulosas, como las del propio Henry James; una voz sosegada que avanza sin prisa, deleitándose en los recovecos. Se empapa tanto de Henry James que uno olvida por momentos que está leyendo un libro de un escritor irlandés del siglo XXI. No porque imite al protagonista o produzca una sensación parecida a las novelas de este (no es ese su propósito), sino porque, de algún modo, «respira» su aire. Es como entrar en la burbuja íntima de Henry James, de este Henry James, impregnarse de él bajo la mirada de Tóibín.
Alice James
Este Henry James se revela como un tipo discreto, solitario, introvertido. El invitado de la fiesta que observa sin hacerse notar, el comensal que no alza la voz, el viajero taciturno, el sabio que calla, el amigo tranquilo y fiel. La novela comienza con un punto de inflexión para él: su decepcionante estreno en el teatro. Es una elección significativa por parte de Tóibín: escribe sobre un grande como Henry James, pero no en su mejor momento, sino que muestra al maestro derrotado, inseguro, una imagen ilustrativa de esa tendencia del artista a la insatisfacción crónica, un recordatorio de la fugacidad de la fama, de la fragilidad de su profesión. Un Henry James que conoce las dos caras de la moneda. Con este primer capítulo, queda claro que Tóibín no pretende trazar una hagiografía del autor, sino profundizar en su intimidad, sus temores, sus amarguras, sus alivios. A lo largo del libro, el protagonista se mueve por lugares como Londres, Nueva York, Venecia o un pueblo irlandés, entre encuentros con amigos, jornadas de trabajo recluido en casa o viajes sin rumbo. Pese a su naturaleza solitaria, no lo presenta como a un eremita; cuenta con muchas, e influyentes, amistades, se nutre de la compañía de escritores y artistas, además de su familia e, incluso, los empleados del hogar. Tóibín reconstruye su entorno, un fresco vívido de la intelectualidad occidental del siglo XIX tardío.
–Yo soy un pobre narrador de historias –dijo Henry–, un escritor de novelas, interesado en dramáticas sutilezas. Mientras mi hermano explica el mundo, yo solo puedo tratar brevemente de hacer que cobre vida o de que se haga más extraño. Una vez escribí sobre la juventud y Estados Unidos, y ahora me he quedado con el exilio y la edad adulta, historias llenas de desilusión que no es probable que me consigan muchos lectores a ambos lados del Atlántico.
Henry James y Henrik Andersen
Cada episodio desarrolla al menos una relación o experiencia que le dejó huella. Toma como punto de partida una situación de esa etapa entre 1895 y 1899, como una salida al teatro o una estancia en la mansión de unos amigos, para retroceder e indagar en su memoria. A menudo, se vehiculan esas vivencias con la inspiración de sus novelas. Las muertes prematuras de su hermana Alice y su reivindicativa prima Minni Temple, por ejemplo, son heridas sin sanar; su perfil psicológico sustenta a algunos de sus personajes más memorables (esa maravillosa afinidad por lo «femenino», por las mujeres en una jaula). Henry James, que procedía de una familia neoyorquina adinerada, tenía también hermanos varones: William, el mayor, con quien se entiende a pesar de sus diferencias; los menores, alistados en la Guerra de Secesión, un asunto que sirve de pretexto para explorar cómo vivió la guerra el protagonista, por aquel entonces estudiante. Las pérdidas, los personajes fallecidos, son una presencia latente, un motivo habitual en Tóibín, como en Nora Webster (2014) o La casa de los nombres (2017); aquí aprovecha la moda del ocultismo en la Inglaterra victoriana para plantear la curiosidad por el más allá. En cuanto a la vida afectiva, Henry James no se casó nunca; sin embargo, se insinúa su homosexualidad: su despertar secreto y contenido al dormir junto a un amigo, y la relación, en la recta final, con el joven escultor Henrik Andersen. Tóibín suele abordar la homosexualidad en sus novelas, pero con elisiones y sutileza, una identidad que se asoma por las rendijas, con tanta frecuencia silenciada, reprimida.
Colm Tóibín
El círculo bohemio, por otro lado, tiene tanta o más relevancia que el núcleo familiar. Del escándalo de Oscar Wilde (a quien envidia por su prestigio como dramaturgo), que en 1895 fue condenado por sodomía, al suicidio en Venecia de una gran amiga de Henry James, Constance Fenimore Woolson. Sobre esta última, Tóibín recrea la complicidad entre ambos, entre dos inadaptados que se reconocen como semejantes, los dos prudentes, brillantes, reservados. Es asimismo reseñable la cuestión de su identidad cosmopolita: la marcha de su tierra y el descubrimiento de Europa, su afinidad por los escritores del viejo continente, sobre todo ingleses y franceses. A propósito de las lecturas, Toíbín narra también una escena sobre la revelación que supone para el protagonista leer a un estadounidense como Nathaniel Hawthorne: La letra escarlata lo deslumbra, comprende que la narrativa de su país puede tomar sendas distintas a las de pensadores como Emerson o Thoreau. The Master, en fin, abarca mucho, las grandes experiencias, casi siempre traumáticas, esas que se prolongan toda la vida porque vuelven una y otra vez; y las experiencias minúsculas, la observación de una niña, una lectura iluminadora, una celebración, que pese a la apariencia trivial dejan su rastro en los cuentos y novelas del autor. The Master es un libro en el que sumergirse, para disfrutar con calma de este Henry James, fascinante como personaje, y para disfrutar del estilo de un Colm Tóibín en estado de gracia, reflexivo, profundo, lúcido, exigente. Este es el homenaje que se merece un maestro, pero a la vez es mucho más (y mejor) que eso. Una novela impresionante.
Citas en cursiva de las páginas 14-15 y 459.

21 septiembre 2018

Los golpes - Jean Meckert


Edición: Las Afueras, 2017 (trad. Javier Bassas Vila)
Páginas: 272
ISBN: 9788494733703
Precio: 22,95 € (e-book: 14,99 €)
¡Mi condición! ¡Qué palabra más dura y concluyente! Prefería debatirme entre tristes pensamientos. No tener nada era menos deprimente. Sentía el aburrimiento de nuestras miserables vidas, vidas que eran meros números, que hacían bulto, nada más. Es inenarrable y no tiene gracia.*
En una época en la que las desigualdades y la explotación laboral en Occidente no solo no han desaparecido, sino que incluso se han acrecentado, resulta pertinente leer esas obras que ya retrataron una sociedad con problemas parecidos; obras que, de algún modo, estimulan el sentido crítico al tiempo que conmueven por su vigor literario. Jean Meckert (París, 1910-1995), que antes de dedicarse a la escritura desempeñó diversos empleos no cualificados, escribió Los golpes, su ópera prima, en 1936, una novela que bebe de su experiencia como trabajador raso en el periodo de entreguerras. El libro se publicó en 1941 y recibió elogios de autores como André Gide o Raymond Queneau. Más tarde, Jean Meckert prosperó en su carrera literaria y cosechó un gran éxito con la novela negra popular, que firmaba con seudónimo. Los golpes fue el título elegido por Las Afueras, otro sello independiente y exquisito, para empezar su andadura editorial.
No es el día a día en la fábrica lo que ocupa el centro de la novela. Félix, el narrador, un joven operario de un taller de coches de París, indaga más bien en la vertiente personal, el modo en el que las tensiones de clase repercuten en el ámbito privado. La perspectiva resulta providencial: comienza su relato cuando los acontecimientos ya han terminado, y, por lo tanto, narra con nostalgia por los buenos tiempos, por la inocencia perdida. Al principio, él no se sentía insatisfecho: estaba cómodo en el trabajo, su jefe lo valoraba y se llevaba bien con sus compañeros. Tan solo padecía una especie de vacío; la muerte de su madre cuando aún era un niño lo obligó a trabajar a los trece años y desde entonces asumió la existencia del obrero sin futuro. Félix salió adelante con la resistencia de los trabajadores humildes, sin quejarse por su mala suerte.
En el taller, traba amistad con Paulette, una mecanógrafa casada pero, como descubre a su debido tiempo, infeliz. Paulette, trabajadora incansable, contrajo matrimonio con un holgazán con ínfulas de artista, que la desprecia a la vez que depende de su salario. Félix reemplazará a su marido: como todas las historias de amor, la suya tiene un inicio prometedor, que llena la falta de sentido en Félix y aporta seguridad y alegría a ella; sin embargo, la situación no tarda en torcerse por lo que él denomina «aburguesamiento»: el punto en que una relación deja de ser de dos, sin ataduras, para convertirse en una institución. Una prima de Paulette advierte a Félix que va a entrar «en una familia de encamisados, una familia de empleados de oficina y funcionarios. Si quieres tener un hogar tranquilo, deberás inocularte rápidamente el germen de esa enfermedad llamada “respetabilidad”» (p. 194). Entre reuniones familiares de domingo, encontronazos con la suegra y salidas con los amigos, empieza a crecer el malestar.
Los murmullos de sus nuevos parientes suscitan la inseguridad de Félix: el complejo de ser «solo» un operario frente a los primos de ella, mejor situados; la incomodidad ante las preguntas sobre el futuro y la falta de expectativas; la inestabilidad laboral, que lo obliga a encadenar empleos desde la crisis. Antes, cuando estaba solo y no tenía que rendir cuentas, se aceptaba; la entrada en sociedad, no obstante, pone de manifiesto los complejos latentes, potenciados también por la sombra del primer marido, un vago, pero cultivado, con una sensibilidad de la que Félix carece. El hartazgo, la monotonía de una existencia sin ilusiones, se traduce en violencia. Paulette no lo juzga, pero paga la rabia que se va fraguando en él. Se incide en esos «golpes», físicos y simbólicos, al más débil, a los operarios como Félix, pero aún más a las trabajadoras como Paulette. Ella se ve indefensa en ambos matrimonios (se plantea la casa materna como refugio al que volver), dependiente y subordinada al marido por causas diferentes.
El punto de vista de Félix tiene una gran importancia: en lugar de narrar el conflicto con la distancia de una tercera persona, el autor lo muestra desde dentro, desde la voz de ese chico jovial y honrado que poco a poco se convierte en un monstruo. Al contarlo tiempo después, expresa su arrepentimiento, comprende que la ira mal canalizada, y potenciada por el alcohol, destruyó su historia. Es un narrador que, además, destila frescura y socarronería. Su estilo se acerca al habla coloquial –Félix no pretende pasar por erudito; habla como lo que es: un operario un tanto brusco– y utiliza frases cortas, sencillas, pero incisivas; esa expresión clara y directa, ágil, con diálogo, eficaz para retratar lo cotidiano que se vuelve asfixiante, con humor pese al dramatismo. Recuerda un poco a Cesare Pavese, por su voluntad de plasmar la voz del proletariado.
Jean Meckert
Los golpes, además de ser un muy buen debut, sigue vigente: una novela sobre aquello en lo que se convierte una relación sentimental cuando la frescura de los comienzos se acaba y, a la vez, una novela sobre lo que carcome a los hombres del estamento menos privilegiado. Porque la violencia no viene en los genes; la precariedad y el desprecio continuados, junto con el desarraigo emocional, avivan esa debilidad que se torna peligrosa cuando el individuo carece de otros recursos para defenderse. El autor lo narra, y esto es un gran mérito, a través de un protagonista cercano, carismático, tan próximo que asusta que sea alguien como él quien se transforme de ese modo. Ahí está el acierto: señala el quid del conflicto (de clase, de género) y pone de relieve la hipocresía social. 
París también es esto.
*Cita inicial de la página 117.

19 septiembre 2018

Algunas formas de amor - Charlotte Mew

Edición: Periférica, 2018 (trad. Ángeles de los Santos)
Páginas: 232
ISBN: 9788416291694
Precio: 17,75 €
–El amor –dijo–, aunque no pensamos en ello con frecuencia, tiene un amplio guardarropa. No todo el mundo puede llevar sus prendas más lujosas; nosotros, usted y yo, no podemos. Demos gracias por que nos ofrezca algunas, porque sin su caridad iríamos desnudos. Podemos ser camaradas, usted y yo, y sólo eso, me parece. Es el acuerdo más sensato, el mejor posible, ya que los enamorados terminan como nosotros no podemos terminar. Usted no me perderá de vista, como si fuéramos buenos amigos, buenos soldados, hasta que el enemigo ataque; y atacará, ya lo sabe. «Algunas formas de amor» (p. 75)
Los personajes de Algunas formas de amor han amado. Y han vuelto a hacerlo. De otra persona, de otra forma de pertenencia al mundo. O bien han sido ellos los destinatarios de un afecto no siempre correspondido. Ya se sabe: el amor no sigue un camino liso y sin obstáculos, sino que se enreda por vericuetos imprevistos, y nadie como Charlotte Mew (Londres, 1869-1928) para contarlo, para dar una voz delicada y concienzuda a ese alboroto íntimo que apenas se insinúa por fuera. La autora, más conocida por su faceta como poeta, también cultivó el relato, y este libro recoge, por primera vez en castellano, cinco de sus textos en prosa más brillantes. Su obra se sitúa entre el realismo del siglo XIX y el modernismo anglosajón de principios del XX; se la puede emparentar con Henry James o Edith Wharton. Charlotte Mew quedó eclipsada por los grandes nombres, aunque despertó la admiración de escritores de la talla de Thomas Hardy o Penelope Fitzgerald (que incluso escribió una biografía sobre ella).
Las cinco narraciones reunidas comparten afinidad en el tratamiento del sentimiento amoroso: la proposición; la elección entre múltiples opciones; la pérdida (de la persona amada, pero también de una manera de estar en sociedad, de un entorno); la muerte como presencia latente y culminación. Agentes activos y agentes pasivos; y testimonios de excepción de las andanzas de los protagonistas. En «La esposa de Mark Stafford», el primero, la narradora es una mujer que vela por la joven hija de una amiga fallecida. La chica se cruza con dos hombres, casi opuestos. A través de la mirada de esa mujer, una elección magistral del punto de vista, somos testigos de cómo la muchacha se convierte en otra al elegir, siempre según la narradora, al candidato equivocado («para mí se convirtió en una cuestión importante si el fondo no iría oscureciéndose a medida que ella aumentara su luminosidad», p. 33). Cómo el amor, o lo que se concibe como amor, tiene la facultad de transformar a alguien, quizá no a mejor; y la tristeza de quienes ven cómo sus seres queridos han dejado de ser quienes eran, se han perdido.
Mew demuestra una destreza extraordinaria con el diálogo, como en «Algunas formas de amor», en el que un hombre se halla en una encrucijada entre dos mujeres que lo aman. Alternando la conversación con una y otra, explora la conciencia de la finitud del ser humano y la imposibilidad de las segundas oportunidades; breve, emocionante, intenso, de una dolorosa contundencia. En «Una puerta abierta», una chica rompe su compromiso para hacerse misionera en un país remoto («Se ha ido enfadado, distante, y con razón. He helado todos los corazones», p. 100). Todo parecía ir bien, él era un buen chico, les esperaba un futuro sólido, y aun así… El hombre, todavía enamorado, intenta que cambie de opinión, intenta comprender qué ha ocurrido. Ella, sin embargo, concibe la experiencia solidaria como su verdadera acción de amor, el sentido de su existencia. En medio, la hermana de la joven trata de recomponerse mientras añora la infancia, el tiempo en el que todo estaba en orden y no tenían que afrontar decisiones definitivas. Crecer, elegir, sufrir, perder. Vivir.
«El amigo del novio», el único en primera persona junto con «La esposa de Mark Stafford», narra un triángulo amoroso, como tantos otros y a la vez tan exclusivo. El narrador conoce a la prometida de su amigo, de un amigo al que no esperaba ver casado, y la situación se complica entre indirectas, silencios y esperanzas vanas. Por último, «Fidelidad mortal» está protagonizado por personajes maduros, a diferencia del resto: un hombre y una mujer, ambos viudos, afianzan su amistad («La casualidad le da un empujoncito a la piedra, y todo lo que nosotros tenemos que hacer es procurar que siga rodando», p. 217). Se plantea la indefensión de la mujer al enviudar, frente a la familia que amenaza con invadir su espacio privado, como si al estar sola ya no pudiera disfrutar de una vida plena; pero, sobre todo, explora las segundas oportunidades, las formas de amor entre gente curtida que no se enfrenta a su «primera vez».
Charlotte Mew
¿Por qué leer Algunas formas de amor? Mew es pura elegancia. Estilo poético, sutil, preciso, con frases largas y minuciosas a lo Henry James. La contención justa para no resultar afectada pese a que el contenido, de entrada, pueda prestarse a ello. Fragmentos iluminadores por su lirismo e inteligencia. Ojo clínico para diseccionar el alma y sus heridas, las sinuosidades de la experiencia amorosa. Melancolía, emoción. No, todavía no lo hemos leído todo sobre el amor. Cada año se recupera a autoras que han caído en el olvido, tantas que uno se pierde, pero a Mew no hay que perdérsela. Una voz exquisita.

17 septiembre 2018

Las ocho montañas - Paolo Cognetti


Edición: Literatura Random House, 2018 (trad. César Palma)
Páginas: 240
ISBN: 9788439734123
Precio: 17,90 € (e-book: 8,99 €)
Lo que debía proteger, en mí, era la capacidad de estar solo. Había necesitado tiempo para acostumbrarme a la soledad, para encontrar un espacio donde poder acoplarme y sentirme bien; sin embargo, sentía que la relación con ese espacio seguía siendo difícil. Por eso volvía a casa como si reanudase la confianza con ella. Si el cielo no estaba cubierto, pronto apagaba la linterna. Solo necesitaba un cuarto de luna y las estrellas para intuir el sendero entre los alerces. Nada se movía a esa hora salvo mis pasos y el torrente, que seguía sonando y gorgoteando mientras el bosque dormía. En el silencio su voz era clara y podía distinguir los tonos de cada meandro, rápido, cascada, atenuados por la espesura de la vegetación y cada vez más nítidos en el pedregal.*
Cuenta un mito budista que existe un monte muy alto, el Sumeru. A su alrededor, ocho montañas y ocho mares conforman el mundo tal como lo conocemos. Hay quien intenta llegar a la cima del Sumeru, empecinado, y hay quien se dedica a recorrer las demás montañas, vagando sin rumbo. Se preguntan: al final de la vida, ¿quién aprendió más, el que alcanzó la cúspide del monte sagrado o el que deambuló por la periferia? Este mito inspiró Las ocho montañas (2016), Premio Strega y Prix Médicis Étranger, además de un éxito de ventas en varios países, que ha consolidado a Paolo Cognetti (Milán, 1978) como uno de los escritores europeos más interesantes del momento. Escribe con palabras sencillas, pero de significados profundos; un estilo templado, fluido y sutil, que penetra en el lector sin aspavientos. La amistad a lo largo del tiempo, la paternidad, la soledad y el exilio interior son algunos de los temas que explora en una historia que se desarrolla en un paraje casi extinguido, el de los pueblos rurales medio deshabitados. El propio Cognetti, como los personajes de su libro, vive desde hace años entre su ciudad natal y la montaña, experiencia que narra en El muchacho silvestre (2013).
En esta novela hay un hombre que permanece en una sola montaña, la más importante para él; y otro que, desarraigado, viaja a los montes lejanos sin establecerse en ningún sitio. Pero empecemos por el principio. En el principio, esos hombres son dos niños que pasan los veranos juntos: por un lado, Pietro, el narrador, un muchacho de ciudad que veranea en un pueblo de los Alpes; por el otro, Bruno, el habitante más joven de esa pequeña localidad, que nunca ha salido de allí. Encarnan microcosmos distintos, y no solo por el hábitat: Pietro crece en una familia de clase media, con unos padres atentos, mientras que en el entorno de Bruno reina el desorden, con un padre ausente y una madre taciturna, el chico se cría entre animales y naturaleza, abandona el colegio temprano sin que a nadie le importe. Pietro tiene una existencia ordenada, como la de muchos chavales de su quinta; Bruno, en cambio, es un niño montañés en una época (las últimas décadas del siglo XX) en la que esa forma de vida no resulta habitual en un menor. Desde el comienzo, desde esa infancia, hay algo en Bruno de cuasi extinguido, de chiquillo que vive como se vivía antes, un mundo ya sepultado.
Tanto Pietro como Bruno son dos grandes solitarios desde pequeños; la suya es una unión un tanto extraña, forzada por los padres del primero, que poco a poco fluye entre incursiones en la naturaleza y lecturas compartidas. Bruno le enseña la montaña a Pietro, y Pietro le descubre un poco de cultura a Bruno. La relación, no obstante, resulta desigual: el narrador desconoce en buena medida la situación del amigo –solo intuye, sospecha, a partir de murmullos y observaciones­­–, pero Bruno entra en su casa gracias a la predisposición de los padres de Pietro, que ayudan al joven montañés. En cierta etapa, conforme entran en la adolescencia, la relación de Pietro con su padre se enfría, al tiempo que este último estrecha su cercanía con el montañés. Bruno siente una profunda admiración por los padres de su amigo; representan todo aquello que él no tiene. Cognetti retrata con sutileza estas «descompensaciones» afectivas, siempre a través de la mirada de Pietro, un punto de vista parcial, como toda primera persona, que mantiene un halo de misterio en torno a Bruno, ese chico de las montañas, tan próximo a él y sin embargo tan impenetrable.
La obra tiene una estructura soberbia que permite conocer el alcance de esta amistad a lo largo de la vida: en la primera parte, la infancia, los veraneos en la montaña; en la segunda, entre el final de la niñez y la juventud, un punto de inflexión para Pietro, un regreso a la montaña después de muchos años de distancia; por último, en la tercera parte, son dos adultos que ajustan cuentas con el pasado. Bruno, siguiendo el camino esperado, se queda en la montaña, sin otra aspiración que continuar tal como está; un montañés huraño, apegado a sus costumbres, su rusticidad, su aislamiento. Pietro se convierte en un «inadaptado», incapaz de tener una relación formal ni de perseverar en un empleo estable a pesar de haberse criado en un ambiente propicio (a priori) para ello. Se dedica a viajar (el hombre de las ocho montañas) y de vez en cuando regresa a la primera montaña para encontrarse a sí mismo. Allí le espera Bruno; resulta singular, para Pietro, tener un amigo como Bruno, arraigado en su cabaña, ermitaño. También cuando son adultos se producen «intercambios» entre ellos, se influyen mutuamente. El autor sabe modular muy bien los giros de la historia.
En general, Las ocho montañas es una novela extraordinaria sobre la amistad entre dos hombres de carácter introvertido y esquivo, una relación hecha de silencios, de complicidades nunca explícitas. Esta representación de la amistad masculina contrasta con la jerarquía de las «pandillas» que suelen dibujarse en la ficción. Contrasta asimismo con los relatos de amistad femenina: se da la casualidad (o no, quién sabe) de que los dos fenómenos recientes de la narrativa italiana tienen como protagonistas a una pareja de amigos. Elena Ferrante y Paolo Cognetti conciben el hecho literario de forma distinta –de la parquedad y el sosiego de él al apasionamiento bien medido de ella, por resumirlo de manera superficial–, pero ambos narran, y muy bien, una amistad a lo largo de las décadas entre un personaje que permanece inmóvil (Bruno, Lila, los «condenados» por su origen) y otro, el narrador, que tiene la oportunidad de realizarse y se marcha, aunque no por ello se siente pleno (Pietro, Lenù). A propósito, una frase parece calcada de Dos amigas: «Tú eres el que va y viene, yo, el que se queda. Como siempre, ¿no?» (p. 161). El asunto da para un análisis comparativo de su tratamiento de la amistad masculina (callada, contenida, fría) y la femenina (un nudo tirante); este comentario, en cualquier caso, solo pretende sugerirlo de forma sucinta.
Paolo Cognetti
El otro tema relevante de Las ocho montañas es la paternidad. La importancia del rol del padre, así como la «herencia» simbólica; tanto Pietro como Bruno repiten el patrón de sus respectivos progenitores, del rechazo instintivo a la repetición involuntaria. Es, en este sentido, una historia redonda, circular, por cuanto entronca el pasado con el presente, la reconciliación íntima del narrador con su padre. Y aún se puede decir más: novela de aprendizaje, de hacerse adulto; novela de búsqueda de pertenencia, de pérdida; novela de fracasos personales, de rendición. De montaña, claro, aunque no traza un retrato amable de la naturaleza, por mucho que algunos pasajes sobre ese lugar resulten evocadores. Pone de relieve la violencia, el embrutecimiento, la soledad que perviven allí, con una mesura y un dominio del tempo brillantes. Una gran lectura, en definitiva, una poderosa exploración de las emociones masculinas en un entorno casi extinto, conmovedora sin estridencias.
Hay novelas en las que uno se quedaría a vivir, y esta es una de ellas.
*Cita inicial de la página 186.

14 septiembre 2018

Un padre y su hija - Emmanuel Bove

Edición: Hermida Editores, 2018 (trad. M.ª Teresa Gallego y Amaya García Gallego)
Páginas: 92
ISBN: 9788494741340
Precio: 14,90 €

Emmanuel Bove (París, 1898-1945), hijo de madre luxemburguesa y padre ruso, es uno de los secretos mejor guardados de la literatura francesa. Escribió más de treinta novelas breves, de gran éxito en el periodo de entreguerras, admiradas por Samuel Beckett, André Gide, Colette y Rainer Maria Rilke, entre otros. Después de su muerte, cayó en el olvido y no fue redescubierto en su país hasta los años ochenta. En España ha empezado a conocerse gracias al empeño de pequeñas editoriales independientes, como Minúscula, Pre-Textos, Pasos Perdidos y Hermida Editores. Esta última publicó hace unos meses Un padre y su hija (1928), traducida por dos referentes del oficio como son María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, y en una edición, por lo demás, impecable (papel de calidad, tipografía cómoda, encuadernación cosida).
La obra gira en torno a la autodestrucción de un hombre, con todos los temas que se le asocian: soledad, degradación, aislamiento, perturbación. Al principio, conocemos al protagonista, Jean-Antoine About, ya maduro, bien instalado en su apartamento de París junto a la doncella, la única persona que permanece a su lado, aunque no por gusto, desde hace décadas, desde antes de que se convirtiera en este tipo huraño y asocial: «Ahora ya había pasado de los cuarenta. No le quedaba nada que esperar de la vida ni nada que echar de menos» (p. 49). Su existencia retirada, no obstante, sufre un vuelco cuando recibe un mensaje de su hija: después de muchos años sin verse, la joven le anuncia su regreso. No sabemos qué ocurrió entre padre e hija, no sabemos qué reacción suscita el inminente retorno en él, más allá del impacto inicial. A partir de aquí, la narración retrocede al pasado con el fin de reconstruir la vida de About desde su juventud hasta el reencuentro culminante con su hija.
«Ahora, cuando Antoine About volvía la vista atrás, comprobaba que su vida podía dividirse en dos partes de pareja importancia: aquella en que había obedecido y aquella en que había mandado» (pp. 18-19). Hubo una época en la que About fue lo que se dice un chico con aspiraciones, un tanto frustrado por su origen humilde. Tras algunas idas y venidas, se casó, montó un negocio, tuvo una hija. La apacible monotonía del hombre burgués, sí, hasta que comenzó a venirse abajo. En su trayectoria, se repite un patrón: la «desaparición» de las mujeres. No supo entenderse ni con su esposa ni con su hija. Así empezó su declive: «Lo único que tenía que tenía que hacer para salir de su dolor era ir resbalando despacio hacia su envilecimiento, olvidar todas sus ambiciones y todos sus sueños y no intentar ya sino llegar a una meta única: ser el peor de los hombres» (pp. 75-76). El reencuentro con su hija plantea la incógnita de si actuará como redención; pero Bove no es un escritor amable ni indulgente.
Emmanuel Bove
Por lo demás, Emmanuel Bove, como Chéjov o su coetánea Irène Némirovsky, posee la habilidad de condensar mucho en pocas páginas; tan solo necesita esbozar un reencuentro que se intuye trascendental para deconstruir una existencia entera hasta lo básico. El estilo –elegante, sutil, preciso, incisivo– tiene además un humor un tanto grotesco, como se observa, por ejemplo, en la relación entre el protagonista y la doncella; el patetismo de quien hace el ridículo porque ha perdido la cordura, el respeto por sí mismo, el patetismo de quien se ha dejado caer: «A partir de ahora iba a vivir con bajeza. Estaba hecho para eso. Su locura había consistido en creer que las cosas podían ser de otra manera» (p. 77). Este es, en fin, un retrato de decrepitud y desvarío, salpicado de ironía y sentido del absurdo, una mirada corrosiva a la vida burguesa y sus extravagancias, sus secretos y sus turbulencias; una nouvelle redonda, en definitiva.

12 septiembre 2018

Loxandra - María Iordanidu


Edición: Acantilado, 2018 (trad. Selma Ancira)
Páginas: 256
ISBN: 9788417346003
Precio: 16,00 €
Pero Ana aprendió más de su abuela, algo que no estaba en el silabario que le habían dado en la escuela. Aprendió a disfrutar de todas las cosas. De las olivas y del caviar. De los días de lluvia y de los días de sol. Aprendió a sentirse feliz de estar viva y de ver y de oír. Aprendió a amar cualquier cosa a la que se dedicara.*
Algunas historias tienen la capacidad de integrar l’air du temps de toda una época en la peripecia individual de un personaje. Este es el caso de Loxandra (1963), de María Iordanidu (Constantinopla, 1897 – Atenas, 1989), un clásico moderno de la literatura griega que ya había sido publicado en castellano por Lumen en el año 2000 y que Acantilado ha recuperado con acierto después de tanto tiempo fuera de las librerías. El libro se inspira en Loxandra, la abuela de la autora, una mujer que, sin ser consciente de ello, murió con el «viejo mundo»: vivió en Constantinopla durante la segunda mitad del siglo XIX y falleció justo antes del estallido de la Gran Guerra. Su recuerdo, para María Iordanidu, está asociado, por lo tanto, no solo a su persona sino a unas costumbres, unas creencias, una forma de entender la vida ya perdida para siempre.
Si existiera un índice de protagonistas femeninas memorables, Loxandra figuraría en él. Esta mujer con carácter, vigorosa, tenaz, arrolladora, y no obstante muy atenta, familiar y generosa, lleva el peso del relato y lo dota de intensidad. En ocasiones impone por su terquedad –esa tendencia a obligar a comer a la nuera, a entrometerse en un viaje en tren, a educar a su nieta a su manera–, pero esa garra la convierte en una persona que se vuelca por sus seres queridos y nunca se cansa de ayudar. El punto de partida de la narración es su matrimonio con Dimitrós, una unión un tanto tardía para su tiempo, como tardía fue su maternidad, pasados los treinta, aunque cuidó también de los hijos del primer matrimonio de su marido. La autora elige empezar por el momento en el que la protagonista establece su propio hogar, su lugar de referencia, desde donde se dedica a ejercer su influencia a propios y extraños durante más de medio siglo.
Dada la longevidad de Loxandra, la novela se lee en parte como una saga familiar. De la escena inicial, sobre cómo conoció a su esposo y se ganó la confianza (y el respeto) de los hijastros, a las frecuentes reuniones familiares a medida que los niños crecen y la familia se amplía. Ah, hijos y sobrinos: algunos se van lejos y otros permanecen, a unos les salen bien los negocios y otros padecen carencias, pero para todos está Loxandra, como una brújula que les recuerda el camino cuando se pierden. Hay, también, un episodio sobre el traslado traumático a otra ciudad. En la última parte, destaca la estrecha relación de Loxandra con su nieta Ana, trasunto de la autora: la niña está llamada a crecer en un mundo distinto, a educarse de otra manera, a ignorar ciertos aspectos de la cultura autóctona, pero Loxandra se resiste a ceder, se resiste a dejar que sus raíces caigan en el olvido, lo que genera escenas un tanto tragicómicas.
Con Loxandra, María Iordanidu recrea los últimos estertores de una civilización a través del «universo de las mujeres». Porque la protagonista, a diferencia de los hombres, no trabaja fuera de casa, no emprende aventuras en otro país, ni siquiera puede elegir por sí misma a su marido. Su mundo se compone del hogar, la familia, la gastronomía (las copiosas comidas familiares tienen una gran importancia en la novela), las charlas con las vecinas, la religión (la virgen de Baluklí, su mejor aliada). El «pequeño» universo femenino, el espacio privado, las tareas cotidianas, se reivindica de algún modo en este libro, que, lejos de hacer un retrato «blando» del personaje, lo eleva como referente, como punto de apoyo para toda la familia; como si dijera que es gracias a las Loxandras de Constantinopla y del planeta entero que muchas estirpes han pervivido. La autora retrata a su abuela con afecto, sin esconder su lado acaparador, autoritario, esas cualidades menos «amables»; en definitiva, el perfil convence.
María Iordanidu
Si Loxandra resulta memorable, esta Constantinopla no lo es en menor grado; he aquí un libro en el que la ciudad, una ciudad legendaria, adquiere vida propia. La existencia de Loxandra resulta inseparable de la Constantinopla de final de siglo, una tierra con una larga historia, multiétnica, en la que conviven griegos y turcos, entre otros, comunidades ricas en tradiciones, supersticiones, y no exentas de conflictos. Esta novela es un fresco de una metrópoli desaparecida como tal. El estilo va acorde con esa voluntad de reproducir el sonido de las calles por las que se mueve Loxandra, con el lenguaje de las mujeres, vivaz, cercano a la expresión oral, salpicado de expresiones en turco –se agradecen las notas de la traductora y el glosario–, con abundantes referencias a los platos típicos de la zona. Se trata de una historia rebosante de vitalidad, que, más que «leerse», se «escucha»: el bullicio, los gritos de Loxandra, las protestas de los hijos, los encontronazos. Si leer es como viajar, Loxandra ofrece un viaje tan desacostumbrado como embriagador.
*Cita de la página 207.

10 septiembre 2018

Devastación - Tom Kristensen

Edición: Errata naturae, 2018 (trad. Blanca Ortiz Ostalé)
Páginas: 656
ISBN: 9788416544776
Precio: 25,50 €

Devastación (1968), del escritor danés Tom Kristensen (1893 – 1974), es sin ninguna duda una de las propuestas más atrevidas de la temporada (y del año). No todos los días una editorial pequeña se lanza a traducir seiscientas páginas de una lengua nórdica; además, el contenido se puede considerar asimismo arriesgado, porque no constituye una lectura sencilla, ni por los temas ni por la forma de plantearlos. Claro que, viniendo de Errata naturae –que ya se aventuró con autores condenados a ser minoritarios como los alemanes Leonhard Frank, Brigitte Reimann y Maxie Wander, la noruega Torborg Nedreaas o la también danesa Kirsten Thorup–, esa exigencia ya no debería sorprendernos. En esta ocasión, apuesta por una novela fundamental de las letras escandinavas que ha sido elogiada por Karl Ove Knausgård. Utilizar este nombre puede parecer una estrategia de promoción, pero tras leerlo uno comprende por qué este libro cautivó justamente al autor de Mi lucha: de algún modo, Kristensen anticipa esa exploración descarnada de las flaquezas del hombre que ha definido a Knausgård.
Corren los años veinte en la ciudad de Copenhague. Ole Jastrau, trasunto del autor, es un crítico literario treintañero que trabaja para uno de los periódicos más importantes del país. Está casado y tiene un hijo; lleva lo que se dice una rutina estable de hombre de clase media. En el primer capítulo, dos personajes irrumpen en su casa sin previo aviso: un viejo conocido del ambiente bohemio y un joven poeta, hijo de un escritor reputado. La visita se prolonga; y la influencia de los intrusos, en particular del chico, trastocarán la existencia apacible de Jastrau y a la postre desencadenarán su caída en desgracia. O quizá no, quizá la visita tan solo evidenciará una crisis personal que ya estaba allí y nadie quería ver. Esta es la «devastación»: el descenso a los infiernos de un intelectual burgués que parece tenerlo todo, pero todo lo pierde. Hace del alcohol su refugio, y con ello se convierte en una de sus tantas víctimas en aquel tiempo.
Kristensen narra la autodestrucción del hombre, su declive paulatino pero sin freno, un hundimiento que los allegados presencian sin poder detener. Jastrau se abandona a sí mismo y se queda sin nada, sin mujer, sin hijo, sin trabajo, sin hogar. El mérito del autor reside en cómo engarza ese viraje hacia el abismo, el descontrol, la incapacidad de ponerle fin, las compañías que no ayudan. Es una de las novelas que mejor retratan el alcoholismo y cómo se convirtió en un problema social en el periodo de entreguerras; por aquel entonces nadie sugería pedir ayuda, nadie pronunciaba el verbo «curarse». Él cada vez está más solo, desamparado; la bebida, los bares y la noche como el consuelo para los descarriados. Cuestiona el modelo de vida burgués: detrás de ese matrimonio, de ese empleo reconocido, hay un hombre cansado de la monotonía, insatisfecho, herido por la pérdida temprana de la madre, un recuerdo que regresa en esos malos momentos. Su amigo contribuye a su decadencia, pero los síntomas ya estaban ahí, latentes, en esa escena inicial en la que hace malabarismos en casa.
Salvando las distancias –temporales y de concepción literaria–, produce una sensación similar a Tan poca vida (2015), de Hanya Yanagihara, en el sentido de oponerse a la noción de progreso que tanto se inculca en la sociedad occidental. El protagonista no solo no mejora, sino que se va dejando caer, comete errores, desemboca en una espiral de degradación permanente. Uno querría decirle: «No, no hagas eso, te vas a arrepentir», pero él no puede parar, está atrapado en su adicción, en su crisis vital, en su falta de anclaje. Desorientado, confundido, deshecho. Con todo, Kristensen no se recrea tanto en las morbosidades como Yanagihara; es más contenido, más sutil. De su estilo destaca lo mucho que se apoya en el diálogo. En lugar de plantear reflexiones existencialistas, muestra el descarrío en las salidas nocturnas, las risas tontas de los borrachos, los bucles, la agitación, la decrepitud, el delirio; la viva imagen del patetismo humano. Teniendo en cuenta su fondo autobiográfico, resulta encomiable la valentía del autor al hurgar en su intimidad, en la fragilidad de esas noches desbocadas.
Más allá de Jastrau, destaca el papel de su entorno en el proceso de autodestrucción. La nocturnidad de Copenhague, el ambiente bohemio del periódico y los escritores, conforman un personaje más, esta vez en su cara menos amable, por cuanto pone de relieve la amargura que encierra para el protagonista esa forma de estar en el mundo. Es interesante la reacción de sus allegados: algunos se alejan, como su mujer; otros advierten la transformación de su mirada; otros no dicen nada; otros están igual que él. En sus noches de perdición no faltan chicas tan desorientadas como el propio Jastrau. Entre los personajes, vale la pena hacer mención del poeta, su nuevo amigo, que, en plena rebeldía juvenil, reniega de su padre, representante del estatus dominante en el sector cultural. Al salir con él, Jastrau «vuelve» a su juventud, a la irresponsabilidad. No se trata de un regreso agradable, al contrario: tiene algo vergonzante que un hombre de mediana edad, padre de familia, se deje arrastrar por un muchacho inmaduro. La evolución del poeta, junto con su historia familiar, descubre además la hipocresía de la clase acomodada; revelaciones oscuras que salpican a Jastrau.
Tom Kristensen
A menudo la mejor literatura es la que supone un reto para el lector. La que no resulta reconfortante, la que le pone ante un espejo que muestra la peor cara del ser humano. Literatura que obliga a hacer una inmersión, a entregarse, a leer con los cinco sentidos, a recorrer un camino desasosegante. Este es un libro de los que se suelen tildar de «incómodos», que genera sensaciones encontradas por esa crudeza tan bien plasmada y no obstante tan difícil de digerir. Es también el retrato de una época, los años veinte y sus claroscuros; y de un lugar, Copenhague, todavía una gran desconocida en su vertiente literaria para el lector español. Devastación está a la altura de sus credenciales: he aquí una novela desgarradora e implacable, una novela importante. Hay pocas oportunidades de leer una obra como esta.

07 septiembre 2018

Lady L. - Romain Gary


Edición: Galaxia Gutenberg, 2018 (trad. Gema Moral Bartolomé)
Páginas: 176
ISBN: 9788417088910
Precio: 17,50 € (e-book: 10,99 €)
–Realmente no tuve suerte –decía–. Podría haber amado a un borracho, a un jugador, a un estafador, a un drogadicto… pero ¡no! Tenía que ser a un auténtico idealista. Así pues, yo también me di al terrorismo. Digamos que fui una buena alumna, eso es todo.*
Romain Gary (Vilna, Imperio ruso, 1914-París, 1980), seudónimo de Roman Kacew, de origen judío ruso, es uno de los grandes nombres de la literatura francesa del siglo XX. Novelista prolífico, escribió en diversas lenguas y es el único que ha recibido dos veces el prestigioso Premio Goncourt; la segunda, eso sí, escondido bajo otro apodo, lo que generó mucha controversia. Su obra Lady L., recuperada hace unos meses por Galaxia Gutenberg, tiene la particularidad de haber sido escrita en inglés en 1959, y vertida al francés por él mismo en 1963; una elección que se entiende al conocer a su personaje principal, una anciana aristócrata bien instalada en la sociedad victoriana tardía. No obstante, esta dama venerable nació de hecho en Francia, y no ha olvidado su origen: en estas páginas rememora toda su (apasionante) vida. La novela fue llevada al cine por Peter Ustinov en 1965, con Sophia Loren y Paul Newman como protagonistas.

Lady L. celebra su octogésimo cumpleaños. Vive en una mansión, está rodeada por su numerosa familia y cuenta con el respeto de las personalidades más ilustres de la sociedad británica. Sin embargo, esta señora extravagante, que «después de más de cincuenta años en Inglaterra, aún pensaba en francés» (p. 12), no nació en este ambiente de lujo y ostentación, no es una lady al uso. En los primeros episodios, en un despliegue magistral de estilo e ironía, el autor introduce a una protagonista inmensa, irreverente, una mujer hecha a sí misma, en quien se mezclan lo francés y lo inglés, lo elevado y lo vulgar; una mujer de mundo que está de vuelta de todo y no se asusta, no se escandaliza por nada. Con un gran sentido del humor y un registro alusivo, el relato de sus vivencias se adereza con reflexiones sobre la vejez y su aprendizaje a lo largo de los años. Nadie conoce su pasado ni su secreto mejor guardado, pero después de la fiesta se lo confía a Sir Percy, poeta de la corte y fiel «caballero sirviente» (p. 14).
«Annette Boudin nació en un callejón sin salida» (p. 27). Así comienza la confesión de Lady L., que recorre la segunda mitad del siglo XIX en el viejo continente. Ese callejón sin salida resultó no ser tal, en vista del nivel de vida que consiguió más adelante, pero en un principio nada hacía sospecharlo: Annette, una joven de familia humilde, tuvo que sobrevivir en los bajos fondos de Francia trabajando como prostituta, hasta que se cruzó con Armand Denis, un anarquista revolucionario y, a la postre, su gran amor. Armand no la rescató como un caballero a su princesa, sino que la convirtió en su aliada, una pícara con quien llevar a cabo acciones de ética dudosa. Acompañados de un elenco de personajes del movimiento anarquista, Annette y Armand recorrieron Europa movidos por sus ideales. «Como todos los aristócratas auténticos, tiene usted un temperamento terrorista, tiene esa clase de humor que a veces produce el mismo efecto que una bomba» (p. 47), le hace notar Percy a la anciana Lady L. Y, en efecto, la reconstrucción permite entender cómo llegó a ser tan astuta, tan terca, tan libre.
Romain Gary
Romain Gary hace una crítica mordaz de la sociedad británica y, a la vez, una inmersión en el anarquismo de la segunda mitad del siglo XIX. El estilo (explosivo, sarcástico, deslumbrante, y no obstante sutil, preciso) del autor justifica por sí solo la lectura, pues no hay página sin genialidad, pero Lady L. tiene, además, esa magnífica recreación histórica, en parte realidad, en parte imaginación, con las aventuras integradas con eficacia en un contexto político convulso; un retrato más que convincente. Y, sobre todo, la novela tiene dos grandes personajes, Lady L./Annette y Armand Denis, dos antihéroes idealistas, gamberros, carismáticos; sin desmerecer tampoco a los secundarios, que contribuyen a dar forma a un fresco social rico y vivaz. Una lectura recomendable, en definitiva.
*Cita de la página 168.

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