23 julio 2017

Agnes Grey - Anne Brontë



Edición: Alba, 1997 (trad. Menchu Gutiérrez)
Páginas: 248
ISBN: 9788488730190
Precio: 16,00 € (e-book: 7,99 €)

Todas las historias verdaderas contienen una enseñanza aunque en ocasiones el tesoro sea difícil de encontrar y, una vez encontrado, resulte tan insignificante que el fruto seco y arrugado apenas compense el trabajo de romper la cáscara. Sea éste o no el caso de mi historia, no soy la persona más apropiada para juzgarlo. A veces creo que ésta podría ser de cierta utilidad para algunas personas, entretenida para otras, pero el mundo debe juzgarlo por sí mismo: protegida por mi propia oscuridad, por el paso de los años y por algunos nombres ficticios, me arriesgo sin miedo a exponer abiertamente ante el público lo que no me hubiese atrevido a revelar al amigo más íntimo.

Estas semanas he vuelto a leer a las hermanas Brontë: Cumbres borrascosas, de Emily (1818-1848), Jane Eyre, de Charlotte (1816-1855), y Agnes Grey, de Anne (1820-1849). Estas tres novelas se publicaron el mismo año, 1847, firmadas con seudónimo (Ellis, Currer y Acton Bell, respectivamente), jugando con la ambigüedad de género. La más exitosa en su época fue Charlotte, aunque la historia ha reservado otro lugar de honor para Emily, defenestrada en su día. Emily rebosa un talento genuino; Charlotte, inteligencia y erudición bien encauzadas. ¿Y qué hay de la menor? A falta de leer su segunda y última novela, La inquilina de Wildfell Hall (1848), me parece menos brillante que sus hermanas (teniendo en cuenta lo alto que pusieron el listón, esto no implica que fuera endeble). Anne era de naturaleza introvertida, un carácter que probablemente le facilitó su rasgo distintivo como novelista, esto es, una capacidad de observación extraordinaria, pero que, unido a su juventud, la limitó un poco, ya que le faltaba la picardía que sí tenían sus hermanas para transgredir con su literatura.
Agnes Grey es, en muchos sentidos, una ópera prima «típica», incluso con respecto a la narrativa contemporánea. Se trata de una novela de iniciación (o coming-of-age novel) narrada en primera persona por una joven, que contiene elementos autobiográficos de Anne, por lo que la voz de la protagonista se confunde con la de la autora; en definitiva, lo que ahora llamaríamos autoficción, salvo por ese final con moraleja. El nombre de la protagonista insinúa lo que vamos a encontrar: Agnes (Inés), además de guardar cierto parecido con Anne, significa «pura» y «casta». Grey, por otra parte, nos habla de una persona gris, discreta, casi invisible. Si bien tanto el nombre como el apellido están muy extendidos en los países anglosajones, una vez leído el libro no parece casual que se quisiera subrayar estos rasgos concretos del personaje (es más, el hecho de ser un nombre común le añade otra lectura: la novela va de una chica corriente, que podría ser cualquier muchacha inglesa de la era victoriana, y por lo tanto busca la identificación y la complicidad de otras jóvenes como ella).
Agnes Grey, de dieciocho años, vive en una zona rural de Inglaterra y nunca ha salido del núcleo familiar que conforman sus padres, su hermana mayor y ella misma. Cuando su padre, un humilde párroco, cae enfermo, decide ponerse a trabajar como institutriz para ayudar a la familia (tal y como hizo la autora, también hija de un rector), una ocupación que la obliga a pasar largas temporadas fuera de casa. En un principio, el empleo la ilusiona: «Sólo tendría que recordar cómo era yo a la edad de mis pequeños alumnos y sabría de inmediato cómo ganarme su confianza y afecto, cómo despertar en ellos el sentido del arrepentimiento, cómo dar alas al tímido y consolar al triste, cómo hacer la virtud posible, la instrucción deseable y la religión agradable y comprensible» (p. 21). Sin embargo, la práctica dista mucho de resultar tan apacible. Como en toda novela de aprendizaje, las ideas preconcebidas, los sueños de juventud, chocan de forma dolorosa con una realidad poco amable: «¡Ay, de qué forma un sueño es mucho más placentero que su cumplimiento!» (p. 213). En esto, su mensaje pervive: cualquier joven se reconocerá en su pérdida de la inocencia, con independencia del oficio.
La obra es muy apreciada, precisamente, por mostrar la precariedad de la institutriz, con finura pero sin titubeos (Anne es una narradora muy delicada y primorosa, describe situaciones desagradables sin el tono descarnado de Emily), como también hizo su hermana Charlotte en Jane Eyre. La institutriz no solo era una subordinada en la casa (lo que ya presupone la degradación implícita de ser un empleado a sueldo), sino que, por su rol en la educación de los niños, se encontraba en una posición incómoda tanto para los adultos como para las criaturas. Los alumnos no la tratan con el debido respeto, los padres imponen su autoridad y limitan su influencia. Las circunstancias de Agnes entroncan con un debate reciente: ¿hasta qué punto deben los padres entrometerse en la educación de sus hijos cuestionando las decisiones del mentor? Este tema va ligado a la desmitificación de la infancia: la protagonista espera educar a chiquillos dóciles como ella, pero se topa con niños malcriados e indomables, crueles con los animales (hay una defensa pionera de los derechos de estos), adolescentes caprichosas y egoístas, padres incapaces de inculcar disciplina.
La persona de Agnes tiene mucho que ver con sus dificultades para hacerse respetar. Anne Brontë no solo sobresale por su mirada atenta, sino por su análisis de caracteres, incluida una autocrítica sutil: «siempre fui “la niña” y el muñeco de la familia; padre, madre y hermana: todos unidos para malcriarme, no con una loca indulgencia que hubiese hecho de mí una niña rebelde e ingobernable, sino con una atención constante que me convertiría en una persona demasiado indefensa y dependiente, incapaz de enfrentarse a las inquietudes y sobresaltos de la vida» (pp. 12-13). Así es: Agnes, en muchos aspectos, puede considerarse «ejemplar» (piadosa, bienintencionada, diligente, afectuosa, responsable), pero carece de las agallas de una Jane Eyre o una Catherine Earnshaw para enfrentarse a la vida. Es, al fin y al cabo, la hermana menor, que ha permanecido aislada de la sociedad, sobreprotegida, hasta su estreno como institutriz. Dice: «el deber de la institutriz era agradar y someterse; el de las alumnas, limitarse a hacer lo que les venía en gana» (p. 134). El trabajo supone una experiencia traumática de degradación y anulación del yo; renuncia al placer por los demás (primero, sus padres; después, sus empleadores, familias ricas a las que obedece sin rechistar).
En su segundo empleo, tiene alumnas adolescentes, que, por contraste, ponen de relieve otras facetas reprimidas de la protagonista. Una joven, apenas un par de años menor que Agnes, es una chica coqueta que parlotea a menudo de sus amoríos. La frivolidad de la joven saca de quicio a la bonachona institutriz, por supuesto inexperta en la materia. En el fondo, Agnes anhela el amor, no el flirteo superficial de su discípula, pero sí un amor profundo, acorde con sus principios. Agnes, como Cenicienta, adopta el rol de trabajadora abnegada mientras las muchachas se divierten; solo que, a diferencia de la princesa, Agnes se sabe poco atractiva y hace reflexiones como esta: «Es absurdo desear ser bella. […] Una mente bien cultivada y un corazón bien dispuesto nunca se interesan por el aspecto externo. Eso nos decían nuestros maestros de la infancia, y eso mismo repetimos nosotros hoy a otros niños. Todo muy juicioso y muy acertado, sin duda, pero ¿acaso estas palabras se apoyan en la experiencia?» (pp. 171-172). Se expresa con suma amabilidad, pero bajo esa dulzura deja entrever el molesto encorsetamiento de los valores dominantes. Aun así, Agnes traba amistad con un vicario, un hombre con un pensamiento parecido al suyo con quien se entiende.
Anne Brontë
Desde la perspectiva actual, Agnes Grey no ha envejecido bien, ni por su estilo (prosa descriptiva, demasiado florida a ratos, un tono de «niña buena» un poco melindroso), ni por su contenido. A propósito de esto último, resulta evidente que la autora rema a favor de la moral cristiana y, pese al espíritu crítico que demuestra con su denuncia de las condiciones laborales de la institutriz, la protagonista sigue apoyando los principios en los que ha sido educada: trabajo duro, sacrificio, generosidad, estoicismo. El que resiste obtendrá su recompensa; el que se corrompe, lo pagará el resto de su vida. Este mensaje tan conservador es fantástico para educar a una lectora victoriana, pero, en la actualidad, no funciona. A todo esto, no hay que olvidar que Anne la publicó con solo veintisiete años; si se lee como una primera novela, con la inocencia de toda primera novela (muy pocos tienen el talento precoz de su hermana Emily), el resultado es más que correcto. Incluso tiene algo atemporal: la mirada, la mirada de la joven tímida que no se atreve a tomar las riendas, que se acomoda en el segundo plano aunque le causa mucho dolor, y que en estas páginas expresa su amargura silenciada, una amargura con la que cualquier persona que haya sido introvertida e ingenua se identificará. Por esto sí merece la pena.
Cita inicial de la página 11 (el comienzo del libro).

18 julio 2017

El Eco - Henry James



Edición: Alba, 2001 (trad. Celia Montolío)
Páginas: 272
ISBN: 9788484281023
Precio: 15,00 € (minus: 11,00 € / e-book: 6,99 €)

Dos hermanas estadounidenses, Delia y Francie, pasan una temporada en París junto a su padre, un viudo jovial y bonachón que las deja ir y venir a su aire. Las jóvenes están en edad de merecer, aunque la primera, de mente analítica y aguda, no tiene ninguna intención de contraer matrimonio: no piensa renunciar a la independencia que le proporciona la soltería. En cambio, Francie, dulce y soñadora, «solía tener el aire de estar a la espera de algo, con una especie de divertida resignación, mientras en su cabeza zumbaban fantasías tiernas, tímidas, indefinidas» (p. 37). Esta última será el objetivo de los solteros que pululan por la ciudad, entre los que se cuenta Gaston Probert, un chico de familia norteamericana como ella, pero tan afrancesada que ha asimilado las costumbres del viejo continente. Y también conoce a George Flack, un espabilado periodista de dudosa calaña, que cultiva lo que ahora se llama prensa del corazón y se acerca a ella para conseguir información de la alta sociedad.
Este es, a grandes rasgos, el planteamiento de El Eco (1888), una comedia de costumbres típica de Henry James (Nueva York, 1843 – Londres, 1916), que sigue la estela de obras anteriores como la espléndida Washington Square (1880). Digo que es un libro «típico» del autor porque condensa muchos de los motivos presentes en toda su producción, comenzando por el choque cultural decimonónico entre estadounidenses y europeos, representado en las familias de Francie y su pretendiente afrancesado. Este tema obsesionó a James, que sabía de lo que hablaba, pues fue un gran viajero y terminó adoptando la nacionalidad británica. La sociedad norteamericana, liberal, desenfadada, espontánea, frente al pudor de los franceses, cultos, refinados y elitistas, recelosos de lo novedoso, además de remilgados. Estados Unidos encarna un nuevo orden en eclosión, mientras que Europa muestra su declive con unos valores que en esta novela se ponen en evidencia y reciben un divertido azote.
Otro motivo jampesiano por excelencia son las protagonistas femeninas, con un minucioso análisis de sus emociones: una hermana tierna y romántica, la otra más terca e insumisa. A diferencia de Washington Square, el padre no ejerce un control tiránico, sino que les da alas para tomar sus decisiones, mantienen una relación de afectuosa dependencia  Ellas eran su compañía pero él no era ni mucho menos la de ellas; era como si él las tuviese más a ellas que ellas a él», p. 32). En cuanto al sector masculino, con el periodista apuesta, como en Los papeles de Aspern (1888) y otros libros, por un personaje bohemio, en permanente tensión con su entorno: ¿respetar la intimidad de los demás o contar la verdad ante todo?, ¿qué papel ocupa la ética periodística?, ¿el escándalo está en los hechos o en el acto de hacerlos públicos? Se anticipan dilemas de la profesión que en la actualidad siguen vigentes, pero los aborda de una forma cómica, caricaturizando a Flack, el interesado buscador de noticias, que sigue una máxima visionaria: «Siempre voy con prisas. Vivo con prisas. Es el único modo de llegar a algo» (p. 13). James no desperdicia la oportunidad de reírse de su mundillo, aunque, ya se sabe, en lo cómico suele esconderse una crítica nada inocente.
Henry James
El James de esta novela es un James divertido, irónico, alegre, ingenioso. Más amable y ligero que en Otra vuelta de tuerca o Los papeles de Aspern, pero no por ello menos inteligente o menos brillante en su estilo (no faltan esas flamantes frases largas que no me cansaría nunca de leer, ni sus diálogos, siempre ocurrentes, siempre magistrales). El autor cultiva la comedia para el placer del lector, que disfruta de un enredo contado de forma entretenida, pero también para examinar, con su tono ácido, los aspectos más oscuros del carácter de la persona (la pasividad de Francie, la brusquedad de Delia, las pretensiones de Flack, el atolondramiento de Probert) y de la sociedad en general. Nadie como James para penetrar en la psicología de los personajes y las costumbres de una época. El James de El Eco es, en suma, un James recomendable.

13 julio 2017

La bruja Lois - Elizabeth Gaskell



Edición: Valdemar, 1996 (trad. Rafael Lassaletta)
Páginas: 192
ISBN: 9788477021506
Precio: 7,90 €
También disponible en los Cuentos góticos de la autora editados por Alba.
Leído en la edición en catalán de Angle, 2016 (trad. Pere Guixà).

La literatura victoriana no se entiende sin el nombre de Elizabeth Gaskell (Chelsea, 1810 – Hampshire, 1865), una autora que, como su amigo Charles Dickens, dio forma a una obra de gran calado social, con historias que a menudo se centran en las clases más desfavorecidas y plantean una sutil crítica social a través de la peripecia. Además de su aclamada biografía Vida de Charlotte Brontë (1857) y de sus novelas largas —como Cranford (1853), Norte y sur (1855) e Hijas y esposas (1865), entre otras—, cultivó con éxito los relatos y novelas breves. Entre estas últimas se encuentra La bruja Lois (1861), una reconstrucción de los juicios por brujería de Salem, escrita unos ciento cincuenta años después de los hechos, y por lo tanto con la suficiente distancia temporal para denunciar las atrocidades cometidas. La trama es sencilla: en 1691, una joven huérfana de confesión anglicana, Lois Barclay, abandona su Inglaterra natal para instalarse en casa de su tío, al otro lado del océano, en Salem, donde imperan unas costumbres e ideas un tanto distintas a las de su tierra. Allí, sin embargo, no la reciben con los brazos abiertos, y esto, en una sociedad enfebrecida, se paga caro.
La trama es sencilla, sí, pero entraña un logrado retrato de la mentalidad del siglo XVII que resulta imprescindible para comprender el devenir de la protagonista. Por aquel entonces, las diferencias culturales entre Inglaterra y Estados Unidos eran notables, en particular por el clima de gran susceptibilidad que reinaba en el nuevo continente, un país en construcción que carecía de las raíces sólidas de los ingleses. Para empezar, estaba la «amenaza» de los indios, a quienes los blancos temían (y marginaban, por supuesto) hasta el punto de no atreverse a caminar por los bosques. El puritanismo religioso, por otra parte, se llevaba al extremo: discursos exaltados, miedo, desconfianza, supersticiones, creencia en la existencia de brujas. Lois llega a un lugar que le resulta extraño, ajeno, violento, donde los propios habitantes viven recelosos los unos de los otros. Aunque en Inglaterra también se condenaba la brujería, su anglicanismo era menos radical; la joven es capaz de cuestionar algunos preceptos de la fe y se toma determinados asuntos con humor. Lo que para ella resulta normal e inofensivo, para los otros puede convertirse en el pretexto para acabar con alguien.
Representación de los juicios de Salem, por Joseph E. Baker (litografía de 1892).
El interés de esta reconstrucción histórica reside, justamente, en poner de manifiesto que la supuesta brujería era solo una excusa, que no descubrieron a Lois ni a nadie haciendo rituales de dudoso fin ni hablando con el Diablo, sino que las acusaciones provenían de gente que manipuló de forma malintencionada los acontecimientos para perjudicar a alguien que no era de su agrado. Esto, en un ambiente hostil, ciego, que creía de verdad en las brujas, bastaba para ser condenado. La bruja Lois se puede considerar una novela gótica, pero no porque aparezcan brujas o criaturas sobrenaturales (lo que, por otra parte, sería una concepción escandalosamente simple del género), sino por la opresión creciente alrededor de la chica; la autora no busca el mero entretenimiento, sino que aprovecha los esquemas de la tradición gótica para abordar un suceso trágico con una aguda crítica social. Por eso, a pesar de sus tintes costumbristas, juega muy bien con elementos como las premociones o los sueños, que potencian esa sensación de perturbación sin restar fuerza a su mensaje.  
Gaskell concreta a la perfección la red de relaciones gracias a su fino análisis psicológico de todos los involucrados, comenzando por Lois, una «bella y maldita» que se gana la estima del lector, una chica humilde y bienintencionada, a quien su conducta ejemplar no salva de la muerte; sin destacar por nada en particular, su rol cumple con el propósito de conseguir la empatía del público hacia la víctima. En segundo lugar, su tía política, Grace Hickman, una mujer dominante que no facilita su adaptación y la ve como una amenaza para sus propias hijas, aunque al mismo tiempo es una persona inteligente, que difícilmente se sumaría a la masa. Faith y Prudence, las primas, encarnan las dos caras de la moneda: de la simpatía de la primera, con quien comparte mucho por ser de la misma edad, al mal comportamiento de la pequeña, rabiosa porque la recién llegada le quita protagonismo. Manasseh, el primo de Lois, será, al final, su aliado más fiel, y no es casual que él mismo esté marginado en la sociedad: es un veinteañero apocado que se pasa los días con la cabeza metida en los libros, de quien se insinúa, para vergüenza de su madre, que padece problemas mentales. Todavía hay un personaje más: la criada, una anciana india, otra outsider, misteriosa a ojos de Lois.
Elizabeth Gaskell
Hacia el final, se produce un salto temporal que permite examinar, no solo la condena, sino su gestión a posteriori, cuando se podía valorar en frío y reconocer los errores; un salto inteligente para humanizar también a los cómplices de los juicios. Era fundamental humanizarlos, hacerlos personajes reconocibles y no enemigos de cartón piedra, porque el terror, como bien sabía la autora, no estaba en lo sobrenatural, sino en la actitud que puede adoptar el ser humano. Desde la perspectiva actual, el desenlace con moraleja de La bruja de Lois puede resultar anticuado y poco original, demasiado blanco, pero no hay que olvidar el contexto en el que fue concebida y su finalidad didáctica, puesto que esta novela corta, con su registro accesible para el gran público, es un excelente antídoto para los prejuicios y una advertencia del peligro de la radicalización. Gaskell no buscaba la gloria literaria con este libro, sino novelar un episodio negro de lo que aún era historia reciente. El resultado es una obra de líneas llanas, entretenida y nada ardua, solventada con la eficiencia de una narradora consumada.

09 julio 2017

Primer amor - Iván Turguénev



Edición: Nevsky Prospects, 2015 (trad. James y Marian Womack)
Páginas: 193
ISBN: 9788494354663
Precio: 8,00 €


¡Oh, sentimientos dulces, suaves sonidos, la buena voluntad y la calma que experimenta un alma que ha sido conmovida, la felicidad derretida de un primer y tierno amor! ¿Dónde estás ahora, dónde?

Seguramente Primer amor (1860) sea una de las piezas breves más aclamadas del célebre escritor ruso Iván Turguénev (1818 – 1883). Quizá porque el relato de esa primera pulsión permanece incólume al paso del tiempo. Quizá porque plantea un triángulo tan estremecedor que deja una huella inolvidable. O quizá por su talento narrativo, a secas, su estilo rico, su ambigüedad y su sutileza, que hicieron de él un referente de la literatura del siglo XIX, no solo en su país, sino en toda Europa, ya que con libros como En vísperas (1860) o Padres e hijos (1862), de la misma época que Primer amor, cosechó un importante reconocimiento más allá de sus fronteras. En la última etapa de su vida, pasó mucho tiempo en Francia, donde se codeó con autores como Gustave Flaubert (con quien mantuvo correspondencia), Guy de Maupassant o Henry James. Este último firma el excelente epílogo de esta edición, en el que explica cómo Turguénev influyó en la idea que los narradores europeos se formaron de Rusia, y cómo el contacto con la escuela realista francesa influyó a su vez en las obras del ruso.
Esta novela breve comienza de forma clásica: un grupo de amigos de mediana edad, reunidos en un salón, se cuentan historias de su primer amor. Uno de ellos, Vladímir Petróvich, afirma que el suyo fue un tanto distinto a lo habitual; lo que sigue, después del capítulo introductorio, es su relato, en primera persona: «Tenía dieciséis años. Mi historia ocurrió durante el verano del 33» (p. 13). Por aquel entonces, Vladímir era un muchacho aún aniñado, que poco a poco aprendía a discernir las particularidades de su entorno familiar: la madre, una mujer de valores tradicionales; el padre, un hombre todavía joven y apuesto que se casó por interés, al que «no le gustábamos ni yo ni la vida familiar; amaba otras cosas distintas, y a ellas se entregaba por completo» (p. 59). Como en tantos clásicos, el cambio en el orden del chico se desencadena por una llegada: las nuevas vecinas, una princesa venida a menos y su hija de veinte años, llamada Zinaída. Esta chica se ha criado en un ambiente menos rígido, de costumbres ligeras (que la madre del narrador desaprueba); tiene singularidades en la forma de expresarse y de relacionarse con los demás que llaman la atención de Vladímir Aquella muchacha hacía lo que quería conmigo», p. 122). Sin embargo, él no será su único pretendiente, ya que Zinaída arrastra una corte de admiradores.
Como en todas las (buenas) historias sobre el primer amor, este libro es ante todo una historia de iniciación al mundo de los adultos, un relato de aprendizaje, de «matar al padre» o, dicho de otro modo, de acabar con todas aquellas fantasías que definen el universo de la infancia. Porque descubrir el amor va unido al descubrimiento del desengaño, del dolor, que en el caso de Vladímir se acentúa («de súbito dejé de ser un simple niño pequeño; pasé a ser otra cosa, alguien enamorado. Digo que mi pasión se inició aquel día; podría añadir que mi sufrimiento también comenzó», p. 63). La grandeza del texto reside, una vez más, en la elección del punto de vista: un adolescente que tan solo nos cuenta lo que puede contar, es decir, lo que vivió él, lo que conoció desde su mirada atenta pero inexperta. No puede narrar los hechos con objetividad; en su voz se intuye la duda, la falta de certeza. En ocasiones, basta un solo matiz para describir una escena providencial; un matiz que insinúa, sugiere una verdad más amplia, trascendente. Turguénev no necesita más: pinceladas cortas pero contundentes, evocaciones brillantes del paisaje, meditaciones lúcidas sobre el crecimiento interior del protagonista. Una narración vivaz, intensa, en la que abundan las exclamaciones y preguntas retóricas, acordes con la desesperación que embarga al muchacho.
Iván Turguénev
«Sí, pensé: esto es el amor, esto es la pasión, esto es la devoción… y recordé las palabras de Lushin: alguna gente cree que el sacrificio es dulce» (p. 128). Estas palabras condensan el espíritu de este Primer amor, un primer amor en el que hay inocencia, ternura, afecto, deseo, pero también, y sobre todo, una reveladora transgresión. Turguénev es un escritor extraordinario, y un escritor extraordinario nunca puede ser amable o complaciente. No: aunque el planteamiento tranquilo parezca inspirar lo contrario, esta novela narra una historia con un fondo oscuro y doloroso, que, además de relatar el primer enamoramiento de un joven como un coming-of-age espléndido, muestra las estructuras sociales del Imperio ruso con su fino análisis de la familia del protagonista y la sacudida que se produce cuando las vecinas, tan diferentes a ellos, la ponen a prueba. Sentimiento y realismo; de eso está hecho este libro. Una nouvelle, en definitiva, magistral.
***
Un último apunte: este año se ha publicado en España Agua salada (1998; Errata naturae, 2017), del estadounidense Charles Simmons, que es nada menos que un retelling o versión de Primer amor. Es difícil dar forma a una adaptación que mantenga la esencia del original sin hacer un pastiche, pero el autor lo consigue llevándose las ideas clave a su terreno, en una novela ambientada en un paraje costero más de un siglo después. Queda, por lo tanto, recomendada.
Cita inicial en cursiva de las pp. 54-55.

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