30 enero 2017

Los huéspedes de pago - Sarah Waters



Edición: Anagrama, 2017 (trad. Jaime Zulaika)
Páginas: 616
ISBN: 9788433979711
Precio: 25,90 € (e-book: 12,99 €)
Leído en versión original (The Paying Guests, 2014).

Con seis libros a sus espaldas, Sarah Waters (Gales, 1966) se ha consolidado como una de las herederas contemporáneas más notables de la tradición gótica decimonónica, junto con autoras como Kate Morton (El jardín olvidado), Diane Setterfield (El cuento número trece) o Katherine Webb (Una canción casi olvidada). Sarah Waters, que suele situar sus historias entre la época victoriana y la primera mitad del siglo XX, construye tramas llenas de romance, suspense, en ocasiones un toque de espiritismo; motivos, en suma, propios de la novela popular, con la particularidad de estar revisados desde un enfoque feminista. Sus novelas exploran la cuestión del amor entre personajes del mismo sexo, salvo El ocupante (2009), una muy lograda historia de fantasmas. En cierto modo, actualiza el género añadiendo los temas tan a menudo silenciados. Los huéspedes de pago (2014), su título más reciente, ofrece otro tanto de lo mismo, solo que su estilo e inventiva parecen haber dado un paso atrás.
Londres, 1922. Frances, aún soltera a sus veintiséis años, vive con su madre en un caserón. No tiene intención de casarse: mantuvo una relación con una mujer, con la que estuvo a punto de marcharse para empezar una vida juntas, pero, tras la muerte de su padre y sus hermanos, no se atrevió a dejar a su madre sola. Ahora, las dificultades económicas las obligan a alquilar una parte de la vivienda a un joven matrimonio, Leonard y Lilian Barber. Él es un hombre bien posicionado, mientras que ella, de origen humilde, ascendió de clase al casarse. Frances y Lilian traban amistad enseguida, una amistad que puede ir más allá… no sin complicaciones. Sarah Waters vertebra la novela alrededor de una protagonista atrapada entre dos mundos: el orden tradicional, de antes de la Gran Guerra, que no daba a las mujeres otra opción que convertirse en esposas devotas; y el orden progresista, que irrumpe en los años veinte y alimenta su deseo de convertirse en una mujer independiente que viva su amor con libertad.
No es un mal planteamiento. De hecho, la primera parte, con su introducción del personaje de Frances y del contexto social, es quizá lo más interesante de la novela, si bien su retrato de los años veinte está lejos del espíritu y las sugestiones de obras como El gran Gatsby, el clásico de F. Scott Fitzgerald. La autora opta por centrar-se en las tensiones que atañen a las mujeres que, como la protagonista, no han roto el cordón umbilical y se sienten insatisfechas porque no quieren seguir las convenciones. La vida de Frances ha estado siempre vinculada a dos mujeres: por un lado, su madre, que encarna el pensamiento conservador; por el otro, Christina, su ex, que a diferencia de ella se ha independizado y convive con su nueva pareja, con la que se mueve en el ambiente urbano bohemio, en contraposición con la mansión venida a menos de Frances y su madre (a propósito, el personaje de Christina, tan atractivo por su aire de modernidad y autosuficiencia, podría haber tenido un papel más relevante).
El problema comienza con la relación de Frances y Lilian. A medida que su historia avanza, la novela, que hasta entonces tenía cierto fuste gracias al contenido social y el malestar de la chica, adquiere los tintes de una telenovela, una telenovela con todos los clichés imaginables, excesiva en sus descripciones eróticas, afectada en su lenguaje, repetitiva y demasiado larga. Tal vez algunos lectores y críticos verán como un punto a su favor la narración de un romance lésbico en este periodo (cosa que, por otra parte, es costumbre en Sarah Waters, así que no se puede calificar de «original»); no obstante, el valor de una creación literaria no debería medirse solo por la hipotética novedad del asunto, sino por el tratamiento que se da a este. En este libro, si cambiamos a Frances por un hombre, obtenemos el melodrama manido de siempre sobre una relación extraconyugal —de hecho, la autora se inspiró en dos casos reales en los que estuvieron involucrados el marido, la esposa y el amante de esta. Pensó en cuán interesante sería que el amante hubiera sido una mujer, y este es el resultado—. La tensión se encuentra más en la naturaleza «prohibida» por estar Lilian casada (es decir, los mismos parámetros que una relación entre amantes heterosexuales) que en su condición de lesbianas, que apenas añade complejidad. Si pretendía emular una novela de época, quizá no debería haberlo puesto todo tan fácil entre ellas, tan plano que carece de verosimilitud.
Sarah Waters
En la tercera parte, un suceso turbio da un giro a la trama, que adopta el tono de una novela de intriga. Lo mismo de antes: demasiados tópicos. Entretiene, sí, porque Sarah Waters sabe contar una historia, pero se trata de ese entretenimiento vacuo de las creaciones culturales que son meras repeticiones de lo que ya se ha contado muchas veces, sin enriquecerlas, sin ofrecer otra mirada. Incluso el desenlace deja bastante que desear, por poco arriesgado: muchas (demasiadas) páginas, muchas idas y venidas, pero no se pringa, no se ensucia las manos. El nuevo orden derrota al viejo, la puerta está abierta al amor. Buen mensaje, de acuerdo, pero el camino para llegar a él no convence. Además, valorando el conjunto, se hace una transición brusca de la quietud de la primera parte a la excitación desmedida (primero carnal, después dramática y policíaca) de las otras dos; la novela está descompensada. Después de una muy buena obra como es El ocupante —oscura, sutil, ambigua, con un punto de vista bien encontrado y mucha contención emocional—, la autora patina con Los huéspedes de pago, que, si bien funciona como recreación costumbrista del periodo de entreguerras, naufraga por su falta de precisión, sus lugares comunes y sus excesos.

29 enero 2017

Lecturas temáticas: Segunda Guerra Mundial (II)

La Segunda Guerra Mundial (y todo lo que entronca con esta: la resistencia, el exilio, el después) sigue siendo una mina inagotable de obras. En esta entrada os propongo doce, que ofrecen aproximaciones diversas al conflicto: desde creaciones puramente literarias a libros de testimonios, pasando por esa especie de híbrido que son las memorias noveladas. La lista no pretende, en ningún caso, ser canónica; solo recoge los mejores títulos sobre el tema que he leído en los últimos años, y que pueden ser de vuestro interés. Para más información sobre cada uno, clicad en el título y accederéis a la reseña. 

  • Últimos testigos, de Svetlana Alexiévich. Los (estremecedores) recuerdos de la guerra de aquellos hombres y mujeres que la vivieron siendo niños. Testimonios crudos de orfandad, hambre, miedos, penurias. La mirada infantil tiene una extraña lucidez que nos ilumina y nos hace pensar.
  • Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff. La autora novela la vida de su madre, de familia judía alemana, que recorre la primera mitad del siglo XX. En la segunda parte, madre e hija se ven obligadas a abandonar Berlín para exiliarse en Bulgaria; un cambio radical en sus condiciones de vida que supondrá un gran aprendizaje, sobre todo para la más joven.
  • Las siete cajas, de Dory Sontheimer. La autora, que fue criada como católica en Barcelona, desconocía la historia de su familia y su identidad judía hasta que encontró unas cajas con correspondencia. Este libro es el resultado de una investigación en la que su voz se funde con fragmentos de las cartas; un texto que ilustra y conmueve como pocos.
  • Vivir, de Anise Postel-Vinay (con Laure Adler). El testimonio de una mujer que formó parte de la Resistencia francesa y estuvo recluida en un campo de concentración. En medio del horror, destacan los fuertes lazos de la solidaridad entre mujeres de diferentes edades y nacionalidades.
  • El chal, de Cynthia Ozick. Un cuento y una novela corta, intensamente poéticos (aunque no por ello menos terribles), que invitan a reflexionar sobre lo que supuso el Holocausto para sus supervivientes y, a la vez, impresionan por su desgarrador relato. Una pequeña obra maestra.
  • Una y otra vez y su complementaria (que no continuación), Un dios en ruinas, de Kate Atkinson. En la primera, a la manera de El día de la marmota, la protagonista tiene la oportunidad de repetir su vida una y otra vez. Y, claro, cuando se cruza con Hitler, esto adquiere una luz nueva... La obra complementaria, menos experimental, se centra en su hermano, piloto de bombardero.
  • Las esposas de Los Álamos, de TaraShea Nesbit. Una primera persona colectiva da voz a las esposas de los científicos que inventaron la bomba atómica. Un texto desasosegante en el que la investigación clandestina se mezcla con el día a día de las mujeres en un lugar aislado.
  • La niña y su doble, de Alejandro Parisi. Una entretenidísima novela basada en una historia real: la de una niña judía que tuvo que cambiar de identidad para sobrevivir. Con su nuevo nombre, terminó en casa de un militar nazi. La realidad, a veces, supera la ficción.
  • El camino estrecho al norte profundo, de Richard Flanagan. Una gran historia de amor y guerra, narrada con un estilo delicado y poético, que recrea tanto las infrahumanas condiciones en un campo de prisioneros japonés como la dificultad para los supervivientes de rehacer su vida tras el fin de la contienda.
  • El tiempo de los tigres, de Liza Klaussmann. Esta excelente novela comprende muchas pequeñas historias, y una de ellas se relaciona con la Segunda Guerra Mundial: el marido de la protagonista mantuvo un romance durante ese tiempo. Regresa de la guerra cambiado. Habrá que ver cómo les afecta.
  • El crimen del soldado, de Erri De Luca. El narrador, un traductor de yiddish comprometido con el pueblo judío, se fija en una mujer mientras toma algo. No es una mujer cualquiera, sino la hija de un criminal de guerra. Sus historias se cruzan por casualidad, y culminan en un desenlace redondo.
Si queréis más sugerencias:


27 enero 2017

Los huesos de Louella Brown y otros relatos - Ann Petry



Edición: Palabrero Press, 2016 (trad. Teresa Lanero; pról. Dámaso López)
Páginas: 136
ISBN: 9789491953064
Precio: 16,50 €

A Ann Petry (Old Saybrook, Connecticut, 1908-1997) se la conoce por ser la primera escritora afroamericana en vender un millón de ejemplares. Ocurrió con su debut, la novela The Street (1946), inédita en castellano, que narra las andanzas de una madre soltera negra que lucha por labrarse un futuro haciendo frente al racismo. Por aquel entonces la autora se había instalado en Nueva York para cumplir su sueño de dedicarse a la escritura —además del libro, colaboraba con diversos periódicos y había estudiado Escritura Creativa en la Universidad de Columbia—, pero su repentina popularidad la incomodó tanto que decidió regresar a su ciudad natal para centrarse en la literatura, sin distracciones. Hija de un farmacéutico y una pequeña empresaria, Ann Petry creció en el seno de una familia de clase media, en una localidad donde los negros eran minoría. Pudo recibir una buena educación, algo poco común entre los de su etnia en aquella época, aunque esto no la libró de sufrir episodios discriminatorios que la marcaron e influyeron en su obra, como se puede comprobar en esta selección de cuentos.
Los huesos de Louella Brown y otros relatos, publicado por la joven editorial Palabrero Press, comprende cinco cuentos de Ann Petry, nunca traducidos hasta ahora al castellano y escritos originalmente entre los años cuarenta y setenta. Todos tienen en común el conflicto racista (y de clase), planteado, eso sí, a través de peripecias no exentas de ironía. La autora entiende que la mejor forma de expresar una denuncia es a través de una historia, con diálogos vivaces, agilidad narrativa, tramas con enredos y, en ocasiones, personajes un tanto caricaturescos. Este volumen reúne pocos textos, pero suficientes para tomar contacto con varios registros de la escritora: del simbólico «Los huesos de Louella Brown», que parodia con inteligencia los prejuicios de la clase dominante a través de la narración de una peripecia improbable, a relatos más crudos que retratan una realidad demoledora sin disfrazarla de simpatía, como «El testigo» o «Trabajadores denigrantes». Todos son, en cualquier caso, muy buenos.
La selección comienza con «Los huesos de Louella Brown», que tiene un argumento de lo más sugerente y hasta cómico: al exhumar el cadáver de una aristócrata blanca, fallecida décadas atrás, para trasladarlo a otra cripta, sus restos se confunden con los de una lavandera negra. Los responsables de la funeraria no saben a quién deben enterrar en la capilla selecta y a quién en el cementerio común, y la prensa se hace eco del escándalo. Ann Petry juega al equívoco —las dos mujeres tienen las mismas medidas y el mismo color y tipo de pelo— para poner de relieve la hipocresía social de principios del siglo XX: la creencia de que la supuesta superioridad blanca estaba justificada por motivos biológicos se pone en jaque al evidenciar que, una vez muertas por largo tiempo, la blanca rica y la negra humilde resultan indistinguibles. Bien encontrado.
Los siguientes cuentos narran historias más realistas, con el componente humorístico menos acentuado. En «¿Alguien ha visto a la señorita Dora Dean?», una voz en primera persona recuerda un episodio controvertido en la de vida de una anciana que ahora yace muy enferma. Ese suceso, el suicidio de su esposo, ocurrió cuando la narradora tenía diez años, por lo que le produjo un fuerte impacto, unido a la curiosidad por los acontecimientos de los que solo ha oído hablar a medias, sin completar nunca la historia. El hombre era, en apariencia, un marido ejemplar, que trabajaba como criado para familias blancas adineradas. La pregunta acerca de lo que pudo inducirlo a la muerte la lleva a examinar los entresijos, no tan previsibles como cabría esperar, de la relación entre el servicio y los amos, en este caso, la señora.
El protagonista de «El testigo», por otro lado, también es un hombre negro ejemplar, un bienintencionado profesor jubilado que imparte clases en un reformatorio para jóvenes blancos de clase media. Sin quererlo, se ve involucrado en un acto abominable de una pandilla: «Todos eran blancos. Pero les rodeaba un aura tan malvada, tan oscura, tan evocadora de las profundidades de la noche, de los horrores tenebrosos de las pesadillas, que sentía un profundo escalofrío cuando los veía. […] no se trataba de la negritud de la carne humana, cálida, suave al tacto, se trataba de la negritud y la frialdad del agujero de donde surgió la serpiente de D. H. Lawrence» (p. 77). De nuevo, Ann Petry pone el dedo en la llaga: los delincuentes de Estados Unidos no son solo los denostados negros pobres; he aquí el ejemplo de unos chicos blancos, malcriados y con recursos, acompañado de esta maravillosa reflexión sobre la otra (y verdaderamente negativa) negritud: la violencia y el abuso.
Los dos últimos relatos exploran las tensiones de la clase negra más empobrecida. En «Como una mortaja», un obrero se promete a sí mismo, después de un encontronazo con su jefa, que no permitirá que nadie vuelva a llamarlo «negro asqueroso» (sic). Sin embargo, tras este enfrentamiento, el hombre se obsesiona hasta rozar la paranoia, y empieza a percibir ofensas donde no las hay. Es una sutil forma de retratar hasta qué punto el desquiciamiento progresivo destruye a los trabajadores ninguneados, pero también una muestra de que, a veces, esa rabia contenida la acaban pagando aquellos sobre quienes la víctima se siente fuerte, es decir, quienes menos culpa tienen. Finalmente, en «Trabajadores denigrantes», un camión que transporta a familias enteras de negros andrajosos se detiene en una gasolinera. Los responsables del negocio, hombres sencillos, tendrán que decidir si los ayudan.
Ann Petry
A pesar del tiempo transcurrido desde que se escribieron, estos cuentos mantienen su frescura. Su frescura, sí, y su pertinencia, porque los conflictos raciales en Estados Unidos (y en el resto del mundo) siguen a la orden del día, y la discriminación y las condiciones infrahumanas para una parte de la población no están (por desgracia) tan lejos de las realidades plasmadas en textos como «El testigo» o «Trabajadores denigrantes». Más allá del tema en sí, en Los huesos de Louella Brown... el lector encontrará a una escritora con oficio, una contadora de historias solvente que maneja bien la ironía y sabe evocar imágenes provocadoras que ponen de manifiesto la falta de fundamento de muchos prejuicios. Es necesario incorporar a más autores negros al canon literario y a nuestras lecturas, y Ann Petry aún tiene mucho que decir.

25 enero 2017

La balada del café triste - Carson McCullers



Edición: Seix Barral, 2017 (trad. María Campuzano; pról. Paulina Flores)
Páginas: 168
ISBN: 9788432229855
Precio: 16,00 €
Leído en la edición en catalán de L’Altra, 2016 (trad. Yannick Garcia).

Esta reseña forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a conocer la vida y la obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa en la iniciativa con la «adopción» de Carson McCullers, por lo que a lo largo del año se publicarán diversas entradas sobre sus libros y su biografía.
***
Hablar de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) significa aproximarse a una voz fundamental del siglo XX, uno de los exponentes de la literatura sureña de los Estados Unidos junto con autores como William Faulkner, Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Tennessee Williams, Flannery O’Connor y Truman Capote. Escritora precoz, en 1936 publicó en la revista Story su primer cuento, «Wunderkind», escrito a los diecisiete años y recogido más tarde en el volumen La balada del café triste (1943). En 1940, a los veintitrés años, vio la luz su aclamada primera novela, El corazón es un cazador solitario. Su obra, que también comprende las novelas Reflejos en un ojo dorado (1941), Frankie y la boda (1943) y Reloj sin manecillas (1961), sus memorias Iluminación y fulgor nocturno (1999) y otros relatos, se caracteriza por su fina exploración de los personajes inadaptados o marginados por la sociedad. Ella misma tuvo una vida poco convencional, marcada desde muy joven por la enfermedad, que tras diversos ataques la dejó paralítica de un costado cuando contaba poco más de treinta años. Además, tras divorciarse de su marido, Reeves McCullers, de quien adoptó el apellido, se relacionó con mujeres, entre ellas la autora Annemarie Schwarzenbach; la homosexualidad es otro tema de su producción en el que Carson McCullers fue pionera.
En 2017 se conmemoran el centenario de su nacimiento y los cincuenta años de su muerte. Sus libros se están reeditando con nuevas cubiertas, ilustradas por Sara Morante, y prólogos de autores jóvenes. En la prensa, comienzan a proliferar los artículos y reportajes sobre esta personalidad literaria única. Se trata de una gran ocasión para leerla o releerla (aun a riesgo de hartazgo por la saturación mediática), aunque lo cierto es que Carson McCullers nunca ha dejado de estar presente en las librerías españolas, y esto da buena cuenta, no solo de su calidad, sino de la frescura de sus textos, su pervivencia. Por ejemplo, La balada del café triste, una pequeña obra maestra que comprende la novela corta de título homónimo y seis cuentos. Siete piezas que atestiguan la pericia narrativa de la autora, su ojo clínico para retratar la fragilidad del ser humano con una sutileza extraordinaria. Todos los personajes que desfilan por estas páginas atraviesan su particular punto de inflexión en el que están a punto de romperse; Carson McCullers capta el instante en el que se produce esa ruptura, sin dejarse llevar nunca por el sentimentalismo por mucho que el camino parezca inducirla a ello.
La balada del café triste
Esta magnífica nouvelle se sitúa en un «inhóspito» (sic) pueblo del sur donde no hay siquiera un local para que los lugareños se diviertan. Tiempo atrás, sin embargo, hubo un café, un café que estuvo ligado a un peculiar triángulo amoroso… y esa es la historia. El primer vértice lo conforma la señorita Amelia, una mujer con recursos pero sin familia, alta, tosca, fuerte, profundamente solitaria y taciturna; una mujer que no tiene reparos en plantar cara a quien intenta jugársela. Amelia se casó con Marvin Macy: el matrimonio duró diez días, y nadie sabe con exactitud qué ocurrió. Desde la separación, ella ha seguido regentando una tienda, la que más adelante se convertirá en café. Un día, llega de improviso el llamado primo Lymon, un enano jorobado que se instala en su casa. Nadie sabe con seguridad de dónde viene, ni si en efecto es pariente suyo, pero este forastero rompe la monotonía de la localidad. Lymon, más locuaz que Amelia, da un giro a su vida y, por extensión, a la de los vecinos, que disfrutarán del café. El triángulo se completará con el ex de Amelia, que regresa de la cárcel.

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible, tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo inmenso, extraño y suficiente.

Carson McCullers firma este célebre pasaje sobre los roles del amante y el amado. En efecto, La balada del café triste indaga en los matices de la experiencia amorosa para cada involucrado: Amelia, Lymon y Marvin Macy, tres personajes marginados, patéticos a su manera. Lo narra con un estilo elusivo, delicado, insinuante. No hace una introspección de Amelia ni explicita sus sentimientos, sino que los deja entrever a través de los cambios que se observan desde fuera. Es decir: no cae en el tópico de contar que alguien «se ha enamorado» o «sufre por amor»; en lugar de eso, habla de las miradas, de las nuevas costumbres, del buen humor, de la generosidad para con los demás, del hecho de ponerse el vestido rojo en un determinado momento. Es muy interesante, por otro lado, la caracterización de Amelia: pese a tratarse del personaje femenino, y además «víctima» en cierto modo de las circunstancias, la autora no la endulza ni la retrata como una damisela en apuros. Sigue siendo una mujer fortachona, vestida con su mono de trabajo, terca. El hecho de que tenga una personalidad dura, impenetrable, le da más mérito aún a McCullers por ahondar en un personaje poco expresivo y mostrar su fragilidad (he recordado a la protagonista de Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout, aunque la comparación debería ser al revés por la fecha de cada obra).
Pero los tres personajes no están solos: el pueblo sureño, los vecinos, tiene un papel relevante como personaje colectivo. La evolución de la localidad está correlacionada con la de Amelia: en primer lugar, la aridez, la soledad, con los hombres comprando la bebida para marcharse luego a casa; en segundo lugar, tras la llegada del primo Lymon, el periodo bueno, el nacimiento del café que promueve la unión de todos, el lugar donde compartir; y, por último, la desolación, las puertas que se cierran. Los pueblos, en literatura, suelen estar asociados a recreaciones costumbristas simpáticas, donde todos los vecinos se conocen, charlan y se ayudan. Carson McCullers les da otro enfoque: el pueblo como un lugar aislado y perverso, donde la gente mira, husmea, pero no se atreve a intervenir cuando el otro necesita auxilio. Algunos tienen buenas intenciones, pero la falta de fluidez en su relación con los implicados los frena. En suma, La balada del café triste es también un excelente retrato de un ambiente embrutecido, yermo, frío. Más allá del triángulo, invita a reflexionar sobre la capacidad del ser humano para solucionar problemas en equipo, frente al desarraigo al que lo condenan el desapego, la desconfianza y el miedo a abandonar la zona de confort.
En general, la novela examina de forma espléndida ese estado de soledad, desolación, vulnerabilidad. Es oscura, despiadada, muestra la fragilidad sin usar la palabra frágil, dejándola entrever con la observación atenta y perspicaz de cada gesto. Analizar el punto de vista resulta fundamental para entender este logro: un narrador externo, un contador de historias que introduce el relato a la vieja usanza, con recursos de la narración oral (adelantamientos, dilaciones, interrupciones, llamadas de atención al lector). Revela desde el principio que el triángulo terminó mal, tanto en lo colectivo (pueblo) como en lo individual (Amelia), y a medida que destrenza la anécdota hace pausas para indicar que aún no toca contar determinado suceso, o para recordar que pronto llegará ese desenlace fatal. Carson McCullers hace que el narrador externo acreciente la emoción por el curso de los acontecimientos, y con ello aumenta la potencia narrativa del libro. La nouvelle termina con una especie de fábula, a modo de moraleja; otro rasgo propio de los cuentos tradicionales.
Seis cuentos, seis desamparos
La balada del café triste justifica por sí sola la grandeza de este libro, pero, por si fuera poco, está acompañada de seis cuentos brillantes, en los que se vuelve a poner de manifiesto su extraordinaria sutileza y su capacidad para capturar esos instantes entre la vulnerabilidad y la transformación. El primero, «Wunderkind», escrito a los diecisiete años y de naturaleza autobiográfica —Carson McCullers estudió piano y suele usar referencias musicales—, se centra en una muchacha, antaño un prodigio del piano, que de pronto se da cuenta, como una revelación que le abre los ojos y la deprime a la vez, de que nunca será una gran pianista. Se plasma la forma de asumir que aquello que siempre había funcionado, aquello en lo que había puesto tantas esperanzas, finalmente no se dará, y no por causas ajenas, sino por ella misma, por no ser lo bastante buena. También deja entrever la relación de la chica con el profesor, cómo este intenta ayudarla para disimular sus carencias; ese complicado rol del maestro, entre el afecto por su alumna y la toma de conciencia de que algo no va bien. Un tema doloroso, abordado con una madurez sorprendente dada la juventud de la autora.
El segundo personaje herido protagoniza «El jockey», que guarda algunas similitudes con «Wunderkind»: un jinete venido a menos después de un desafortunado accidente. En esta ocasión, Carson McCullers encauza el asunto del fracaso a través de cómo lo ven otros hombres, ligados a su profesión, que lo conocían antes y lo conocen ahora. Hablan de él, se lamentan, tratan de digerir que nunca volverá a ser el mismo. Y, mientras tanto, el jinete, ajeno a las chácharas, se tortura con su obsesión por lo que pasó. A diferencia de la joven de «Wunderkind», que en un determinado momento tiene las agallas suficientes para asumir su falta y renunciar a su sueño, el protagonista de «El jockey» está trastornado porque el accidente afectó a una tercera persona. No se ha venido abajo por una pérdida de talento espontánea, sino por un suceso que le dejó profundas secuelas psicológicas. Carson McCullers muestra el carácter efímero de la estabilidad emocional, que puede romperse en un instante.
En «Madame Zilensky y el rey de Finlandia» vuelve a aparecer la música, esta vez de la mano de una profesora de música extranjera que llega para dar clases. El narrador la ha contratado para su centro, atraído por su prestigio. Sin embargo, al conocer a la mujer, detecta ciertas incoherencias en la historia que cuenta. Sigue siendo una excelente maestra, pero qué extraño resulta que una persona competente mienta más que habla… Esta pieza constituye otro ejemplo excelente de la importancia de elegir bien el punto de vista: el hecho de que el narrador sea el hombre, que desconoce a la profesora, permite que ella siga siendo un misterio para el lector. El nudo está puesto en las elucubraciones de él, las conclusiones que saca. Tampoco es baladí el hecho de que nunca se resuelva el secreto, es decir, las verdaderas circunstancias de ella. No importa: el interés está puesto en la sensación de desamparo, en la fragilidad que lleva a alguien a inventarse la vida.
Los tres últimos textos giran alrededor de las relaciones sentimentales y sus grietas. En «El transeúnte», un hombre regresa al pueblo tras el fallecimiento de su padre. De repente, la conciencia de la muerte lo empuja a recordar el pasado, del que forma parte su ex esposa. Ambos han rehecho su vida, y ahora el protagonista cena con ella, conoce a su nueva familia. El amor, el paso del tiempo, la muerte, la incógnita de lo que podría haber sido; muchas reflexiones se condensan en apenas quince páginas de aparente charla tranquila. «Un dilema doméstico», por otro lado, retrata a un matrimonio con dos hijos pequeños; ella bebe desde que tuvieron un percance. El relato, vertebrado en torno al marido a su regreso a casa un día cualquiera, retrata la tensión de convivir con alguien que padece un problema, pero a quien se sigue queriendo. El hecho de aceptar que el trastorno forma parte de la cotidianeidad, la resignación, las demostraciones de afecto a pesar de todo. Por último, «Un árbol, una roca, una nube» narra la conversación entre el cliente de un bar, un hombre maduro, y un joven recadero. El primero le cuenta la historia de su matrimonio fallido, y de las peculiares conclusiones sobre el amor a las que ha llegado, ante el desconcierto del muchacho.
Carson McCullers
Es imposible no quitarse el sombrero ante la maestría de Carson McCullers. La crítica y el análisis literario se caracterizan a menudo por un exceso de alabanzas, pero en este caso todos los halagos le hacen justicia. Qué finura, qué delicadeza para narrar la crueldad, el dolor, la angustia, el miedo. Qué capacidad de observación, qué precisión para captar solo los gestos esenciales. Qué arte para construir un relato, para elegir el punto de vista idóneo, para contar una historia que va calando poco a poco. La balada del café triste, la novela breve, es una obra excepcional, con personajes memorables de verdad (y qué pocas veces se puede decir esto…), con una reflexión de lo más lúcida sobre las categorías del amante y el amado, y una sutileza estilística fuera de lo común. Los cuentos que la acompañan no desmerecen el conjunto, y son ejemplos perfectos para estudiar en una clase de escritura creativa. Una autora, en fin, maravillosa.
Imágenes del filme basado en la novela, dirigido por Simon Callow (1991) y protagonizado por Vanessa Redgrave.

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