28 octubre 2019

La abadesa de Crewe - Muriel Spark


Edición: Contraseña, 2012 (trad. Pepa Linares)
Páginas: 116
ISBN: 9788493930882
Precio: 14,00 €

Quizá hablar de abadías, monjas y preceptos religiosos no sea el mejor cebo para persuadir al lector del siglo XXI para descubrir un libro. En cambio, cuestiones como la lucha por el poder, la codicia o la pugna entre facciones tradicionalmente enfrentadas tal vez suenen mejor, más familiares y vigentes. Cuando Muriel Spark (Edimburgo, 1918 – Florencia, 2006) publicó La abadesa de Crewe (1974), el escándalo Watergate estaba aún caliente y muchos lectores vieron en la novela una aproximación en clave alegórica al caso. Desde el punto de vista actual, sin embargo, además de la asociación con Richard Nixon es posible extender el alcance de su historia a otros ámbitos, otras épocas y tensiones. Porque se trata de juego sucio, rivalidad, corrupción, choque ideológico y generacional; unos conflictos que no dejan (ni dejarán) de producirse, aunque con los tiempos se transformen y adquieran nuevos disfraces.
El planteamiento es sencillo en apariencia: un claustro de monjas elige a su nueva abadesa entre dos candidatas. Por un lado, Alexandra, la mano derecha de la anterior superiora: ella representa la a facción conservadora, que implica el control absoluto de lo que ocurre en sus dependencias, pero también el uso de argucias para mantenerse en el poder. Implementa un sistema electrónico para escuchar todo lo que se cuece en la abadía, como un Gran Hermano que tiene oídos en lugar de ojos; Muriel Spark se anticipa aquí a la vigilancia aún más extrema que se produce ahora con unas redes más sofisticadas. Alexandra, además, es una mujer cultivada y locuaz, muy aficionada a la poesía y capaz de hilvanar un discurso persuasivo, contundente; en otras palabras, está preparada para manipular a su antojo de forma sutil, bajo el camuflaje del buen gusto y las convenciones, como estila el bloque conservador.
Su rival, llamada Felicity (el nombre ya da pistas de su personalidad idealista y confiada), es una monja más joven y sencilla, que sin embargo ha ido ganando adeptas. Desde el principio, con todo, se sabe que ha perdido la batalla: Alexandra se ha convertido en la nueva abadesa. Felicty encarna la dificultad de llevar a cabo con éxito un movimiento rebelde para terminar con el orden dominante: tiene el ideario, tiene el apoyo de sus semejantes, pero le faltan los recursos, la vieja escuela le saca ventaja. Es aficionada a la costura: una tarea manual, artesana, que contrasta con la electrónica, fruto de la maquinaria capitalista, que ha puesto a punto su oponente. Del mismo modo que coser se ve pequeño (aunque esmerado y loable) al lado de los artilugios modernos, Felicity se hace pequeña (aunque esmerada y loable) al lado de la pérfida Alexandra. La humildad no puede luchar contra la autoridad, la acción individual no puede contrarrestar toda una red de conexiones. Por si fuera poco, está enamorada de un jesuita: un «tropezón» en su carrera con el que no contaba. Todo parecía fácil mientras era una monja más; en cuanto las altas esferas comienzan a verle posibilidades de liderar a la comunidad, lo que antes pasaba inadvertido se convierte en un obstáculo que miran con lupa.
¿Y qué interés tiene esta historia, si de antemano se conoce el resultado de la votación? La psicología. En las novelas de esta autora todo reside en su sagacidad, en su penetración de la mente de los personajes, sobre todo femeninos, en su dominio de la anticipación, que, en lugar de disminuir el atractivo, aumenta la tensión, como ya demostró en títulos como El asiento del conductor (1970). El espacio cerrado de una abadía le sirve para engarzar un relato de envidias y rivalidad en el que el rol de cada monja, no solo las protagonistas, está perfectamente definido, con un análisis de caracteres y de relaciones de poder brillante. Muriel Spark es una narradora afilada e irreverente, con una picardía poco habitual. Sus libros se leen como píldoras de humor macabro concentrado en un relato de apariencia liviana, que se mueve entre la comicidad y el retrato incisivo de la naturaleza humana en su faceta más despiadada, con diálogos punzantes y personajes perfilados en apenas unas líneas.
Muriel Spark
Estos últimos meses (y años) se ha hablado mucho de la construcción del «relato» político. He aquí una representación mordaz: no es una abadía perdida en un tiempo remoto, sino la fiesta maquiavélica del ansia por el poder, del contraste entre la actuación en el escenario y lo que sucede entre bambalinas, de la intromisión de los medios de comunicación y del uso de artilugios modernos con fines poco éticos. Es la representación de las artimañas, por un lado, y de la coherencia con uno mismo, por el otro. Temas que no caducan, que trascienden este libro en particular. Muriel Spark se tomó esta novela como un divertimento, y todavía hoy, casi medio siglo después, rebosa frescura y mala leche. No, no va de monjas beatas; esto es un nido de víboras listas para clavarse el puñal mientras leen la Biblia en voz alta. Y, en el lugar de las monjas, no cuesta imaginarse el nombre de los líderes que llenan los titulares de las noticias.

21 octubre 2019

Cómo ser una buena criatura - Sy Montgomery


Edición: Errata naturae, 2019 (trad. Carmen Torres y Laura Naranjo)
Páginas: 220
ISBN: 9788417800352
Precio: 20,00 €

No sé si existe una palabra para definir el vínculo que algunas personas establecen, no con un semejante, sino con una actividad o dedicación; un apego tan intenso que va más allá de una afición, que trasciende la vocación profesional y perdura, con suerte, a lo largo de toda la existencia. Una devoción que lo empapa todo, el espacio íntimo y las horas laborales. Para algunos es el arte, la literatura, el cine; para la escritora Sy Montgomery (1958), se trata de los animales. Esta naturalista estadounidense, una de las más importantes de nuestros días, no se explica a sí misma sin las bestias que la han acompañado desde la niñez. Ha publicado más de veinte libros, en los que comparte sus experiencias con animales tan distintos como el tigre, el delfín, el orangután, el leopardo o el pulpo, en –por supuesto– diferentes lugares del planeta; en castellano se pueden encontrar El embrujo del tigre (1995; Errata naturae, 2018) y El alma de los pulpos (2015; Seix Barral, 2018). Sin embargo, tal vez su último título, Cómo ser una buena criatura (2018), su obra más personal, sea la mejor puerta de acceso a algo más que el descubrimiento de una o varias especies: una forma única de estar en el mundo.
La autora vertebra una suerte de memorias a partir de los animales que más huella le han dejado, del primer perro que le regalaron en su infancia a la singular granja que es su hogar, pasando por alguna de las criaturas más extravagantes con que un ser humano puede llegar a entablar una relación. Hay quien, al mirar atrás para dotar de sentido su relato biográfico, organiza su vida en etapas, personas, ciudades, libros; bien, Sy Montgomery lo hace según sus animales más queridos, entre los que cabe desde una mascota tan común como el perro a especies exóticas que casi nadie llega a conocer a fondo. Tanto en casa como en sus viajes por trabajo, los animales han estado ahí. Como ella dice, no ha tenido hijos, pero, junto a su compañero, han conformado «una verdadera familia, una familia no hecha de genes ni de sangre, sino de amor» (p. 67). En estas páginas, más que describir cada uno de los animales, indaga en sus lazos con ellos, en cómo nace esa unión tan personal, cómo se desarrolla la complicidad y cómo –porque no elude la parte dolorosa, es decir, la muerte– se termina.
Todo empezó, podría decirse, de manera instintiva: «Muchas niñas veneran a sus hermanas mayores. Yo no era ninguna excepción. Pero mi hermana mayor era una perra, y lo único que yo quería […] era ser como ella: feroz, montaraz, imparable» (p. 3). Le regalaron a Molly, una perra que marcó un camino. Habría más perros, pero también un cerdo, que aceptó a ciegas y con el tiempo se convirtió en una criatura querida en el vecindario: «Nos enseñó a amar. A disfrutar de lo que la vida nos da. Incluso cuando nos da desperdicios» (p. 67). Y gallinas. Y un armiño que llegó de visita en Navidad. Fuera del hogar, destacan los animales exóticos de Australia, que pudo estudiar en su juventud en una de esas estancias en el extranjero que transforman. O, más tarde, la relación que entabló (porque con los animales se establecen asimismo relaciones) con una pulpo llamada Octavia: narra el acercamiento progresivo en sus visitas al acuario, el modo en el que tanto ella como el resto de investigadores aprendieron a identificar el lenguaje del animal, sus emociones, su estado de ánimo; un gran ejercicio de paciencia, perseverancia, voluntad, pero sobre todo –si se me permite– de amor; un amor no solo por las criaturas, sino por la pasión de tejer nuevas y singulares amistades, de enriquecer la comprensión de una tierra llena de existencias aún poco conocidas por el ser humano.
Sy Montgomery no olvida a los que, en principio, inspiran menos simpatía, como las arañas: «gracias a Clarabelle, sabía que hasta los rincones más ordinarios de nuestra casa estaban encantados. El mundo […] bullía de vida, mucho más de lo que había imaginado, y rebosaba de las almas de criaturas diminutas» (pp. 86-87). Plantea la reflexión de que nadie nace con una aversión o fobia hacia ningún animal; estos rechazos son construcciones sociales, sin un fundamento biológico. Ella no teme ni a los reptiles, ni a los ratones, ni a las bestias feroces; todos entran en la categoría de «criaturas», en la que también está, claro, el ser humano. Llevar una vida como la suya, entregada al conocimiento de los animales, a su cuidado, a su compañía, requiere una curiosidad insaciable, una dedicación sin reparos, una apuesta por la naturaleza salvaje. Este amor por cualquier forma de vida resulta coherente con su manera de estar en el mundo; además, es una autora tan perspicaz que de cada uno aprende algo, de cada uno hace observaciones pertinentes. Exprime la experiencia y tiene la habilidad de contagiar su entusiasmo al expresarla con palabras.
Por encima de todo, pone de relieve la unicidad de cada animal, con lo que esto conlleva: la criatura tiene su carácter, sus sentimientos, sus rarezas; también el modo de tomar contacto con ella es diferente para cada individuo. Cada uno de estos trece animales reunidos exige a Sy Montgomery un proceso exclusivo, como lo son las relaciones con las personas. Con algunos la simpatía es instantánea; con otros, toca perseverar, observar en silencio, ensayar. Los hay con discapacidades, que piden su ritmo; y el tesón de la autora resulta encomiable. Los que viven en su hábitat necesitan que se respete su espacio, su distancia. Más que mascotas o posesiones, los animales para ella son compañeros, incluso maestros (insiste en esta idea). Para aprender, no obstante, hay que estar dispuesto a esforzarse, a adaptarse al otro, tratarlo como a un igual. «Un error mucho más grave que malinterpretar las emociones de un animal es asumir que éste no tiene emociones» (p. 163), medita. Lo estimulante del asunto es que, como ocurre con la literatura, uno no termina nunca de aprender: da igual que los años pasen, cada nuevo animal que entra en su vida conlleva comenzar de cero, otra oportunidad, otro viaje interior. Otra historia. De hecho, para alguien de mediana edad, la compañía de una mascota puede suponer un giro reparador con el que quizá ya no contaba.
Sy Montgomery
Si bien pretende ser un libro «hermoso», en el sentido de optimista, tierno, reconfortante, no elude el dolor tras la muerte de un animal o la separación forzosa. Escribe sobre la depresión, sobre el vacío imposible de llenar. Sobre los compañeros que llegan después, que no son sustitutos porque cada criatura es única, pero de algún modo aparecen para ocupar un hueco. Por otro lado, aunque la autora tiene la fortuna de haber podido vivir tal como quería, no oculta que este fervor por lo salvaje no ha sido comprendido por sus padres; crecer, desarrollarse como persona, suele entrañar alguna que otra confrontación generacional. En cualquier caso, no se recrea en estas tensiones: ante todo, Cómo ser una buena criatura transmite un mensaje positivo, de generosidad, que invita, no solo a cuidar de los animales, sino a ser nosotros mismos mejores «criaturas». Lo que distingue a un (buen) escritor de nature writing de un ensayista tradicional es la capacidad de implicarse en lo que narra, de fundir el alma con el conocimiento, de involucrarse sin miedo a compartir sus afecciones. Solo de este modo consigue que lo que resulta clave para él lo sea también, aunque sea por un rato, para el lector. Sy Montgomery lo logra gracias a una profunda empatía y a una voz cercana, sencilla y conmovedora; no hacen falta aspavientos para escribir con honestidad. Por lo demás, el libro está cuidadosamente ilustrado por Rebecca Green, por lo que es perfecto para regalar a un ser querido o, por qué no, a uno mismo.

14 octubre 2019

Un coro de almas - Wanda Marasco


Edición: Tusquets, 2018 (trad. Carlos Gumpert)
Páginas: 256
ISBN: 9788490665381
Precio: 18,00 € (e-book: 11,39 €)

«No sé si esta es tu verdadera historia, pero estoy aprendiendo a construir una que se te asemeje» (p. 125). 
En su cuarta novela, Un coro de almas (2017), Wanda Marasco (Nápoles, 1953) se pone en la piel de una mujer de mediana edad que intenta reconstruir la vida de su madre tras la muerte de esta. La maternidad, desde el punto de vista de las hijas, suele entrañar un conflicto, una lucha, e incluso una suerte de misterio, por cuanto el retrato de la progenitora resulta siempre incompleto, adulterado por las llagas de la relación maternofilial. Libros de autoras de tan distinta procedencia como Angelika Schrobsdorff, Vivian Gornick, Elena Ferrante o Barbara Honigmann ponen de relieve el malestar de este afecto y sus no escasas contradicciones. Wanda Marasco, por su parte, adopta la perspectiva de una mujer, llamada Rosa, que después de despedir a su madre anciana quiere reconciliarse de algún modo con ella, rendirle homenaje, tratar de entender sus asperezas, indagar quién fue, no solo como su progenitora, sino en todas sus identidades: niña, pobre, napolitana, esposa, madre, viuda, enferma.
Rosa empieza a recordar mientras vela el cuerpo de su madre junto a la cuidadora rumana que la ha acompañado en su última etapa; una imagen característica del siglo XXI –los ancianos que mueren solos, los hijos que hacen su vida, las mujeres extranjeras encargadas de los cuidados– que contrasta con el Nápoles de posguerra al que retrotrae la narración. La madre, llamada Vincenzina Umbriello, era una muchacha de campo de familia numerosa, que, como tantas jóvenes de su generación, se marchó a la ciudad en busca de unas mejores condiciones. Allí, trabajando como sirvienta, conoció a Rafele, el hijo de un médico, que se convertiría en su marido. La primera parte se centra en el noviazgo, que, por supuesto, no era bien visto por los padres de él. Vincenzina sufre por partida doble: por un lado, la extracción humilde, que supone una diferencia social que la institución de la familia rechaza; por otro, el machismo recalcitrante instalado en la sociedad, que justifica las aventuras del hombre y su despreocupación, sin olvidar la poderosa cultura religiosa de los países del sur de Europa.
En la segunda, la aproximación al matrimonio de Vincenzina se mezcla con los recuerdos de infancia de la narradora: el distanciamiento entre la pareja y la familia paterna; el hombre insatisfecho, que renuncia a su sueño artístico para trabajar en una oficina; las penurias de la posguerra; la enfermedad del padre, con la consiguiente estancia de Rosa con una tía y después en un internado; el maestro Nunziata que guía a los niños por las calles; la amiga Annarella, que no tiene padre. Este es un retrato del Nápoles más empobrecido, violento, tosco, un retrato de la subsistencia que llevó a aquella chiquilla ingenua venida del campo a convertirse en una mujer, y en una madre, dura, arisca. Esta es una novela de estilo más que de trama; Wanda Marasco escribe con un lenguaje envolvente, que evoca aquel Nápoles sórdido, con sus ruidos, sus humores, con las vecinas chismosas (apodadas «las ogras»), los olores a comida barata, la usura, la omnipresencia de la imaginería católica; una voz entre poética y apegada al ambiente, salpicada de dialecto, de la brusquedad predominante en las relaciones entre hombres y mujeres, madres e hijos, maestros y alumnos, amigas.
Wanda Marasco
Un coro de almas resultó finalista del prestigioso Premio Strega en la edición que ganó Paolo Cognetti con Las ocho montañas (2016). Wanda Marasco, que permanecía inédita en castellano hasta la fecha, se suma a una generación de narradores napolitanos nacidos durante la posguerra que han enriquecido el corpus de obras sobre la ciudad, como Erri De Luca, Elena Ferrante o Domenico Starnone; miradas lúcidas a una ciudad sucia, arrebatada, que trasciende la dimensión local gracias a la veracidad de la literatura. Todos ellos son, a su vez, herederos de Matilde Serao, Anna Maria Ortese y tantos otros que han mantenido una relación controvertida con esta tierra. En fin: mujeres, maternidad, violencia, duelo, embrutecimiento; un libro con más sombras que certezas, más insinuaciones que absolutos; todo eso es Un coro de almas, una novela interesante de la narrativa italiana reciente.

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