26 enero 2016

El sabor de tus heridas - Victoria Álvarez



Edición: Lumen, 2016
Páginas: 416
ISBN: 9788426402684
Precio: 19,90 € (e-book: 11,99 €)

Dreaming Spires (2014-2016), una trilogía de aventuras, misterio y romance que bebe de la literatura gótica clásica, ha consolidado a Victoria Álvarez (Salamanca, 1985) como una de las escritoras más interesantes del género en España. La autora, doctora en Historia del Arte y profesora de la Universidad de Salamanca, se dio a conocer en 2011 con Hojas de dedalera, una novela sobre una joven médium en la Inglaterra victoriana, y poco después publicó Las eternas (2012), también de romance paranormal, esta vez ambientada en Venecia a principios del siglo XX. Si bien ambos libros tenían carencias, sus páginas dejaban entrever un buen pulso narrativo, una voz curtida en lecturas que sabe contar historias y solo necesita pulirse. Desde entonces, Victoria Álvarez ha mantenido su gusto por los temas paranormales y las pasiones turbulentas; aun así, en la trilogía se aprecia un notable crecimiento como narradora, tanto en la escritura (más depurada y ágil, sin excesos descriptivos) como en el entramado (mejor hilvanado, con las subtramas más equilibradas). Además, demuestra una voluntad de no encasillarse en lo puramente inglés, una voluntad de explorar otros ambientes, otras posibilidades que enriquezcan sus historias. Sí, sin duda Dreaming Spires es su mejor trabajo hasta el momento.

Todo comenzó con un viaje a un castillo irlandés en 1903. El profesor Alexander Quills, el tímido estudiante Oliver Saunders y el mujeriego Lionel Lennox, autores de la revista sobre fenómenos paranormales Dreaming Spires, abandonaron unos días su Oxford natal para investigar la presencia de una extraña criatura en un pueblecito irlandés. Al final, no solo desentrañaron el misterio, sino que la experiencia marcó un antes y un después en las vidas de todos ellos, tal como se narra en Tu nombre después de la lluvia (2014), el primer volumen de esta trilogía. En Irlanda, precisamente, entró en escena la enigmática señorita Stirling, por aquel entonces un personaje secundario que asume el rol de antagonista, aunque su papel se hace más complejo a medida que la saga avanza. En la segunda parte, Contra la fuerza del viento (2015), encontramos a los protagonistas más maduros: han pasado dos años desde la aventura irlandesa y parecen más asentados. En esta ocasión, les toca poner rumbo a una plantación de Nueva Orleans, donde les espera el caso de un supuesto barco fantasma. Y, de nuevo, Stirling está por en medio. El desenlace también supone cambios importantes para ellos, unos cambios que ahora se reflejan en El sabor de tus heridas (2016).
Karlovy Vary
La historia de El sabor de tus heridas se sitúa en la Navidad de 1909, unos años después de su última investigación. Esta vez la vida no ha tratado nada bien a los protagonistas y, por si fuera poco, están algo distanciados. No obstante, se verán obligados a juntarse, y no para desentrañar un misterio, sino para salvarse a sí mismos y a las personas que más quieren. Ha llegado la hora de la verdad: el príncipe Dragomirásky ha ido más lejos que nunca y los de Oxford —Alexander, Oliver, Lionel y Veronica— no pueden permitir que se salga con la suya. Ni los de Oxford, ni otros enemigos del príncipe que se cruzarán en su camino. También la señorita Stirling se enfrenta a un gran peligro. Los sucesos los llevarán de Oxford a París, donde comienza su misión, y de ahí a Karlovy Vary, cerca de Praga. Y, aunque emprenden el viaje pensando en su futuro, la búsqueda los obligará a mirar hacia el pasado, hacia los orígenes de la estirpe Dragomirásky, para tratar de entender al fin su particular pacto faustiano… y cómo acabar con él.
Por la naturaleza de la trama —ya no investigan un caso como un grupo de detectives, sino que ellos mismos se convierten en protagonistas de una novela de acción—, este volumen tiene un ritmo más trepidante que los anteriores y abundan las escenas de alta tensión (enfrentamientos, tiroteos, persecuciones). Ahora no se trata de ir desentrañando pistas, de menos a más, puesto que desde el principio se ven envueltos en un enredo que los deja intranquilos. Con todo, estos «efectos especiales» no son lo más interesante de la novela —lo que no quita que entretengan mucho y sean muy eficaces para mantener la atención—. No, lo más interesante no está en los hechos concretos, sino en la evolución psicológica de la señorita Stirling. La hemos conocido en muchas facetas: la villana, la femme fatale, la niña vulnerable, la mujer enamorada, la sierva encadenada. La autora ha sabido mostrar esas transiciones hasta el punto de convertirla en el centro de la obra, por delante de los tres hombres, que de entrada parecían los protagonistas. Todos experimentan cambios, es cierto, pero ninguno brilla como ella, ninguno pasa por tantas etapas, ninguno tiene su carácter, esa fuerte personalidad que sin embargo esconde fisuras, matices, recovecos. Al pensar en la trilogía en conjunto, Stirling sobresale como la esencia de Dreaming Spires.
Victoria Álvarez
¿Y qué más? La autora vuelve a sorprender con la recreación de lugares alejados de la ficción española —el París bohemio de principios del siglo XX y las ruinas de Karlovy Vary— y, por supuesto, hay fenómenos paranormales, romances (conocidos e inesperados) y algún que otro secreto. Todos los cabos quedan bien atados y se enlaza con lo ocurrido en los libros anteriores, cosa que demuestra que Victoria Álvarez tenía claro desde el principio lo que quería contar y no ha estirado el hilo en vano. La trilogía se cierra con esa esperada batalla del Bien contra el Mal, que (no podía ser de otra manera) se cobra algunas víctimas. En suma, El sabor de tus heridas es un buen final para Dreaming Spires, a pesar de que, valorándolo de forma individual, no es el mejor libro de la saga (no supera Contra la fuerza del viento, el paso adelante más significativo que ha hecho la autora en cuanto a despliegue narrativo y evolución de los personajes). En fin, echaremos de menos a Stirling y a todo el equipo de Dreaming Spires…, pero tampoco hay que estar tristes, porque Victoria Álvarez tiene cuerda para rato y seguro que seguirá superándose.
Fotografía de Karlovy Vary del Facebook de la autora.

24 enero 2016

Brooklyn - Colm Tóibín



Edición: Lumen, 2016 (trad. Ana Andrés Lleó)
Páginas: 320
ISBN: 9788426402899
Precio: 18,90 € (e-book: 8,99 € / bolsillo: 9,95 €)

Hasta entonces, Eilis había supuesto que viviría en la ciudad toda la vida, como su madre, que conocería a todo el mundo, tendría los mismos amigos y vecinos, la misma rutina diaria en las mismas calles. Esperaba encontrar trabajo en la ciudad y después casarse, dejar el trabajo y tener hijos. Y ahora se sentía como si hubiera sido elegida para algo y no estaba en absoluto preparada, y eso, a pesar del miedo que la invadía, le provocaba un sentimiento, o más bien una serie de sentimientos, que creía debían de ser los que experimentaría cuando se acercara el día de la boda, días en los que todo el mundo la miraría con un brillo en los ojos mientras ella se afanaba con los preparativos, días en los que ella misma estaría en plena ebullición pero procuraría no pensar con demasiada precisión en cómo serían las semanas siguientes, por si perdía el valor.

Con más de veinte publicaciones a sus espaldas, entre literatura y ensayo, Colm Tóibín (1955) se ha ganado un puesto entre los escritores irlandeses más importantes de la actualidad. En 2006 recibió el Premio IMPAC de Dublín por The Master, una novela sobre Henry James, y ha sido nominado en varias ocasiones al Man Booker Prize. Brooklyn (2009), con la que obtuvo el Costa Novel Award, plantea uno de los temas recurrentes de su obra: la vida en un país extranjero. Ambientada en la década de los cincuenta, narra la historia de Eilis Lacey, una joven de familia humilde que vive en un pequeño pueblo del sudeste de Irlanda. Eilis tiene dificultades para encontrar trabajo en su tierra, de modo que, cuando se le ofrece un empleo en Brooklyn, hace las maletas. Atrás se quedan su madre, viuda, y su hermana mayor, una mujer soltera. Sus hermanos varones ya emigraron años atrás a Inglaterra, en busca de su oportunidad. En Brooklyn, Eilis trabaja como dependienta en unos grandes almacenes mientras estudia por las noches, y se aloja en casa de una mujer que alquila habitaciones a jóvenes como ella. Chica responsable, su única diversión son los bailes semanales, en los que siempre se puede conocer a alguien especial.
Con una escritura fluida y templada, sin alardes estilísticos, Tóibín narra el coming-of-age de una muchacha que se hace adulta en un entorno desconocido. Eilis, una chica de naturaleza discreta y reservada, se mantenía satisfecha entre los límites de lo rutinario: las amigas de siempre, el hogar con mamá y su hermana, la localidad donde todos se conocen. No sentía la inquietud de adentrarse en un territorio diferente, de ampliar perspectivas, pero la necesidad —qué importancia tiene la necesidad en los trayectos vitales— la empuja a marcharse. Una vez en Brooklyn, Eilis pasa por distintas fases: desde la añoranza inicial a la alegría por las posibilidades que le ofrece este lugar, pasando por el descubrimiento del amor y la feminidad, además de la diversidad (étnica, religiosa, sexual) de la ciudad. El cordón umbilical, como era de esperar, se rompe, y disfruta de la independencia que supone estar lejos de casa. Por su carácter introvertido, que rara vez expresa sus emociones —con la exigencia añadida que esto supone para el novelista—, recuerda a la protagonista de Una chica en invierno (1947), un libro de Philip Larkin sobre una joven disciplinada y solitaria que, como Eilis, vive en un país extranjero, donde parece que el pasado deja de existir.
El destino de Eilis permite a Tóibín realizar una radiografía de la sociedad de Brooklyn en los años cincuenta: un lugar en el que se agolpan inmigrantes irlandeses e italianos, sin que falte la correspondiente animadversión entre ambos grupos, y donde empieza a instalarse la población negra, para escándalo de no pocos blancos. La discriminación, sin embargo, no solo se produce por motivos de raza o nacionalidad, puesto que las costumbres y la clase también la generan, como constata Eilis entre las chicas de la casa de huéspedes (a propósito, el ambiente de la vivienda destila opresión e hipocresía; las jóvenes, lejos de establecer lazos de amistad, parecen inmersas en una competición que en ocasiones satura a la protagonista). Este contexto multicultural que descubre Eilis va unido, por lo tanto, a no pocos prejuicios; aunque, en comparación con su pueblo, la gente (y ella misma) parece más libre, como si el hecho de no estar atada a sus raíces le abriera puertas y les quitara importancia a las (siempre presentes) habladurías.
Con todo, en cierto momento ocurrirá algo en Irlanda que obligará a Eilis a volver, en principio, durante un mes. Este clásico tema del regreso a casa plantea la otra cara de la experiencia del inmigrante: el retorno al origen desde otra mirada. Eilis ha estado viviendo en una ciudad más «moderna», y las comparaciones —por su parte, pero también por parte de los demás en torno a ella— resultan inevitables, desde su estilo al vestir hasta la seguridad en sí misma que ha adquirido de forma instintiva por la emancipación. La identidad cambia en función de lugar en el que uno se encuentre, de las compañías y de lo que estas compañías esperan de uno. Es el problema del sentimiento de pertenencia: en Brooklyn la reciben como a una extranjera, pero en su pueblo ya no es la de antes, trae aires nuevos —recuerda un poco a las reflexiones de Elena Ferrante en La niña perdida (2015)—. Incluso su historia de amor se puede interpretar como una metáfora de la experiencia del inmigrante, de ese choque entre dos mundos que solo entiende el que lo vive, mientras los de su alrededor esperan algo de él sin comprender el conflicto interior que atraviesa.
Colm Tóibín
Sin grandilocuencias ni excesos, Tóibín ha tejido una magnífica novela de iniciación que explora las tensiones de la inmigración, el regreso a la tierra natal y las responsabilidades familiares a través de las vivencias de una chica humilde y trabajadora, que se enamora y busca su sitio entre la tradición de su Irlanda natal y las promesas de la moderna ciudad estadounidense. En apariencia, parece una obra tan sencilla como la protagonista —la prosa de Tóibín, elegante y depurada, fluye sin dificultad alguna—, pero tiene mérito plantear estos conflictos alrededor de un personaje tan poco expresivo como Eilis, y con una trama que se desarrolla con la tranquilidad propia de lo cotidiano, con escasos (pero decisivos) sobresaltos. Tóibín es de esos escritores que, por su registro accesible, hacen que parezca que no dicen nada relevante, aunque en absoluto es así: solo los grandes narradores saben sacar brillo de lo corriente, lo rutinario, y convertirlo en gran literatura. El ejercicio de contención emocional que realiza en Brooklyn resulta encomiable, y lo mismo se puede decir de su minuciosidad para atar todos los cabos.
Un último apunte: a nadie le habrá pasado desapercibido que en los últimos meses este libro ha vuelto a estar a la orden del día gracias a su adaptación al cine, dirigida por John Crowley y protagonizada por Saoirse Ronan, que ha conseguido tres nominaciones a los Oscar (Mejor película, Mejor guión adaptado y Mejor actriz). Esperemos que la película sea una excusa perfecta para leer (o releer) esta preciosa historia.
Fotografías de la película basada en la novela.
Cita de las páginas 40-41 (edición de 2010).

22 enero 2016

El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad



Edición: Literatura Random House, 2015 (trad. Miguel Temprano García)
Páginas: 224
ISBN: 9788439730125
Precio: 22,90 €
Hay muchas más ediciones y formatos disponibles; anoto los datos de esta por ser la más reciente. Yo lo he leído en una edición antigua de Orbis, con traducción de Sergio Pitol.
***
El corazón de las tinieblas (1899), la nouvelle magistral de Joseph Conrad (1857-1924), es un clásico indiscutible de la llamada literatura sobre el mar, un relato desasosegante, intenso y filosófico sobre un viaje por el río Congo, que destaca por ser una de las obras más interesantes para descubrir el punto de vista de los europeos que conocieron en primera persona las consecuencias devastadoras del imperialismo de finales del siglo XIX. Conrad, nacido en Polonia, se trasladó a Inglaterra y adoptó el inglés como lengua literaria, aunque nunca llegó a asimilar por completo la cultura autóctona, lo que tal vez reforzó en él una actitud crítica hacia las costumbres e ideas de este país. Al igual que el protagonista de este libro, Conrad trabajó un tiempo como marinero en la colonia del Congo, empleado por una compañía británica, por lo que este texto, a pesar de estar construido en forma de ficción, tiene un trasfondo real, inspirado por la toma de contacto del autor con las acciones que el imperio estaba llevando a cabo en África.
La historia de El corazón de las tinieblas comienza y termina en la cubierta de un barco, donde Marlow, uno de los marineros, toma la palabra para contar en primera persona la aventura que vivió cuando era más joven y, con la ilusión de un ingenuo, emprendió un viaje al Congo gracias al encargo de una compañía británica dedicada al comercio de marfil. La compañía le había encomendado una misión particular: encontrar a Kurtz, un responsable de la explotación, e instarlo a regresar. Poco a poco, a través de las charlas con los trabajadores, el narrador averiguará que Kurtz no es un empleado cualquiera, sino el mejor: ha conseguido un gran éxito con la explotación, pero no quiere compartir su secreto con nadie. Se mantiene distante, alejado del resto. A medida que avanza el viaje por el río, Marlow se percata del misticismo que envuelve la figura de Kurtz: un personaje enigmático, turbio, que solo aparecerá al final y apenas si pronunciará un par de frases, aunque no necesita más para convertirse en uno de los actores secundarios más memorables de la historia de la literatura.
El personaje de Kurtz es, en efecto, uno de los logros más importantes de esta nouvelle, y no únicamente por sí mismo, por su intervención, sino por todo lo que se vertebra a su alrededor desde el principio. El narrador escucha lo que le cuentan otros empleados, de modo que el lector conoce a Kurtz, el gran Kurtz, al mismo ritmo que Marlow, es decir, a través de lo que se dice, lo que se rumorea, sin un conocimiento frente a frente con el hombre en cuestión. De este modo se crea un misterio, una intriga, que da rienda suelta al autor para jugar con la ambigüedad. Después, cuando al fin entra en escena, llegan los interrogantes: ¿será verdad lo que se cuenta?, ¿qué oculta Kurtz?, ¿por qué ahora dice lo que dice? Se intuye, se sospecha, que Kurtz ha cometido atrocidades, pero nunca se desvelan, lo que no hace más que aumentar la desconfianza, la incertidumbre en torno a él. Al final, el personaje se erige en un símbolo de la doble cara del imperialismo: la imagen triunfante, que se promovía en Europa, frente a la imagen pervertida, correspondiente a la realidad del Congo.
El corazón de las tinieblas, como se suele decir, lleva a cabo una bajada a los infiernos, un viaje iniciático marcado por una degradación progresiva, una degradación del entorno, pero sobre todo de las personas, de la mente; una metáfora del horror de las colonias. Marlow encarna a un joven inglés cualquiera, soñador e inexperto, que cree a ciegas en el proyecto imperialista y se marcha al Congo atraído por los relatos de aventuras de los marineros que han hecho fortuna. En un principio, no se muestra crítico con nada de lo que ve a su alrededor (los abusos a los esclavos, básicamente), pero, a medida que se adentra en el río, en un territorio desconocido para él, percibe que sus expectativas no se corresponden con la realidad y experimenta una transformación profunda. No se trata solo de un cambio de ideas: hay algo más, una sensación de que todo se pudre a su alrededor, incluido él mismo. Estas «tinieblas» se intuyen desde antes de abandonar su país, cuando el médico lo examina y le pregunta si en su familia hay casos de locura. La travesía está envuelta por un pesimismo creciente, una turbiedad sin estridencias, discreta pero presente, como esos espacios en los que todo está corrompido y no queda esperanza aunque nadie se atreva a decirlo en voz alta.
Más allá de esta dimensión existencial, el libro tiene a su vez una vertiente de crónica, la crónica de un viajero en un país desconocido para sus coetáneos, que se materializa en las largas descripciones del lugar y, sobre todo, en la mirada racista hacia el otro, que hay que interpretar como el pensamiento imperialista promovido en la Inglaterra de la época. Marlow describe a los nativos del Congo con términos como «salvajes», «caníbales» o «indígenas»; se asombra cuando no reaccionan con la violencia que esperaba de ellos; dice de uno que es un «espécimen mejorado» porque ha aprendido hábitos occidentales. Esta narración etnocentrista, con todo lo repulsiva que resulta para el lector de hoy, está justificada porque, además de reflejar las ideas de la época, da pie a una evolución en el narrador, que, en la recta final, después de la muerte de un esclavo al que había cogido cariño, cuestiona el discurso oficial de la superioridad del hombre blanco y la civilización occidental. Nunca abandona del todo el racismo, que pasa del desprecio evidente a la condescendencia y la lástima, pero detecta los abusos que se están cometiendo y las mentiras que se difunden en Europa. En este sentido, Conrad señala sin ambages la atrocidad del colonialismo.
Con todo, algunos autores postcoloniales le han reprochado que, aun mostrándose crítico con el imperialismo, su aportación resulta insuficiente como denuncia porque en ningún momento da voz a los principales afectados, es decir, no expresa la opinión de los africanos. Incluso cuando Marlow comienza a reconocer que no son los «salvajes» que el discurso europeo argumenta para justificar la dominación, el único punto de vista que se plantea es el suyo, el del hombre occidental que abre los ojos y hace autocrítica, pero que sigue sin escuchar al otro. Los personajes de los esclavos se construyen con estereotipos; son planos, ramplones. Ocurre algo parecido con las escasas mujeres que aparecen, como la novia de Kurtz, que en cierto modo encarnan al «otro» de la sociedad patriarcal de Occidente: se presentan como personajes ajenos a la barbarie, frágiles y delicados, a los que hay que proteger y tratar con caballerosidad, una caballerosidad que, aunque no vaya acompañada de abusos, no está tan lejos de la condescendencia hacia el esclavo.
Joseph Conrad
En cualquier caso, esta lectura en clave antropológica, si bien resulta necesaria desde la perspectiva actual, no anula en absoluto las muchas virtudes de esta magnífica novela. Por una parte, El corazón de las tinieblas es un apasionante acercamiento a uno de los episodios más crueles de la historia, que muestra el lado más sombrío, por dentro y por fuera, del ser humano; pero, aún más interesante que esto, es una fábula sobre cómo las acciones degradantes hacia los demás acaban degradando también, y por encima de todo, a quien las comete. Un relato sugerente, a ratos asfixiante y estremecedor, que absorbe al lector desde la primera página igual que las tinieblas absorben al narrador sin que él se dé apenas cuenta, y culmina en un desenlace deslumbrante que obliga a seguir pensando en él después de cerrar las tapas. Imprescindible.

18 enero 2016

Las efímeras - Pilar Adón



Edición: Galaxia Gutenberg, 2015
Páginas: 240
ISBN: 9788416495283
Precio: 18,90 € (e-book: 13,19 €)

De toda la obra de Pilar Adón (Madrid, 1971) emerge una fascinación por el lado oscuro del ser humano, un lado marcado por la opresión, el miedo, la soledad y el dolor. Esta brutalidad, no obstante, procede de una elegante escritura lírica, que no necesita recurrir al lenguaje soez para mostrar la degradación, física y mental, de sus personajes. Al contrario: Adón es una narradora primorosa, pulcra, sutil. No escribe ninguna frase en vano. Sus palabras se desgranan con cuidado, siguiendo una estructura perfectamente calculada, hasta enredar al lector en sus páginas como la protagonista de esta novela se enreda en la maleza. Una narradora exigente, también, porque su tono profundo, de emociones contenidas, no concede una historia masticada y, como dice Marta Sanz en el prólogo de El mes más cruel (2010), invita a preguntarse «¿Habré entendido bien?». Sus influencias, muy británicas, otorgan a sus textos una atmósfera gótica inquietante, poco frecuente entre los novelistas españoles —Sònia Hernández (Terrassa, 1976), autora de Los Pissimboni (2015), sería otra excepción—. Todas estas cualidades se concentran en Las efímeras (2015), su último trabajo y el más maduro, que llega doce años después de su anterior novela, Las hijas de Sara (2003), aunque durante este periodo ha publicado diversos libros de poesía y cuentos, además de traducir a escritores de la talla de Henry James, Penelope Fitzgerald y Edith Wharton.
En un escenario plano, aislado y fácilmente inundable, donde parecían darse la mano la indiferencia y el retraimiento después de haber establecido sus corazas sobre sus habitantes. Porque, al fin y al cabo, de eso se trataba. Ésa era la esencia del orden creado en la Ruche, la comunidad en la que vivían las Oliver: salvar a las especies más frágiles sin permitir ataques externos. Sin factores tóxicos ni competidores por el espacio o el alimento, propiciando las condiciones óptimas para que sus protegidos pudieran crecer y desarrollarse. Decidiendo qué especies sí y qué especies no. En qué numero y en qué cantidad.
El ambiente, controlado e inofensivo. El sustrato, nutritivo. La estructura, perfecta.
La Ruche
Las efímeras, que toma su título de unos insectos frágiles y de vida breve, se desarrolla en la llamada Ruche («colmena», en castellano), una antigua escuela libertaria francesa, fundada a principios del siglo XX, que en la novela funciona como una pequeña comunidad rural de inquilinos solitarios, aislados de la sociedad urbana; un espacio donde el tiempo parece no transcurrir, donde su particular concepto del orden no se altera —esta concepción del aislamiento recuerda un poco a Shirley Jackson—. Allí viven las hermanas Oliver, las protagonistas, dos mujeres esquivas, hurañas («Ahí desfilaban las Oliver, sin mirar a nadie pero plenamente conscientes de que no había nadie que no las mirase a ellas», pág. 128). Dora, la mayor, es fuerte, recia; la hermana dominante. Se la suele describir adentrándose en la naturaleza, bajo las encinas protectoras que guardan con celo las rutinas de su hogar. Es a la vez una criatura patética y vulnerable, que en su infancia se reconfortaba con el rezo y ahora proyecta sus miedos en los demás. Violeta, la pequeña, más bella y fina, escribe poemas desde su encierro, como una Emily Dickinson («Esa chica tendría que haberse quedado estancada en el tiempo, en una edad pura y perfecta», pág. 23). Solo que Violeta querría salir, ser libre, y es Dora quien la mantiene encerrada en el cobertizo. Su pecado: verse con Denis, otro hombre de la Ruche.
—A mí no me interesa la belleza comúnmente aceptada, ya lo sabes. No me ha interesado nunca. Cuando veo cuerpos perfectos, una piel límpida, el pelo ordenado, las medidas correctas… Son elementos que no me sorprenden. No me conmueven. Prefiero detectar algún descuido. Alguna flaqueza. Los cuerpos impecables no han vivido. En cambio, cualquier vestigio de extrañeza, cualquier sombra en el rostro, me parece una prueba de experiencia. Un indicio de ahogo o de cansancio. Eso es lo que me importa, lo que me impresiona de los demás. Su conocimiento. Su perspicacia. Me interesa lo que han visto y lo que han aprendido. Lo que guardan aquí. —Se llevó un dedo a la frente.
Aunque la novela se vertebra alrededor de las dos hermanas, aparece una tercera mujer: doña Anita, que desciende de los directores de la escuela y conserva ese rol en la Ruche. Ella es la persona a quien acudir en caso de necesidad, la que protege el equilibrio, como una abeja reina que organiza su colmena y, con todo, al mismo tiempo es un insecto solitario («Mademoiselle Anita era una mujer calmada. Un ser paciente y artístico. Un ser espiritual.», pág. 46). Las hermanas tienen asimismo su equivalente animal: Dora, una especie de lagarto grande, un bicho repulsivo, quizá peligroso; y Violeta, la oruga que espera convertirse en mariposa. En contraste con las tres mujeres, integradas en el ritmo de la comunidad, hay dos personajes masculinos que rompen el orden. El mencionado Denis, aún más recluido que ellas por la infamia que hundió a su familia; un individuo del que desconfiar. Y Tom, un forastero que se instala en casa de Anita y se dedica a realizar arreglos. Los dos, a su manera, son elementos que hacen peligrar la quietud de la Ruche: Denis, porque se interesa por Violeta; Tom, porque visita con frecuencia a las Oliver y hurga en sus asuntos. Ninguno de los dos tiene miedo, por eso son peligrosos.
—No vamos a hablar. De nada. Has llegado hace dos días, como aquel que dice, y quieres cambiarlo todo.
—¿Por qué no? Las cosas cambian.
—Aquí no.
—Aquí también.
La novela, de estructura episódica, se divide en capítulos que tienen entidad propia, casi como un relato —Adón es una excelente escritora de relatos, como demuestra en Viajes inocentes (2005, Premio Ojo Crítico) y El mes más cruel (2010, Nuevo talento Fnac)—, y, a pesar de utilizar la tercera persona (salvo en la oración de Denis), se distinguen los hilos individuales de cada personaje. Este desplazamiento del centro revela el complejo engranaje de la Ruche, una protagonista más de Las efímeras. Este aislamiento de la civilización urbana no debe interpretarse como el clásico motivo del regreso a lo rural; de hecho, no se produce ningún «regreso» porque las hermanas han permanecido siempre ahí. La autora, curtida en lecturas de Henry David Thoreau y John Fowles, plantea una concepción «salvaje» de la naturaleza. Lo rural no se presenta como apacible, ni como un añorado pasado remoto —como sucede en algunas obras recientes de escritores españoles, como Por si se va la luz (2013), de Lara Moreno—, sino que impone sus propias reglas. Abundan las metáforas que ponen al ser humano en la misma categoría que un animal o un organismo vegetal; los personajes se funden en la naturaleza, en sus ciclos —y aquí es inevitable recordar su cuento «El infinito verde», de El mes más cruel—. Esta percepción otorga una condición «repulsiva» al ser humano, lo convierte en un ser humano-bestia.
Su padre solía decir que el ser humano no era más que una bestia condenada a pensar. Una bestia con una herramienta mental que hacía de ella algo único, pero que no se dejaba controlar lo suficiente, que se entregaba sin manual de instrucciones y que, además, actuaba por su cuenta la mayor parte del tiempo, sin el beneplácito de la atónita bestia que no sabía cómo detenerla cuando se ponía a interpretar sus propias melodías y que simplemente podía asistir a sus variaciones, a sus repentinas estridencias, esperando que el sonido volviese pronto a resultar acompasado, conocido, sin más alteración. Sin más perturbaciones ni sorpresas.
En plena sintonía con este ambiente opresivo, Adón construye una red de relaciones que se comprende muy bien a partir de lo que Michel Foucault llamaba «relaciones de poder»: el poder siempre está presente en las relaciones, siempre se marca el elemento dominante, el que tiene el control y trata de guiar el comportamiento del otro (como hace Dora con su hermana Violeta). Ahora bien, estas relaciones no permanecen estáticas, dado que los sujetos tienen la posibilidad de rebelarse, de intercambiar los papeles, siempre y cuando quieran hacer valer su libertad. De eso va Las efímeras: de personajes que temen que su orden se rompa y de personajes dispuestos a romperlo, a darle la vuelta. Sin estridencias ni recursos efectistas: son los viajes interiores los que transforman a los personajes; no necesitan que les ocurra nada extraordinario por fuera. La religión tiene mucho que ver en esta concepción del miedo: los personajes se han criado bajo los preceptos cristianos, que condicionan su imaginario, su forma de estar en el mundo. El miedo va ligado a la represión, a los remordimientos. En la Ruche tienen unos «mandamientos», Denis reza una oración que se reproduce en un capítulo. Sin hablar abiertamente de religión, sin exponer una crítica explícita, Adón muestra cómo esta moldea el pensamiento, nos hace más frágiles, porque el miedo que impone conduce a la fragilidad. Sin embargo, en la naturaleza, la ley del ser humano se pervierte para imponer la ley del más fuerte. Esta confrontación entre el apego a la tradición de la Ruche y la transgresión inminente es el núcleo de la novela.
A veces se tenían dos caminos a elegir, dos pasos abiertos, y se sabía que uno era el adecuado, el que no daría ningún problema, el camino de la tranquilidad y la certeza, mientras que el otro sólo conduciría a la indefensión y a lo desconocido. Se podía advertir de antemano cómo era cada uno de ellos: uno propicio y el otro no. Y no obstante, olvidándose de ese conocimiento, de esa información, había quien se empeñaba en alcanzar la meta que menos le convenía. A ella se lanzaba. Dirigiéndose de manera consciente hacia el destino menos favorable, que lo era no por la llegada en sí misma ni por lo que pudiera haber al otro lado, sino por el trayecto que habría de recorrerse de forma ineludible. Y ahí estaba ella. En ese trayecto repleto de ramas que se interponían ante sus pies y de animales que arañaban el suelo.
Pilar Adón
Quien ya haya leído Las hijas de Sara habrá detectado numerosos rasgos en común entre las dos novelas: temas como el miedo, la opresión, la dominación y el aislamiento, el protagonismo de dos hermanas, un entorno asfixiante (en el primer caso, el norte de África), resonancias bíblicas. En cierto modo, Las efímeras puede considerarse una versión mejorada de Las hijas de Sara, además de ser uno de los libros más importantes de la narrativa española de los últimos años. En ambas historias, al igual que en el resto de su obra, Adón se caracteriza por la dureza con que trata a sus personajes —personajes solos, afligidos, egoístas, tiranos, brutales—; no se compadece de ellos, no es amable, no busca un «consuelo». Escribe desde una contención emocional brillante, que sugiere más que no muestra, y en sus textos convive el esplendor (de su prosa excepcional, de los paisajes que evoca) con un desasosiego profundo (de los protagonistas, de su relación con el exterior). Quizá este desasosiego es lo que la conecta a ella, una escritora tan inglesa, tan clásica, con el presente. Al fin y al cabo, no hace falta estar en un lugar como la Ruche para notar las cadenas que nos mantienen presos, de los demás o de nosotros mismos.
Citas en cursiva de las páginas 19, 207, 80. 129 y 205-206.

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