28 enero 2019

La mujer singular y la ciudad - Vivian Gornick


Edición: Sexto Piso, 2018 (trad. Raquel Vicedo)
Páginas: 148
ISBN: 9788416677627
Precio: 17,90 €

Podría bautizar a Vivian Gornick (Bronx, Nueva York, 1935) como la escritora para los escépticos. Entiendo como «escépticos» a aquellos lectores que desconfían, a menudo con razón, de la narrativa contemporánea, de la capacidad de esta para alimentar el apetito intelectual con un texto de altura. Gornick no es novelista, al menos no en el sentido acostumbrado. De padres judíos, creció en el barrio obrero del Bronx, participó de forma activa en el movimiento feminista de la segunda ola en los años sesenta y se dedicó a la investigación académica. Ha publicado más de una decena de ensayos, pero han sido sus dos libros más narrativos los que la han acercado al gran público: Apegos feroces (1987; Sexto Piso, 2017) y La mujer singular y la ciudad (2015; Sexto Piso, 2018). Se sitúan entre las memorias y la crónica sociocultural, desde un punto de vista lúcido y analítico, inseparable de su trayectoria profesional. Literatura exigente y subversiva, de la que marca un antes y un después en la vida del lector, de la que le devuelve la confianza en la actualidad literaria y abre las puertas a nuevos caminos.
Leonard y yo compartimos la política del daño. La sensación, en nuestro interior, de haber nacido en una injusticia social preestablecida. Nuestro tema es la vida no vivida. La pregunta que ambos nos hacemos es: ¿habríamos inventado la injusticia si no hubiera estado ahí ya –él es gay, yo soy la Mujer Singular– para regodearnos en el agravio? Nuestra amistad se centra en esta pregunta. La pregunta, de hecho, define la amistad –le otorga su carácter y su lenguaje– y me ha ayudado a comprender la misteriosa naturaleza de las relaciones humanas corrientes más que ninguna otra relación íntima que yo haya tenido.
En Apegos feroces, Gornick toma como hilo la relación con su madre y examina cómo se forjó su, digamos, «identidad de mujer escritora», primero a partir de los referentes del vecindario y luego con la entrada en la universidad. La mujer singular y la ciudad, que a pesar de haberse publicado casi treinta años después puede leerse como una continuación, tiene como motivos recurrentes la amistad con un hombre homosexual y la ciudad de Nueva York, aunque la reflexión identitaria sigue estando en la base: ella se identifica como una mujer «sola / soltera» (el término en inglés, single, admite esa dualidad), un concepto que expresa con la palabra «singular» (odd), porque, para su generación, permanecer sin pareja resulta extraño, inusual, le da una imagen un tanto extravagante. Por ello, las relaciones que la han marcado, más allá de la madre, no son el marido ni los hijos, como para tantas de sus coetáneas, sino las amistades cultivadas a lo largo de los años y los encuentros fugaces por la ciudad. De ahí surge este libro.
La mejor versión de sí mismo. Durante siglos, éste fue el concepto clave detrás de cualquier definición esencial de amistad: que un amigo es un ser virtuoso que le habla a la virtud que albergamos en nuestro interior. ¡Qué ajeno les resulta ese concepto a los hijos de la cultura terapéutica! Hoy no miramos para ver, y mucho menos para corroborar, la mejor versión de nosotros mismos en los demás. Al contrario, la franqueza con la que admitimos nuestras incapacidades emocionales –el miedo, la ira, la humillación– es lo que nos lleva a crear los vínculos de amistad hoy día. No hay nada que nos acerque más a los otros que el grado en que afrontamos abiertamente nuestra vergüenza más profunda cuando estamos con ellos. Coleridge y Wordsworth temían exponerse de esa forma; nosotros lo adoramos. Lo que queremos es sentirnos conocidos, con nuestras virtudes y nuestros defectos; cuantos más defectos, mejor. La gran ilusión de nuestra cultura es que somos lo que confesamos ser.
Gornick escribe en fragmentos breves, sin voluntad de construir un relato: diálogos con el mencionado amigo, recuerdos sobre otros allegados, observaciones a pie de calle, apuntes eruditos sobre sus lecturas y meditaciones diversas. Comprenden todo aquello que integra su forma de estar en el mundo: lo afectivo, como la amistad; lo formativo, como la literatura, el feminismo y los estudios culturales; las menudencias del día a día, como las peripecias urbanas. Su amigo, con quien mantiene conversaciones de lo más agudas, también tiene su «singularidad» por la identidad sexual; en cierto modo, se entienden tan bien porque ambos son outsiders del sistema dominante del matrimonio heterosexual de clase media. Gornick analiza desde esa perspectiva, una especie de periferia instalada, eso sí, en la ciudad. Pone el foco en la diferencia, en la exclusión. Lo hace con su ironía característica: tiene un punto de mala leche, de irreverencia, que la aleja de cualquier autocompasión; y está revestida de un bagaje intelectual sin tacha.
–Ellos aprobaron –dice Leonard–. Eso es todo. Hace cincuenta años, entrabas en un armario llamado «matrimonio». En el armario había dos conjuntos de ropa, tan rígidos que se sostenían de pie. La mujer se ponía el vestido llamado «esposa» y el hombre, el traje llamado «marido». Y eso era todo. Desaparecían dentro de la ropa. Nosotros, hoy, suspendemos. Nos quedamos aquí de pie, desnudos. Eso es todo.
El espacio que habita se erige en otro tema fundamental. Gornick dejó el Bronx para trasladarse al centro –su desclasamiento particular– y se siente realizada en el paisaje urbano. El paseo es un elemento básico tanto en Apegos feroces como en La mujer singular y la ciudad: muchas charlas, muchos recuerdos, surgen en esas caminatas, pero, además, disfruta mirando, interpela su entorno con una capacidad de observación deslumbrante; Nueva York es la otra gran protagonista de su vida. Conviene identificar a Gornick como una flâneuse, una narradora que ha enriquecido, y de qué manera, la todavía escasa literatura de mujeres paseantes. Por las circunstancias históricas, en Nueva York han podido llevar este estilo de vida desde hace más tiempo, han dispuesto de más independencia, como ya demostró la escritora y periodista Elizabeth Hardwick (1916-2007), autora de Noches insomnes (1979; Navona, 2018), un precedente claro de Gornick (cada una con su personalidad: Hardwick más poética y delicada, Gornick socarrona y racional). Merece la pena mencionar asimismo obras recientes de voces jóvenes que siguen esta corriente en clave más ensayística, como La ciudad solitaria (2016; Capitán Swing, 2017), de Olivia Laing (1977), Solterona (2015; Malpaso, 2016), de Kate Bolick (1972), y Flâneuse (2016; Malpaso, 2017), de Lauren Elkin.
Nueva York no es puestos de trabajo, responden; es una forma de ser. La mayoría de la gente está en Nueva York porque necesita muestras –en grandes cantidades– de expresividad humana; y no las necesitan de vez en cuando, sino todos los días. Eso es lo que necesitan. Los que se van a ciudades más manejables pueden prescindir de ello; los que vienen a Nueva York, no. 
O tal vez debería decir que soy yo quien no puede.
Vivian Gornick
Leer a Gornick es dialogar con una interlocutora inteligente, que no da puntada sin hilo y expresa con ingenio unas ideas en las que uno se reconoce. Tal vez la he llamado escritora para los escépticos porque ella misma también lo es, como cualquier persona experimentada. Escribe con la astucia de quien ha aprendido, de quien no se deja engañar fácilmente. Con un estilo sereno, penetrante, metódico pero sin la rigidez de la redacción académica, llama a las cosas por su nombre, no adorna. Libros breves, pero concentrados. Es necesario escribir con gracia y tener una mirada singular (nunca mejor dicho) para que una obra de no ficción de esta naturaleza funcione, y por funcionar entiendo que ataña al lector, que no sea un mero ensimismamiento sobre su mundo interior. Gornick lo consigue. Si no se hubiera convertido en un tópico, diría de ella que «no deja indiferente a nadie», porque de veras posee esa rara cualidad de marcar un antes y un después en la vida de un lector, de revolverlo de su zona de confort. Quienes ya la hayan leído me entenderán.
Citas de las páginas 8-9, 22, 33 y 133.

25 enero 2019

Calles de Berlín y de otras ciudades - Siegfried Kracauer

Edición: Errata naturae, 2018 (trad. Manolo Laguillo)
Páginas: 320
ISBN: 9788416544875
Precio: 22,00 €
El tiempo de los pasajes ha concluido. 
Les era propio ser pasadizos, lugares de tránsito, pasajes a través de la vida burguesa, que vivía de lo que allí afluía y a la vez estaba por encima de ello. Todo lo que quedaba marginado de la vida burguesa, sea porque no era suficientemente capaz de representarla, sea porque iba en contra de la concepción oficial del mundo, se instalaba en los pasajes. Alojaban tanto lo excluido como lo incluido, es decir, la suma de aquellas cosas que no valían para decorar la fachada. Aquí, en los pasajes, estos objetos pasajeros obtenían una especie de permiso de residencia; como los gitanos, que tienen prohibido acampar en la ciudad, y sólo pueden hacerlo en las carreteras rurales. Se transitaba junto a ellos del mismo modo, subrepticiamente, en las sombras, entre calle y calle.*
En la senda de sus coetáneos Walter Benjamin y Franz Hessel, Siegfried Kracauer (Frankfurt, 1889 – Nueva York, 1966) cultivó una literatura ligada a la noción de flâneur, o paseante que vaga sin rumbo por la ciudad, atento al bullicio de las calles, una figura que encuentra sus raíces en la poesía de Charles Baudelaire y que sobresalió en el periodo de entreguerras en las metrópolis del centro de Europa. Este espléndido libro, Calles de Berlín y de otras ciudades, recopila artículos que el autor publicó entre los años veinte y treinta. Estos textos de naturaleza descriptiva profundizan en diferentes espacios y personas, desde la mirada del intelectual que plasma sus impresiones (y he elegido esta palabra, impresiones, a conciencia) al caminar. Muchos artículos tienen como escenario Berlín o París, aunque también evoca lugares como Positano, Marsella o Niza. Además de recrear los pasajes, el escritor presta atención a los locales y sus gentes; sin ir más lejos, escribe sobre unos acróbatas, sobre un vendedor de periódicos y hasta de objetos como una máquina de escribir. No importa tanto el qué como la agudeza del cronista, capaz de hacer del detalle un texto sugerente.
Antes de dedicarse a la escritura, Kracauer había cursado estudios de arquitectura, una preparación que sin duda moldeó su rica concepción del urbanismo. Trabajó asimismo como crítico de cine desde los años veinte, una profesión que implica el análisis de la representación audiovisual, de la imagen, del encuadre. Estas experiencias permiten entender hasta cierto punto cómo se robusteció su capacidad de observación, cómo entrenó el ojo para percibir las rendijas de su entorno con una perspicacia muy superior a la del viandante común. En sus artículos evoca las calles, los locales y las personas con un estilo impecable, de una elegancia sin parangón. Como observador curioso, domina la habilidad de fijarse en lo minúsculo; mantiene en plena forma la facultad de asombrarse ante aquello que la mayoría pasa por alto. Pone al lector exactamente en esos lugares, por muy lejanos que queden en el tiempo. Escribe algo parecido a una fotografía narrada: nada de opinión o análisis; solo el paseo, un paseo reflexivo y calmo que se erige en testimonio de su tiempo. Tal vez una forma de periodismo perdida.
Siegfried Kracauer
Fiel a los principios del flâneur, a saber, el arte de perderse, de entender la ciudad como un espacio fluido donde las corrientes dominantes se mezclan con los márgenes, donde tiene cabida lo inesperado, Kracauer manifiesta un interés particular por las zonas de sombra, todo aquello que encarna la «diferencia», el riesgo, la vulnerabilidad. Destaca, por ejemplo, su retrato de las colas en la oficina del paro, como consecuencia de la crisis económica. Aunque no tenga la vocación de una denuncia social –de hecho, en su momento se le reprochó no haber abordado el ascenso del nazismo–, se aprecia su preocupación en los detalles, no vive en la burbuja del académico de salón: «Es difícil encontrar trabajo. Y aunque lo encontrase, la gente necesitaría de apoyo durante un cierto tiempo, hasta que hubiese vuelto a acostumbrarse a una vida digna de un ser humano» (p. 96). Kracauer, en fin, es un prosista estimulante, un exponente ineludible de este tipo de literatura. Sus páginas rezuman sensibilidad, erudición y meticulosidad. No importa el qué, sino el cómo. Y no importa el tiempo que haya pasado, porque el arte (y sin duda estos artículos tienen mucho de arte) no caduca. Quien quiera leer a un gran autor, aquí lo encontrará.
*Cita de la página 35.

23 enero 2019

Pelea de gallos - María Fernanda Ampuero


Edición: Páginas de Espuma, 2018
Páginas: 120
ISBN: 9788483932346
Precio: 14,00 € (e-book: 5,99 €)

María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) escribe sobre lo que las mujeres saben y callan, sobre lo que aprenden para sobrevivir en una sociedad hostil, todavía más en Latinoamérica. Después de publicar dos libros de crónicas, esta periodista ecuatoriana debutó en la narrativa con una compilación de cuentos, Pelea de gallos (2018). En general, se trata de relatos muy breves, narrados por niñas o jóvenes que descubren el mundo a hurtadillas, desde esa perspectiva de quien no lo conoce todo, pero observa con atención lo que los adultos dejan entrever con sus actos. En todos hay violencia, mucha violencia expuesta sin paliativos. Algunas muchachas son víctimas y otras, depredadoras; en ocasiones, encarnan ambos roles, el uno lleva al otro.
Las historias se desarrollan en ambientes de extracción humilde, embrutecidos, y exploran temas que ya son una constante en las autoras latinoamericanas actuales: el miedo, la intimidación, el abuso, el cuerpo, el tabú, la sordidez. Están narradas con una voz cercana al habla coloquial, acorde con el contexto. La autora es hábil a la hora de plasmar una atmósfera amenazante, esa sospecha de que va a ocurrir algo terrible pero no se sabe con seguridad el qué. Quizá el rasgo más distintivo de su estilo sea su crudeza, su rotundidad para expresar lo macabro sin adornos. Llama a las cosas por su nombre, describe la sangre, los fluidos, la fealdad, hasta rozar lo grotesco.
En el primer cuento, «Subasta», probablemente el mejor, una mujer se vuelve poderosa ante la adversidad, da con la tecla exacta para liberarse de los abusos de los hombres y dejar de ser vista como un objeto de deseo. El relato se asienta sobre la paradoja (bien encontrada) del comportamiento «contradictorio» de ellos: audaces para cometer atrocidades, y sin embargo temerosos hacia situaciones naturales, domésticas, en las que las mujeres, por costumbre, se desenvuelven mejor. El resto de historias siguen esta tendencia, aunque se encuadran más en el ámbito del hogar, las relaciones entre hermanas, madres e hijas, amigas. Sin impactar como el primero, examinan la violencia latente en cada casa, las relaciones de poder del núcleo familiar, haciendo hincapié en la idea de que el verdadero terror no está en los monstruos imaginarios del cine, sino en las zonas oscuras de la cotidianeidad, en lo que se esconde detrás de una habitación cerrada, en un trauma del pasado, en la desesperación y la locura.
María Fernanda Ampuero
A pesar de sus aciertos, el libro en conjunto no termina de convencer. Por un lado, se aprecia cierta dificultad para cerrar los relatos, los finales resultan un tanto apresurados, algunos cuentos se quedan en una tentativa. Por otra parte, la voz es tan similar en todos que, leídos del tirón, suenan repetitivos, carecen de entidad propia. Además, la autora es demasiado explícita en lo escabroso, se recrea más de lo necesario en ese tipo de descripciones; lo que en el primer cuento sorprende –y se aplaude– acaba siendo un recurso repetitivo en los siguientes. Falta sutileza y contención. Aun así, Pelea de gallos no es una mala carta de presentación, insinúa un potencial (narración, imágenes) que seguro enriquecerá en sus próximas obras.

21 enero 2019

Marx y la muñeca - Maryam Madjidi


Edición: Minúscula, 2018 (trad. Palmira Feixas)
Páginas: 216
ISBN: 9788494836602
Precio: 18,50 €

Uno de los motivos por los que me interesa la literatura actual, la literatura que están escribiendo mis coetáneos, es conocer su mirada hacia la sociedad que compartimos. Leer puede ser una forma de enriquecer nuestro punto de vista, de prestar atención a cuestiones que nos pasaban inadvertidas, de reforzar la empatía, sin renunciar por ello al «placer» genuino de disfrutar de una buena obra literaria. En concreto, ahora que el discurso xenófobo y racista vuelve (por desgracia) a llenar los titulares, la lectura de narrativa me parece eficaz para comprender mejor el entorno multicultural en el que vivimos, y de este modo combatir la ignorancia que alimenta los prejuicios y el odio. La novela, a diferencia del ensayo o el reportaje, tiene el atractivo de contar una historia, de crear unos personajes, de evocar y suscitar (si funciona) «emociones». Es ahí, en su fuerza para implicar al lector, para conmoverlo e invitarlo a la reflexión, donde se encuentra su baza para que, al terminar, este se sienta robustecido.
Escribo estas líneas a propósito de Marx y la muñeca (2017), el flamante debut de Maryam Madjidi (Teherán, 1980), galardonado con el Prix Goncourt du Premier Roman. La autora, afincada en Francia desde 1986, pertenece a una generación de narradores francófonos que ha crecido entre dos culturas, una rama que abarca a escritores tan distintos como Leila Slimani, Gaël Faye o Saphia Azzeddine. La formación de esa doble identidad resulta esencial en la novela de Madjidi, que como muchas óperas primas, es de carácter (abiertamente) autobiográfico. Se estructura en torno a los tres «nacimientos» de la protagonista: en el Irán posterior a la Revolución iraní, con unos padres comprometidos con el comunismo; en el París de finales del siglo XX, donde empieza a hacer uso de la razón y más tarde disfruta su juventud; y, por último, un viaje a su tierra natal, ya como adulta, una suerte de reconciliación con sus orígenes.
Marx y la muñeca esboza el recorrido vital de una chica entre dos mundos. Estas dos culturas, sin embargo, tienen una incidencia desigual en su aprendizaje. La iraní, tan cruda en los primeros años de su vida –el padre en la cárcel, la madre asistiendo a una manifestación embarazada, la violencia de las revueltas– pronto queda relegada al ámbito doméstico en cuanto la familia se instala en París y Maryam se habitúa a las costumbres occidentales. El título alude, precisamente, a la parte de ella que se quedó en Teherán: el comunismo que defendían sus padres, que les llevó a obligar a Maryam a desprenderse de todos sus juguetes. La «muñeca» que abandonó se erige en el símbolo de esa primera infancia perdida por la fuerza, así como a los parientes que se quedaron. Con todo, este país no desaparece de su vida: los recuerdos de los padres, las llamadas, todo traza un hilo que la mantiene al tanto de lo que ocurre ahí.
En París, la pequeña Maryam se ve en la situación de muchos niños inmigrantes: con una identidad en el hogar y otra en la escuela, en la calle. De forma progresiva, la identidad francesa arrincona la iraní, lo que le causa un conflicto consigo misma y con sus padres. Destacan sus observaciones sobre el papel primordial de la lengua en el proceso de «integración»: el francés se impone hasta que el persa queda relegado a idioma que habla pero del que no domina la escritura. La narradora repasa las clases especiales del colegio para los no nativos, donde se mezclan alumnos de diversas nacionalidades: pese a reconocer las buenas intenciones del sistema, detecta el etnocentrismo del modelo de enseñanza, que, en su objetivo de unificar conocimientos, margina e invisibiliza las diferencias. En otras palabras: los alumnos se gradúan con una base sólida de cultura francesa «normativa», pero con grandes lagunas en su comprensión de las otras culturas presentes en su sociedad. Hoy la autora se dedica a enseñar francés a extranjeros, así que sin duda tiene una opinión razonada al respecto.
El libro muestra la indefensión del inmigrante en Occidente: la discriminación, la noción de exotismo. No obstante, en la voz de Madjidi no hay ni rabia ni autocompasión. Ha digerido su pasado antes de sentarse a escribir, y se expresa con el tono jovial de una mujer que se cuenta a sí misma, y se cuenta bien. Esta no es, aunque pueda dar esa impresión, la típica novela lineal, de la niñez a la juventud, sino que se compone de retazos breves, con saltos temporales, y no todo es «narración», puesto que intercala reflexiones, historias que le cuentan otras personas e incluso algún poema. Algunos capítulos se acercan al reportaje, ya que recoge testimonios (por ejemplo, cuando sus conocidas le explican lo que supone ser mujer en el Irán contemporáneo). Y, aun con esta diversidad de recursos, mantiene la cohesión, no es un texto deslavazado. Tiene un estilo ameno, sencillo y a la vez esmerado, poético. Sobresale su vocación de narradora, de cuentacuentos, por su gusto por introducir historias dentro de la historia, heredera de la transmisión oral. Escribe con el oído, no solo con las letras.
Maryam Madjidi
En ocasiones, las novelas autobiográficas, sobre todo las de escritores primerizos, adolecen de tedio, dan la impresión de que el autor no sabía adónde quería llegar. No es este el caso: Madjidi tiene una historia interesante que contar y posee el pulso para hacerlo con desenvoltura. Marx y la muñeca me recuerda en cierto modo a Pequeño país (2016; Salamandra, 2018), de Gaël Faye: libros de calidad notable que, además, resultan «instructivos» en el sentido de introducir al lector occidental en una cultura con la que no está muy familiarizado. Concentra temas pertinentes en nuestro contexto social (la emigración, la asimilación cultural, el desarraigo, la lengua) y los expone en un registro literario y accesible; es perfecto para clubes de lectura. Esta novela aporta una nueva aproximación al hecho de sentirse extranjera en dos lugares, desde la mirada de una autora joven que ya ha encontrado su voz. Tiene mérito, mucho mérito, debutar así.

18 enero 2019

Un pie en el paraíso - Ron Rash


Edición: Siruela, 2018 (trad. Pablo González-Nuevo)
Páginas: 232
ISBN: 9788417454470
Precio: 19,95 € (e-book: 9,99 €)

Un pie en el paraíso (2002), la primera novela de Ron Rash (Chester, Carolina del Sur, 1953), un autor que por entonces ya había publicado poesía y relatos, se enmarca en la tradición del sur de Estados Unidos, esa que tantas alegrías ha dado a la literatura (William Faulkner, Eudora Welty, Carson McCullers, Flannery O’Connor...). Ron Rash cuenta con una trayectoria sólida en su país, aunque aquí es un desconocido –solo se había publicado En lo más profundo del río (Punto de Lectura, 2007); mientras que su obra más aclamada, Serena (2008), sigue sin traducir–. Viene avalado por Alice Munro y Edna O’Brien, dos escritoras a las que servidora tiene en alta estima. Entre esto y mi fascinación (literaria) por ese sur tan sórdido, no quedaba otra que leerlo.
Corren los años cincuenta en un condado rural de los Apalaches cuando un hombre, veterano de guerra, desaparece sin dejar rastro. Tanto su madre como el sheriff están convencidos de que lo ha matado otro, pero el cuerpo no aparece. El tipo no era lo que se dice ejemplar, por lo que a nadie le sorprende que pueda haber terminado así. A partir de este suceso, el autor desgrana los acontecimientos previos a la desaparición, una trama de pasión y venganza que involucra a varios personajes de la localidad. Lo importante no es averiguar qué ha ocurrido con el hombre –enseguida se revela–, sino que este hecho sirve de puente para revolver lo que de verdad interesa a Ron Rash: esa sociedad sureña embrutecida, llena de sombras, de costumbres anquilosadas, en la que nadie es inocente del todo, por mucho que no se haya manchado las manos.
Ron Rash es un gran narrador, ameno, con sentido del humor y oído para el diálogo. Firma una historia dinámica que entretiene y a la vez posee revestimiento «literario». Carson McCullers decía que lo característico del gótico sureño es su planteamiento de la crueldad con un tono de escritura que se permite lo liviano, lo cómico; de este modo profundiza en los recovecos del alma humana. Esta obra es así, detrás de la ficción hace una radiografía de ese sur de antaño, violento, turbio y desigual. Cada parte está narrada por uno de los protagonistas, sin que se pierda el ritmo, y cada uno tiene, claro, sus conflictos: la ascensión social, el matrimonio, el deseo de tener hijos, las secuelas de la guerra, el distanciamiento dentro de una familia, la soledad, el perdón. Una sociedad de contrastes, en la que ni siquiera el sheriff (primer narrador y un personaje memorable) se libra de las manchas, aunque de entrada esté en una esfera superior al resto (tiene estudios y está casado con la hija de un médico). En la práctica, todos, los afortunados y los humildes, los tranquilos y los bravucones, afrontan problemas no tan diferentes. No falta en el elenco la «bruja» de turno, o anciana ermitaña, representante de las supersticiones inherentes a este sur tan rancio.
Ron Rash
El relato se encuadra, además, en un marco «mítico»: más allá de la acción individual, el destino, como en la tragedia griega, supera a los personajes, perseguidos por sus errores, la culpa y el castigo. Esto se extiende al pueblo en conjunto, que se halla en proceso de desaparición porque una compañía eléctrica pretende construir un lago. La historia culmina en una catarsis redonda. Tiene bastante en común con Fuego en la montaña (1962; Errata naturae, 2018), una novela de Edward Abbey (1927-1989) que también se recuperó el pasado otoño (¿renace el interés por la narrativa de la Norteamérica campestre, esa de hombres recios, aventuras, traición y encuentros furtivos?). En cualquier caso, Un pie en el paraíso es una novela altamente disfrutable, escrita con oficio, con personajes muy bien perfilados y un aire de historia clásica que hoy cuesta encontrar. Ojalá no sea lo último que se traduzca del autor.

14 enero 2019

Noveno aniversario del blog: tiempo de cambios

… y ya van nueve. En los primeros aniversarios contaba números, que si seguidores, que si visitas; estadísticas que desde hace tiempo me parecen ridículas, ingenuas y presuntuosas. También me daba por reflexionar acerca de lo que he aprendido con el blog, o lo que el blog me ha aportado (ni que tener un blog de reseñas literarias fuera como emprender un viaje a la otra punta del planeta). En los últimos años, me he quejado más de la cuenta. Porque querría que me pagaran por escribir y no obstante aquí sigo, en este rincón donde nadie (nadie que podría darme trabajo) me hace caso.
Hoy no voy a hacer nada de eso.
Yo también he cumplido años, he madurado con el blog. A medida que me hago mayor, me libero de superficialidades. Cuando uno es joven, lo quiere todo y lo quiere ya, determinados asuntos le parecen una prioridad absoluta, se es más vulnerable a las necesidades creadas por la publicidad. Esa etapa se pasa, por suerte se pasa. 2018 fue un punto de inflexión para mí: me desprendí de cargas, adopté otra filosofía, me volví más práctica. Más serena. Con la edad te salen canas, pero aprendes a darles a las cosas la importancia justa. Ganas en fortaleza. Estoy en esta fase.
Y esta fase se extiende al blog. Para continuar con él, necesito liberarlo de lo superfluo. Hacerlo más pequeño (al menos, en detalles importantes para mí). En la entrada sobre mis mejores lecturas de 2018 dije que cometí el error de sentirme crítica literaria, o periodista cultural, sin serlo. Sin serlo porque no cobro por ello. Por lo demás: redacto unas ochenta reseñas al año, recibo ejemplares de las editoriales, me mantengo al día de las novedades, las difundo en las redes, un grupo de lectores (menos voluminoso de lo que parece, pero tampoco desdeñable) tiene en cuenta mis recomendaciones, qué decir de los autores que me piden que los lea… Soy una suerte de influencer (ay, esta palabra) sin sueldo ni vocación.
En eso último está la clave: no tengo vocación de influencer. A mí lo que me gusta es leer y escribir, no la comunicación. Algunos lectores me han animado a registrarme en Instagram o hacerme un canal de YouTube. No, no es lo mío. Leer, estudiar, reflexionar, ampliar conocimientos, escribir; esto sí. Soy una rata de biblioteca. Pensé que el blog podría ser una prolongación de mi actividad. Sin embargo, me he convertido en una persona que recomienda libros. Poco importa lo que escriba en las reseñas, al final todo se resume en si lo recomiendo o no, me gusta o no me gusta, por qué no puntúas con estrellitas que así lo veo mejor. Normal: si la gente apenas tiene tiempo para leer libros, cómo va a leer, además, reseñas. Lo entiendo, de verdad.
A veces uno se pregunta por qué hace lo que hace, qué satisfacción encuentra en ello, en redactar una reseña, colgar un tuit para compartirla, responder un correo en el que un desconocido pide recomendaciones sobre un tema concreto. Y, sí, me lo paso bien hablando de libros, aquí y en esa extensión del blog llamada Facebook y, sobre todo, Twitter. Tampoco me cuesta nada recomendar libros si conozco la materia. No dejaré de hacerlo, ni dejaré de escribir (para mí, como digo, lo esencial). Pero quiero cambiar algunas cosas. Liberarme de esas responsabilidades que nadie me pidió asumir. Como no trabajo como periodista ni como librera, no tengo por qué leer tantas novedades. Me he acostumbrado a aconsejar a lectores que me preguntan por este o aquel libro, siempre recién salido del horno. E, insisto, no tengo por qué. No me pagan. Me puedo permitir ir a mi aire, desconectar de las novedades. No quiero ser influencer. Quiero ser mejor lectora, escribir más y mejor, y crecer como profesional en el mundo del libro.
En resumen: el blog sigue adelante. Por supuesto. Lo que no sigue adelante, o como mínimo no a este ritmo, es la vida de falsa crítica literaria. Si algún día alguien me paga por escribir reseñas, o artículos, o lo que sea, me adaptaré a lo que me pida con mucho gusto. Mientras solo lo haga en el blog, leeré lo que me plazca y escribiré lo que me plazca. Sin compromisos porque un lector me pregunte por esto, o porque tal editor o escritor me caiga bien (reseñar en la era hiperconectada: tengo tantos pensamientos al respecto que no puedo sintetizarlos aquí). Me aburre ver cómo los blogs (y las redes en general) parecen escaparates, todos hablando de lo mismo. Me he cansado. El cambio tardará en notarse (aún tengo novedades de 2018 por reseñar), pero espero lograrlo. Desengancharme de esos vicios llamados inmediatez, clic e influencia. Perseverar en lo que me importa de verdad: leer y escribir.
A la larga, estoy segura de que será lo mejor. Para mí, y para quien siga buscando un espacio realmente personal en este blog. A vosotros, gracias.

11 enero 2019

Armand - Emmanuel Bove

Edición: Hermida, 2017 (trad. M.ª Teresa Gallego y Amaya García Gallego)
Páginas: 120
ISBN: 9788494664717
Precio: 15,00 €

En la Francia de los años veinte, Armand, de treinta años, mantiene una relación con Jeanne, una viuda adinerada y mayor que él. Un día, el protagonista se reencuentra con Lucien, un amigo de la adolescencia al que la vida no ha tratado tan bien. Lucien presenta un aspecto andrajoso y malvive en un pequeño piso. Lejos de alegrarse por el reencuentro, los dos se sienten incómodos: Armand no sabe cómo tratar a su colega, hasta se avergüenza de él; mientras que Lucien, rabioso, cree que Armand está con Jeanne por interés y trata de malmeter en su relación. En esas circunstancias, entra en escena Marguerite, la hermana menor de Lucien. Como él, es una muchacha humilde y sencilla, pero su aparición basta para quebrar el orden de Armand.
Emmanuel Bove (París, 1898-1945), escritor de éxito en el periodo de entreguerras (y olvidado después), narra en títulos como Armand (1927) y Un padre y su hija (1928) las vicisitudes de personajes de origen modesto que han prosperado, pero no obstante lo pierden todo, y no por una «jugada del destino», sino por ellos mismos, por su acción o su inacción, por su torpeza, su miedo o su orgullo. Con una narración de frases llanas e incisivas, va dando forma, por acumulación, a un universo narrativo rico, que denota capacidad de observación y pericia para condensar en pocas palabras los dilemas de los personajes. Las nouvelles mencionadas se caracterizan, además, por los conflictos de los protagonistas en su relación con las mujeres, que determinan sus puntos de inflexión y, a la postre, su caída en desgracia.
Aun así, los dos libros tienen sus diferencias. Armand transcurre en apenas unos días, descompone paso a paso, y en primera persona, cada jornada del protagonista, cómo entra y cómo sale, con atención particular a las prendas y los gestos (y la información que estos dan de los personajes). Un padre y su hija, por su parte, abarca toda la existencia de un hombre, desde la juventud a la madurez, concentrada en cien páginas. Es decir: en uno expande una acción minúscula y en el otro sintetiza la amplitud de una vida entera. Técnicas diferentes, novelas igualmente notables; una prueba de que Bove no se conformaba con escribir una y otra vez el mismo libro y puso en práctica otras estructuras narrativas, sin dejar de ser coherente con su proyecto.
Emmanuel Bove
Armand explora el tema (imperecedero) de la amistad entre dos personajes que estuvieron unidos en su juventud pero han evolucionado de manera distinta y ya no están tan cómodos juntos; pone de manifiesto cómo la noción de clase condiciona los vínculos afectivos. En segundo lugar, indaga en la relación de una mujer madura y rica con un hombre más joven y con aspiraciones, un planteamiento similar al clásico Chéri (1920), de Colette –que fue, por cierto, la primera editora de Bove, y él le dedica esta novela–, aunque con un tono más contenido, serio, que hace hincapié en la dimensión social. Merece la pena destacar la precisión de las descripciones, detalles de la apariencia de los personajes que revelan el malestar particular de cada uno, como la Jeanne que intenta rejuvenecer y parecer más femenina a ojos de su amante o el Lucien que no esconde sus carencias. En suma, una obra más que recomendable de un autor al que hay que seguir leyendo y reivindicando.

09 enero 2019

La casa de 1908 - Giulia Alberico


Edición: Minúscula, 2018 (trad. César Palma)
Páginas: 152
ISBN: 9788494834844
Precio: 12,00 €

Nada ni nadie conoce mejor al ser humano que la casa en la que este ha vivido. En el hogar uno se relaja, no esconde las muecas de disgusto ni los gritos de rabia, no tiene que aguantar las lágrimas ni impostar la alegría, puede ser él mismo sin la máscara de la buena educación. Entre esas paredes se cuecen los amores furtivos, salen a la luz los complejos y se desata la tensión entre familiares. Las casas ven crecer a los niños, morir a los ancianos y desgastarse las relaciones afectivas. También son testigos de las acciones cotidianas, cocinar, dormir, mirarse al espejo, movimientos rutinarios que sin embargo revelan mucha información de la persona. Si esas paredes hablaran, tendrían tanto que contar… Y eso es lo que hacen en este pequeño libro de la escritora Giulia Alberico (San Vito Chietino, 1949), de la que ya se había traducido al castellano Los libros son tímidos (Periférica, 2011). La casa de 1908, publicado en Italia en 1999 como parte de una compilación de narraciones; fue su debut literario.
La narradora de este texto, entre relato largo y novela breve, es una casa construida en 1908 que, en el momento de empezar a contar su historia, está a punto de ponerse a la venta. La casa no quiere que la vendan, ha conocido a tres generaciones de la familia que la mandó edificar y le entristece separarse de los suyos. Con este punto de partida, el caserón comienza a rememorar su vida, que es la vida de quienes la han habitado a lo largo de las décadas; una aproximación cuando menos curiosa al linaje familiar. Ella sabe los secretos, ha observado, escuchado y sentido a los personajes en su intimidad. Sus primeros dueños fueron un matrimonio que regresó de Argentina con el sueño de construir este hogar: el hombre, italiano, quería volver a la tierra de su infancia; para su esposa, argentina, el traslado supuso el abandono de sus raíces, y, aunque la nostalgia estuvo siempre ahí, el aliento de la lengua española se mantuvo siempre vivo entre esas paredes a través de las cartas y las visitas de sus amigas.
Con el paso del tiempo, a ese matrimonio se sumaron hijos, nueras, nietos. El linaje no se desarrolla de forma lineal, sino que la narradora va encadenando recuerdos de los personajes en diferentes periodos, dando saltos que se siguen sin dificultad. En la perspectiva de la casa destacan –no podía ser de otro modo– las mujeres, ancladas durante siglos al ámbito doméstico. Teresa, Aurelia, Anna Maria, Marcella... Mientras ellos iban a la guerra, se marchaban a otra ciudad o hacían negocios (peripecias que la casa no puede narrar porque suceden fuera de ella), las mujeres criaban a los niños, se encargaban de las tareas, cuidaban (si podían) de sí mismas. Al elegir como punto de vista un caserón, Giulia Alberico elige, de alguna manera, el punto de vista «femenino», la mirada hacia lo privado, la microhistoria que surge en una cocina, un dormitorio o una comida; una concepción del hecho literario que recuerda a Natalia Ginzburg.
La voz narrativa tiene, claro, sus particularidades. En primer lugar, las elisiones: la casa desconoce lo que hacen sus inquilinos en la calle. Cuando sus habitantes la utilizan como casa de vacaciones, tan solo los ve una o dos veces al año. Se «pierde» muchos acontecimientos, pero gana en perspectiva, al constatar los cambios que se producen en ellos. La autora da a la narradora el carácter de una casa sabia, generosa, que protege a los suyos y los trata con cariño, como una abuela que custodia al clan desde su mecedora. Destaca, además, por su habilidad para expresar el estado anímico de los personajes en función de su relación con los objetos, su nerviosismo al preparar una cena, si inquietud al encerrarse en una habitación. El punto de vista se justifica también por estos detalles: nada mejor que una edificación para estar atento a los elementos inanimados, como un narrador-humano que analiza las transformaciones de su cuerpo y lo que estas dicen acerca de su edad, su vigor y sus preocupaciones.
Giulia Alberico
«Creo que las cosas, todas las cosas, guardan el recuerdo de un gesto, de una costumbre, de una época» (p. 103). Giulia Alberico escribe de manera singular algo que se ha contado en numerosas ocasiones: la crónica de una familia en el siglo XX, con sus ataduras, sus choques generacionales y sus pérdidas. Es capaz de reducir esa historia a lo esencial, gracias a la sencillez y la sutileza de su estilo, que trabaja a favor del relato sin buscar el artificio vano. Este es uno de esos libros modestos pero hermosos, conmovedores en su sosiego, su calidez, su hondura discreta y sin estridencias. Un libro que no aspira a cambiar el curso de la literatura, sino a hacer compañía a los lectores, a regalarles un poco de quietud y un olor familiar, como una vieja casa en la que refugiarse. Se agradece, una vez más, que existan editoriales como Minúscula y colecciones como Micra (formato aún más reducido, de bolsillo de verdad, en ediciones pulcras), para que obras como esta (y como Quemaduras, de Dolores Prato, o Casa ajena, de Silvio D’Arzo; otros hallazgos) puedan ver la luz en el mercado español.

07 enero 2019

La acompañante - Nina Berbérova

Edición: Contraseña, 2018 (trad. Marta Rebón)
Páginas: 128
ISBN: 9788494547867
Precio: 15,00 €

Es una gran noticia que Nina Berbérova (San Petersburgo, 1901 – Filadelfia, 1993) regrese a las librerías españolas de la mano de Contraseña, una editorial pequeña y exquisita que ya ha recuperado a autoras como Alba de Céspedes, Edith Wharton o Muriel Spark. Como para muchos de sus coetáneos, la trayectoria de Nina Berbérova estuvo marcada por los vaivenes políticos: en 1922 se exilió como consecuencia de las tensiones producidas tras la Revolución rusa; se instaló en Berlín, después en París, donde permaneció hasta 1950, y por último se estableció en Estados Unidos, donde se dedicó a la enseñanza universitaria. Durante el periodo de entreguerras escribió con intensidad, sobre todo relatos y nouvelles que retrataban la vida de los exiliados rusos. Sin embargo, a diferencia de compatriotas como Irène Némirovksy o Vladímir Nabókov, no adoptó la lengua de sus países de acogida, sino que continuó escribiendo en ruso. Esto explica en parte por qué el reconocimiento no le llegó hasta la vejez, en los años ochenta, cuando su obra se tradujo al francés y otras lenguas. También en España se publicó buena parte de su bibliografía entre finales del siglo XX y principios del XXI.
La acompañante, escrito en 1934, constituye uno de sus libros más aclamados y esta es la primera edición en castellano traducida del ruso (las versiones anteriores partían del francés). Una novela breve, precisa, de estilo sencillo y construcción impecable, que mantiene la intriga como un hilo bien tensado y cuida el elenco de personajes. Utiliza la técnica del manuscrito encontrado como punto de partida para reproducir la confesión de una mujer acerca de unos hechos acontecidos años atrás. La narradora, llamada Sonia, es la única hija de una profesora de música humilde que la tuvo de forma ilegítima. Marcada desde su nacimiento por este motivo, Sonia se convierte en una joven anodina, poco agraciada, con habilidad para el piano, aunque sin un don genuino. Sin perspectivas de futuro, empieza a trabajar como acompañante de una soprano de renombre, María Trávina, una mujer que parece poseer todo lo que a ella le falta: talento, belleza, confianza, amor, vitalidad. Frustrada por su rol secundario, Sonia descubre que María oculta un secreto y trama un plan para vengarse de ella, pero los acontecimientos toman un rumbo inesperado («Pero ahora soñaba con una sola cosa: encontrar el punto débil de esa mujer fuerte, tener la posibilidad de disponer de su vida cuando me resultara insoportable seguir a su sombra.», p. 51).
Como explican Marta Rebón y Ferran Mateo en el epílogo, Nina Berbérova defendía una conducta, en los exiliados, contraria a la autocompasión: no compartía la nostalgia por la patria perdida ni el lamento constante por su mala fortuna. Esta entereza se halla presente en su obra, por lo que la «actitud ante la vida» de los personajes resulta clave. A pesar de que la protagonista no tuvo suerte con sus «circunstancias dadas» (origen, genética, clase social), el discurso no atribuye su desgracia al determinismo de ningún tipo, sino a su forma de asimilarlo. Es decir, lo que importa no es lo que tiene ni lo que le pasa, sino cómo se lo toma, cómo lo afronta; la actitud vital como rasgo que marca la diferencia. En el lado opuesto está la soprano, que por supuesto también sufre malos momentos, pero los canaliza de otro modo, no se hunde. La protagonista la acompaña de San Petersburgo a Moscú y de ahí a París; en fin, puede disfrutar de una existencia cosmopolita, relacionarse con gente interesante y dejar atrás sus orígenes. Aun así, Sonia se encierra en sí misma, reduce su mundo, desaprovecha las oportunidades que se le presentan para enriquecerlo («Deberíamos habernos sentido alegres, pero no lo estábamos. No obstante, los relojes también hacen tictac sin alegría, y sin alegría cae la lluvia; aun así, todo sigue tenazmente su curso…», p. 22).
Nina Berbérova
El malestar, la rabia de la protagonista, además de corroerla, cristaliza en su obsesión con la soprano. En lugar de centrarse en ella misma, Sonia se alimenta de los asuntos ajenos, como quien se entretiene con un programa o revista de cotilleos. Es un planteamiento poco frecuente: la chica discreta aquí no es la «víctima», sino que destila crueldad, fruto de la amargura, que la conduce a una degradación progresiva. Ella sola se aboca a la autodestrucción, más por inactividad (y miedo) que por acciones erróneas («Todo lo que había ocurrido ocurrió sin mí, como si yo ni siquiera existiese.», p. 97). Con hondura psicológica, la autora esboza tres modelos de mujer: la madre, abnegada y tranquila; la narradora, introvertida y atormentada; y la artista, vigorosa y tenaz. Lo mismo sucede con los hombres: el marido, el amigo y el amante; de sus caracteres depende su fortuna. A propósito, como motivo secundario se insinúa el conflicto entre madre e hija, un tema que comparte con Irène Némirovsky en títulos como El baile (1930). En suma, la Rusia –y la Europa– de Nina Berbérova nos quedan lejos, quizá, pero su verdad literaria sigue rebosante de vida.

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails