28 abril 2014

Un mundo soñado - Grace McCleen



Edición: Salamandra, 2013 (trad. Gemma Rovira Ortega)
Páginas: 352
ISBN: 9788498385496
Precio: 19 € (e-book: 11,99 €)
Leído en versión original.

Grace McCleen (Gales, 1981) creció en una familia de fundamentalistas cristianos, alejada del ambiente laico hasta que una profesora la animó a ir a la Universidad de Oxford, donde se licenció en Filología Inglesa. Este paso, del que se sintió culpable durante años, supuso una gran apertura para ella. Sin este bagaje vital, su primera novela, Un mundo soñado (Premio Desmond Elliot 2012), nunca habría visto la luz, porque en el personaje ficticio que la protagoniza se perciben muchos rasgos autobiográficos. McCleen la escribió durante un largo periodo de convalecencia por una enfermedad, una etapa en la que también se dedicó a dos obras de publicación posterior, The Professor of Poetry (2013) y The Offering (2016). En estos momentos, Un mundo soñado ya se ha traducido a diecinueve idiomas, según la web de la autora.
Judith, la protagonista, tiene diez años y forma parte de una congregación de la que no se especifica el nombre. Huérfana de madre desde el nacimiento, entre semana se enfrenta al acoso escolar y los días festivos acompaña a su padre a predicar. En medio de esta rutina asfixiante, la imaginación se convierte en su aliada, lo que la lleva a construir una réplica de la ciudad en su habitación, con figuritas de alambre y otros retales que encuentra en la basura. La llama «la tierra de la decoración» (The Land of Decoration), en referencia a un pasaje de Ezequiel. Después de escuchar a un peculiar pastor que insiste en la importancia de tener fe, Judith pone nieve en su pequeño mundo y desea con fervor que nieve de verdad para no ir al colegio. La mañana siguiente descubre que, en efecto, ha nevado a pesar de estar en octubre. A partir de aquí, empieza a creer que es capaz de obrar milagros.
La novela plantea temas complejos que, no obstante, quedan «suavizados» por la voz infantil de la narración. Esto es un acierto y un riesgo a la vez, porque la mirada ingenua aporta ternura y candidez, sentimientos que inspiran empatía al lector, pero también limita las posibilidades de desarrollo (al menos, en la forma elegida por McCleen). De entrada, utiliza una buena idea: una niña que escapa de una realidad hostil mediante la construcción de un lugar que es, en el fondo, una representación material de su interior, su fe y sus deseos. El hecho de elaborarlo con desechos tiene una importante carga simbólica (y recuerda a algunos artistas posmodernos), dado que Judith crea un mundo esperanzador a partir de lo que se rechaza de este, detalle que se puede interpretar como una crítica sutil a los valores de la sociedad, más centrados en los bienes materiales que en los psíquicos.
Judith huye hacia su mundo por dos motivos. El primero es el entorno religioso, con un padre rígido marcando el terreno. La relación con él, junto con el recuerdo de esa madre que no llegó a conocer, marcan profundamente el carácter de la protagonista. Este marco se asemeja al del debut de Jeanette Winterson, Fruta prohibida (1985), también parcialmente autobiográfico, sobre el rechazo que experimentó una adolescente por parte de la comunidad religiosa tras descubrirse su homosexualidad. Muchas prácticas narradas por Winterson (la omnipresencia de la religión en el hogar, un progenitor severo —en su caso, la madre— y la dificultad para abrirse a los ambientes laicos) se reconocen en esta novela, aunque hay diferencias significativas, como la ausencia del conflicto sexual (Judith todavía es una niña). El propósito de McCleen no parece ser la denuncia del fanatismo religioso, sino mostrar cómo vive un niño en estas circunstancias, cómo reinterpreta la fe a su modo. La autora, pese a haber dejado de ser creyente, no juzga a los fieles: se centra en evocar otros valores humanos, como el hecho de que nuestro comportamiento dice más de nosotros mismos que nuestras ideas.
El otro frente abierto para Judith es el acoso escolar, inspirado asimismo en la vida de la escritora. La comunidad de la que procede hace que los niños no la vean como a una compañera normal (Winterson explica en sus memorias que ella pasó por lo mismo), y su personalidad soñadora y las referencias a los milagros empeoran la situación. McCleen recrea la tensión que puede llegar a sentir una muchacha en este estado, lo que justifica que tenga que encontrar una vía de escape en su mundo soñado. En este sentido, la elección del nombre de la niña no me parece casual: la Judith bíblica mata al general del ejército enemigo después de engañarlo; es un personaje lleno de fuerza que consigue liberarse a sí misma y a los suyos. La protagonista de esta novela también busca esa liberación, alcanzada en forma de un intenso clímax narrativo.
Tal como se puede constatar, McCleen emplea símbolos y plantea cuestiones de interés, de modo que esta historia iniciática resulta más rica y sugerente que otros libros sobre infancias difíciles. Aun así, le falta bastante para ser una obra redonda, y parte del problema se debe al excesivo peso de los milagros, un elemento un tanto endeble para sostener el peso de una trama con tantos temas graves. Sucede lo mismo con las conversaciones interiores con Dios, un Dios duro y arrogante que da órdenes a Judith. Estos recursos, aunque se entienden por tener como protagonista a una niña, denotan quizá una falta de madurez en la planificación, un abuso de lo prodigioso (o de la desviación mental) que resta seriedad al mensaje. Me he quedado con ganas de leer a la autora en un registro diferente, sin los trucos de la voz infantil de por medio.
Grace McCleen
El estilo tampoco convence por esa dificultad de equilibrar la inocencia de Judith y el trasfondo. Tiene cualidades: capítulos breves y concisos, un tono infantil fresco y dulce, fragmentos creativos fruto de la imaginación de la protagonista, etc.; no obstante, la expresión aniñada en ocasiones roza lo cursi, con «frases bonitas» dignas de las redes sociales y una cierta tendencia a la repetición. En definitiva, el armazón se queda corto para la complejidad de los asuntos esbozados. Pese a todo, Un mundo soñado es una propuesta interesante sobre la soledad y la opresión en la niñez, el poder de la fe y la fuerza de la mente como vía de escape; una novela delicada que no responde grandes preguntas, pero las pone sobre la mesa para invitar a la reflexión.

25 abril 2014

Necesidad de cambio



Bloguear durante más de cuatro años cansa. O, mejor dicho, cansa si se hace de la misma forma durante largas temporadas. Se puede decir que yo he llegado a mi límite: no he perdido las ganas de mantener este espacio activo, pero quiero renovar mi rutina bloguera en muchos aspectos para seguir escribiendo con ganas. En gran medida, esta necesidad se debe al hecho de que he cambiado mucho, en lo personal y en lo profesional, desde que empecé con el blog, por eso he dejado de sentirme cómoda con aquello que una vez me funcionó.

En primer lugar, habrá cambios en los contenidos: seguiré publicando al menos una reseña a la semana, pero abandono la reflexión del viernes como algo fijo. Solo escribiré ese tipo de entradas cuando me parezcan lo suficientemente interesantes como para exponer mi opinión (lo siento por quienes apreciabais esta sección). Aunque durante un tiempo disfruté mucho con esta costumbre, ahora necesito probar algo diferente, como artículos más cercanos al reportaje que a la simple opinión, entradas breves para comentar una noticia, análisis de un fragmento de un libro, etc. Quiero darme libertad para escribir lo que me apetezca (no es que antes no la tuviera, pero, al encasillarme en una reflexión semanal, me imponía escribirla con disciplina y eso quitaba tiempo a esos posibles textos alternativos).

Como consecuencia del punto anterior, no seguiré con el mismo ritmo de actualización. Mi intención es mejorar el nivel de mis publicaciones, y esto requiere tiempo, porque una reseña o un artículo concienzudos no se redactan solos (y sobra decir que tengo una vida más allá del blog). Me gustaría mantenerme en unas diez entradas mensuales, pero es posible que algunas semanas solo publique un texto o que las reseñas aparezcan en días atípicos, como el viernes o los fines de semana.

También tengo en mente poner otra plantilla: un diseño más sobrio, de líneas simples, acorde con la seriedad que quiero dar al blog. De todas formas, esto no será inmediato, porque el cambio conlleva cierto trabajo (además de elegir fondo, hay que rediseñar el logo de las redes sociales, comprobar que los gadgets se ven bien, etc), así que aún tardaré unas semanas en ponerlo en práctica. Lo que sí es inmediato, tan inmediato que ya está hecho, son algunas modificaciones leves en las barras laterales, como la inclusión de una nube de etiquetas (entre el archivo y la lista de blogs) que a la larga sustituirá el gadget de reseñas por género, un apartado que cada vez me da más complicaciones.

Espero que estéis dispuestos a acompañarme en este nuevo camino. Ya sabéis que aquí siempre sois bienvenidos y agradezco mucho vuestros comentarios.

23 abril 2014

Sant Jordi, día de rosas y libros



El 23 de abril las localidades catalanas se llenan de calidez, sonrisas y buen humor. No, no ha caído el gordo de la lotería ni el Barça ha ganado la Liga; sin embargo, en el ambiente se palpa un sentimiento acogedor que convierte esta fecha en única: el Día Internacional del Libro, pero también el día de las rosas, de la senyera y del alboroto en las calles. Una celebración que lleva consigo una gran tradición.
La leyenda de Sant Jordi
—Y tú, ¿ya has comprado la rosa?
Sant Jordi es una fiesta que va mucho más allá de la literatura: su origen se remonta a la leyenda de Sant Jordi, patrón de Cataluña desde 1456. Según cuentan los relatos populares, tiempo atrás existió un dragón en Montblanc (Tarragona) que aterrorizaba a la población. Para mantenerlo tranquilo, todos los días le ofrecían un sacrificio humano escogido al azar entre los habitantes. No obstante, el dramatismo aumentó cuando salió elegida la hija del rey, la bella Cleodolinda: algunos lugareños se ofrecieron a sustituirla, pero el rey se mostró firme y llevó a la joven ante la fiera.
Con todo, un visitante inesperado cambió el rumbo de los acontecimientos: el caballero Sant Jordi, montado sobre un caballo blanco, luchó contra la bestia y salvó a la princesa de una muerte segura. Se cuenta que de la sangre del animal creció un rosal de flores rojas, del que Sant Jordi cortó una rosa para regalarla a Cleodolinda. A partir de aquí, algunos cuentos explican que el monarca le permitió que se casara con ella, y fueron felices y comieron perdices; otros, por su parte, dicen que el militar declinó la oferta, se marchó y nunca se volvió a saber de él.
Como todas las historias populares, esta leyenda tiene diversas versiones en otros países. Se cree que están inspiradas en un soldado romano que vivió durante la primera mitad del siglo I d. C. y fue ejecutado tras negarse a participar en una persecución del cristianismo porque él mismo practicaba esta religión. Se le asocian algunos milagros, aunque su popularidad en Occidente se extendió durante las cruzadas de la Edad Media, en las que lo consideraron el patrón de las tropas.
En cualquier caso, lo que se recuerda hoy es la gesta de cuento de hadas del caballero. El carácter romántico de la festividad nace precisamente del obsequio que Sant Jordi dio a la princesa y que ahora los chicos regalan a sus parejas: la rosa roja. Este tipo de flor es la más vendida en las paradas del 23 de abril, aunque con el tiempo se han incorporado variedades de otros tonos o incluso multicolor.
El origen del Día Internacional del Libro
—No, yo prefiero un libro.
Como es bien sabido, esta fecha une amor y literatura, aunque lo segundo se extiende a lo largo del globo terrestre: la UNESCO lo promulgó en 1995 con el objetivo de promover la cultura y la protección de los derechos de autor, y desde 1996 se celebra en numerosos países. Se eligió este día en particular porque coincide con los fallecimientos de dos grandes escritores, Miguel de Cervantes y William Shakespeare, a pesar de que con el tiempo se ha comprobado que el español murió un día antes y que el calendario utilizado para situar la vida del inglés no se corresponde con el actual, con lo que realmente expiró el 3 de mayo.
Aun así, en España podemos presumir de disfrutar de esta festividad desde mucho antes. Concretamente, desde el año 1926, cuando Alfonso XIII instauró el Día del Libro Español durante la dictadura de Primo de Rivera. En sus inicios se celebró el 7 de octubre, fecha en la que se creía que había nacido Cervantes, pero pronto, en 1930, se estableció el 23 de abril como día oficial.
La actividad tuvo una gran repercusión en Cataluña, donde enseguida se mezcló con la Diada de Sant Jordi: la tradición de que los hombres regalaran rosas a las mujeres se extendió y ahora ellas obsequiaban un libro a sus enamorados. A pesar de ello, hoy en día esas restricciones se han evaporado y no es raro regalar una rosa y una novela a una misma persona (del sexo que sea), o comprar rosas para toda la familia.
Cómo se vive este día en Cataluña
—¡Pues yo me quedo con los dos!
Los libreros pasan semanas trabajando a destajo para tenerlo todo a punto: las novedades más aclamadas, las paradas de venta de libros, los puestos para las firmas de autores llegados de todo el mundo… Y, sobre todo, kilos y kilos de paciencia para atender a la multitud de lectores.
La celebración también se hace notar en los colegios, donde es frecuente amenizar el festejo con obras de teatro sobre la leyenda de Sant Jordi y diversas tareas sobre este relato. En los centros de secundaria, además, no es raro que los alumnos del último curso se encarguen de una parada de rosas y libros para recaudar fondos para su viaje de junio. Todo ello sin olvidar los certámenes literarios, una gran ocasión para animar a los más jóvenes a escribir.
En realidad, las actividades de promoción de la lectura, los descuentos en el precio de los libros y los concursos se extienden por toda España: talleres de cuentacuentos, presentaciones… Probablemente el evento más importante es la entrega del Premio Cervantes. Sin lugar a dudas, se trata de una fecha muy especial para todos aquellos que aman el mundo del libro.
Colorín colorado
Tal vez el 23 de abril carece del orden y la calma de las ferias que se alargan varios días, pero posee el encanto que solo una tradición de cuento de hadas puede dar. Hoy las calles del territorio catalán se llenan de libros y de rosas adornadas con la senyera, de escritores con la agenda apretada que recorren la ciudad condal en tiempo récord, de libreros que se frotan las manos y, sobre todo, de gente más o menos lectora que aprovecha la ocasión para adquirir una obra y/o una flor y regalársela a alguien cercano. Y tú, ¿te animas a vivir este día?
Este artículo se publicó en el desaparecido diario El Tiramilla en abril de 2012.

21 abril 2014

El jilguero - Donna Tartt



Edición: Lumen, 2014 (trad. Aurora Echevarría)
Páginas: 1152
ISBN: 9788426422439
Precio: 24,90 € (e-book: 12,99 €)

En una época en la que los escritores publican una nueva novela cada dos o tres años, sorprende encontrar a una novelista que marca su propio ritmo, se lo toma con calma y deja que el mercado sea el que se adapte a ella, no al revés. Este es el caso de la norteamericana Donna Tartt (Greenwood, Misisipi, 1963), que debutó en 1992 con El secreto, de gran éxito internacional. Cuando muchos ya pensaban que se la recordaría como la autora de una sola obra, en 2002 reapareció con Un juego de niños. Finalmente, tras otros diez años de trabajo, en 2013 vio la luz El jilguero, reciente Premio Pulitzer, un novelón de más de mil páginas que ya ha vendido un millón de ejemplares en todo el mundo y se ha ganado el aplauso de los críticos, hasta el punto de que la faja de la edición española lo presenta como «El primer clásico del siglo XXI». ¿Publicidad inflada o genio extraordinario? Nada mejor que comprobarlo por uno mismo.
Niño con cuadro
El jilguero (1654)
La acción arranca con un Theo Decker adulto que nos habla desde la habitación de un hotel de Ámsterdam. No explica qué hace allí; solo dice que es donde ha vuelto a soñar con su madre, fallecida hace más de diez años en un atentado terrorista en un museo de Nueva York. Theo empieza a rememorar su vida a partir de este suceso, acontecido cuando era un adolescente. Él también estuvo en el lugar de los hechos, pero corrió mejor suerte y, además de salvarse, rescató un cuadro, El jilguero (1654), del pintor holandés Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer. Entonces Theo desconocía la historia de esta obra y no podía ni imaginar que ya se había salvado de otra explosión, siglos atrás. Él se limitó a seguir las indicaciones de un anciano herido que, sin ser apenas consciente de ello, le cambió la vida.
Theo, el «niño con calavera» del primer capítulo, se queda huérfano de madre, y sigue adelante con la obra en la maleta y el recuerdo de una chica pelirroja que vio justo antes de que todo estallara. Son los movimientos del cuadro los que determinan el hilo conductor y, a la larga, desembocan en una trama de intriga relacionada con el tráfico de obras de arte. No obstante, el libro es mucho más que suspense: por encima de todo, El jilguero habla de la naturaleza humana, de la entrada en la adultez, del paso del tiempo, de lo que regresa y lo que se pierde para siempre, de la amistad y el amor, de los miedos, los traumas y los errores, de atreverse a vivir pese a saber que todo termina con la muerte. ¿Qué tienen las grandes novelas para merecer este calificativo? Hay un rasgo frecuente que repercute tanto en su valor literario como en la capacidad de implicar al lector: unos personajes que atañen, que importan. Theo y sus acompañantes tienen esa fuerza, nacen de la observación de la calle y no admiten encasillamientos. Ni héroes ni víctimas; solo son ellos mismos, naturales y perfectamente imperfectos.
Vidas marginales
Como hizo Dickens en el siglo XIX, Tartt explora los recodos marginales de nuestros tiempos, como una forma de destapar esos ambientes que las instituciones tienden a ocultar o a tratar con condescendencia. En este sentido, la apuesta por dos amigos adolescentes funciona muy bien para llevar el peso de la trama: Theo, el chaval neoyorkino que se ve forzado a abandonar una existencia ordenada para marcharse a Las Vegas con su padre; y Boris, un chico que ha vivido mucho, que es de todas partes y de ninguna, que no se sorprende por nada. Boris, tan astuto, tan pícaro, me parece uno de los mejores secundarios que he encontrado nunca; sin él, esta novela perdería la mitad de su poderío (a modo de aperitivo, llama a Theo «Harry Potter» por las gafas y la ropa de niño bueno).

Theo pasa de la rutina estable controlada por una madre responsable a las drogas y el descontrol, de la mano de Boris y ante la indiferencia de un padre alcohólico y adicto al juego. Pero cuidado: la novela no pretende proclamar la manida moraleja sobre los peligros de la drogadicción ni regodearse en la desgracia de ser hijo de un borracho ludópata. Si El jilguero resulta interesante es por contar estas vivencias desde la perspectiva del consumidor, con toda su brutalidad y sin discursos políticamente correctos. Algunas críticas señalan un exceso de episodios sobre drogas, pero las considero fundamentales para reflejar hasta qué punto las pastillas se convierten en una adicción o, más bien, una necesidad para sobrevivir en un entorno hostil.
Theo y Boris llevan lo que se llama «mala vida», pero al adentrarse en ella se constatan las contradicciones que la conforman: tienen dignidad («Es muy distinto, Potter. […] Robar a una persona trabajadora o robar a una empresa grande y rica que roba a la gente.», pág. 371); devoran libros con fruición (Dickens, Thoreau, Steinbeck, etc.), en contra de la idea de la cultura elitista; y el trato con sus progenitores supera el arquetipo de padre alcohólico pasota, con especial atención a las particularidades de la embriaguez: la violencia, los arrepentimientos, los intereses. Por supuesto, hay un gran relato de amistad, que va del descubrimiento adolescente a la diferente conexión entre dos adultos. Aunque Theo piensa mucho en la chica pelirroja, probablemente la relación más extraordinaria de El jilguero es la de su amistad con Boris.
Además, en Las Vegas está Xandra, un personaje tan divertido como perverso y muy propio de nuestra época (algo así como la «choni»): cuarentona, soltera, sin hijos, trabajo precario, ni guapa ni fea, cuida su físico, ropa hortera, malhablada, indiferente, drogadicta también. El contraste entre ella y los otros dos perfiles femeninos de su quinta es digno de subrayar: la madre de Theo, que sería el modelo de mujer moderna sensata, madre y profesional a la vez; y la señora Barbour, representante de una alta sociedad que no encuentra su encaje en este imperio de la clase media, una paradoja entre la apariencia opulenta y el oscuro interior de la familia, pero, en el fondo, más cabal y emotiva que la fría Xandra.
La cultura de las apariencias
Más allá de lo personal, El jilguero también interesa por transcurrir en los últimos años y plantear, de forma directa o sutil, algunos temas conflictivos de la actualidad, como el atentado que abre la novela, la demostración más cruel de lo que es capaz el ser humano en el primer mundo del siglo XXI. ¿Por qué la madre no muere de una enfermedad o en un accidente anodino? Me decanto por tres motivos: relacionar esta explosión con la que ya sufrió el cuadro, establecer un vínculo entre Theo y Pippa (la chica pelirroja, que resultó herida) y, por qué no, por el simple deseo de mostrar esa irracionalidad, del mismo modo que muestra los ambientes marginales. De manera secundaria, se plasma el multiculturalismo de Nueva York, con la presencia de personajes hispanos y asiáticos, casi siempre de clase social modesta, como los porteros.
En segundo lugar, la parte de Las Vejas (y por extensión, todo lo que sigue) me parece una inteligentísima crítica a la cultura de las apariencias. La elección de este escenario —el desierto, la ciudad de mentira— enfatiza la oposición entre lo sugestivo de la publicidad y la miseria de los muchachos. Lo que le ocurre a Theo se puede entender como el abandono de la sociedad estable, protegido por su madre, para entrar en un mundo de falsas esperanzas, no solo por la mala vida, sino por el hecho mismo de hacerse adulto y comprender que no siempre se es como se querría ser, por mucho que la sociedad invite a luchar por ello (un modelo social hipócrita, fuente de frustraciones). El American way of life se cuestiona: Boris —qué importante es Boris, qué importante es que no se identifique con ningún país, pero que sea más de la Europa del Este que de Occidente— proporciona otra mirada al liderazgo de los Estados Unidos posterior a la desintegración de la Unión Soviética («Estados Unidos solo acosa a los países más pequeños que creen ser diferentes a ellos», pág. 375, «La democracia es un pretexto para todo, joder. La violencia…, la codicia…, la estupidez…, todo está bien si lo hacen los estadounidenses.», pág. 396). El tono adolescente, la sinceridad brutal de Boris, refuerza el mensaje por la pasión de sus palabras.
Por otro lado, con un cuadro como eje conductor, el libro no podía olvidarse del tráfico ilegal de obras de arte y el turbio negocio de las antigüedades, que invitan a reflexionar sobre la frontera entre lo que es arte y lo que no lo es, la diferencia entre el valor cultural y el precio, las falsificaciones y la ignorancia del ciudadano medio al respecto. En cierto modo, Tartt relaciona la esencia del arte (representada por un clásico como El jilguero) con la esencia de la vida, eso que Theo trata de encontrar; y es que, como ocurre con la vida, a veces lo que rodea al arte lo convierte en una falsa ilusión que lo aleja de sus principios. ¿Y cómo superarlo? La autora propone el amor, el amor al arte (y a la vida) como motor para seguir, para no olvidar esa esencia. Sobra decir que muchas ideas que sugiere sobre las artes plásticas se aplican también a la literatura.
El bien y el mal, o lo de en medio
En el fondo, El jilguero nos pregunta por qué damos por válido un sistema social si hay tanta gente que no encaja en él, si las reglas son a veces un cinturón que constriñe y aun así no evita los actos salvajes. Pero la intención no es (solo) lanzar una crítica social, sino dar cuenta de la complejidad del mundo actual y la imposibilidad de explicarlo con categorías simples. Las reflexiones finales se centran en la escala de grises entre lo bueno y lo malo, los peligros de encasillar una acción o un individuo, sin considerar sus razones para actuar así. No siempre logramos ser lo que querríamos ser o, mejor dicho, lo que nos convendría ser. A veces ni siquiera lo intentamos, porque no podemos o porque ese estilo de vida cuestionable es la única forma de mantenernos a flote. Somos humanos, criaturas imperfectas por naturaleza y por nuestro empeño en aspirar a un patrón inalcanzable. Los personajes de El jilguero actúan por ellos mismos, sin justificarse, sin victimizarse. Son como son, y tal vez por eso resultan tan crudos, tan únicos, tan vivos.
Crecer, para Theo, supone abrir los ojos, tomar conciencia de que nunca se llega a tener certeza de nada, salvo de lo que siente uno mismo. En algunos aspectos, puede parecer un libro pesimista, nihilista, pero, pese a los traumas, pese al desamor, pese al miedo, Theo no se rinde y anima a vivir, a ser valiente, porque solo la valentía, unida al amor (no como sentimiento romántico contemplativo, sino como fuerza interior que impulsa a moverse y a crear), es capaz de superar los obstáculos. Al fin y al cabo, el amor por el cuadro lleva a Theo a tomar este rumbo. La novela es mucho más que una historia de iniciación, como también es mucho más que un thriller, una crítica social o un relato inspirado en una pintura. En ella tienen cabida la amistad, el amor, la marginación, las experiencias fuertes y, por supuesto, el arte, como producto de la vida que permanece después de la muerte. Está contada con elegancia, hábil tanto para expresar con seriedad los pensamientos del narrador como para dominar el coloquialismo de los diálogos, y con giros argumentales justificados.
Donna Tartt
La crítica le hace justicia: El jilguero es un despliegue literario espectacular. En sus páginas confluyen las segundas lecturas de las obras maestras y el entretenimiento que apasiona al lector; Tartt demuestra que narrar una historia trepidante no está reñido con construir personajes complejos y realizar un estudio minucioso de los rincones grises de nuestra sociedad. Leedlo, porque la evolución psicológica de Theo os impactará, las ocurrencias de Boris os harán reír y pensar, las apariciones de Pippa os harán dudar, Hobie os devolverá la fe en la bondad…, pero, sobre todo, leedlo porque os llenará y, a la vez, os recordará lo incompletos que somos.

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