31 diciembre 2015

Mejores lecturas 2015


Libros publicados en 2015
Novedades:
  • La niña perdida, de Elena Ferrante. No solo es mi favorito de 2015, sino de, como mínimo, los últimos cinco años. Este libro pone fin a una saga que comenzó con La amiga estupenda y que a lo largo de cuatro novelas ha planteado las tensiones de lo que significa convertirse en mujer en la sociedad occidental de la segunda mitad del siglo XX.
  • Las buenas intenciones, de Amity Gaige. Con un narrador sugerente y una voz introspectiva que recuerda a Nicole Krauss, la autora desmitifica algunos tópicos sobre la maternidad y la paternidad mientras realiza una jugosa exploración de la identidad, de lo que nos lleva a convertirnos en quienes somos.
  • Com ser-ho alhora, de Ali Smith. Una novela ambiciosa y experimental que intenta demostrar de forma literaria que todos somos más de una cosa a la vez. Para ello, elabora una historia de múltiples capas, con un estilo que se adapta a las intenciones de la autora y rompe con los convencionalismos.
  • Las efímeras, de Pilar Adón. Esta autora es una voz singular dentro de la narrativa española, más influenciada por los escritores ingleses que por el costumbrismo castizo. Aquí, siguiendo los temas que ya planteó en Las hijas de Sara, propone una historia de aislamiento, miedo y dominación, contada con una pulcra prosa poética.
  • El cielo oblicuo, de Belén García Abia. El debut más interesante del año: un texto breve y contundente, de influencias lispectorianas, que muestra sin sentimentalismos y con mucha vocación literaria el dolor de una mujer que desea ser madre y no puede. Cada capítulo es una pequeña obra de arte.
Recuperaciones:
  • La solitaria pasión de Judith Hearne, de Brian Moore (1955). Las penas y las ilusiones de una solterona abnegada y religiosa sirven al autor para construir una espléndida novela tragicómica que cuestiona los valores de la sociedad irlandesa de posguerra. Todo ello, con un estilo que domina muchos registros y sorprende capítulo a capítulo.
  • Chicas felizmente casadas, de Edna O'Brien (1964). Como ya hiciera en Las chicas de campo y La chica de ojos verdes, la autora narra sin tabús y con una voz muy socarrona el malestar de las mujeres atrapadas por la sociedad patriarcal de la segunda mitad del siglo XX.
  • Una chica en invierno, de Philip Larkin (1947). La delicada historia de una joven bibliotecaria anclada en la monotonía, a la espera de que pase algo que rompa esta calma imperturbable. Al final, deberá ser ella misma quien tome las riendas de su vida.
  • La pequeña Jonna, de Kirsten Thorup (1977). Una radiografía de la sociedad rural danesa de mediados del siglo XX, a través de los ojos de una niña que se convierte en joven a lo largo del relato. La autora domina el universo de lo cotidiano y construye personajes memorables.
  • Mis años grizzly. En busca de la naturaleza salvaje, de Doug Peacock (1990) (no ficción). El outsider de la lista, el único libro no literario: las memorias de un veterano de Vietnam que a su regreso no pudo reiconcorporarse a la sociedad civil y se refugió en las montañas, junto a los osos grizzly. Lo mejor: su apasionada defensa de la naturaleza salvaje.

Libros anteriores, pero leídos por primera vez en 2015
(Ordenados por fecha de publicación original)

Esta lista es un totum revolutum que comprende desde clásicos incontestables hasta libros no tan canónicos, pero muy logrados y destacables dentro de sus posibilidades. Con ellos no me extenderé; simplemente los menciono para animar a leerlos a quien todavía no los conozca.
¿Cuáles han sido vuestras mejores lecturas del año?

30 diciembre 2015

La niña perdida - Elena Ferrante



Edición: Lumen, 2015 (trad. Celia Filipetto Isicato)
Páginas: 544
ISBN: 9788426402783
Precio: 24,90 € (e-book: 10,99 €)
Advertencia: La niña perdida es la última parte de la tetralogía Dos amigas. Si no has leído los libros anteriores, te aconsejo no seguir leyendo, puesto que en la reseña se hace referencia a temas importantes de estos. En cualquier caso, te animo a descubrirlos: son extraordinarios.
***
Ya ha ocurrido: Elena Ferrante, la escritora sin rostro, se ha convertido en un fenómeno de ventas en España y en muchos países (de crítica lo es desde hace años). Cuando una novela funciona, llegan las suspicacias. Estos días leeréis muchos comentarios desconfiados y prejuiciosos, que recelan de una autora por haber cometido el pecado de tener éxito. Solo que Ferrante no es una escritora cualquiera y su popularidad no responde a criterios comerciales. El que la ha leído, lo sabe. La saga Dos amigas (2011-2014) es, y con fundamento, uno de los acontecimientos literarios más importantes del siglo XXI. Lejos de la superficialidad y la dulzura, esta historia de dos chicas nacidas en los años cuarenta en un barrio humilde de Nápoles retrata a la primera generación de mujeres que se enfrentó al reto de conciliar una profesión cualificada con la vida doméstica; y todo ello con un intenso conflicto de clases como telón de fondo. Ferrante, además, aprendió de Elsa Morante que la buena literatura puede convivir con una trama apasionante sin que la profundidad se resienta, de modo que sus libros se leen con gran avidez, con ganas de saber qué pasará y, al mismo tiempo, con atención para no perder detalle de la radiografía social que lleva a cabo.
Con La niña perdida, se pone punto final a una de las obras que mejor han planteado las dobleces de la amistad femenina y muchas tensiones que afectan a las mujeres de ayer y de hoy. Este volumen, que resultó finalista del prestigioso Premio Strega, cierra la saga a lo grande, con un relato que comienza a finales de los años setenta, justo donde dejó la acción en Las deudas del cuerpo, y llega hasta la vejez de las protagonistas. En sus páginas vuelven a aparecer todos los personajes, y el enredo que le da título permite desencadenar lo verdaderamente importante: el final del hilo de la amistad entre Lenù y Lila, lo que provocó que la primera decidiera escribir esta historia. Eso sí, que nadie espere una lectura complaciente: Ferrante es una escritora dura y pesimista, sin compasión por sus personajes, que no duda a la hora de recrear con detalle cada vertiente de la miseria humana, íntima o material, ni al contar los pensamientos poco decorosos. Quizá sea esta su mejor virtud: se ensucia las manos, las llena de barro y, con ello, nos parece profundamente honesta.
El amor como última esperanza
Las deudas del cuerpo terminó con Lenù acompañando a Nino Sarratore, el hombre del que está enamorada desde niña, a un congreso en Francia. Con esta escena, Ferrante nos adelantó dos claves de La niña perdida: los viajes, que se convertirán en rutinarios para ella, y la relación con Nino, que la ha llevado a separarse de su marido. No hay vuelta atrás para Lenù, que decide regresar a Nápoles para vivir con él. En estas circunstancias, su felicidad depende del amor, todas sus ilusiones están puestas en él, en ese sueño infantil. Un sueño frágil, porque la pasión del principio no dura eternamente y hay que adaptarse a las nuevas etapas de la vida en común; y ya sabemos que Ferrante nunca toma el camino del sentimentalismo fácil. Lenù, además, observa a las parejas de su edad, como Lila, que ha consolidado su relación con Enzo; o como Carmen, casada con el chico de la gasolinera, de quienes llega a decir que son el único matrimonio de su quinta bien avenido, feliz en su modestia, su vida sin excesos, lejos de las convulsiones a las que se han enfrentado ella y Lila.
Nuestra vida —nos decíamos— había comenzado entonces. Y lo que llamábamos «la verdadera vida» era esa impresión de fulgor milagroso que no nos abandonaba ni siquiera cuando se representaban los horrores cotidianos. Pág. 90.
La socióloga Eva Illouz, en su ensayo ¿Por qué duele el amor? (2012), analiza cómo las esperanzas y los deseos del sujeto contemporáneo se ponen, por encima de todo, en el amor, en el hecho de ser correspondido; y cuando la experiencia amorosa resulta no ser lo esperado —no solo porque se rompa, sino porque incluso las relaciones duraderas no funcionan como los clichés de las películas y novelas populares—, la confianza en uno mismo se tambalea y se tiende a la autoinculpación. Las vivencias de Lenù se pueden interpretar en estos términos: es una mujer adulta, culta e independiente, con dos hijas, pero aun así ella misma se da cuenta de que cae en los mismos errores que una muchacha, las mismas debilidades, las mismas creencias ingenuas en el amor eterno y perfecto. Es consciente de lo que va mal, pero se engaña a sí misma porque Nino es su última esperanza y sin esta esperanza no ve futuro, no sabe qué será de ella. Llega al extremo de afirmar, en contra del tópico de la madraza, que él le importa más que sus hijas. Lo más interesante, no obstante, se dará cuando empiece a poner otras reglas, otros códigos para vivir su relación de forma sana. Y, como siempre, Ferrante narra de manera espléndida su evolución psicológica, la evolución de una mujer que ya no cree en los cuentos de hadas pero no piensa acabar como Emma Bovary.
La vida de una mujer separada
El otro gran tema de la primera parte de La niña perdida es, cómo no, la separación, en una época y un lugar donde no estaba bien visto separarse, y todavía menos que fuera la mujer quien dejara el marido, y todavía menos a raíz de una infidelidad (de nuevo, Lenù repite los pasos de Lila casi veinte años después. Estas imitaciones, a veces conscientes y a veces no tanto, son uno de los muchos juegos sugerentes que propone Ferrante). Por una parte, su nueva situación le trae problemas familiares evidentes, como la custodia de las hijas, el miedo a la estabilidad de la relación con Nino y, como consecuencia, la necesidad de buscarse un trabajo porque no puede confiar en que la mantengan siempre. El conflicto de conciliar todos los roles que adopta una mujer: la madre, la amante, la profesional, el ama de casa, la hija de unos padres que se hacen mayores. Parece tan evidente y sin embargo se ha escrito poco sobre esto, sobre la angustia, la sensación de no estar haciéndolo bien por no ser la mujer-para-todo que la sociedad patriarcal espera que sea. Los hombres, en cambio, viven la separación de otra manera: a Nino, que se desvela como un personaje egoísta, apenas le afecta; y Pietro, una vez superada la decepción inicial, también rehace su vida.
Pese a todo, el amor se retorcía dentro de mí con ferocidad y me repugnaba la mera idea de hacerle daño a Nino. Por más que escribiera y reflexionara a fondo sobre la autonomía femenina, no sabía prescindir de su cuerpo, de su voz, de su inteligencia. Fue terrible confesármelo, pero lo seguía queriendo, lo amaba más que a mis propias hijas. La sola idea de perjudicarlo, de no verlo más, me deshojaba dolorosamente; la mujer libre y culta perdía pétalos, se separaba de la mujer-madre, la mujer-madre tomaba distancia de la mujer-amante, la mujer-amante de la arrabalera enfurecida, y todas parecíamos a punto de salir volando en distintas direcciones. Pág. 106.
A todo esto, al hablar de conciliar el trabajo con la vida doméstica, hay que precisar que Lenù es escritora, tiene una profesión que la obliga a moverse y exponerse. Ferrante, con su realismo implacable, desmitifica el aura romántica del oficio de escribir y pone de relieve que Lenù lo hace ya no por vocación, sino para subsistir, para pagar facturas y poder ser independiente de verdad. Lenù solo se consolida como autora cuando la necesidad de ganarse el pan la empuja a ser constante en el trabajo, a dar lo mejor de sí misma, a esforzarse (en contra de todas esas ideas sentimentales sobre la inspiración del artista y la autorrealización). Se trata de una profesión, además, que conlleva muchos viajes, contactos y eventos —quizá por eso la propia Ferrante decidió mantenerse al margen—, y se plantean asuntos como el hecho de hablar en público, que tan pronto refuerza el ego como provoca inseguridad cuando la gente no responde como esperaba. Aprender a manejar las emociones, a no hacerse pequeñita ante las críticas, forma parte del aprendizaje de un escritor.
Más allá de los problemas «prácticos», la separación adquiere para Lenù una dimensión simbólica porque significa la ruptura con todo lo que había construido hasta ahora: su vida cómoda, al amparo de los Airota. Sus suegros, y en particular su antaño admirada Adele Airota, intentan perjudicarla en lo personal y lo profesional, le hacen creer que no será capaz de sobrellevar la situación. A la vez, el personaje de la madre de Lenù renace con fuerza para reprocharle a su hija que tire por los suelos su vida de señora. Su madre, que habla en dialecto, insulta, pierde las formas. Se cae el telón de lo culto, lo acomodado, mientras reviven sus orígenes, el barrio, lo sucio; el conflicto de clases está latente en todo. Destaca asimismo que en estos dos matrimonios de la generación anterior, en teoría más tradicionales, sean ellas (Adele Airota e Immacolata Greco) las que lleven las riendas, las que demuestren carácter y pretendan influir en Lenù. Su padre nunca ha dejado de ser un hombre gris, encogido al lado de una esposa dominante, mientras que Guido Airota, con todo su prestigio en el ámbito académico, mantiene un perfil bajo en el hogar. Incluso en estos retratos Ferrante cuestiona a su modo la prevalencia del supuesto orden patriarcal.
—¿Qué pacto?
—Quedarte con tu marido y con las niñas. Eras una Airota, tus hijas eran Airota. No quería que te sintieras inadecuada e infeliz, traté de ayudarte a ser una buena madre y una buena esposa. Pero si el pacto se ha roto, todo cambia. De ahora en adelante ya no recibirás nada ni de mí ni de mi marido; es más, te quitaré todo lo que te he dado. Pág. 77.

La reconciliación entre madre e hija
Tanto en Un mal nombre como en Las deudas del cuerpo, cuando Lenù deja de ser una niña, su madre pasa a ocupar un papel secundario. Lenù se marcha de Nápoles, huye del barrio como de la peste porque cree que sus problemas están ahí. De su madre se sabe poco, salvo por la etapa en la que la ayudó durante su segundo embarazo (y ocurre algo parecido con Nunzia, la madre de Lila, a pesar de que Lila no se va de Nápoles). En La niña perdida, cuando las protagonistas rondan los cuarenta años, llega esa especie de reconciliación, de reencuentro. Con la edad y las experiencias, Lenù deja de renegar de su madre, se da cuenta de que comparte rasgos con ella y, aunque siempre ha intentado combatirlos —por eso confiaba en Adele Airota, a quien veía como la figura materna que hubiera querido tener—, esta vez los acepta e incluso los aprecia. No se produce una reconciliación sensiblera, claro: ya conocemos el carácter de la señora Greco y los problemas de comunicación con su hija (causados por las comparaciones con Lila, entre otros motivos). Con todo, entre gruñidos, renace el afecto, que queda simbolizado en el brazalete de Lenù.
Este acercamiento entre madre e hija —que tiene su equivalente en Lila y Nunzia— contrasta con el papel secundario que Ferrante otorga a los hermanos a lo largo de toda la saga (quizá es una de las pocas críticas que se le pueden hacer, si bien el tema central es la amistad Lila-Lenù). El distanciamiento de Lenù con Elisa aumenta; y en cuanto a los chicos, siguen siendo personajes de fondo, sin personalidades tan definidas como las mujeres. Los hermanos pequeños de Lila, por su parte, no llegan siquiera a individualizarse, a tener una historia propia; y Rino, el mayor, tan importante en los primeros libros, pierde relevancia. En cierto modo, este aparente desinterés de la autora por las relaciones entre hermanos puede entenderse como la representación, en el caso de Lenù, de la mujer que abandona sus orígenes y, por ello, rompe los lazos familiares, deja de sentirse responsable de los suyos. También como una representación de que, en una determinada etapa vital, la vida familiar pasa de la casa de los padres y hermanos al hogar propio, con los hijos. Los hermanos Solara y Carmen Peluso, que no pierde el contacto con Pasquale ni en los peores momentos, son tal vez la excepción a esta regla.
Lenù y Lila, unidas por la maternidad
Esta es la última aventura de las amigas, los últimos momentos que viven con esa intensidad que Lila da a los acontecimientos. Lo que las une, tras años de distanciamiento por la marcha de Lenù, es el cuidado de los hijos. Comparten experiencias, la solidaridad mutua las acerca. Por ejemplo, Lila suele hacerse cargo de las niñas, ya que Lenù viaja mucho, y las ayuda a perdonar a su madre por la separación. Lenù, por su parte, reconforta a Lila cuando esta exterioriza su fragilidad, esas situaciones puntuales en las que una mujer en apariencia tan fuerte se vuelve débil. Por supuesto, no faltan los celos, en forma de negatividad contenida, porque la competencia nunca ha dejado de respirarse entre ellas (al menos, en la mirada con la que Lenù nos lo cuenta): el temor a que las niñas quieran más a la tía Lina; el temor a que a Lila le dé por escribir y lo haga mejor que Lenù; el temor a que Nino quiera volver con Lila, la única mujer que no se achantó ante él.
Esa era, en realidad, la Lila a la que yo le tenía cariño. Sabía asomar de repente del interior de su propia maldad para sorprenderme. Se desvanecieron de golpe todas las ofensas («es pérfida, siempre lo ha sido, pero también es muchas otras cosas, hay que soportarla»), y reconocí que me estaba ayudando a hacerles menos daño a mis hijas. Pág. 150.
A propósito de la maternidad, Ferrante, como ya dejó claro en Las deudas del cuerpo, no se compadece ni del llamado «amor maternal»: muestra una faceta desencantada de la maternidad, con madres que cometen errores, son duras, se sienten frustradas porque los hijos no crecen como les gustaría. En ocasiones, los problemas van unidos a los gritos, al clima violento del barrio —Lila con Gennaro—, pero Lenù, con sus niñas bien educadas, también se lleva más de un disgusto. A propósito de los hijos, al final, cuando crecen, repiten los pasos de sus madres, sus equivocaciones. El origen de los conflictos que uno vive, como deja bien claro la autora, no está en el barrio pobre ni en las ideas tradicionales de antes, sino en la naturaleza misma de la vida, que se repite como un ciclo en las generaciones posteriores, por mucha educación que haya, por mucho que se haya embellecido el entorno.
Dentro y fuera del barrio
Lenù, aunque regresa, se mueve entre el barrio y el extranjero por sus viajes. Se convierte en una mujer de mundo: conoce otros ambientes e idiomas, aprende a desenvolverse entre gente de clases y orígenes diversos. Lila, por su parte, no sale ni quiere salir del barrio. Las dos aceptan la decisión de su amiga, pero no se comprenden del todo: Lenù cree que viajar enriquecería mucho a Lila, mientras que esta desprecia el mundo de las apariencias de la primera. Lenù sufre por la tensión entre los dos lugares, aunque no solo por tratar de hacerlos compatibles, sino porque su identidad se transforma en función del entorno: en el ambiente refinado, culto, ella es alguien, una escritora que reivindica la independencia de las mujeres; en el barrio embrutecido, es la hija del conserje, que prosperó y ahora sale en las revistas, si bien a nadie le interesa lo que escribe. La clase social no solo se define por lo que hace, por el dinero que tiene —las categorías marxistas empiezan a caducar, como el comunismo—, sino por múltiples factores, entre los que destaca la relación que establece con las personas de cada lugar. Y en el barrio, Lenù está con sus amigas de la infancia, hablando en dialecto.
El resultado era que en la via Tasso y en Italia me sentía una señora con su pequeña aura; en cambio, al bajar a Nápoles y sobre todo al barrio perdía el refinamiento, allí nadie se había enterado de mi segundo libro, si los atropellos me enfurecían, pasaba al dialecto y los insultos más soeces. Pág. 175.
Este conflicto de identidad de Lenù se desarrolla de forma paralela al de Lila: mientras que Lenù está reconocida fuera, Lila se ha convertido en la líder del barrio, lo controla como antaño lo hicieron los Solara, solo que además ayuda a la gente y se ha ganado el respeto de todos —destaca su ayuda a Alfonso a sacar a la luz su verdadero yo, otro tema en el que Ferrante sobresale—. En el microcosmos del barrio, es más importante Lila que Lenù; después de todo, cada una ha triunfado a su manera. Resulta interesante analizar más esta distinta vara de medir del barrio: las cosas adquieren un significado diferente según el ambiente en el que aparecen. Por ejemplo, la droga, que a Lenù le parecía un pasatiempo de intelectuales en las reuniones de Mariarosa en Milán, y en el barrio descubre la devastación que provoca («en un abrir y cerrar de ojos la droga había dejado de ser eso que yo creía que era, un juego liberador para gente adinerada, y se trasladaba al marco viscosos de los jardincillos, al lado de la iglesia; se había convertido en una víbora, un veneno», pág. 185).
La relación de Lenù con el barrio —un barrio que sigue marcado por la corrupción y la muerte, quizá más que nunca— y con el exterior se puede leer como una extrapolación de su relación con Lila. Los dos hilos tienen paralelismos, son como una misma historia representada de múltiples formas, una historia de distanciamientos y acercamientos, de amor y odio, que terminan con la aceptación de los defectos del otro sin condenarlo por ello. Porque, pese a todo, Lila ha sido su mejor amiga y el barrio ha sido su hogar, y ambos son partes fundamentales de lo que es Lenù, de lo que escribe, de su forma de entender la vida. Al final, la narradora deja de creer en el progreso —perder la fe en el progreso es un rasgo muy posmoderno, que aquí convive con el costumbrismo—, deja de creer que el barrio puede «mejorar», porque ha conocido los mismos problemas en lugares en teoría «mejores». Las mejoras urbanas de las últimas décadas del siglo XX no son más que un maquillaje de la corrupción de los que siempre han manejado el cotarro, como bien nos ha enseñado la historia reciente a los países del sur de Europa.
Amaba mi ciudad, pero desterré de mi pecho su defensa de oficio. Es más, me convencí de que el desaliento en el que tarde o temprano desembocaba el amor era una lente para ver todo Occidente. Nápoles era la gran metrópoli europea donde con mayor claridad y antelación la confianza en las técnicas, en la ciencia, en el desarrollo económico, en la bondad de la naturaleza, en la historia que conduce necesariamente hacia lo mejor, en la democracia, se había revelado por completo carente de fundamento. Haber nacido en esta ciudad —llegué a escribir una vez, no pensando en mí, sino en el pesimismo de Lila— sirve para una sola cosa: saber desde siempre, casi por instinto, lo que hoy, entre mil salvedades, todos comienzan a sostener: el sueño de progreso sin límites es, en realidad, una pesadilla llena de ferocidad y muerte. Pág. 380.
El sentido de la literatura
Aún queda algo que decir. Recordemos cómo comenzó todo: la desaparición de Lila en La amiga estupenda, que llevó a Lenù a ponerse a escribir el libro que ahora se cierra. Aunque hablemos de los hechos, de las acciones que llevan a cabo, la obra en conjunto es asimismo una reflexión sobre la escritura, sobre el modo en el que se utiliza para contar la vida, sobre sus fortalezas y sus riesgos. Para Lenù, las experiencias en el barrio, y en particular su amistad con Lila, son la fuente de inspiración de sus novelas; ha convertido en aliado aquello que antes la destruía, se ha reconciliado con sus orígenes y los aprovecha para crecer como escritora. Utiliza la literatura como arma política, para contar los horrores y las injusticias de la vida. Sin ir más lejos, toda la historia la ha narrado Lenù, que puede ser considerada una narradora no confiable (¿qué hubiera pasado si Ferrante le hubiera dado voz a Lila?).
Si Lila ha marcado siempre los pasos de Lenù en el amor, los estudios o la maternidad, en la escritura no es menos: Lenù, al igual que de adolescente temía que Lila retomara las clases y sacara mejores notas que ella, ahora teme que Lila decida escribir, porque está convencida de que lo hará mejor que ella. Este particular miedo, mezcla de envidia e inseguridad, actúa como un motor para Lenù, la empuja a seguir escribiendo, a dar lo mejor de sí misma. Además, Lenù escribe sobre Lila porque cree que lo que tiene que ver con su amiga le parece más significativo que lo suyo. Así ha sido en toda la saga y así sigue la Lenù sexagenaria. Se produce una situación curiosa: muchas de las reflexiones sobre literatura, sobre lo que es o lo que debería ser, salen de la boca de Lila, la que dejó los estudios, la que apenas ha leído. Pero la que sabe de la vida, y es que la literatura, la literatura de Ferrante, aspira a mostrar la vida, con sus mil matices y contradicciones.
Solo en las malas novelas la gente piensa siempre lo correcto, dice siempre lo correcto, todo efecto tiene su causa, hay simpáticos y antipáticos, buenos y malos, al final todo te consuela. Pág. 510-511.
La historia de Lenù y Lila, que se extiende a lo largo de dos mil páginas, termina aquí (aunque el «cierre» en sí es un tanto abierto). Las hemos visto crecer, hemos conocido, siempre de la mano de Lenù, sus sueños infantiles, sus enamoramientos, sus primeras desilusiones, su dolor, su aprendizaje constante, su desgarro. Y nos han mostrado que, a pesar de sus diferencias aparentes, de carácter y de físico, sus vivencias tienen mucho en común. Nos han apasionado, nos han conmovido y nos han hecho pensar en nuestra propia vida, porque esta saga está llena de vida, transmite ganas de vivir con intensidad aun con su pesimismo feroz. Todo lo que nos han dado es un inmenso regalo, un regalo que no se olvida.

28 diciembre 2015

Criticar al crítico (nueva sección)



Hoy voy a tirar una piedra contra mi propio tejado: los críticos —llámense periodistas culturales, llámense blogueros, llámense usuarios de cualquier red social— también nos equivocamos. Ni siquiera sería necesario decir ese «también». Nos equivocamos, punto. Sin embargo, no pagamos un peaje tan caro como el de los escritores, sí, esos a los que nosotros nos dedicamos a despellejar. Abundan los análisis extensos y detallados sobre libros, pero no existe una crítica de la crítica, porque a nadie le parece importante. Lo peor que puede recibir un crítico es un insulto zafio de alguien que no está de acuerdo con él. El resto del tiempo, los desacuerdos se solucionan con un amable pero carente de interés «todo es cuestión de gustos». Y no, no todo es cuestión de gustos. En ocasiones uno mete la mata, por interpretar una obra en una dirección inapropiada, por no entender un tema o, por qué no, por excederse con los elogios. Es una lástima que esas reseñas desafortunadas se acepten con pasividad, sin cuestionarse, cuando lo que piden a gritos es un debate encarnizado que haga espabilar al crítico igual que el crítico hace espabilar a los novelistas mediocres (bueno, al menos en teoría). Al fin y al cabo, la crítica forma parte de la cultura literaria. ¿Por qué ser menos exigente con ella?

Siempre he defendido la importancia del espíritu crítico (para entender, para no dejarse engañar), pero este no debe emplearse solo en el comentario de una obra. Las críticas, sean del tipo que sean, se deben leer de forma crítica, valga la redundancia, y esto se traduce en atreverse a discrepar. Discrepar, eso es, y con argumentos; nada de pasar a otro tema con el cómodo «todo es cuestión de gustos». Con este fin de hacer una lectura crítica de la crítica, he decidido inaugurar una nueva sección: «Criticar al crítico». Cada entrada de la misma estará dedicada a discutir, de forma analítica y desmenuzada, una crítica o reseña literaria. En la sección tendrán cabida tanto críticas de revistas y prensa —a menudo pecan de utilizar elogios desmesurados y de repetir frases manidas que no aportan nada— como de blogs —basta ya de consentir que algunos le den dos estrellas a Jane Austen, ¡basta ya!—. No quiero, de ningún modo, atacar por atacar, sino comentar los textos de una forma que resulte constructiva para todos, que nos ayude a aprender. Por supuesto, todos estáis invitados a participar y discutir conmigo. Estrenaré la sección el próximo domingo 3 de enero y os adelanto cuál será mi primera víctima —una reseña realmente floja, ya lo veréis aquí.


Actualización: esta entrada es una inocentada. ¡Feliz Día de los Inocentes!

22 diciembre 2015

Com ser-ho alhora - Ali Smith



Edición: Raig Verd, 2015 (trad. Dolors Udina)
Páginas: 288
ISBN: 9788415539988
Precio: 22 €
Esta es una edición en catalán; de momento, el libro no se ha traducido al castellano. Lo podéis buscar en inglés, How to be both (Cómo ser ambos, Cómo serlo a la vez).

I 
Es bueno ser vista de paso, como si no fueras la única, como si todo no te estuviera pasando solo a ti. Porque no lo eres. Y no es solo a ti.* 
Llegué a Ali Smith (Inverness, Escocia, 1962) a través de Jeanette Winterson (Manchester, 1959). Esta última cita a Smith en su novela La niña del faro (2004): «Recuerda que hay que vivir». Es poco frecuente que un autor cite a un colega contemporáneo en un libro, aunque, después de leer a Smith, uno entiende por qué la de Manchester siente predilección por su obra. Las dos tienen mucho en común, tanto en lo personal —proceden de familias obreras, han cursado estudios universitarios y hablan abiertamente de su homosexualidad, tema que suele aparecer en sus novelas— como, sobre todo, en su concepción de la creación literaria: son ambiciosas, experimentan con la forma y huyen de lo complaciente, lo que las sitúa en la literatura posmoderna. Smith, que reside en Cambridge, ha publicado cuatro libros de relatos y siete novelas, de las que solo dos se han traducido al castellano —Hotel World (2004) y Accidental (2007), ambas en Alfaguara—; y, recientemente, ha sido traducida por primera vez al catalán de la mano de Raig Verd, que edita su última novela, Com ser-ho alhora (2014), ganadora del Baileys Women’s Prize, el Goldsmiths Prize y el Costa Book Awards, además de finalista del Man Booker Prize y el Folio Prize. A pesar de su prestigio, Smith prefiere mantener un perfil bajo, ya que cree, como Elena Ferrante, que basta con que el libro llegue al lector, sin necesidad de convertir al autor en una figura mediática. 

II 
¿Pasado o presente?, dice George. ¿Macho o hembra? No puede ser todo a la vez. Tiene que ser una cosa u otra.
¿Quién lo dice? ¿Por qué tiene que ser así?, dice su madre. 
Hacer compatible lo incompatible. Eso es lo que se propone Smith en este libro, este experimento, en el que la dualidad —y la ambigüedad— está presente en cada detalle. Para empezar, la novela tiene dos partes: dos historias diferentes que se pueden leer en cualquier orden, es decir, el lector puede elegir empezar por la segunda y luego pasar a la primera, o viceversa (de hecho, en inglés se editaron dos versiones). Las dos son a la vez independientes y complementarias, tienen sentido por sí solas y añaden datos a la otra. Las dos plantean temas en apariencia incompatibles, como la vida y la muerte, el género (hombre y mujer), el tiempo (pasado y presente), el lugar (Gran Bretaña e Italia) y la cultura (la alta cultura frente a la cultura popular, el arte academicista frente al arte activista). La escritura también adopta rasgos singulares, como poner espacio antes de dos puntos, usar punto y aparte en frases sin terminar, rayas para indicar que un parlamento no ha acabado, números en cifras… además de numerosos cortes dentro de la narración, para contar varias escenas a la vez sin estructurarlas en capítulos —a propósito, la traductora, Dolors Udina, hace un excelente trabajo con un texto que no era nada fácil de adaptar—. Con este estilo, Smith emula la naturaleza hipertextual de la mente humana, su desorden, porque el ser humano no piensa con el equilibrio de una novela realista, sino que salta de un asunto a otro para volver luego al primero. Y, sí, en ocasiones deja frases (y hechos) sin concluir.

III 
Pero la primera cosa que vemos, dijo su madre, y muchas veces la única, es la que está en la superficie. ¿Quiere decir esto, pues, que va primero pese a todo? ¿Y quiere decir esto que la otra […], si no sabemos nada de ella, podría no existir?

La primera trama, situada en Cambridge en la actualidad, está protagonizada por George, una adolescente que acaba de perder a su madre. Se relatan sus vivencias, combinando el pasado —en particular, un viaje a Italia que hizo con su madre para ver un cuadro— con el presente —la joven adaptándose a su ausencia, creciendo—. Se narra en tercera persona, alternando los tiempos según la situación, con ese estilo de múltiples capas. La madre de George, además, era una activista que se dedicaba a inventar mensajes subversivos y a difundirlos por Internet. George, como ella, es una chica con un fuerte espíritu crítico y mucha imaginación, de modo que las conversaciones entre ambas son «sesudas», abordan el arte y los dilemas morales. La madre se interesó por una obra del pintor renacentista Francesco del Cossa, de ahí el viaje, y ahora George visita una pintura del artista expuesta en Londres. Además, la joven conoce a Helena, H para los amigos, con quien traba amistad. Una pérdida y un encuentro. O más de uno: George decide seguir a una extraña mujer que podría estar relacionada con la muerte de su madre, lo que añade un toque de misterio a la historia.

Algunas dualidades resultan evidentes: el pasado (de Francesco del Cossa) y el presente (del arte activista de la madre), el antes de morir la madre y el ahora sin ella, aunque recordándola. También se sugiere ambigüedad en los nombres: George (de Georgia) es una chica, pero su apodo es un nombre masculino. La amiga, Helena, se hace llamar H —la letra simétrica—, que tanto valdría para un hombre como para una mujer. Es asimismo destacable que, al situar el presente, recrea un presente inmediato y concreto (de 2013 o 2014), con personajes que no se separan del móvil, referencias al príncipe George de Inglaterra, a Miley Cyrus… En este sentido, es una novela muy hipertextual. La música comercial, a propósito, tiene cierta relevancia (la de ahora, pero también la de los años setenta, la que escuchaba la madre), y, junto con los vídeos X que ve en Internet, representa la cultura popular, que contrasta con la cultura más «elevada» del arte renacentista y los museos. No es imposible hacerlos convivir a todos en una obra. No si la escribe Ali Smith.

IV 
… la estricta instrucción de que siempre se debe derivar placer del trabajo que se hace : porque tanto el amor como el arte son a la vez tareas de habilidad y de propósito : la flecha se clava en el círculo del objetivo, la línea recta se une a la curva del círculo, 2 cosas se unen y se produce la dimensión y la perspectiva : y cuando se pinta y se hace el amor — en ambos casos — el tiempo cambia de forma : las horas pasan sin ser horas, se vuelven alguna cosa más, se vuelven su propio contrario, se vuelven intemporales, dejan de ser tiempo.

La parte ambientada en el pasado la protagoniza, precisamente, Francesco del Cossa, pintor de la Escuela de Ferrara, que nos habla en primera persona —a diferencia de la otra historia—. En ocasiones, el narrador, en un presente en el que se sabe muerto, observa a una chica que acude al museo a ver su cuadro… y de esta forma obtenemos información sobre la trama de George. El resto del tiempo, relata sus vivencias de juventud, desde los inicios de su carrera hasta que se enfrentó a una serie de injusticias, como, qué sorpresa, las que sufre la madre de George. Esta aproximación al siglo XV, no obstante, no se hace desde los parámetros habituales del relato histórico, ya que Smith, de forma similar a lo que hace Winterson en novelas como La pasión (1987) o La mujer de púrpura (2012), deconstruye la historia e imagina otra versión de la misma. En esta nueva versión, no está claro que Francesco del Cossa sea un chico: al igual que la Villanelle de La pasión, el personaje se viste con ropas masculinas para trabajar en un mundo de hombres; tiene un género ambiguo, como el del narrador de Escrito en el cuerpo (1992), también de Winterson.

Hay muchos paralelismos entre Francesco y George: ambos han perdido a la madre; sus padres tienen una profesión relacionada con los muros, los ladrillos —en una historia se construye un muro; en la otra, se destruye—, ambos experimentan el descubrimiento del amor y el sexo, y también su brutalidad; ambos pasan un 31 de diciembre controvertido; ambos señalan a un personaje «malvado» como el responsable de sus problemas (Francesco, a Cosmè, un pintor rival; George, a Lisa Goliard, la extraña amiga de su madre); George tiene un hermano pequeño y Francesco, un aprendiz; ambos representan en imágenes (fotografías o pinturas) aquello que forma parte de sus vidas, desde sus familiares a sus ídolos (él, el santo Vicente Ferrer; ella, cantantes de pop). La narración de Francesco, por otro lado, tiene fragmentos poéticos, como acercándose a lo clásico, a lo que encarna el personaje. También se trata de una voz erudita, si bien en este caso las referencias corresponden a su época, como Alberti y Cennini.

V 
bienvenido todo aquello
que tiene que ser
hecho y
deshecho
a la vez

Ali Smith
Smith, en una entrevista de Winterson, dijo: «Do you come to art to be comforted, or do you come to art to be re-skinned?» («¿Te acercas al arte para sentirte reconfortado, o para ponerte otra piel?»). Su obra, desde luego, no busca el confort fácil, ni la evasión. Ella, como una digna heredera de Virginia Woolf y Clarice Lispector, no se conforma con contar una historia, sino que explota todas las posibilidades de la expresión, moldea la forma, crea, destruye, innova. Y le sale bien. Se propone demostrar que todos somos muchas cosas a la vez, igual que un cuadro se interpreta desde diversos enfoques y nunca tiene un solo significado. Esa «cosa» múltiple se aplica a la identidad, al género, a las distintas concepciones del arte, a las diferentes formas de entender la amistad y el amor. Y a mucho, mucho más, porque Com ser-ho alhora es una de esas novelas que no se agotan, porque en cada lectura sucesiva se detecta otro matiz, otro detalle, otra conexión. Compleja, sí, pero que nadie se asuste: al fin y al cabo, habla con frescura de cuestiones que nos atañen a todos —la pérdida y el descubrimiento, la amistad y la traición, el éxito y el sabotaje, lo salvaje y lo hermoso, la creación del arte y la catarsis— y compensa con creces el esfuerzo que exige. Ali Smith nos invita a jugar; del lector depende aceptar el reto de componer sus piezas.

Cuadro: San Vicente Ferrer, de Francesco del Cossa, 1473, National Gallery de Londres.
*Las cinco citas son traducciones mías de la traducción al catalán (págs.: 125, 16, 87, 211 y 284).

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