29 julio 2016

Y eso fue lo que pasó - Natalia Ginzburg



Edición: Acantilado, 2016 (trad. Andrés Barba, prólogo de Italo Calvino)
Páginas: 112
ISBN: 9788416011957
Precio: 14,00 €

«La vida comienza cuando todavía somos demasiado jóvenes para comprenderla.» (p. 82). Esta sentencia podría estar en boca de muchos personajes de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), como Anna de Todos nuestros ayeres (1952) o Mara de Querido Miguel (1973), pero se encuentra en su segunda novela, Y eso fue lo que pasó (1947), un libro breve y menos conocido, que no se había traducido al castellano hasta este año. Quizá este retraso se deba a la percepción que la propia autora tenía de la obra: tal como explica en una nota de 1964, se sentía infeliz cuando la escribió. Por aquel entonces hacía poco que la guerra había terminado; tenía tres hijos pequeños, su marido había muerto en la cárcel y ella acababa de regresar a Turín. Tan infeliz se sentía, que cometió el error de buscar consuelo en la escritura, lo que dio como resultado un relato pesimista, en el que la protagonista no ve la luz. Esto no es un problema per se, pero las historias de Natalia Ginzburg, si bien no son lo que se dice «alegres», suelen tener esperanza, ternura y humor, emociones que hacen más llevadero el malestar cotidiano, y que aquí se borran entre la niebla de Turín.
Escribí esta historia para sentirme un poco menos infeliz. Me equivoqué. No debemos buscar nunca un consuelo en la escritura. No debemos perseguir un objetivo. Si hay algo seguro es que es necesario escribir sin perseguir un objetivo.
Esta novela es la confesión de una mujer desesperada, un grito de impotencia, un ya-no-puedo-más intenso y desgarrador, que entronca con otras novelas sobre la angustia de la mujer casada, como pueden ser La plaza del Diamante (1962), de Mercè Rodoreda, o la más reciente Los días del abandono (2002), de Elena Ferrante. La historia comienza por el final: ella le ha pegado un tiro entre los ojos. Mientras espera, mientras piensa en el siguiente paso, se sienta en un banco a recordar cómo ha llegado hasta ahí. Ella era una chica de provincias anodina, insatisfecha con su trabajo de maestra. Su vida cambió cuando se enamoró de Alberto, un hombre dieciocho años mayor que ella: «Como aquello era algo que no me había sucedido hasta ese momento, que un hombre se enamorara de mí, me puse muy contenta» (p. 17). Al noviazgo le siguió el matrimonio, y al matrimonio la maternidad. No obstante, la relación no funcionaba, no había funcionado nunca, y ambos lo sabían desde el principio. La particularidad de esta mujer —un rasgo común a muchas mujeres de su generación— es lo que podría llamarse resignación: resignación para aceptar a un marido que no la quiere, para casarse sin estar segura, para cuidar de la hija mientras él está con su amante. Resignación, porque es esto o quedarse soltera, y la soledad le da mucho, mucho miedo.
A una muchacha le produce tanto placer pensar que un hombre se ha enamorado de ella que aunque no esté enamorada es un poco como si lo estuviera y se pone más guapa y le brillan los ojos y se le vuelve el paso más ligero y también la voz se le vuelve más ligera y más dulce. Antes de conocer a Alberto yo había pensado que me iba a quedar sola para siempre porque me sentía totalmente sosa y sin gracia, pero cuando le encontré y me dio por pensar que tal vez se había enamorado de mí me dije que si le había gustado a él no había razón para que no les gustara también a otros, tal vez a uno que me hablara con aquella voz entre irónica y tierna que oía dentro de mí. Ese hombre a veces tenía una cara y otras veces otra, pero siempre tenía la espalda ancha y fuerte y las manos rojas y un poco bastas y tenía una forma maravillosa de burlarse de mí cuando volvía a casa por la noche y me encontraba tirada en el sofá bordando pañuelos.
La voz de la narradora suena por momentos ingenua, una ingenuidad provocada por la falta de educación de las mujeres en materia de asuntos de pareja. Como quien no quiere la cosa, Natalia Ginzburg denuncia la vulnerabilidad de una chica ante el matrimonio mediante el monólogo de la joven que aprende a base de decepciones, hasta que alcanza un estado de desaliento profundo que no parece tener retorno. Habla, entre otros temas, del miedo o el rechazo del sexo, o del hecho de echar de menos la independencia que da el trabajo (al casarse, lo deja). En sus meditaciones, la protagonista se dice que debe de ser así para todas las mujeres, que ya se acostumbrará. Este punto de vista ingenuo (y sin embargo tan lúcido) puede sonar arcaico hoy en día, pero resulta muy ilustrativo de todo aquello que se silenciaba antes (incluso entre las propias mujeres), y explica por qué la inseguridad y la autoinculpación eran una constante. Esta joven sin nombre de Y eso fue lo que pasó es un claro precedente de Anna de Todos nuestros ayeres y Elsa de Las palabras de la noche (1961), unas chicas que, como ella, comienzan una relación sentimental sin saber muy bien dónde se meten, aunque, eso sí, Natalia Ginzburg es más generosa con sus devenires.
Aquella noche, cuando me desnudé y me metí en la cama en la que había dormido de pequeña me vino de pronto una especie de miedo y de repulsión al pensar que dentro de poco íbamos a ser marido y mujer e íbamos a hacer el amor. Me decía a mí misma que a lo mejor era porque nunca había hecho el amor, pero me preguntaba también si le quería de verdad porque también sentía un poco de rechazo cuando me besaba. Me decía a mí misma que siempre es muy difícil saber verdaderamente lo que nos pasa por dentro, porque cuando me había dado la sensación de que él se alejaba de mi vida sin remedio yo había sufrido tanto que por un momento pensé que ya no iba a poder vivir más, y cuando por fin estaba dentro de mi vida y hablaba con mi madre y con mi padre sentía aquel miedo y aquel rechazo. Pensé que tal vez era algo que les pasaba a todas las mujeres jóvenes y que hace falta valor y que si una se adentra en los pequeños senderos de sus sentimientos y pasa mucho tiempo escuchando las cosas que suceden en su interior al final se termina equivocando y perdiendo las ganas y la alegría de vivir.
Con todo, la inexperiencia no es el único problema al que se enfrenta la protagonista. El marido tiene una amante, una mujer casada con la que se ve desde hace muchos años. La chica se resigna a la infidelidad, que poco a poco hace mella en ella, no tanto por el engaño en sí como por el progresivo empequeñecimiento que sufre la protagonista. Ha abandonado el trabajo y ha descuidado a sus amistades para centrarse solo en él, en su marido, sin darse cuenta de que él no hacía ni una mínima parte por ella («Me daba rabia no tener nada que ocultar. Le había contado toda mi vida. Había sido una vida de lo más mediocre e insulsa hasta el día en que lo conocí. Había dejado que muriera todo lo que no tenía que ver con él», p. 41). La joven entra en una peligrosa red de dependencia, que hace degenerar su mente (desesperación, locura) y por extensión su cuerpo (engorda, envejece). El desencadenante de su abatimiento no son solo los celos (si bien las imaginaciones en torno a «la otra» la atormentan), sino la toma de conciencia de que sigue siendo esa chica anodina de antes, que el matrimonio no le ha aportado felicidad, que la compañía de este hombre no la hace sentirse especial. La toma de conciencia de que está más sola que nunca, aunque se casó por miedo a la soledad. Cae en una espiral de negatividad sin fin: él no cambia, nunca prometió cambiar, y ella se enfrenta a nuevos problemas. Se resigna a sufrir, hasta que dispara.
Me canso de estar pensando siempre sola, no sé nada de ella, ni siquiera sabía que se llama Giovanna. Por eso siempre tengo la sensación de estar en medio de la oscuridad, como si fuese ciega y para avanzar tuviese que ir tocando las paredes y los objetos.
En todo esto tiene mucho interés la personalidad del marido. Natalia Ginzburg no pretende meter a todo el sector masculino en el mismo saco —basta leer otros libros suyos, o fijarse en los secundarios de esta misma novela—, así que Alberto encaja en un perfil definido: un hombre maduro que, como él mismo dice, nunca se ha tomado nada en serio. Ni las mujeres, ni su profesión (le gusta pintar, pero no se esfuerza). Poco serio y poco formal; un tipo con el que no se puede contar, que solo piensa en sí mismo. Se le define con una metáfora: «Me decía que él era igual que un tapón de corcho que flotaba sobre el mar y al que las olas acunaban agradablemente pero que jamás podría saber qué era el mar en realidad» (p. 30). Y también: «le gustaban mucho los lagos porque no había ningún tipo de violencia ni en la luz ni en el color de un lago mientras que el mar era una cosa demasiado grande y cruel» (p. 26). Ese es Alberto, un hombre al que le gusta tenerlo todo bajo control, porque la libertad, lo inabarcable, le da miedo. El control incluye, por supuesto, a su mujer: «De mí, sin embargo, jamás tuvo miedo y eso no estaba nada bien. No tenía nada, ni una pizca de miedo de mí» (p. 65). La elige como esposa por su docilidad, mientras se divierte con su amante, a la que sí teme porque su condición de casada la convierte en un imposible para él, y probablemente esa cualidad de «prohibido» es lo que mantiene viva su atracción a lo largo del tiempo. La narradora, por su parte, se autoinculpa por haberse abierto a él con demasiada facilidad, por carecer de ese lado «inalcanzable» de la amante que hace que el interés de él no decaiga.
Recordaba lo que me había dicho Alberto, que un hijo era la cosa más importante que le podía ocurrir tanto a un hombre como a una mujer. Pensaba que al menos para las mujeres aquello sí era de verdad lo más importante pero no para un hombre. Para Alberto la vida había seguido igual después de que naciera la niña, hacía los mismos viajes y los mismos dibujos en su cuaderno y anotaba sus comentarios en los márgenes de los libros y salía a la calle con el mismo paso ligero de siempre y un cigarrillo entre los labios. Él nunca estaba de mal humor por culpa de la niña, porque no había comido o estaba demasiado pálida. Ni siquiera sabía qué comía la niña y tal vez ni siquiera se había dado cuenta de que sus ojos habían cambiado de color.
Por otro lado, la protagonista tiene su polo opuesto y, al contrario de lo que se podría pensar, no es la amante —la amante, a propósito, se revela como una mujer igualmente insatisfecha tras once años de relación extramatrimonial. Además, la maternidad une sus posturas—, sino la amiga, Francesca, que no quiere casarse ni tener descendencia, por lo que se dedica a llevar una vida más independiente. Mantiene relaciones esporádicas, viaja, se divierte, se compra ropa moderna… y todo esto mientras su amiga está en casa con su hija, esperando el regreso del marido. Natalia Ginzburg plantea dos trayectorias posibles: por una parte, la muchacha atolondrada e insegura, que actúa más por miedo (a quedarse sola, a no tener una familia) que por sus propios deseos; por la otra, la chica que, a pesar de partir del mismo punto de partida (es decir, no procede de un entorno más proclive al estilo de vida liberal), decide no seguir las convenciones y hacer lo que quiere en cada momento. La situación de Francesca, sin embargo, dista mucho de estar aceptada socialmente: los prejuicios (el clásico «puta») y el rechazo de sus padres, más tradicionales, le causan dolor. A todo esto, hay que subrayar la «alianza femenina» que se plantea aquí: aun siendo muy diferentes, las chicas se entienden y su amistad perdura más que sus respectivos romances.
Cuando una muchacha está demasiado sola y lleva una vida demasiado monótona y agotadora, cuando se ve con poco dinero en el bolso y los guantes viejos, se le va la imaginación a diario detrás de tantas cosas que al final se encuentra indefensa frente a todos los errores y trampas que pone la fantasía.
El punto de vista en forma de confesión es, además, un aspecto crucial. Entre otras cosas, porque pone de relieve una experiencia tan íntima como las ensoñaciones, las fantasías, que tanto pueden ir en dirección satisfactoria (los sueños edulcorados en torno al amor, antes de casarse) como causar más malestar (las imaginaciones sobre lo que desconoce, es decir, la relación de su marido con la amante). Ella, al ser una mujer tranquila, de las que piensan más que actúan, insiste mucho en el papel que las ensoñaciones tienen para sí misma y, en particular, el modo en el que pasan de ser el consuelo con el que desviar la atención sobre lo cotidiano a convertirse en una fuente de paranoia («la imaginación acaba haciendo daño, estar en la oscuridad imaginando todo el tiempo», p. 75). Y eso fue lo que pasó también es, en este sentido, una novela sobre la ceguera, sobre el daño infligido por la incomprensión, sobre los procesos mentales que degeneran, degeneran, degeneran. El estilo, como siempre en Natalia Ginzburg, se aproxima a la vida, al habla coloquial, tan fluida, limpia y sutil. En esta ocasión, utiliza pocas comas para dar velocidad al relato, un ritmo acorde con la angustia creciente («Las comas son como los pasos. Los pasos producen cansancio, y yo no tenía ganas de cansarme, me sentía sin fuerzas y no quería caminar, sino sentarme y recostarme», p. 12).
Y sin embargo a mí me daba la sensación de que yo nunca había sido capaz de vivir y de que ya era demasiado tarde como para aprender, pensaba que en mi vida no había hecho otra cosa que mirar fijamente en aquel pozo oscuro que había en mi interior.
Natalia Ginzburg
Las circunstancias externas al libro inducían a la desconfianza: en 2016 se han cumplido cien años del nacimiento de Natalia Ginzburg y este título no se había traducido nunca al castellano. Era inevitable sospechar que tal vez era una obra menor, que tal vez solo se publicaba para aprovechar la repercusión del centenario. Y, aunque esto último seguramente ha influido, hay que dejar bien claro que Y eso fue lo que pasó no desmerece en absoluto el corpus literario de la autora. Es más: parece mentira que no se hubiera traducido hasta ahora. No es Todos nuestros ayeres ni Léxico familiar, pero va en plena consonancia con su producción (mujeres, transición infancia-adultez, cotidianeidad, estilo conciso y sin ornamentos) y al mismo tiempo muestra otra faceta, otro estado de ánimo. Natalia Ginzburg se sentía triste y escribió una historia triste, sí, pero sus dotes de narradora no se vieron afectadas por ello. Le dio voz a una mujer abatida, una voz que nos mantiene absortos y, al terminar, nos deja sin palabras.
Citas en cursiva de las páginas 11, 19-20, 38-39, 47, 68-69, 20 y 99.

27 julio 2016

El amor molesto - Elena Ferrante



Edición: Lumen, 2015 (trad. Juana Bignozzi; prólogo de Edgardo Dobry)
Páginas: 176
ISBN: 9788426403193
Precio: 25,90 €
Esta novela se puede encontrar en el volumen Crónicas del desamor.

Casi todos la conocimos con su espléndida saga Dos amigas (2011-2014), pero, antes de contar la historia de Lenù y Lila, Elena Ferrante (Nápoles, 1943) ya había publicado tres novelas breves e independientes entre sí, que en la actualidad se encuentran reunidas en el volumen Crónicas del desamor, a pesar de que, hay que insistir en ello, no conforman una trilogía. Su debut, El amor molesto (1992), se publicó por primera vez en España en 1996, de la mano de Destino. Es significativo que una editorial decidiera apostar por una escritora italiana desconocida, a sabiendas de que las expectativas de ventas no eran lo que se dice altas. Significativo, sí, y un indicativo de su calidad. Han tenido que pasar muchos años para que la autora reciba la atención que merece; lo que ha ocurrido con la tetralogía no es, en absoluto, un éxito efímero, sino el reconocimiento a una de las trayectorias más sólidas y brillantes de la literatura contemporánea. Y, sobra decirlo, Elena Ferrante ha mantenido el secreto sobre su identidad durante más de veinte años.
Aunque se trate de su primera novela, El amor molesto condensa de forma admirable el universo Ferrante y anticipa muchas claves de su obra maestra: la perspectiva de género, la voz impúdica, la relación incómoda con Nápoles, las tensiones entre madre e hija, la mujer que abandona su tierra pero nunca se deshace de su origen embrutecido, los amores violentados. La narradora tiene mucho de Lenù, la protagonista de Dos amigas, pero también presenta ese punto sombrío de Lila, su amiga. Elena Ferrante no es una novelista amable, y todavía lo es menos en este libro (el término «molesto» ya da pistas al respecto). Sus palabras, siempre incisivas, construyen un ambiente sórdido, con personajes impregnados a su vez de esta «suciedad». La brevedad, además, exige un estilo conciso, más concentrado que en la saga, por lo que su prosa deslumbra aún más si cabe. La tensión narrativa es impecable de principio a fin; hay mucha emoción contenida en pocas páginas.
Conocer a la madre, reconocerse a sí misma
Todas las novelas de Elena Ferrante empiezan con la acción in media res. En concreto, comienzan cuando ha ocurrido un hecho trascendental para la protagonista y narradora (la desaparición de su amiga en La amiga estupenda, la ruptura con su marido en Los días del abandono, un accidente de tráfico en La hija oscura). A partir de aquí, se lleva a cabo una retrospección para comprender cómo se ha llegado a ese punto. En El amor molesto, el acontecimiento es la muerte de la madre de la narradora: «Mi madre se ahogó la noche del 23 de mayo, día de mi cumpleaños». Estamos a finales del siglo XX y nos habla Delia, una mujer de cuarenta y cinco años, sin hijos, dibujante de tebeos —la profesión artística es otro motivo recurrente de Ferrante—. Hace tiempo que se estableció lejos de Nápoles, pero la noticia del ahogamiento de su madre la obliga a regresar. Tratará de reconstruir los últimos días de vida de su madre, Amalia, y con ello se redescubrirá a sí misma, la parte de sí misma que ha intentado reprimir. La autora, por cierto, dedica esta novela a su madre.
Cuando se entra en la casa de una persona muerta recientemente, es difícil creerla desierta. Las casas no conservan fantasmas, pero mantienen los efectos de los últimos gestos de vida. Lo primero que oí fue el chorro de agua que llegaba desde la cocina, y durante una fracción de segundo, con una brusca torsión de lo verdadero y lo falso, pensé que mi madre no estaba muerta, que su muerte había sido solo el objeto de una larga y angustiosa fantasía iniciada quién sabe cuándo. Tenía la seguridad de que estaba en casa, viva, de pie delante del fregadero, lavando los platos y murmurando para sí misma. Pero los postigos estaban cerrados y el piso a oscuras. Encendí la luz y vi el viejo grifo de latón que vertía agua copiosamente en el fregadero vacío.
En apariencia, Amalia era una costurera pobre y anodina, con sus vestidos anticuados y sencillos de anciana que nunca ha conocido el lujo. Sin embargo, cuando encuentran su cuerpo, Amalia solo lleva puesto un sujetador de raso, nuevo, y tiene restos de maquillaje. Delia indaga en la vida secreta de su madre, en la que se vislumbra la sombra de un hombre inquietante. No obstante, a pesar de que el planteamiento pueda inducir a tomarla por una novela negra, el tema central no es tanto el misterio sobre su muerte como el viaje de descubrimiento de la hija. Como madre, Amalia no fue una mujer afectuosa, y la comunicación con Delia distaba de ser fluida («Con ella yo solo sabía ser contenida y poco sincera.», p. 24). Delia, por su parte, hizo todo lo posible por alejarse de la atmósfera de la Nápoles de posguerra de su infancia —una ciudad que bebe mucho de la que retrata Anna Maria Ortese en El mar no baña Nápoles (1953)—, lo que implicaba alejarse de su madre, convertirse en una mujer adulta diferente a ella (el oficio creativo, la condición de soltera, el idioma italiano sin rastros de dialecto).
Ahora que estaba muerta, alguien le había raspado los cabellos y le había deformado el rostro para reducirla a mi cuerpo. Sucedía después de que, durante años, por odio, por miedo, hubiera deseado perder todas sus raíces, hasta las más profundas: sus gestos, las inflexiones de su voz, el modo de agarrar un vaso o beber de una taza, cómo se ponía una falda, cómo un vestido, el orden de los objetos en la cocina, en los cajones, las modalidades de los lavados más íntimos, los gustos alimentarios, las repulsiones, los entusiasmos, y luego la lengua, la ciudad, los ritmos de la respiración. Todo rehecho, para convertirme en yo y separarme de ella.
Con todo, el regreso al barrio, a la casa de su madre, supone una revelación: no solo no ha dejado atrás a su madre, sino que termina por asumir todo lo que tienen en común. El dialecto vuelve a ser un elemento que simboliza este particular retorno: «Era la lengua de mi madre, que por cierto había tratado inútilmente de olvidar junto con tantas otras cosas suyas.» (p. 35). Al igual que en Dos amigas, y sobre todo en La niña perdida, Elena Ferrante plantea una relación entre madre e hija complicada y distante, en la que la hija solo se reconcilia con su progenitora cuando la pierde o está a punto de perderla. Concibe la maternidad con dureza, pero, aunque parezca una contradicción, su perspectiva de la madre está más fortalecida que la del padre. En La amiga estupenda, el padre de Lenù era un hombre pusilánime, apenas un fantasma en la vida familiar, mientras que el de Lila encarnaba un rol amenazante para sus hijos y su esposa. La protagonista de El amor molesto tiene un padre ausente que maltrató a la madre. Delia se posicionó a favor de su progenitora («había sentido la violencia doméstica de mi infancia y mi adolescencia, que volvía a mis ojos y oídos como si chorreara a lo largo de un hilo que me unía a ella», pp. 52-53). Ahora, Delia se reencuentra con su padre, que, a todo esto, es pintor: de forma inconsciente, Delia se dedica a una profesión artística, como él, un lazo que la une (una vez más) a alguien de quien querría desprenderse.
El hilo de la sangre
El amor molesto está lleno de simbolismo de la intimidad femenina, que se evidencia desde la frase inicial: la madre se ahoga el día del cumpleaños de su hija mayor, precisamente en el aniversario del día que se convirtió en madre y nació Delia. Lleva un sujetador de raso; emblema de feminidad. Cuando Delia regresa a Nápoles, tiene el periodo, es decir, el proceso fisiológico por el que las mujeres pueden quedarse embarazadas, aunque ella no haya tenido hijos (otro tema: no habrá nadie después de ella, se cierra el ciclo). En un determinado momento, se mancha las bragas de sangre. Se pone unas de Amalia, y con ello traza un hilo invisible entre madre e hija por la ropa interior compartida, por lo más íntimo, por lo exclusivo de las mujeres. Nadie escribe sobre la vagina, la menstruación, los tampones y las bragas sucias con la ferocidad de Elena Ferrante. Su voz impúdica, brutalmente honesta, emplea elementos que la mayoría de escritores y escritoras omiten, y se sirve de ellos para dar forma a una trama en la que estos resultan providenciales. En su saga, el personaje de Lila, a priori la más fuerte de las amigas, se revela frágil en lo relativo a la sangre y los procesos fisiológicos. Ese interés por lo íntimo en su sentido más primario tiene su origen aquí, en El amor molesto.
Por otro lado, no había querido o no había logrado arraigar a alguien en mí. Después de un tiempo, también había perdido la posibilidad de tener hijos. Ningún ser humano se separaría de mí con la angustia con la que yo me había separado de mi madre solo porque no había logrado adherirme a ella definitivamente. No habría nadie más y nadie menos entre yo y otro hecho de mí. Seguiría siendo yo, hasta el fin, infeliz, descontenta de lo que había arrastrado furtivamente fuera del cuerpo de Amalia. Poco, demasiado poco, el botín que había logrado arrebatarle arrancándolo a su sangre, a su vientre y a la medida de su aliento, para esconderlo en el cuerpo, en la materia iracunda del cerebro. Insuficiente. ¡Qué maquillaje ingenuo y atolondrado había sido tratar de definir como «yo» esa fuga obligada de un cuerpo de mujer, aunque me hubiese llevado de él menos que nada! No era ningún yo. Y estaba perpleja: no sabía si lo que iba descubriendo y contándome, desde que ella no existía y no podía rebatirlo, me producía más horror o más placer.
Esta «obscenidad» para abordar lo íntimo se pone en práctica asimismo en las relaciones entre hombres y mujeres, crudas y sin ningún romanticismo. Por un lado, las de la madre: la sexualidad de personajes maduros y no casados; Elena Ferrante se mete de lleno en territorios poco explorados en literatura, sin miedo, sin pudor. Por el otro, las relaciones de la propia Delia, una mujer soltera de mediana edad, que se reencuentra con Antonio, con quien descubrió la sexualidad —un chico moreno, tosco, como el Antonio de Dos amigas, que tiene un rol similar—. Los hombres, empezando por el padre de Delia, aparecen como personajes turbios y de poco fiar, lejos de la idealización adolescente. Se les describe con pocas pinceladas, suficientes para darles cuerpo. El sexo, insatisfactorio, se narra sin una pizca de erotismo (el erotismo está en lo externo al sexo, en el sujetador de raso, en los juegos preliminares).
La infancia es una fábrica de mentiras que perduran imperfectamente; la mía al menos había sido así. Pero sentía las voces de los niños en la calle y me parecía que no eran diferentes de cómo yo había sido; chillaban en el mismo dialecto; cada uno de ellos se creía otra cosa; eran invenciones, mientras pasaban las tardes en las aceras desoladas bajo la mirada del hombre de la camiseta. Corrían en los triciclos e intercambiaban insultos alternándolos con gritos penetrantes de alegría. Insultos con fondo sexual; en su jerga obscena se insertaba a veces, con obscenidad aún más sangrienta, la voz del hombre de la barra.
En todo eso está el amor molesto: en el amor de los hombres que vejan a las mujeres, en el amor contenido y tenso de la madre a la hija y de la hija a la madre, en el amor de un padre que nunca hizo lo que se espera de un padre, en el amor a una ciudad que provoca desarraigo y sin embargo vuelve a acogerla. En todos esos amores incómodos y difíciles de expresar, porque la vida está llena de ambigüedades, omisiones y medias verdades, y de esto Elena Ferrante sabe mucho. El libro, teñido de una atmósfera de intriga sin ser un libro de intriga como tal, se puede considerar a su modo una novela «molesta», porque la autora es despiadada con sus personajes; y su narración, sutil y descarnada, deconstruye con maestría todos los tópicos sobre la feminidad y el amor maternal. Que quede claro: El amor molesto no es la hermana pequeña de Dos amigas. Es una novela con entidad propia, más intensa, convulsa y sórdida, y, sí, es igualmente soberbia.
Citas en cursiva de las páginas 41, 86, 86-87 y 164.
Fotografías de Nápoles en la posguerra aparecidas en un reportaje de la revista Time a propósito de Elena Ferrante.

18 julio 2016

El mar no baña Nápoles - Anna Maria Ortese



Edición: Minúscula, 2008 (trad. Francesc Miravitlles)
Páginas: 223
ISBN: 9788495587428
Precio: 16,00 €

Era extraño, pero lo que contemplaba no me parecía bajo muchos aspectos un pueblo. Veía gente caminar despacio, hablar lentamente, saludarse diez veces antes de separarse y luego retomar una vez más la conversación. Algo aparecía roto, o como si nunca hubiera existido, un motor secreto que sustituye el hablar por el actuar, el fantasear por el pensar, el sonreír por el cuestionar, y, en una palabra, apaga el color para que aparezca la línea. No veía línea, allí, sino un color tan vortiginoso que en un momento dado se volvía blanco absoluto, o negro. Los verdes y los rojos, por la velocidad, se habían descompuesto; los azules y los amarillos aparecían desvaídos. Solo el cielo, por momentos, vivía, y su luz era tanta que había que protegerse con los ojos.*

Me interesé por este libro después de leer a Elena Ferrante e impregnarme de su universo literario. La autora de La amiga estupenda explica en esta entrevista de Nicola Lagoia que el texto «La ciudad involuntaria», de El mar no baña Nápoles (1953; Premio Viareggio), supuso para ella un punto de partida para narrar su relación con Nápoles. El malestar de la novelista napolitana con respecto a su ciudad es un tema fundamental de su obra, tanto en la tetralogía Dos amigas (2011-2014) como en sus primeras novelas —sobre todo El amor molesto (1992) y La hija oscura (2006), que reseñaré próximamente—. Ferrante escribe sobre la Nápoles embrutecida y pobre de la posguerra, en la que ella se crió, un lugar en el que lo tradicional (y, en particular, la religión y el patriarcado) convive con el anhelo de una «modernización» a medio hacer que frustra a sus protagonistas, mujeres con estudios que sienten la necesidad de abandonar su tierra para sentirse realizadas. Es también esa Nápoles de posguerra la que retrata Anna Maria Ortese (Roma, 1914 – Rapallo, 1998) en El mar no baña Nápoles. Dos escritoras, dos generaciones, enlazadas por su relación incómoda con Nápoles.
Anna Maria Ortese es una escritora difícil de clasificar. De origen humilde, su infancia transcurrió entre diversas ciudades italianas, entre ellas Nápoles. Tuvo una formación autodidacta y se dedicó al periodismo, lo que la llevó a viajar, a convertirse en una mujer de mundo. En este contexto hay que situar El mar no baña Nápoles, un libro que comprende cinco relatos, entre la ficción y la crónica, conectados por la ciudad. En el momento de su publicación, fue juzgado como un libro «contra Nápoles», acusación de la que la autora se defiende en un prólogo escrito en 1994. Ortese argumenta que, si bien la devastación de Nápoles por la Segunda Guerra Mundial era una realidad, su punto de vista está condicionado, además, por el desarraigo que ella experimentaba. La «neurosis» (sic), dice, hacía insoportable su comprensión del entorno («detestaba con todas mis fuerzas la llamada realidad. [...] era para mí incomprensible y alucinante», p. 8). Por lo tanto, no hay que interpretarlo como un exponente del neorrealismo, como se valoró entonces, sino como el resultado de un profundo (y febril, y surrealista) desarraigo, que al final provocó que Ortese abandonara Nápoles para siempre.
En El mar no baña Nápoles hay dos cuentos, que abren la compilación, y tres textos que por su concepción —una mujer, la autora, recorre las calles de la ciudad y cuenta lo que llama su atención— se acercan más a la crónica. En todos su estilo es preciso, sutil y poético, salpicado del dialecto de las clases populares que la rodean. Ortese pone el dedo en la llaga, pero con elegancia, sin adoptar jamás el tono de un panfleto. En el primero, «Unas gafas», narra una fábula desoladora que utiliza la ceguera como símbolo de la esperanza. Una niña con vista deficiente sueña con tener unas gafas para ver mejor su entorno; fantasea con un espacio bello, acogedor («el mundo, afuera, era hermoso, muy hermoso», p. 16). Es feliz en su ingenuidad, en su desconocimiento, mientras que los adultos, que sí ven, están llenos de amargura, han perdido la capacidad de celebrar los pequeños hallazgos cotidianos. En lugar de alegrarse porque ella pueda tener unas gafas, maldicen el coste de estas y le espetan un «Hija, para lo que hay que ver…» (p. 15). Los que ven viven resignados en la racionalidad de la miseria; la niña casi ciega todavía puede evadirse con la imaginación, todavía puede soñar. ¿Se romperá el hechizo cuando estrene las gafas?
El segundo relato, «Interior familiar», más costumbrista, sigue a una mujer soltera que mantiene a su familia. Ella, que regenta su propio negocio, lleva una «vida de hombre llena de responsabilidad, números, trabajo». La noticia del regreso de un antiguo amor, no obstante, altera su orden («La vida… qué cosa extraña, la vida. De vez en cuando parecía comprender lo que era, y luego, zas, se olvidaba, volvía el sueño.», p. 69). Anna Maria Ortese construye un cuento sencillo en apariencia, estático, compuesto apenas de los rumores que se difunden sobre el hombre, que son suficientes para desencadenar la acción en la mente de la protagonista, que por si fuera poco es testigo del romance de su hermana. El hecho de replantearse su vida, de preguntarse si aún está a tiempo de dar marcha atrás, de pensar en ella misma, entronca de nuevo con la falta de expectativas colectivas. «Eran los mismos, aunque en realidad habían cambiado. La vida, en los de su casta, no producía más que esto: un débil sonido.» (p. 69); así se perciben a sí mismos, como seres insignificantes. La escena, además, se desarrolla el día de Navidad: en esta fecha tan simbólica, la mujer, católica devota, se da cuenta de que los valores en los que ha creído no le han generado felicidad.
El resto de textos siguen a una paseante que, cual Walter Benjamin, se abandona en la multitud y funde su experiencia con la de la ciudad hasta proyectar una imagen desnaturalizada de la misma. La particularidad de Anna Maria Ortese reside en que ella no se integra en la multitud —su perspectiva está planteada como un «regreso» tras la guerra, por lo que mira Nápoles con los ojos de quien la conoció antes y quien la conoce ahora, después de haber recorrido el mundo, de haber tomado conciencia de que existen otras realidades, que la vida no termina en esas calles sucias—, de modo que su mirada resulta crítica e incisiva, presta atención a detalles que pasarían desapercibidos, por la costumbre, a quien los ve a diario. Sin ir más lejos, en «Oro en Forcella» describe con implacable crudeza la hipocresía de la religión: «Contrastaba con esta salvaje dureza de los callejones la suavidad de los rostros que representaban vírgenes, niños y mártires, que aparecían en casi todas las tiendas […] los afectos se habían convertido en culto, y justamente por esta razón habían degenerado en vicio y locura» (p. 76). No es la única vez que Ortese se refiere al catolicismo; la fe choca con los modales bruscos de la gente, la precariedad —la paseante presencia una transacción de objetos—, la «deformación» que la autora percibe desde su particular neurosis.
La degradación de Nápoles se representa además en la degeneración del cuerpo, que a menudo sufre alguna mutilación o se le atribuyen rasgos a priori contradictorios con su naturaleza. En «La ciudad involuntaria» comenta: «Mujeres, que de mujer no tenían más que una falda y unos cabellos […] En muchas familias, como en la De Angelis, había un sujeto que se presentaba como enfermo mental […] Esta infancia no tenía de infantil más que los años» (p. 108). Niños sin infancia, mujeres apocadas, la enfermedad mental como algo común y aceptable (también a la niña del primer relato, «Unas gafas», le decían: «No eres guapa, todo lo contrario, y pareces ya una vieja», p. 31). Estas solo son las muestras individuales de una ciudad degenerada en conjunto, porque «Solo una sociedad profundamente enferma podría tolerar, como Nápoles tolera, sin turbarse, la putrefacción de un miembro suyo» (p. 85). Ortese es dura, despiadada, no hay ni una pizca de luz en esta crónica (ni falta que le hace: al fin y al cabo, lo que engrandece el libro es su lucidez, que nace de la mezcla de realidad y fantasía).
El texto que más incomodó a sus coetáneos es el último y el más extenso, «El silencio de la razón», en el que la autora se reencuentra con viejos colegas para escribir un reportaje sobre los escritores napolitanos jóvenes. Espera que colaboren, pero se da de bruces con una situación inesperada: los compañeros de antaño ya no tienen aspiraciones, están anclados en una rutina que repite las mismas pautas que sus padres, y envidian en secreto el mundo de la paseante. El relato resulta terriblemente incómodo, para ella, que ya no encaja en Nápoles, y para ellos, que son, en cierto modo, víctimas de la ciudad y su tiempo. Dice Ortese que «La ciudad se volvía súbitamente ruidosa para no reflexionar, al igual que un infeliz se emborracha. Pero no era alegre, no era nítido, no era bueno ese rumor denso hecho de chácharas.» (p. 160). Y es que, más que a la pobreza, la desigualdad o el azote de la religión, la crítica más afilada se dirige al desapego, a ese estado imperturbable pero sin embargo desasosegante, en el que se ha perdido el fluir de la fantasía, la emoción, los sueños. Ortese se siente desarraigada de lo «real» porque lo real carece de ilusión. «Todo, aquí, olía a muerte, todo estaba profundamente corrompido y muerto» (p. 188-189). De vida, carece de vida.
Anna Maria Ortese
El título viene de esta metáfora-reflexión: «Aquí, el mar no bañaba Nápoles. Estaba segura de que nadie lo había visto ni lo recordaba. En este hoyo tan oscuro, no brillaba más que el fuego del sexo, bajo el cielo negro de lo sobrenatural.» («Oro en Forcella», p. 76). El mar, un elemento natural, se contrapone a la ciudad, creación humana, tanto en lo material como (y sobre todo) en lo ideológico. El sexo y la oscuridad evocan ese lado de la realidad que choca con la pureza pretendida de los valores cristianos. El olvido del mar y la incapacidad para verlo (de nuevo, la metáfora de la ceguera) supone la prueba definitiva de la degradación de la ciudad y de los individuos que se funden en ella (Elena Ferrante, en su última novela, La niña perdida, tampoco se reconcilia del todo con su ciudad pese a haber sido testigo de la ¿evolución? del siglo XX; aunque, en su caso, extrapola sus males a los de todo Occidente: «el sueño de progreso sin límites es, en realidad, una pesadilla llena de ferocidad y muerte», p. 380). Nápoles, bajo la mirada desarraigada de Ortese, ha llegado a un estado tal de desnaturalización que hasta el mar deja de bañarla, como si dijera que cualquier esperanza se ha perdido.
*Fragmento de «El silencio de la razón», p. 166.
Fotografías de la posguerra en Nápoles aparecidas en un reportaje de la revista Time a propósito de Elena Ferrante.

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails