Edición:
Minúscula, 2008 (trad. Francesc Miravitlles)
Páginas:
223
ISBN:
9788495587428
Precio:
16,00 €
Era extraño, pero lo que contemplaba no me parecía bajo muchos aspectos un pueblo. Veía gente caminar despacio, hablar lentamente, saludarse diez veces antes de separarse y luego retomar una vez más la conversación. Algo aparecía roto, o como si nunca hubiera existido, un motor secreto que sustituye el hablar por el actuar, el fantasear por el pensar, el sonreír por el cuestionar, y, en una palabra, apaga el color para que aparezca la línea. No veía línea, allí, sino un color tan vortiginoso que en un momento dado se volvía blanco absoluto, o negro. Los verdes y los rojos, por la velocidad, se habían descompuesto; los azules y los amarillos aparecían desvaídos. Solo el cielo, por momentos, vivía, y su luz era tanta que había que protegerse con los ojos.*
Me
interesé por este libro después de leer a Elena Ferrante e impregnarme de su
universo literario. La autora de La amiga estupenda explica en esta entrevista de Nicola Lagoia que el texto
«La ciudad involuntaria», de El
mar no baña Nápoles (1953; Premio Viareggio), supuso para ella un punto de
partida para narrar su relación con Nápoles. El malestar de la novelista
napolitana con respecto a su ciudad es un tema fundamental de su obra, tanto en
la tetralogía Dos amigas (2011-2014)
como en sus primeras novelas —sobre todo El
amor molesto (1992) y La hija oscura
(2006), que reseñaré próximamente—. Ferrante escribe sobre la Nápoles
embrutecida y pobre de la posguerra, en la que ella se crió, un lugar en el que
lo tradicional (y, en particular, la religión y el patriarcado) convive con el
anhelo de una «modernización» a medio hacer que frustra a sus protagonistas,
mujeres con estudios que sienten la necesidad de abandonar su tierra para
sentirse realizadas. Es también esa Nápoles de posguerra la que retrata Anna Maria Ortese (Roma, 1914 – Rapallo, 1998) en El mar no baña Nápoles. Dos escritoras, dos generaciones, enlazadas
por su relación incómoda con Nápoles.
Anna
Maria Ortese es una escritora difícil de clasificar. De origen humilde, su
infancia transcurrió entre diversas ciudades italianas, entre ellas Nápoles.
Tuvo una formación autodidacta y se dedicó al periodismo, lo que la llevó a
viajar, a convertirse en una mujer de mundo. En este contexto hay que situar El mar no baña Nápoles, un libro que
comprende cinco relatos, entre la ficción y la crónica, conectados por la
ciudad. En el momento de su publicación, fue juzgado como un libro «contra
Nápoles», acusación de la que la autora se defiende en un prólogo escrito en
1994. Ortese argumenta que, si bien la devastación de Nápoles por la Segunda
Guerra Mundial era una realidad, su punto de vista está condicionado, además,
por el desarraigo que ella experimentaba. La «neurosis» (sic), dice, hacía
insoportable su comprensión del entorno («detestaba con
todas mis fuerzas la llamada realidad. [...] era para mí incomprensible y
alucinante», p. 8). Por lo tanto, no
hay que interpretarlo como un exponente del neorrealismo, como se valoró
entonces, sino como el resultado de un
profundo (y febril, y surrealista) desarraigo, que al final provocó que
Ortese abandonara Nápoles para siempre.
En El mar no
baña Nápoles hay dos cuentos, que abren la compilación, y tres textos que
por su concepción —una mujer, la autora, recorre las calles de la ciudad y cuenta
lo que llama su atención— se acercan más a la crónica. En todos su estilo es
preciso, sutil y poético, salpicado del dialecto de las clases populares que
la rodean. Ortese pone el dedo en la llaga, pero con elegancia, sin adoptar jamás
el tono de un panfleto. En el primero, «Unas gafas», narra una fábula
desoladora que utiliza la ceguera como
símbolo de la esperanza. Una niña con vista deficiente sueña con tener unas
gafas para ver mejor su entorno; fantasea con un espacio bello, acogedor («el
mundo, afuera, era hermoso, muy hermoso», p. 16). Es feliz en su ingenuidad, en
su desconocimiento, mientras que los adultos, que sí ven, están llenos de
amargura, han perdido la capacidad de celebrar los pequeños hallazgos
cotidianos. En lugar de alegrarse porque ella pueda tener unas gafas, maldicen
el coste de estas y le espetan un «Hija, para lo que hay que ver…» (p. 15). Los
que ven viven resignados en la racionalidad de la miseria; la niña casi ciega todavía puede evadirse con la imaginación, todavía puede soñar. ¿Se romperá el hechizo
cuando estrene las gafas?
El
segundo relato, «Interior familiar», más costumbrista, sigue a una mujer
soltera que mantiene a su familia. Ella, que regenta su propio negocio, lleva una «vida de hombre llena de responsabilidad, números,
trabajo». La noticia del regreso de un antiguo amor, no obstante, altera su orden («La vida… qué cosa extraña, la vida. De vez en cuando
parecía comprender lo que era, y luego, zas, se olvidaba, volvía el sueño.», p.
69). Anna Maria Ortese construye un cuento sencillo en apariencia, estático,
compuesto apenas de los rumores que se difunden sobre el hombre, que son
suficientes para desencadenar la acción en la mente de la protagonista, que por
si fuera poco es testigo del romance de su hermana. El hecho de
replantearse su vida, de preguntarse si aún está a tiempo de dar marcha atrás,
de pensar en ella misma, entronca de nuevo con la falta de expectativas colectivas. «Eran los mismos, aunque en
realidad habían cambiado. La vida, en los de su casta, no producía más que
esto: un débil sonido.» (p. 69); así se perciben a sí mismos, como seres
insignificantes. La escena, además, se desarrolla el día de Navidad: en esta fecha
tan simbólica, la mujer, católica devota, se da cuenta de que los valores en los que ha
creído no le han generado felicidad.
El resto de textos siguen a una paseante que, cual Walter Benjamin, se abandona
en la multitud y funde su experiencia con la de la ciudad hasta proyectar
una imagen desnaturalizada de la misma. La particularidad de Anna Maria Ortese
reside en que ella no se integra en la multitud —su perspectiva está planteada
como un «regreso» tras la guerra, por lo que mira Nápoles con los ojos de quien
la conoció antes y quien la conoce ahora, después de haber recorrido el mundo,
de haber tomado conciencia de que existen otras realidades, que la vida no
termina en esas calles sucias—, de modo que su mirada resulta crítica e incisiva, presta atención a detalles
que pasarían desapercibidos, por la costumbre, a quien los ve a diario. Sin ir
más lejos, en «Oro en Forcella» describe con implacable crudeza la hipocresía
de la religión: «Contrastaba con esta salvaje dureza de los callejones la
suavidad de los rostros que representaban vírgenes, niños y mártires, que
aparecían en casi todas las tiendas […] los afectos se habían convertido en
culto, y justamente por esta razón habían degenerado en vicio y locura» (p. 76).
No es la única vez que Ortese se refiere al catolicismo; la fe choca con los
modales bruscos de la gente, la precariedad —la paseante presencia una
transacción de objetos—, la «deformación» que la autora percibe desde su
particular neurosis.
La
degradación de Nápoles se representa además en la degeneración del cuerpo, que a menudo sufre alguna
mutilación o se le atribuyen rasgos a priori contradictorios con su naturaleza. En «La ciudad involuntaria» comenta: «Mujeres, que de mujer
no tenían más que una falda y unos cabellos […] En muchas familias, como en la
De Angelis, había un sujeto que se presentaba como enfermo mental […] Esta
infancia no tenía de infantil más que los años» (p. 108). Niños sin infancia,
mujeres apocadas, la enfermedad mental como algo común y aceptable (también a
la niña del primer relato, «Unas gafas», le decían: «No eres guapa, todo lo
contrario, y pareces ya una vieja», p. 31). Estas solo son las muestras
individuales de una ciudad degenerada en conjunto, porque «Solo una sociedad
profundamente enferma podría tolerar, como Nápoles tolera, sin turbarse, la
putrefacción de un miembro suyo» (p. 85). Ortese es dura, despiadada, no hay ni
una pizca de luz en esta crónica (ni falta que le hace: al fin y al cabo, lo
que engrandece el libro es su lucidez, que nace de la mezcla de realidad y fantasía).
El texto que más incomodó a sus coetáneos es el último y el más extenso,
«El silencio de la razón», en el que la autora se reencuentra con viejos
colegas para escribir un reportaje sobre los escritores napolitanos jóvenes. Espera
que colaboren, pero se da de bruces con una situación inesperada: los
compañeros de antaño ya no tienen aspiraciones, están anclados en una rutina
que repite las mismas pautas que sus padres, y envidian en secreto el mundo de
la paseante. El relato resulta terriblemente incómodo, para ella, que ya no
encaja en Nápoles, y para ellos, que son, en cierto modo, víctimas de la ciudad
y su tiempo. Dice Ortese que «La ciudad se volvía súbitamente ruidosa para
no reflexionar, al igual que un infeliz se emborracha. Pero no era alegre, no
era nítido, no era bueno ese rumor denso hecho de chácharas.» (p. 160). Y es
que, más que a la pobreza, la desigualdad o el azote de la religión, la crítica
más afilada se dirige al desapego, a ese estado imperturbable pero sin embargo desasosegante,
en el que se ha perdido el fluir de la
fantasía, la emoción, los sueños. Ortese se siente desarraigada de lo
«real» porque lo real carece de ilusión. «Todo, aquí, olía a muerte, todo
estaba profundamente corrompido y muerto» (p. 188-189). De vida, carece de
vida.
Anna Maria Ortese |
El
título viene de esta metáfora-reflexión: «Aquí, el mar no bañaba Nápoles. Estaba segura
de que nadie lo había visto ni lo recordaba. En este hoyo tan oscuro, no
brillaba más que el fuego del sexo, bajo el cielo negro de lo sobrenatural.»
(«Oro en Forcella», p. 76). El mar, un elemento natural, se contrapone
a la ciudad, creación humana, tanto en lo material como (y sobre todo)
en lo ideológico. El sexo y la oscuridad evocan ese lado de la realidad que
choca con la pureza pretendida de los valores cristianos. El olvido del mar y
la incapacidad para verlo (de nuevo, la metáfora de la ceguera) supone la prueba
definitiva de la degradación de la ciudad y de los individuos que se funden en
ella (Elena Ferrante, en su última novela, La niña perdida, tampoco se reconcilia del todo con su ciudad pese a haber
sido testigo de la ¿evolución? del siglo XX; aunque, en su caso, extrapola sus
males a los de todo Occidente: «el sueño de progreso sin límites es, en
realidad, una pesadilla llena de ferocidad y muerte», p. 380). Nápoles, bajo la
mirada desarraigada de Ortese, ha llegado a un estado tal de desnaturalización
que hasta el mar deja de bañarla, como si dijera que cualquier esperanza se ha
perdido.
*Fragmento de «El silencio de
la razón», p. 166.
Fotografías
de la posguerra en Nápoles aparecidas en un reportaje de la revista Time a propósito de Elena
Ferrante.
Si me paro a pensar... A la narrativa italiana apenas me he acercado y poco conozco de ella. Este libro ni me sonaba ni su autora tampoco. Y me lo llevo bien apuntado.
ResponderEliminarBesotes!!!
Yo soy una principiante y estoy descubriendo a autores muy interesantes (Natalia Ginzburg, Cesare Pavese, Marisa Madieri, la propia Ortese, Elena Ferrante, Erri De Luca...). Ahora tengo muchas ganas de leer a Italo Calvino y Grazia Deledda.
EliminarRealmente eres una devoradora de libros, te felicito y estoy siguiendo tu blog. Al ver tu sitio, de verdad fomentas que una siga y siga abriendo páginas y mundos. Saludos desde Chile.
ResponderEliminarMuchas gracias, Carolina.
EliminarJusto leí el ensayo "La ciudad involuntaria" de este libro, y estoy de acuerdo que "la degradación de Nápoles se representa además en la degeneración del cuerpo" de algunos habitantes del edificio Granili III y IV. Me impresionó mucho el estilo de Ortese.
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