31 agosto 2016

Un amor que destruye ciudades - Eileen Chang



Edición: Libros del Asteroide, 2016 (trad. Anne-Hélène Suárez y Qu Xianghong)
Páginas: 120
ISBN: 9788416213702
Precio: 17,95 € (e-book: 12,99 €)

Eileen Chang (Shanghái, 1920 – Los Ángeles, 1995) es la última escritora olvidada que Libros del Asteroide ha dado a conocer. En los países anglosajones ya hace tiempo que la disfrutan —sus novelas se han publicado en la colección Penguin Modern Classics—, un dato que de entrada avala el interés por recuperarla. Antes de comentar Un amor que destruye ciudades (1943), su único libro traducido por ahora, me gustaría dar algunas pinceladas sobre la biografía de la autora. Chang nació en el seno de una familia de clase alta, aunque no gozó de un hogar al uso, puesto que sus padres se divorciaron cuando ella era aún muy pequeña y sufrió los maltratos de su progenitor hasta que pudo mudarse con su madre. El padre era un hombre tradicional, adicto al opio, mientras que la madre, educada en Inglaterra, tenía ideas más modernas. Chang estudió literatura en la Universidad de Hong Kong y comenzó a publicar muy joven. Sus cuentos aparecieronn en revistas, lo que la convirtió pronto en una autora popular. Se casó en 1943 para divorciarse tres años más tarde. En 1955, con el establecimiento del régimen comunista, se marchó a Estados Unidos, donde impartió clases y continuó escribiendo. Nunca regresó a China, donde, a propósito, el régimen relegó su obra a un lugar secundario, hasta que fue redescubierta en los años noventa.
La editorial la promociona al lado de nombres como Irène Némirovsky o Stefan Zweig, haciendo hincapié en el hecho de encontrarse entre dos mundos, dos ambientes, con una realidad a punto de desaparecer. En efecto, la propia Chang conoció las dos caras de la moneda y recrea las tensiones entre tradición y transformación social en la China de los años cuarenta, aunque, y esto es importante, no aborda de forma directa la política ni los grandes acontecimientos históricos, sino lo que ella llama «las cosas triviales que suceden entre hombres y mujeres». Y, como ya han demostrado muchas escritoras, esas cosas triviales pueden ser eficaces para captar las inquietudes de toda una sociedad. Un amor que destruye ciudades sigue a Liusu, una mujer divorciada de veintiocho años que, siguiendo las convenciones sociales, tras el divorcio tuvo que volver a su antiguo hogar: una familia acomodada venida a menos, una estructura particular en la que solo se tiene en cuenta la opinión de los varones de honorabilidad intachable. En casa vive también su hermana menor, todavía no casada, a quien los mayores buscan marido. Sin embargo, el pretendiente se fija en Liusu, y Liusu en él. Y aquí empieza el enredo.
La protagonista se debate entre permanecer fiel a su clan o iniciar un romance que le dé la oportunidad de adquirir cierta independencia. No solo se trata de elegir entre familia o pasión —Liusu, de hecho, es cauta en sus afectos: desconfía del hombre porque no deja de ser un desconocido. No hay que pasar por alto que es una mujer experimentada, por lo que no vive el amor arrebatado de una jovencita—, sino de libertad individual. Desde antes de la entrada en escena del pretendiente, Chang deja entrever que Liusu se siente profundamente incómoda en el caserón familiar: no se entiende con sus cuñadas, se ve sometida al ninguneo por su condición de divorciada (consideran que ha humillado a su estirpe). Un ambiente, en definitiva, patriarcal, clasista y opresivo, una jerarquía en la que determinadas acciones restan influencia en la toma de decisiones conjuntas. Es algo más complejo que el dominio del hombre sobre la mujer: por un lado, ellas también muestran actitudes machistas, materializadas en envidias y juicios despectivos; por el otro, se cuenta cómo un hermano perdió autoridad por un comportamiento inadecuado. Liusu querría abandonar la casa, pero no tiene estudios suficientes para ejercer una profesión cualificada con la que mantenerse, y aceptar un trabajo como empleada supondría rebajar su estatus.
Solo le queda una opción: un segundo matrimonio. Una mujer sola, sin educación superior, se encuentra con serias dificultades para ser independiente —una crítica feroz de Chang, ella misma divorciada e hija de padres divorciados—; tiene que «pertenecer», esto es, tiene que ser mantenida por un hombre, sea el padre, el hermano o un marido. La autora, a través de la búsqueda de pretendiente para la hermana menor, evidencia la rigidez de las costumbres de la época, en la que la chica no tenía voz ni voto en la elección; su familia decidía por ella. Como reza un refrán citado en el libro, «Primeras nupcias, cuestión de familia. Segundas nupcias, cuestión personal» (p. 65). En esa «cuestión personal» reside la oportunidad de Liusu: ahora, como divorciada, puede decidir si quiere casarse otra vez o no, y, en caso de hacerlo, tiene más libertad en el cortejo, y es gracias a esto que puede conocer al pretendiente, decidir si le conviene o no antes de contraer matrimonio. Hablemos del pretendiente, pues: Liuyan, hijo de una concubina, un hombre de mundo que ha vivido en Inglaterra. Es crucial que no sea un chino «ejemplar» según los valores tradicionales: su nacimiento ilegítimo y su contacto con Occidente lo convierten en un elemento rupturista, dispuesto a romper las viejas estructuras porque él tampoco encaja en ellas. Era necesario que fuera así para, no solo enamorarse de una mujer divorciada, sino estar dispuesto a luchar por su relación.
El título plantea una metáfora con el contexto de guerra en el que se desarrolla el romance de Liusu y Liuyan: mientras ella rompe las reglas e intenta construir una nueva vida (no sin renuncias), la ciudad de Hong Kong, donde se instala, es invadida y ya no volverá a ser como antes. Para que su amor prospere, ha tenido que caer una ciudad. O, dicho de otro modo, para que se produzcan cambios individuales deben producirse asimismo transformaciones colectivas. Chang relaciona de este modo lo personal y lo social, con una historia muy sencilla en la trama pero simbólica en el fondo, porque la protagonista representa las preocupaciones de la generación que se atrevió a hacer frente a las convenciones. Sería un error considerarla una novela romántica —un error que se suele cometer con Jane Austen, con quien tiene puntos en común—, ya que, más que guiarse por la subjetividad del sentimiento, Chang presenta a una mujer muy racional y analítica, que estudia bien sus posibilidades y no se deja llevar por el impulso ni por la pasión ciega. Su interés se encuentra en la realidad social; el amor es la excusa para mostrar las fisuras de una sociedad al borde del abismo. Como narradora, Chang es pulcra y fina, una escritora delicada que con pocos trazos construye un excelente retrato de una mujer y un contexto específicos. No recurre al flashback para contar el divorcio; le basta con narrar el ahora y dejar entrever lo justo y necesario del pasado.
Esta edición incluye el relato «Bloqueados», igualmente notable, que tiene una concepción del tiempo similar a La señora Dalloway, de Virginia Woolf, por cómo en un espacio de apenas unas horas o minutos estira el hilo para ahondar en la aflicción de los personajes (toda la vida en un instante, por así decirlo). El argumento es simple: un anodino viaje en tranvía se bloquea. Durante el parón, los pasajeros reflexionan sobre sus problemas cotidianos y fantasean con la posibilidad de dejar de ser quienes son mientras juegan a adivinar la identidad de sus acompañantes. En concreto, Chang se centra en un hombre y una mujer de situaciones personales muy distintas que por unos minutos parecen capaces de unirse («Normalmente, era contable, padre de sus hijos, cabeza de familia, pasajero del tranvía, cliente de las tiendas, ciudadano. Pero para esta mujer que no sabía nada de él, era solo un hombre.», p. 108). De nuevo, establece un paralelismo entre lo colectivo y lo individual: mientras la ciudad (representada por el tranvía) se bloquea, los pasajeros sufren un revés inesperado que les hace replanteárselo todo («La ciudad de Shanghái entera se había echado una cabezada y había tenido un sueño absurdo», p. 112), aunque solo sea por un momento.
Eileen Chang
La recuperación de Eileen Chang es, en fin, un gran acierto. Pertenece a un tiempo y un lugar específicos —la China de los años cuarenta—, que pueden resultar ajenos al lector de hoy; pero su sensibilidad literaria, por así decirlo, no está tan alejada de la de autoras más conocidas por estas latitudes, como Virginia Woolf, Stella Gibbons o Rosamond Lehmann (sin su humor British, claro). Como ellas, Chang toma como punto de partida las vicisitudes de un personaje femenino, y se sirve de sus anhelos, sus amores y sus quehaceres domésticos para construir un agudo retrato de la sociedad —las costumbres, los roles, la rigidez—, que trasciende la experiencia personal. Solo se le puede hacer una crítica a Un amor que destruye ciudades: la nouvelle y el relato saben a poco para descubrir a la que, según la promoción editorial, es la gran escritora china del siglo XX. Es buena, sí, pero hay que leerla más. Ojalá pronto haya más Eileen Chang en castellano.
Fotogramas de la adaptación al cine de la novela, Love in a Fallen City (1984), dirigida por Ann Hui.

29 agosto 2016

La hija oscura - Elena Ferrante



Edición: Lumen, 2015 (trad. y prólogo de Edgardo Dobry)
Páginas: 391-531
ISBN: 9788426403193
Precio: 25,90 €
Esta novela se puede encontrar en el volumen Crónicas del desamor.

«Las cosas más difíciles de contar son las que nosotros mismos no llegamos a comprender» (p. 394). Son palabras de la narradora de La hija oscura (2006), una mujer de mediana edad, divorciada y con dos hijas ya adultas, que pasa un verano peculiar en un pueblo de la costa italiana, donde coincide con unos ruidosos turistas napolitanos que le traen a la memoria su infancia en un barrio humilde de dicha ciudad. Esta es la novela que Elena Ferrante (Nápoles, 1943) publicó justo antes de Dos amigas (2011-2014), la tetralogía que la ha hecho célebre, y esto no es un dato baladí: los entresijos de la amistad entre mujeres, un tema fundamental de la saga, encuentran su raíz en esta obra. Con matices ligeramente distintos, eso sí: en esta ocasión no plantea una amistad de dos coetáneas a lo largo de la vida, sino algo que podríamos llamar simpatía mutua entre la mujer madura y una chica de la familia napolitana. Tanto este como los otros dos libros reunidos en Crónicas del desamorEl amor molesto (1992) y Los días del abandono (2002)— son textos mucho más breves que Dos amigas, por lo que se centran en pocos personajes, se desarrollan en menos tiempo y, muy importante, tienen la sordidez característica de la autora mucho más acentuada.
La narración sigue el esquema habitual de Elena Ferrante: primera persona de una mujer (que podría ser la misma en todas sus novelas: la napolitana de infancia convulsa que ha estudiado y ha huido de ese entorno, aunque nunca abandona la tensión por su origen), capítulos cortos y estructura que empieza por el final, es decir, cuando la acción ha concluido. En La hija oscura, Leda, la protagonista, sufre un accidente de tráfico como consecuencia de un dolor en el costado. Entonces, vía la técnica de retrospección, nos cuenta de dónde viene ese dolor; un dolor ligado a esas cuestiones inexplicables que enuncia, porque la vida, al menos tal como la retrata Elena Ferrante, no funciona por causalidad, no todo tiene una justificación o un remedio y, al entrar en su universo, el lector acepta las zonas grises, la insinuación, las preguntas sin respuesta, como bien demuestra en La niña perdida. Volviendo a La hija oscura, Leda, al contemplar a los napolitanos, se fija en una madre joven que no parece encajar con la prole: Nina, una chica más fina, atractiva e inteligente, que juega tranquilamente con su hija y la muñeca de esta. La hija de Nina se llama Elena, aunque el resto de la familia utiliza la forma dialectal, Lenù o Lenuccia. Se llama como la narradora de Dos amigas, y el nombre de Nina se asemeja a su vez al de la coprotagonista (Lina, Lila).
El interés de Leda por Nina surge, de entrada, por la identificación: Leda también fue una muchacha que no encajaba con sus parientes toscos y escandalosos. Estudió, se refinó, se marchó de Nápoles; ahora es una profesora de literatura que nadie tomaría por una napolitana de barrio (una profesión de letras, como todas las protagonistas de Ferrante: «Leer y escribir ha sido siempre mi modo de apaciguarme», p. 437). Nina trata asimismo de huir. Su rebelión es sutil y silenciosa —se aprecia en detalles como referirse a su hija como Elena, ciñéndose al italiano normativo, sin rendirse al dialecto que reina a su alrededor, inseparable de la rudeza y el embrutecimiento («Las lenguas tienen para mí un veneno secreto que cada cierto tiempo se activa y contra el cual no hay antídoto», p. 406)—, pero suficiente para que una observadora atenta como Leda repare en ella. Sin embargo, Nina, cuyo rol recuerda al de Lila en Dos amigas, no es libre para marcharse como lo fue Leda en su momento: tiene una hija, que la emparenta con esta repulsiva familia. Nina demuestra con su comportamiento que tiene la motivación de no ser como ellos, de no educar de ese modo a la niña, pero está atrapada. Si Leda encuentra en Nina a alguien que le recuerda a sí misma, Nina ve en Leda a alguien que la podría ayudar. Así se traza esta singular amistad femenina intergeneracional.
No obstante, ni Leda ni Nina están tan «limpias» como aparentan. Se perciben a sí mismas de forma distinta al colectivo napolitano, pero bajo la apariencia de sensatez esconden esos actos impulsivos para los que la narradora no encuentra explicación. Esos actos las acercan más a la irreflexión, la brutalidad asociada al temperamento napolitano (la frantumaglia, como lo llama la autora), como si nunca se hubieran desligado de él y estuviera ahí, listo para salir a la superficie en los momentos de debilidad («Eran clavados a la familia de la que me había apartado desde niña. No los aguantaba y sin embargo me tenían atrapada, los llevaba a todos dentro», p. 477). Es quizá el tema más importante de toda la obra de Elena Ferrante: la raíz imposible de extirpar, por mucho que se cubra de mil capas de refinamiento, de erudición y distancia. El instinto frente a la razón, la pulsión frente al control. La historia, además, está impregnada de un halo turbio, que advierte que estas no serán unas vacaciones plácidas (Leda, nada más instalarse, descubre un insecto repugnante: un aviso de lo que está por venir). No es la sordidez de una novela de misterio, sino la de quien se fija en el lado «sucio» de la realidad, la pobreza, la mala educación, la violencia. La autora no se compadece de sus personajes; siempre es dura, implacable incluso, y esta novela no es una excepción.
La amistad entre Leda y Nina, por lo tanto, no sigue el curso de una bienintencionada relación entre una mentora y una alumna arquetípicas. Parte de la «impureza» de Leda, por llamarla de alguna manera, reside en sus celos, celos de Nina, celos de su juventud, de su gracilidad, de su futuro lleno de posibilidades. Y, por encima de todo, celos de su hermosa relación con la pequeña Elena. Leda mira fascinada cómo madre e hija juegan con la muñeca, cómo son capaces de construir complicidad entre el ruido. Leda, en cambio, nunca ha tenido una relación fácil con sus hijas («Siempre llega el momento en que los hijos te dicen con rabia infeliz por qué me has dado la vida», 417). Reflexiona sobre la relación con los hijos cuando estos se hacen adultos: la recuperación de la independencia, el sentirse de nuevo dueña de sí misma y, sin embargo, las fisuras, la contradicción de sentirse más próxima a una joven desconocida que a sus propias hijas. Aunque la acción transcurra durante el verano, la novela comprende una vida entera, y bastan unas pocas pinceladas, unos recuerdos, para plasmarla (en esto se nota la influencia de Virginia Woolf). Elena Ferrante adelanta en La hija oscura lo que luego desarrolló en Dos amigas: los enredos de la amistad femenina, con la identificación, las triquiñuelas, la envidia latente, la tendencia a idealizar o rebajar a la otra solo con las imaginaciones de una misma. No necesita construir personajes malévolos o antipáticos; lo cuenta con personajes que se muestran respetuosos, agradables, cívicos. Las sombras, claro, van por dentro.
Por otro lado, tampoco es casual (en Elena Ferrante no hay nada casual ni trivial) que la niña, Elena, juegue con una muñeca. Sí, como las protagonistas de La amiga estupenda, esas muñecas perdidas que lo desencadenaron todo... En ambas obras la muñeca adquiere un simbolismo trascendental por lo que significa el juguete para sus dueñas. Para una niña, la muñeca no es un mero objeto, sino un espejo con el que representa, sin ser consciente de ello, su particular forma de aprender a estar en el mundo: la imitación del comportamiento de los adultos, la proyección de sus inclinaciones, sus deseos, sus miedos. Se trata, por si fuera poco, de una «amiga» para la niña, que pasa a formar parte de su universo de relaciones. La muñeca de Elena, sin ir más lejos, une a madre e hija, que juegan juntas, la una le enseña el mundo a la otra a través de la muñeca. Es una muñeca vieja, medio estropeada —a un niño le da igual que su juguete se rompa o ensucie; sigue siendo su preferido, ve algo en él que los adultos no son capaces de entender, un vínculo más allá de lo material—; encarna en su cuerpo toda la sordidez del relato. Y lo que ocurre con ella también.
La hija oscura es, en suma, otra demostración de la maestría narrativa de Elena Ferrante: sutileza, tensión, revelaciones en el momento preciso, escritura de alto nivel, introspectiva y reflexiva, con un enfoque de género que ahonda en cuestiones que atañen a las mujeres (entresijos de la amistad femenina, maternidad, relación con los hijos adultos, la concepción del propio cuerpo y el de los demás) y en el tema transversal de la identidad entre dos aguas de quien se marcha de una comunidad para integrarse en otra, sin dejar nunca la primera pese a poner todo su empeño en ello. Una novela brillante, que ilumina las zonas oscuras —las que no se llegan a comprender, las difíciles de contar— de esta peculiar relación entre dos mujeres tan diferentes y no obstante tan parecidas. Hay mucha emoción contenida en pocas páginas; la autora domina el formato breve tan bien como su vastísima saga. Y es que Elena Ferrante no tiene obra menor: es espléndida siempre.

03 agosto 2016

Los días del abandono - Elena Ferrante



Edición: Lumen, 2015 (trad. Nieves López Burell; prólogo de Edgardo Dobry)
Páginas: 177-390
ISBN: 9788426403193
Precio: 25,90 €
Esta novela se puede encontrar en el volumen Crónicas del desamor.

¡Era todo tan casual! De jovencita me había enamorado de Mario, pero habría podido enamorarme de cualquier otro; solo se trata de un cuerpo al que terminamos por atribuir algún significado. Cuando llevas con él un largo período de vida, acabas pensando que es el único hombre con el que puedes sentirte bien, le atribuyes quién sabe qué virtudes decisivas, y sin embargo es solo un gaznate que emite sonidos engañosos; no sabes quién es realmente, no lo sabe ni él. Somos ocasiones. Consumimos y perdemos nuestra vida solo porque hace mucho tiempo un tipo con ganas de descargarnos dentro su pene fue amable y nos eligió entre todas las mujeres. Tomamos por cortesías dirigidas solo a nosotras el banal deseo de follar. Nos gustan sus ganas de follar, estamos tan obcecadas con él que creemos que son ganas de follar precisamente con nosotras, solo con nosotras. Oh, sí, él, que es tan especial y que nos ha reconocido como especiales. Les damos un nombre a esas ganas de coño, las personalizamos, las llamamos «mi amor». ¡Al diablo con todo, menudo engaño, menudo estímulo infundado! Igual que una vez folló conmigo, ahora folla con otra, ¿qué pretendo? El tiempo pasa, una se va, otra viene.*

«Un mediodía de abril, justo después de comer, mi marido me anunció que quería dejarme». Con estas palabras empieza Los días del abandono (2002), la segunda novela de la misteriosa Elena Ferrante (Nápoles, 1943), publicada diez años después de su debut, El amor molesto (1992). Unas palabras en las que, como es habitual en la autora, una revelación trascendental se funde con una acción tan cotidiana como comer —en La niña perdida (2014), a propósito, observa: «Ocurría con frecuencia que la cotidianidad irrumpía como una bofetada, convirtiendo en irrelevante, cuando no ridículo, todo fantaseo tortuoso.» (p. 265)—. Habla en pasado, porque todo eso ya ocurrió; sus obras siempre reconstruyen la historia tomando como referencia el acontecimiento anunciado en la primera frase, sea una muerte, una desaparición o una ruptura. En esta ocasión, el relato, de nuevo narrado por una voz femenina, va del abandono, pero no exactamente del abandono del marido a la esposa, sino del abandono de la mujer hacia sí misma (y a los que dependen de ella) por su incapacidad para asimilar que él la ha dejado por otra.
Nos habla Olga, una mujer de treinta y ocho años, napolitana de origen pero afincada en Turín, madre de dos niños. Intenta dedicarse a la escritura, pero ha sacrificado su carrera para que el marido progrese en la suya. Tiene mucho en común con las protagonistas de otras novelas de Elena Ferrante (la mala relación con Nápoles, la huida de sus orígenes embrutecidos, la profesión artística, el deseo de prosperar que se ve frustrado por las obligaciones domésticas), aunque hay dos rasgos que llaman la atención. El primero es que la historia se desarrolla en Turín; no hay retorno a Nápoles. Turín, donde Cesare Pavese se suicidó y Friedrich Nietzsche perdió la cordura. La protagonista sufre un proceso de enajenación mental que podría ser un guiño a ese imaginario colectivo sobre la ciudad. Aunque, dado que se cree que Elena Ferrante vive en Turín, podría tratarse de una decisión fundamentada sencillamente en la proximidad. Por otra parte, el segundo detalle llamativo es el nombre de la mujer: Olga. La autora suele decantarse por nombres de origen grecolatino (Elena, Delia, Leda), y esta elección de un nombre ruso no es casual. En la novela abundan las referencias a Anna Karénina, no tanto por la infidelidad como por la decadencia final del personaje, su desesperación. En cierto modo, Los días del abandono —y, a su manera, la saga Dos amigas— puede leerse como una respuesta actual (y contada desde una perspectiva femenina) al clásico drama decimonónico de la mujer traicionada.
El ex marido es Mario, ingeniero. Como Olga, procede de un entorno humilde, pero, a diferencia de ella, se ha labrado una carrera sin que los niños y el hogar entorpezcan su camino (puede considerarse un precedente de Nino Sarratore, de Dos amigas, aunque Mario se muestra mucho más íntegro. Basta fijarse en el detalle de que él mismo da la cara y afronta el divorcio). Deja a Olga por una chica casi adolescente, y así comienza a rabiar Olga. La ruptura surge como un cambio inesperado, un peligroso vuelco a una estabilidad que ha luchado por mantener desde su matrimonio. También es una cuestión de orgullo, celos, desvaríos acerca de lo que hacen. Lo que le ocurre a Olga se define con palabras como obsesión y autodegradación. Hay deseo de venganza, pero a quien más daño hace (un daño por momentos físico que simboliza el daño interior) es a sí misma y a los que están a su cargo (hijos, perro). Elena Ferrante retrata con maestría la degeneración de una mujer que ha perdido el control sobre su vida, la angustia, la locura y la turbiedad que la acompañan; unas sensaciones que se meten en el estómago, porque esto no va de llegar al corazón, sino de remover las entrañas con ese lado «incómodo» de la realidad. Incómodo, sí, porque tan pronto nos reconocemos en él —en su miedo, su vulnerabilidad, su irresponsabilidad, su malicia, su estar al borde del colapso— como nos produce rechazo. Es aquello que no se quiere ver, que se intenta contener, y por eso mismo tiene tanto mérito que la autora lo narre, y lo narre con tantísima verosimilitud.
Antes he dicho que no hay un retorno a Nápoles; sin embargo, no es del todo cierto. No hay un viaje como tal, pero la transformación de Olga tiene mucho que ver con el resurgir del origen embrutecido, un origen que se ha esforzado mucho en disciplinar. Nápoles es una ciudad singular, como bien retrata Anna Maria Ortese en El mar no baña Nápoles (1953). En ella se funden los instintos primarios con los sueños de progreso, la mecanización de la razón con la fuerte presencia del catolicismo. Olga se crió en una ciudad empobrecida por la posguerra, entre tosquedad, gritos y dialecto, entre violencia física y verbal. Su salida supuso más que un cambio de hábitat: estudió, perfeccionó el italiano normativo, corrigió sus formas, se estableció en una ciudad urbanita. El traslado del barrio napolitano a otra ciudad, para la autora, es comparable al ascenso de clase social, solo que ese «ascenso» nunca culmina porque la protagonista no suelta la mochila de Nápoles. Y eso es lo que ocurre aquí: resurge la «frantumaglia», un término que se refiere a la tensión entre la mujer moderna que aspira a ser y los residuos de la mujer tradicional que resiste. Cuando Olga comienza a degenerar, vuelven a ella el vocabulario grosero, las malas formas —véase el fragmento citado arriba—. Incluso descuida su higiene y su imagen; la máxima expresión de degradación para ella. Se obsesiona con el recuerdo de una mujer del barrio que enloqueció por una situación parecida (como Melina, la viuda loca de La amiga estupenda). Teme parecerse a ella; Olga quiere ser la mujer fuerte que su época le exige («Tú eres de hoy, agárrate al presente, no vuelvas atrás, no te pierdas, mantente firme», p. 236).
La novela tiene otra particularidad: es la única obra de la autora hasta la fecha en la que la protagonista tiene un animal de compañía, un perro que de hecho era de su marido, aunque con su marcha se queda a su cargo. También es, probablemente, la novela en la que la protagonista muestra lo peor de sí misma, la violencia y la impudicia (no es que sus otros libros no lo muestren, pero Los días del abandono es muy perturbadora, abundan las referencias a los fluidos corporales, la sangre, la enfermedad, la muerte, el sexo turbio; y la agresividad, visible e invisible, es aún más notable). Dicho de otro modo: el ser humano puede ser más «bestial», más irracional, que un animal, y la presencia del perro enfatiza el contraste. Olga es como una civilización occidental que entra en guerra y, tras destruirse, redescubre que fue inútil tratar de disciplinar los instintos, que lo irracional siempre ha estado ahí, listo para salir a la superficie y arrasar con todo a la mínima demostración de debilidad. En este sentido, su desesperación es una alerta: en cualquier momento puede salir el monstruo que llevamos dentro; la estabilidad es frágil, muy frágil, quizá solo sea una fantasía de nuestra mente, de nuestra necesidad de creer que todo seguirá igual.
Por su exploración del malestar de una mujer con respecto a su relación, la novela entronca con La mujer rota (1968), de Simone de Beauvoir, que se cita en la novela (la afinidad de la autora por la filósofa francesa es más que notable en todos sus libros, que tienen una marcada perspectiva de género), y con Y eso fue lo que pasó (1947), de Natalia Ginzburg. En esta última, la protagonista sufre asimismo por una infidelidad, pero sobre todo por la insatisfacción que le produce descubrir que su matrimonio no fue nunca lo que ella esperaba. Como Olga, se tortura a sí misma, se transforman su forma de hablar y de actuar. Además, tanto Natalia Ginzburg como Elena Ferrante utilizan la enfermedad del hijo como punto de inflexión: de entrada, es un conflicto que aumenta su estrés, pero a la larga libera su sentimiento de pérdida del amado porque las obliga a centrarse en otro asunto; hacen el «clic» mental para salir adelante. Eso sí, la segunda, aun con toda su turbulencia, cierra la historia de una forma más esperanzadora, quizá porque, a pesar de las tensiones del rol contemporáneo de las mujeres que tanto denuncia (esposa, madre, amante, profesional, ama de casa), su horizonte está más despejado que el de la mujer abnegada de posguerra que conoció Natalia Ginzburg.
Como El amor molesto (y como La hija oscura, que reseñaré en los próximos días), Los días del abandono adelanta muchos temas fundamentales de su obra maestra, y lo hace con un estilo más concentrado y sutil, necesario por las condiciones de la novela breve. La voz de la protagonista suena como la de Lenù, pero tiene una evolución en la que se funden tanto la aparente corrección de Lenù como la perversidad de su amiga Lila. La sordidez está más acentuada aquí que en la saga, como consecuencia de abarcar solo la degeneración de una mujer en un momento preciso (y no toda la vida de un barrio a lo largo de las décadas), con la impudicia que eso implica en la trama y en el estilo. Se trata, en cualquier caso, de un libro brillante que no debe ser considerado «menor» con respecto a Dos amigas. El poso que deja nos advierte que el amor puede convertirse en una fuerza irascible, no solo por los hombres que abusan, sino por la autodestrucción de las mujeres que han puesto todas sus esperanzas en una relación fallida.
 *Fragmento de la página 255.
Fotogramas de la adaptación al cine de la novela, dirigida por Roberto Faenza (2005).

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