31 octubre 2018

Los pájaros y otros relatos - Daphne du Maurier

Edición: El Paseo, 2017 (trad. Miguel Cisneros Perales)
Páginas: 264
ISBN: 9788494588594
Precio: 20,95 €

El éxito de novelas como La posada Jamaica (1937), Mi prima Rachel (1951) y, sobre todo, Rebeca (1938), ha dejado la narrativa breve de Daphne du Maurier (Londres, 1907 – Cornualles, 1989) en un lugar cuando menos secundario. No debería ser así, puesto que firmó cuentos de una calidad excepcional que no pueden ser considerados «menores». En 1952 apareció este volumen, con el título El manzano y otros relatos, aunque, después de la brillante adaptación al cine de «Los pájaros» por parte de Alfred Hitchcock en 1963, en las ediciones sucesivas se le cambió el nombre. En un principio la compilación incluía la nouvelle de tintes míticos Monte Verità, que posteriormente se ha publicado por separado. La presente edición de El Paseo consta de cinco relatos largos (de unas cincuenta páginas en adelante), a excepción del último, muy corto. Se encuadran en la ficción gótica y, como siempre que se trate de Du Maurier, la elección del punto de vista y la recreación de atmósferas asfixiantes resultan magistrales.
Antes de comentar cada texto, unos apuntes sucintos sobre el conjunto. En general, las historias se desarrollan justo después de la Segunda Guerra Mundial en Reino Unido y Francia; algunos relatos acentúan el clima de miedo de la guerra fría y los traumas por la contienda bélica recién terminada. Es, además, un contexto en el que se produjeron transformaciones sociales importantes: muchas mujeres se incorporaron al mercado profesional durante la guerra, y con el regreso de los hombres del frente se vieron de nuevo recluidas en casa, una situación a veces difícil de gestionar. Como en Monte Verità, incide en determinadas opresiones, determinadas desigualdades, a través de imágenes poéticas aterradoras, a menudo metáforas de la naturaleza («Los pájaros», «El manzano»). Vale la pena subrayar la originalidad de los planteamientos: todos los cuentos comparten una atmósfera lúgubre, pero ninguno se parece a otro, cada uno ofrece una angustia singular, un camino distinto para llegar a un desenlace perturbador. La construcción, impecable: información bien dosificada, control del tiempo, tensión in crescendo, lección de estilo, sutileza, un tipo de suspense que no utiliza lo sobrenatural de forma evidente. Las piezas encajan y ningún detalle resulta baladí.
En «Los pájaros», el primer relato, una catástrofe natural pone en jaque la seguridad del país. Los protagonistas, un matrimonio humilde con hijos pequeños, viven en una localidad británica durante la posguerra, un entorno en el que reina la sensación de que ya ha pasado lo peor, de que su nación es fuerte y puede hacer frente a cualquier amenaza (los rusos, básicamente). Sin embargo, los pájaros enloquecen de pronto y se revuelven con violencia contra los humanos. La paradoja: cuando el peligro parecía lejos, cuando la técnica lo dominaba todo, un revés de la naturaleza lleva al límite a una sociedad poderosa. Por un lado, los animales, víctimas olvidadas de la civilización, se vengan a su modo, en una alegoría cruel. Por el otro, plantea el pánico de una caída del sistema, el desamparo cuando las fuerzas de seguridad del Estado no alcanzan, el renacer de un instinto de supervivencia inesperado después de haber «ganado» una guerra («¿De qué servía una sola pistola contra todo un cielo cubierto de pájaros?», p. 50). En la actualidad, con los problemas causados por el cambio climático, los sucesos de este tipo no suenan, por desgracia, tan lejanos.

En segundo lugar, «El manzano» está protagonizado por un hombre viudo, sin hijos. En cierto momento, sin saber por qué, la contemplación de un manzano del patio de su casa, un árbol frágil, enfermizo, le recuerda a su esposa fallecida. Poco a poco, se desvelan pinceladas de su matrimonio: su mujer se fue consumiendo, atrapada en el hogar y traicionada por la atracción de su marido hacia una joven. Ahora el hombre es «libre», pero esa imagen, esos remordimientos, encarnados hasta lo macabro en el árbol, devienen una obsesión que lo devora. Como si su esposa, desde el más allá, se vengara convertida en manzano…, o, más bien, como si él hubiera enloquecido porque sabe que en el fondo contribuyó al deterioro de ella. Se juega con esa dualidad, con la posibilidad de lo maravilloso o la más factible del trastorno mental. Una metáfora muy bien encontrada; y una historia, en fin, desasosegante, de una crudeza sin paliativos.
En «El joven fotógrafo» ya no hablamos de personajes de clase media, sino de una marquesa que pasa el verano en la costa de Francia, junto a sus hijas. El marido se ausenta por trabajo. Sola y aburrida, con el empujoncito de sus amigas, la marquesa decide tener una aventura. No surge una pasión como tal, sino que se lo toma como un entretenimiento, una distracción de mujer adinerada sin nada que hacer en sus vacaciones (pese a su nivel de vida, o quizás por ello, vive en una jaula). El elegido para su esparcimiento es un fotógrafo humilde y, para más inri, lisiado. Mantienen una relación asimétrica, en la que la mujer, en contra de lo habitual, maneja los hilos desde su estatus. Con todo, la marquesa comete un error: solo piensa en sí misma. Olvida que el fotógrafo, a quien trata como a un títere, tiene personalidad propia. Cuando él saca su carácter, ella se da cuenta de su imprudencia. Al final, pagará caro su desliz, y no por el hecho de ser infiel a su marido. Este relato es un ejemplo perfecto de cómo dar la vuelta a una situación, cómo revertir los roles de víctima y verdugo.
«Bésame otra vez, forastero», el cuarto relato, gira alrededor de un tipo inocente que se cruza con quien no debe. El terror, más que en los acontecimientos despiadados (que los hay) o los espacios tétricos (que también los hay), se encuentra en el misterio que cada uno de nosotros encierra dentro de sí mismo, las excentricidades, la locura incipiente. Lo que comienza como una tierna invitación a una chica se convierte en un viaje de angustia creciente. Este es el único relato narrado en primera persona, junto con el último, «El viejo». Este, por su brevedad, carece de una trama tan desarrollada como los anteriores: todo se concentra en el recuerdo, como una reminiscencia, del testigo de un suceso dramático en el seno de una familia un tanto extraña, contado con la mirada de quien no comprende todo lo que ocurre, porque no está dentro, no pertenece a ese núcleo, pero observa con atención, trata de recomponer el puzle. De nuevo, se plantean la oscuridad de la vida doméstica y las relaciones de poder.
Daphne du Maurier
Ha pasado más de medio siglo desde que este libro vio la luz, pero la gran literatura no envejece, aún tiene mucho que aportar. Estas piezas –todos– son deslumbrantes, por estilo, por construcción, por sus ambigüedades. La recreación gótica, el suspense psicológico, los personajes atormentados, la violencia silenciada, la naturaleza como territorio hostil; una narrativa que denota influencias de las hermanas Brontë y anticipa a autoras como Joyce Carol Oates, aunque Du Maurier, por supuesto, tiene una voz personal inconfundible. Para mí, leer estos cuentos ha supuesto un antes y un después en mi vida lectora, ha sido uno de esos libros que me reconcilian con la lectura y me recuerdan todo lo que puede dar de sí un género como el terror cuando está en buenas manos. Las de esta escritora son, sin duda, inmejorables.

29 octubre 2018

La Retornada - Donatella Di Pietrantonio


Edición: Duomo, 2018 (trad. Miguel García)
Páginas: 256
ISBN: 9788417128043
Precio: 16,80 € (e-book: 9,99 €)

La Retornada (2017), la tercera novela de Donatella Di Pietrantonio (1962), ha sido un fenómeno en Italia, con un gran éxito de ventas y un reconocimiento como el Premio Campiello. Su historia, que se sitúa en los años setenta del siglo XX, narra el regreso de una muchacha a casa de su familia biológica, en un pueblo de los Abruzos (tierra natal de la autora). En realidad, no se trata de un «retorno» como tal: la niña, de trece años, se ha criado con unos tíos, de mejor posición social, que de pronto se deshacen de ella sin darle explicaciones. La protagonista relata en primera persona su llegada a ese hogar que le resulta ajeno, inhóspito, un hogar donde la comida escasea, todos recelan de ella y las viejas costumbres se imponen. Solo la hermana pequeña, Adriana, la ayuda a adaptarse. No se revela el nombre de la narradora, la llaman por un apodo, la Retornada, como un recordatorio constante de su desarraigo, de que nunca será una de ellos.
Sin duda, el planteamiento, la concepción de la trama, está muy bien encontrado. En el pasado no era insólito que los padres de familias numerosas «cedieran» a uno de sus hijos a unos parientes más adinerados; y en esa localidad de los Abruzos donde se desarrolla la novela se respira lo añejo, el tiempo no transcurre tan rápido como en la capital. La idea de un regreso, de un cambio de familia, puede dar mucho juego. Hasta entonces, la niña había crecido como hija única de unos padres que la mimaban, que estaban pendientes de sus estudios, y además vivía en la ciudad. El retorno supone una transformación en todos los aspectos: familia numerosa, sin recursos, en un hogar minúsculo y descuidado, entre hermanos varones que frecuentan las malas compañías y colchones que huelen a orina. Se produce una pérdida de calidad de vida, tanto en lo material como (al menos de entrada) en lo emotivo, porque sus parientes biológicos no la reciben con los brazos abiertos, ni se muestran proclives a las demostraciones de afecto. Está asimismo la cuestión de la edad: el traslado se da en pleno despertar sexual de la joven, con hermanos adolescentes merodeando por casa.
A pesar de dar con un conflicto con mucho potencial, La Retornada deja la sensación de ser una oportunidad desperdiciada. No basta con tener un buen tema entre manos, hay que saber narrarlo con estilo, exprimirlo, no quedarse en la superficie. Eso es lo que ocurre: la novela resulta demasiado «blanda» en todos los aspectos. El desarrollo, previsible desde el principio. Los personajes, planos y tópicos (la protagonista bella y torturada, la hermanita de buen corazón, el hermano violento y el hermano compasivo, la madre oprimida). Sin embargo, quizá lo peor sea la falta de vigor en la narración, esa voz tan endeble, que no consigue mantener la tensión en ningún momento y cae en los clichés cursis acostumbrados (solo a modo de ejemplo: «aquella oscuridad poblada de respiraciones», p. 23, «esperé una nueva calma dentro del pecho alterado», p. 75, «En mi pecho momentos de frescura en forma de corazón», pp. 83-84).
Donatella Di Pietrantonio
Algunos lectores han visto semejanzas entre La RetornadaElena Ferrante. Estamos en lo de siempre: lo importante es la forma de narrar. De poco sirve que haya cierta afinidad en los temas (mujeres jóvenes en un entorno sórdido, alianza femenina, pobreza, la chica estudiosa en un ambiente humilde), y hasta en los referentes (la autora cita un pasaje de Mentira y sortilegio, de Elsa Morante, en el epígrafe), si difieren por completo en el arte de juntar las palabras, de insuflar vida a los personajes, de dar una vuelta de tuerca al cliché para aportarle algo personal. Una de las características de Elena Ferrante es, precisamente, la complejidad de la relación entre mujeres, los recovecos, la amplitud de su mirada, nunca amable, nunca fácil. La Retornada, en suma, es una novela mucho más llana, insípida y complaciente.

26 octubre 2018

Las soldadesas - Ugo Pirro

Edición: Altamarea, 2018 (trad. Gerardo Matallana Medina; pról. Íñigo Domínguez)
Páginas: 164
ISBN: 9788494833540
Precio: 17,90 €

A Ugo Pirro (1920-2008), nombre artístico de Ugo Mattone, se le conoce sobre todo por su brillante trayectoria como guionista –suyos son, entre otros, los guiones de las películas Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970) y El jardín de los Finzi-Contini (1970), este último una adaptación de la novela homónima de Giorgio Bassani–. No obstante, también cultivó la literatura y escribió libros muy notables, como Las soldadesas (1956), que acaba de publicarse en España por primera vez. Esta novela supuso su debut literario: le permitió asentarse en el circuito intelectual y, de paso, expurgar sus vivencias como teniente en la Segunda Guerra Mundial. Narra su experiencia durante la ocupación italiana de Grecia, donde se encargó de trasladar a unas chicas para que ejercieran de prostitutas para los soldados. En este sentido, tiene dos grandes valores: por un lado, el relato de cómo se abusó de las mujeres durante la contienda; por el otro, un contundente mensaje antibelicista desde dentro del ejército.
El narrador, un joven teniente de veintidós años, relata su viaje por carretera junto a las prostitutas griegas, que asumen su destino con resignación. Él se convierte en «el de las putas» (p. 146), pero su actitud dista mucho de la de un proxeneta. El retrato de las mujeres desde su punto de vista sugiere más bien compasión: va de las condiciones inhumanas –desnutridas, enfermas, obligadas a prostituirse siendo apenas unas niñas– al trato por parte de algunos compañeros –«Parecía uno de aquellos hombres que van por nuestros campos para comprar pollos», en referencia a uno que las manosea (p. 55)–. Más allá de las chicas que transporta, en cada ciudad es testigo del horror que se vive en el país, la violencia, el hambre atroz, las mujeres que ofrecen su cuerpo por un mendrugo de pan para ellas o para sus hijos. A través de la perspectiva del teniente, se muestra cómo la estructura de una sociedad se derrumba por la guerra, cómo los seres humanos pierden su dignidad cuando las necesidades más básicas no se atienden.
–Eftijía, no somos enemigos… Las cosas son así… Nunca lo hemos sido… No se llega a serlo de un día para otro, no basta con una orden desde arriba para que nazca el odio en el interior. Para que crezca el odio se necesita tiempo… A veces no es suficiente ni siquiera un siglo… El amor es diferente: un chico ve a una chica y se enamora al instante… No…, no…, no hay una sola razón que justifique esta sangre…, esta hambre que os consume hasta la vergüenza…
Es interesante analizar los vínculos entre el narrador y las mujeres después de pasar tantas horas juntos. Para empezar, las individualiza: para él no son «las prostitutas», en bloque, sin identidad, sino que las llama por su nombre, distingue rasgos, caracteres; una demostración mínima de humanidad en circunstancias límite. En segundo lugar, no las sexualiza: la malaria, sus cuerpos menguados, su miedo y su sometimiento anulan prácticamente el deseo en la mirada del narrador. El afecto que siente hacia ellas no se corresponde al del enamorado ni al del amante; se asemeja al del camarada que se compadece de ellas y se frustra por no poder ayudarlas. Con dos de ellas tiene un trato más estrecho y hay emoción en las despedidas, rabia en los abusos, impotencia en las agresiones. A todo esto, el teniente lo desconoce todo de ellas, desconoce quiénes eran antes de la guerra, con quién compartían su tiempo. La suya es una amistad, si se puede llamar amistad, con fecha de caducidad, en unas condiciones excepcionales en las que el instinto de supervivencia se impone a los lazos sociales.
Entonces ya no me asustaba darme cuenta de que ni tan solo por un segundo Eftijía podía ser una enemiga. Y no era todo: abajo, por la calle, pasaban los campesinos a lomos de asnos sobrecargados con leña y haces de hierba, y yo los miraba como si viniesen de mi pueblo. Me refugié en la penumbra cuando divisé la ronda de los carabinieri, como si no fuesen de los míos. Y hacerlo me pareció natural.
Se da una paradoja: él se siente más próximo a las prostitutas (y a la población griega en general), es decir, el «enemigo», que a los carabinieri. Este es, por tanto, el punto de vista del italiano contrario a la guerra que lucha por obligación, consciente, además, de la derrota inminente. El retrato de los oficiales aquí no reviste ninguna heroicidad; a su modo, son víctimas de quienes ostentan el poder, jóvenes obligados a crecer a destiempo. Se hallan en una posición incómoda: con respecto a las mujeres y los niños griegos, son unos privilegiados, ya que tienen sus necesidades cubiertas y no se les humilla. Sin embargo, sufren las enfermedades (más mortíferas que las armas) y el distanciamiento de sus seres queridos (la prometida que espera en Italia, evocación de una vida que quedó atrás). Se plasma asimismo la jerarquía dentro del mismo bando, con los alemanes siempre por delante, con su reputación de ser los «malvados» (los italianos, como explica Íñigo Domínguez en el prólogo, tenían fama de «buena gente»).
Entonces todavía no nos atrevíamos a pensar que íbamos a ser derrotados; llevábamos dentro de nosotros ese presentimiento como un pecado inconfesable, pero ninguno quería pensar en ello, porque éramos jóvenes y nos llenaba de una consternación infantil.
Ugo Pirro
Las soldadesas está considerado un clásico italiano del siglo XX, y con toda la razón. Con dominio del ritmo y un estilo ágil y preciso, Ugo Pirro convierte su peripecia personal en una narración emocionante y cruda, que culmina en una poderosa catarsis. Este libro breve se lee como un testimonio lúcido, pero también como el viaje iniciático de un joven que madura a lo largo de la historia: «¿Me había hecho un hombre? […] voy armado, llevo uniforme, estrellas, botas y, maldita sea, tengo pocos pelos en la barba, la barba aún no me crece y me siento un estudiante, verdaderamente este no es mi sitio…» (p. 109). Cada observación importa, no le falta ni le sobra nada. Aún hoy, medio siglo después de su publicación, se puede aprender mucho de este pequeño gran libro.
Citas en cursiva de las páginas 108, 137 y 132.

24 octubre 2018

Fuego en la montaña - Edward Abbey

Edición: Errata naturae, 2018 (trad. Alba Montes Sánchez)
Páginas: 272
ISBN: 9788416544783
Precio: 19,00 €

Entre las novedades de Errata naturae, no debería pasar desapercibido este título de Edward Abbey (Pennsylvania, 1927-Arizona, 1989), un mítico escritor y ambientalista, conocido por su apego a la naturaleza y a la cultura india, además de por sus críticas aceradas a los perjuicios del capitalismo en el medio ambiente. Publicó más de veinte libros entre ensayo y ficción, de los que ya se habían traducido al castellano cuatro: El vaquero indomable (1956; Berenice, 2013), El solitario del desierto (1968; Capitán Swing, 2016), La banda de la tenaza (1975; Berenice, 2012) y ¡Hayduke vive! (1989; Berenice, 2014). Con Fuego en la montaña (1962), su tercera novela, Errata naturae continúa su apuesta por la narrativa «salvaje», una colección de la que forman parte autores tan interesantes como Doug Peacock, Terry Tempest Williams o Annie Dillard.
La historia se sitúa en el contexto de la guerra fría. Billy, el narrador, recuerda el verano de sus doce años. Como de costumbre, abandona la ciudad para pasar las vacaciones junto a su abuelo en un rancho de Nuevo México, donde disfruta de excursiones a caballo y largos paseos por aquellas tierras indómitas. Sin embargo, ese verano no será como los demás: la Fuerza Aérea de Estados Unidos se dispone a expropiar los terrenos del abuelo para llevar a cabo pruebas nucleares en la zona. El anciano, un tipo terco y curtido, se cierra en banda: no piensa renunciar a su casa, su patriotismo no está por encima de su integridad. Pasan los días, los demás lugareños se marchan, resignados a las órdenes del Estado. Solo queda el abuelo de Billy, que no cede. Con el único apoyo de su nieto y un joven amigo, el hombre desafía a todas las autoridades que osan entrar en su hogar. A través de la mirada del niño, el lector descubre la odisea de un hombre indomable que pone en jaque los poderes de la gran potencia mundial. Sus armas: obstinación, resistencia… y un revólver escondido en su vehículo.
Fuego en la montaña es una de esas novelas que, con sencillez y sin pretensiones, con calidad pero sin renunciar al entretenimiento, al goce puro de leer, relatan una historia memorable. Conmovedora, incluso, y con un espíritu afín (por supuesto) a los principios ecologistas del autor: la peripecia del enfrentamiento entre el Gobierno y un ciudadano solitario, arraigado a sus propiedades, a las tierras que el Estado pretende domesticar a sus anchas. Entre la locura y la heroicidad, la gesta demuestra hasta qué punto la acción individual puede hacer tambalear las grandes esferas. Además, cuestiona los límites de la intervención militar en un momento en el que el mundo se despertaba con miedo ante el posible estallido de una nueva contienda. También plantea la otra cara del asunto: el Gobierno arrebata los terrenos a los propietarios, pero antes fueron esos propietarios, los colonos blancos, quienes impusieron su ley, con mucha más violencia, a los nativos indios. En contra del mito americano, pone de relieve las luchas de poder detrás del triunfo, unas luchas en las que cambiaban los actores, pero no el fondo.
Edward Abbey
Aun así, la actitud rebelde del viejo transmite un mensaje esperanzador, lo mismo que la relación (tan tierna) con su nieto. Más allá del hilo principal, Fuego en la montaña relata el coming-of-age de Billy, que, siguiendo el modelo de su abuelo, apunta maneras de chico aguerrido. Todos los personajes están muy bien caracterizados, desde el anciano testarudo incorregible a los policías de paso; se plasma ese carácter áspero de los hombres de montaña, ese vínculo de respeto y devoción por la naturaleza, con un desenlace catártico que no por previsible resulta menos emocionante. Al leerla, uno tiene la sensación de volver a un tiempo que ya pasó, como en las novelas de la frontera, en parte porque la aventura representa el final de un ciclo, de una forma de estar en el mundo. Edward Abbey cuenta la historia con honestidad, una historia que posee esa fuerza inspiradora de las pequeñas hazañas. Esto, unido al estilo distendido y a su sentido del humor, hace del libro una lectura sumamente agradable.

22 octubre 2018

La catedral y el niño - Eduardo Blanco Amor


Edición: Libros del Asteroide, 2018 (prólogo de Andrés Trapiello)
Páginas: 520
ISBN: 9788417007362
Precio: 21,95 € (e-book: 10,99 €)

El escritor y periodista Eduardo Blanco Amor (Orense, 1897 – Vigo, 1979) publicó por primera vez La catedral y el niño (1946) en Buenos Aires, donde pasó la mayor parte de su vida. En España se editó treinta años después, si bien no se le prestó la debida atención. El hecho de que escribiera sobre todo en gallego –de su producción destaca la novela La parranda (A esmorga, 1959)–, sumado a su condición de emigrado, no le puso las cosas fáciles. Hace unos meses, de la mano de Libros del Asteroide y con un prólogo espléndido de Andrés Trapiello –erudito, instructivo, ameno–, le llegó una nueva oportunidad. Estamos ante una novela de corte realista que, a pesar de haberse publicado a mediados del siglo XX, continúa la tradición del XIX. Narra una historia de aprendizaje que bebe de la infancia del autor, inmersa en las tensiones familiares, la insinuación de la homosexualidad, el provincianismo y el humor gallego.
Nada tenía de común aquel amor tan real, pero tan construido y vigilado, con el total enajenamiento del que me unía con mi madre, renunciante a toda disparidad, transfundiéndome en ella, como desnaciéndome. Empero, cuando en mi cariño hacia él no regía aquella especie de conciencia del sentido de los límites, aquel tenso cuidado y salvaguarda de mí mismo, me sentía atraído, como hacia una fulminación temida y deseada, como queriendo probar mi poder de persistencia a través del impacto mismo de aquella repulsión irresistible, desintegradora. En mis secretas relaciones de amor y miedo con el templo, había algo de aquel dramático cariño hacia mis padres, del cual el templo era como una oscura alegoría.
La acción se sitúa en Auria, trasunto de Orense (enmascara la ciudad, como Clarín en La Regenta). Nos habla Luis Torralba, con el punto de vista de narrador que recuerda el pasado, el universo de su niñez, en los albores del siglo XX. El libro tiene tres partes claramente diferenciadas. En la primera, la existencia de Luis, de padres divorciados, se reparte entre la casa materna, piedra angular, donde convive con mujeres (la madre, las tías, las criadas), y el entorno del padre y el hermano de este, un tanto tarambanas, Luis se siente más cómodo en el hogar burgués de la familia materna, una garantía de estabilidad, de protección, donde las irrupciones del progenitor generan conflictos. En paralelo, Luis, de naturaleza taciturna y solitaria, se pierde en ensoñaciones en torno a la catedral. Este edificio, símbolo del misterio, lo inalcanzable, pone de manifiesto su sensibilidad, una sensibilidad extrema que en ocasiones le hace perder el sentido. Luis se encuentra entre dos mundos: el de la madre y el del padre, pero también entre la calle, lo real, con sus costumbres, su religión y su aspereza, y el mundo intangible que representa la catedral. Ese mundo intangible puede interpretarse como una resistencia a abandonar la infancia, pero las circunstancias deciden por él.
Mi vida en el internado, vista desde esta interpretación lejana, fue algo así como un período de disciplina de la voluntad, de germinal soberanía, y también de aquietamiento del contorno; el primer contacto con una forma del deber que, a pesar de su rigor, me daban la imagen, la cabal sensación de poder aceptarlo o rehuirlo. Por debajo de aquel pueril mecanismo de los quehaceres escolares yo sentía, no obstante, el trazado de una senda: un cauce por donde ir contra la porción fatal de la vida, una inicial entereza frente a los embates oscuros del odio y del amor. Más tarde, esto no ocurrió sin muy dolorosas experiencias.
Después de su niñez en Auria, la segunda parte da paso a su estancia en un internado, ya en la pubertad, una etapa de descubrimiento alejado de su ciudad y los suyos. Luis prueba horizontes nuevos incluso en el tedio del colegio. En su formación, no obstante, su identidad de «inadaptado» perdura: solo traba amistad con Julio el Callado, un muchacho humilde, marginado a su vez, con un pasado turbio, que le desvela los secretos del centro religioso. Esta fase supone la pérdida de la inocencia y la sugestión del primer amor («era la primera persona, fuera de las de mi familia, a la que amaba. Con este descubrimiento, sentí algo que se asemejaba a una prolongación inesperada del mundo.», p. 299). Por último, Luis regresa a Auria, donde se completa su iniciación a la vida. Esta tercera parte se titula «La muerte, el amor, la vida» y narra el retorno del protagonista al lugar donde fue niño, solo que con la mirada de un joven adulto, con todo lo que implica (diferente trato con sus allegados, despedidas, nuevos amigos, toma de decisiones). Aprende a vivir por sí mismo, sin miedo; ya no se refugia en la catedral. Su evolución, de niño a hombre con inquietudes, resulta magistral.
Quedé, pues, de nuevo instalado en mi casa. Habían pasado cuatro largos años. Mi sensibilidad anterior ante las cosas de mi familia y de la ciudad se había mitigado grandemente. La confrontación con los anteriores estímulos me devolvía una imagen del ser más dominada y segura. Llegué a añorar aquel estado de perenne vibración que me hacía uno con las cosas. Ahora resbalaba frente a ellas, casi indiferente. Sin duda alguna aquellos años de separación me habían endurecido, de otro modo no hubiera podido sobrevivir. Por otra parte, mi amistad con Julio el Callado, y mis afectos, aunque de menor significación, con otros compañeros, me había enseñado que era posible amar y sufrir por gentes que no estaban ligadas a uno por la dependencia de la sangre o de la obligación. Aquella libertad electiva me había hecho madurar rápidamente, concretando una experiencia que había anticipado el paso del tiempo.
La catedral y el niño es una novela de aprendizaje en la que conviven una profunda sensibilidad poética –la delicadeza del niño, sus alucinaciones, las descripciones, los símbolos– con el retrato de los asuntos mundanos. Por un lado, el protagonista no termina de encajar en su entorno, su búsqueda personal atraviesa múltiples fases y reviste la ambigüedad de quien no puede mostrarse por completo. Como la Leticia Valle de Rosa Chacel, no es explícito, pero deja entrever sus afectos con sutileza. Por otro lado, el libro es un fresco costumbrista esplendoroso, con personajes secundarios soberbios (los padres, el tío, las criadas, los amigos, el indiano, las Fuchicas) y mucha comicidad. Es notable el hecho de tratar, aunque sea entre líneas, tabús de la época como el divorcio, el aborto o el incesto, sin olvidar la omnipresente hipocresía del catolicismo. Bajo una perspectiva en apariencia cándida, de hombre que recupera su mirada infantil, explora lo que se cuela por las rendijas de una sociedad aún anclada en la tradición.
–La quería con mi manera de querer de chico. Ahora esta palabra tiene para mí otro sentido, otro sentido más… más raro, más confuso. 
–Nada raro. Ya se te irá aclarando todo. Estás en una época de dos vertientes. […] Estás en el deslinde entre los afectos impuestos y los que se eligen. Y reaccionas contra los primeros para ganar tu libertad de manejarte entre los segundos.
Eduardo Blanco Amor
Con el fin de evocar l’air du temps de su niñez, el autor reproduce el registro coloquial de principios de siglo, a menudo salpicado de gallego. El tono próximo a la oralidad de los diálogos contrasta con el estilo florido de la narración, denso, ramificado, castizo, heredero de los decimonónicos, que hace que suene más antiguo de lo que es en realidad. Como punto débil, Trapiello dice en el prólogo que esta fue la primera novela de Blanco Amor –antes había escrito poesía– y, en efecto, se notan dificultades a la hora de dosificar y mantener la tensión. En líneas generales funciona, la evolución de Luis resulta coherente y hay pasajes brillantes, pero tiene tendencia a construir por acumulación, de ahí que haya cierta descompensación entre algunas escenas. Con todo, no se pueden infravalorar la amplitud y la riqueza de una obra como La catedral y el niño; una novela que, siguiendo la educación sentimental de un protagonista memorable, abarca una sociedad entera con sus jerarquías, sus tensiones latentes y su furor externo. Todo un mundo en sus páginas.
Citas de las páginas 60, 268, 329 y 373.

19 octubre 2018

Vi. Una mujer minúscula - Kim Thúy


Edición: Periférica, 2018 (trad. Laura Salas Rodríguez)
Páginas: 160
ISBN: 9788416291700
Precio: 16,00 €
… me di cuenta de que mi madre me había enseñado sobre todo a ser invisible, o al menos a transformarme en sombra, para que nadie pudiese atacarme, para atravesar paredes y confundirme con el entorno. Ella siempre me decía que, en el arte de la guerra, la primera lección consistía en dominar la desaparición, que era a la vez el mejor ataque y la mejor defensa. […] siempre había creído que mi madre prefería a sus hijos por costumbre, por amor hacia mi padre. El eco de mi voz recluida entre los brazos de Vincent me llevó a comprender por fin que mi madre deseaba criarme de manera distinta, lanzarme hacia otros derroteros, procurarme un destino diferente del suyo. Me hicieron falta dos continentes y un océano para darme cuenta de que había tenido que violentar su naturaleza para aceptar confiar la educación de su hija a Hà, a otra mujer, lejos de ella, opuesta a ella.*
En ocasiones, un libro «pequeño» (breve, íntimo, sutil; lo opuesto al mainstream) puede abarcar mundos amplios, complejos. Lo mismo ocurre con la gente: quién sabe qué esconde la persona más discreta, silenciosa, prudente, quién sabe qué abismos guarda en su interior. La protagonista de esta novela es una vietnamita destinada a pasar inadvertida desde su nacimiento: su nombre, Vi, significa «minúscula», y ella no trata de demostrar lo contrario, no se rebela («me esforzaba todo lo posible por ser una “Vi”, una niña microscópica. Invisible», p. 30). Con una voz sosegada, acorde con la cautela inculcada desde su infancia, Vi narra su peripecia vital, que sin duda tiene mucho de autobiografía de la autora, Kim Thúy (Saigón, Vietnam, 1968), que huyó de la guerra de Vietnam junto a su familia en los años setenta y desde entonces reside en Canadá. Escribe en francés, y por el momento se han traducido al castellano tres libros suyos: Ru (2009), Mãn (2013) y Vi (2016).
Esta es la historia de una mujer entre dos culturas. Entre las raíces vietnamitas y una Norteamérica que le abre las puertas no sin reservas. Entre la lengua materna y la que todavía no domina. Entre el árbol genealógico lleno de recovecos y un futuro en blanco aún por pintar. El relato de la huida de una guerra, de un viaje para cruzar el océano en condiciones más que degradantes («La historia de Vietnam y de los vietnamitas se vive, se amplifica, se vuelve compleja sin ser escrita ni contada», p. 106). El relato de una adaptación nada sencilla, en la que ella solo es una refugiada entre muchos. La escritura de Kim Thúy se desvela poco a poco, por acumulación, en fragmentos de apenas un par de páginas; un ritmo paulatino que indaga en los orígenes del clan, en los personajes que se cruzan en el camino de Vi en algún momento, en las ciudades en las que vive, en la propia Vi, que arrastra el peso de su pasado. Más que un hilo, la novela se asemeja a un cuadro que se colorea por partes y solo adquiere sentido a medida que las imágenes, las evocaciones, cobran forma.
Esta es, también, la historia de una mujer entre mujeres. O, mejor dicho, la historia de una chiquilla que construye su identidad proyectándose en quienes la rodean. Vi, la menor de cuatro hermanos, la única muchacha, tiene a menudo la sensación de que su madre se muestra más dura con ella que con los chicos. Sí, esta es –y uno se da cuenta conforme avanza la narración– una historia de una madre y una hija, de esa relación llena de contradicciones, de frialdad, de distanciamiento, con la figura del padre ausente como motivo de fondo («Abandoné la relación con mi madre. Abandoné a mi madre. Como la había abandonado mi padre.», p. 101). En paralelo, una amiga de la madre, más joven, más moderna, más occidentalizada, ejerce una influencia distinta en Vi. Más adelante, en la universidad, llegará otra amiga para Vi, otra puerta abierta a una forma de estar en el mundo. Solo con el tiempo aprende Vi que su madre, al hacerla invisible, no quería atarla, sino ofrecerle una libertad singular a la que ella no pudo acceder. He aquí, en mi opinión, el gran tema de este libro, su mayor aportación.
Kim Thúy
Esta es, por último, la historia de una búsqueda, un aprendizaje, un desarraigo. Y de un amor. De muchos amores. De relaciones que obstaculizan y relaciones que ofrecen un anclaje firme, fortalecedor. Con toda su contención estilística, toda su morosidad (tiene más de narradora oriental que de francófona), Kim Thúy logra construir una novela conmovedora y sin dramatismo. Resulta enriquecedor acercarse a tradiciones literarias poco difundidas; en este sentido, tiene interés tanto por su trasfondo histórico –la guerra de Vietnam, los refugiados, la adaptación a Occidente y sus secuelas– como por su indudable valor –una narración de trazos tenues, insinuante, concentrada, pulcra–.
Un libro «minúsculo», puede ser, pero muy sugerente.
*Cita inicial de las pp. 127-128.

17 octubre 2018

Monte Verità - Daphne du Maurier


Edición: El Paseo, 2018 (trad. Miguel Cisneros Perales)
Páginas: 128
ISBN: 9788494740466
Precio: 16,95 €

Daphne du Maurier (Londres, 1907 – Cornualles, 1989) fue mucho más que la autora de Rebeca (1938). Sobresalió, además, en la narrativa breve, como demuestra en Monte Verità, una nouvelle publicada en 1952 como parte del libro Los pájaros y otros relatos. Por singularidad y extensión, tiene suficiente entidad para que posteriormente se haya editado por separado. Du Maurier, que procedía de una familia acomodada, proclive a la creación artística, empezó a escribir a temprana edad y desde el principio mostró inclinación por la literatura gótica y de suspense. Un género que, tal como lo entendía el gran Henry James, no utiliza la posibilidad de lo sobrenatural como un mero esparcimiento, sino que constituye una denuncia social camuflada. Con frecuencia, el argumento se inspira en hechos reales; en el caso de Monte Verità, se trata de las comunas que a comienzos del siglo XX promovieron un estilo de vida alternativo. Una de ellas estaba situada en un monte de Suiza.
En el libro no se especifica el país europeo en que se desarrolla la historia, pero poco importa. Basta con quedarse con una idea vaga del planteamiento: el Monte Verità, la montaña donde las mujeres y algunos niños desaparecen. Sienten una especie de «llamada» interior y ya no se vuelve a saber de ellos. Los protagonistas, unos amigos británicos aficionados al alpinismo, «pierden» a la chica que los acompaña cuando se disponen a subir. El punto de vista –una elección magistral, como en el resto de la obra de Du Maurier– recae en el colega del marido de la desaparecida; alguien cercano a ella, pero sin un vínculo tan estrecho como para desesperarse por su pérdida, capaz de narrar con cierta distancia una vez han concluido los hechos. Y hasta aquí se puede leer: mejor no entrar en detalles, mejor que el lector no sepa nada más y se deje llevar.
Este es un texto de factura impecable y con múltiples interpretaciones, que todavía hoy dan mucho juego. Está, por un lado, la lectura, nada desdeñable, como intriga por lo que sucederá: una narración construida con maestría, con una voz hipnótica y una estructura in extremis (es decir, empezando por el desenlace) que invita a releer tras terminarla, para no perderse ningún matiz, para apreciar cómo no se ha dado puntada sin hilo. El relato se engrandece por la evocación de una atmósfera entre lo terrenal y lo mítico, sugerente, mágica, sin caer nunca en lo sobrenatural de manera explícita; la autora es una escritora elegante y sutil, «insinuación» es su palabra. Se trata, por así decirlo, de una nouvelle no solo recomendable para disfrutar como lectores, sino para aprender, quien lo desee, a escribir, aprender cómo se engarza una historia de misterio, cómo se envuelve en el ambiente, cómo se mide el tempo, el ritmo de las revelaciones.
En cuanto a la interpretación, Monte Verità puede leerse como una alegoría de la rebeldía de las mujeres frente al patriarcado, de su búsqueda de libertad. En la primera mitad del siglo XX se hallaban, por lo general, oprimidas por el matrimonio, junto a unos hombres que no vieron con buenos ojos que, sobre todo a raíz de la Segunda Guerra Mundial, se incorporaran al mercado laboral. La comunidad que establecen en el Monte Verità está exenta de las ataduras sociales y familiares; allí «mandan» ellas, carecen de obligaciones domésticas, renuncian a su identidad de género (el cambio de imagen, todas adoptan una estética andrógina, sin sexualización ni diferencias que susciten competitividad) y organizan su ciclo vital en torno a un sistema basado en la mitificación de lo femenino (la luna como deidad, los rituales próximos a la tierra, la naturaleza, en contra de la noción de progreso de la técnica). Los hombres no pueden entrar; sí los niños, los muchachos, los que aún están limpios de la mentalidad patriarcal, aún están a tiempo de adoptar otra forma de estar en el mundo.
Daphne du Maurier
El hecho de que la comunidad se sitúe en la cima de un monte alude a esa idea de que para alcanzar una meta valiosa hay que esforzarse, escalar, superar las barreras; como el mito de la caverna. La autora recrea un universo rico y fascinante…, pero no un paraíso, como queda claro al final. Du Maurier no es una escritora amable, sabe que las soluciones fáciles, como esa huida de la realidad, no funcionan a la larga, y, al fin y al cabo, «Monte Verità» significa Monte de la Verdad; en algún momento las cosas salen a la luz. Du Maurier tampoco pierde de vista el mundo real: en toda la novela juega con la ambigüedad, con la opción de que ese Monte Verità tenga las connotaciones míticas que se le asocian o bien sean simples supersticiones de los lugareños. En fin: un libro espléndido de una gran escritora.

15 octubre 2018

Papá se ha ido de caza - Penelope Mortimer


Edición: Impedimenta, 2018 (trad. Alicia Frieyro)
Páginas: 320
ISBN: 9788417115548
Precio: 22,50 € (e-book: 7,99 €)

No me cansaré de valorar el trabajo de Impedimenta para dar a conocer a escritoras anglosajonas del siglo XX, como Stella Gibbons, Iris Murdoch, Elizabeth Bowen, Muriel Spark, Penelope Fitzgerald, Margaret Drabble… y Penelope Mortimer (Rhyl, Gales, 1918-Londres, 1999), la última que he descubierto. Esta autora, que empezó a publicar en los años cuarenta, tuvo una vida tumultuosa: se casó dos veces, tuvo seis hijos de cuatro hombres diferentes, sufrió depresión, intentó suicidarse y fue sometida a un tratamiento electroconvulsivo. Fruto de esas experiencias escribió Papá se ha ido de caza (1958) y El devorador de calabazas (1962), dos novelas sobre mujeres, esposas y madres a punto de perder el control, de perderse a sí mismas. Penelope Mortimer, por tanto, pertenece a ese cada vez más nutrido grupo de novelistas que han enriquecido la literatura sobre la intimidad «femenina» en su forma más descarnada: la maternidad y el cuerpo, el matrimonio y los silencios, el ámbito doméstico y la angustia existencial.
Ruth Whiting, la protagonista, podría ser una treintañera como otra cualquiera: casada, madre de tres hijos, con unos cuantos amigos; un ama de casa instalada en la rutina apacible de la clase media inglesa. En el primer capítulo, acompaña a sus dos hijos menores en el tren, rumbo al colegio donde están internos; la mayor, Angela, ya va a la universidad. De vuelta en casa, sin la responsabilidad de los pequeños, Ruth debería sentirse libre, satisfecha, pero en la práctica ese hogar tan vacío (porque, por supuesto, su marido trabaja mucho) se le cae encima y padece una crisis nerviosa. No obstante, un contratiempo de su hija la obliga a salir de su letargo: Angela está embarazada. A partir de aquí, la existencia de Ruth se centra en ayudarla, es decir, en encontrar la manera de que pueda abortar, en una época en que el aborto solo se practica en la clandestinidad. La propia Ruth se quedó embarazada cuando tenía la edad de Angela; entonces adoptó un estilo de vida dependiente del esposo y encerrada en casa que no quiere que su hija (una «nueva mujer» en potencia, con estudios, emancipada) repita.
Papá se ha ido de caza, cuyo título alude a una nana que Ruth canturrea en sus ratos de soledad (y que evoca una imagen muy representativa del rol familiar de los hombres de su tiempo), es una de las novelas que abordan con mayor claridad y sin tapujos la interrupción voluntaria del embarazo en una sociedad donde, por desgracia como en muchos países todavía, solo se puede llevar a cabo de manera ilegal. Cómo se pone en marcha el ferrocarril subterráneo que conforman las mujeres para ayudarse las unas a las otras, para contarse dónde y con quién hacerlo. Cómo los hombres permanecen ajenos, bien por miedo e ignorancia, como el joven amigo de Angela, bien porque son ellas las que deciden excluirlos, como el padre, porque no lo entendería, porque querría imponer su voluntad. Cómo las afectadas sufren humillaciones por parte del personal sanitario y arriesgan su vida por las condiciones deplorables de la clínica. La historia se lee como una radiografía de los problemas inherentes a las mujeres; la intriga va acorde con la tensión creciente de Ruth, desesperada por encontrar a un médico, por consolar a su hija y, mientras tanto, que su marido no se entere.
Y aún hay más: también es una novela que muestra a la perfección la relación entre madre e hija cuando la segunda ya es casi una adulta. El tipo de dependencia se transforma con los años, pero la joven sigue necesitando a su madre. O, dicho de otro modo, la madre nunca deja de ejercer de madre, siempre tiene que estar ahí, aunque nadie parezca apreciarlo. Esa es una de las causas de su desazón. La otra hay que buscarla en el matrimonio, el otro foco del libro, si bien este se plantea con sutileza, entre bambalinas. Sin entrar en detalles, tanto Ruth como su marido se ocultan cosas. No discuten, no se hacen reproches; el declive de su relación se debe a otro conflicto, una pérdida de conexión emocional. Comparten cama, pero sus mentes navegan en direcciones diferentes. A él no le faltan distracciones. Ella se siente sola, descolgada de su círculo social. El matrimonio se sostiene sobre el silencio, las mentiras; un aperitivo de lo que la autora desarrolló con aún más crudeza en El devorador de calabazas. En medio de los cónyuges, los amigos, testigos hipócritas del hundimiento.
Penelope Mortimer
Si bien el gran éxito de la autora fue El devorador de calabazas, Papá se ha ido de caza me parece una novela más lograda, con un hilo narrativo más firme y cohesionado. El devorador de calabazas sobresale en su análisis de un matrimonio que hace aguas y en su tono grotesco, pero la construcción está un tanto deslavazada. Papá se ha ido de caza plasma mejor la evolución de la protagonista, la angustia creciente. El punto de vista se centra en Ruth, salvo en algunos capítulos, en los que (decisión inteligente) desplaza la mirada para ofrecer una panorámica del vecindario, lo que le permite narrar qué ocurre mientras Ruth está inmersa en su cometido. Por lo demás, Mortimer no es una prosista especialmente refinada; su estilo, directo y sin filigranas, con mucho diálogo, está al servicio de la historia y el personaje. No aspira a ser una Virginia Woolf, sino que utiliza un lenguaje sencillo y afilado, eficaz para que su denuncia llegue a los lectores. Tiene mucho en común con El cuaderno prohibido (1952), de la italiana Alba de Céspedes, otra magnífica novela sobre una mujer, madre y esposa al borde de la locura. Edna O’Brien, con la que también comparte bastante (ay, sus Chicas felizmente casadas de 1964), dijo de Penelope Mortimer que todas las mujeres deberían leerla al menos una vez en la vida. Me permito añadir: y los hombres, precisamente para que estas preocupaciones (y estas obras) dejen de ser solo «de mujeres».

12 octubre 2018

La playa - Cesare Pavese


Edición: Altamarea, 2018 (trad. Melina Márquez; pról. Luisgé Martín)
Páginas: 120
ISBN: 9788494833526
Precio: 16,90 €

Decía Rosa Chacel que «no romper el hilo, seguir siempre hablando de lo mismo […] es el sistema que lleva no a ser original, sino a ser originario». Muchos novelistas lo hacen: vuelven una y otra vez sobre el mismo universo literario, lo enriquecen, añaden matices en cada libro. Es un poco como escribir la misma obra en cada intento, y quizá por eso cuesta tanto escoger solo una entre toda su producción. Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908 – Turín, 1950) es uno de estos escritores. La nostalgia, el campo y la ciudad, el retorno a la infancia, los amores desdichados, la clase trabajadora, las heridas de la sangre; piezas de un mapa personal que se repiten a lo largo de su trayectoria y hallan su culminación en la profunda y dolorosa La luna y las hogueras (1950). La playa (1942), una de sus primeras novelas, reeditada con nueva traducción de Melina Márquez, esboza algunos de sus motivos predilectos, aunque sin el desgarro acostumbrado; el autor se la tomó como un ejercicio de estilo, un proyecto menor.
Pero él dice que su pueblo es bonito solo en el recuerdo.
El narrador, un treintañero soltero afincado en Turín, retoma el contacto con Doro, un amigo de la adolescencia. A diferencia de él, Doro se casó y vive con su esposa en Génova. En un principio, al narrador le molestó la noticia de ese matrimonio; con el tiempo, la ha asimilado. Ahora veranean en la localidad costera donde crecieron, junto a otros colegas y a la mujer de Doro, Clelia. Por ahí también anda un muchacho, Berti, que está dejando atrás la niñez. El narrador, de quien no se especifica el nombre, se relaciona con todo el elenco de personajes sin estrechar su vínculo con ninguno. Por su mente revolotea la idea de que Doro y Clelia han tenido algún desencuentro, pero, pese a sus preguntas, ellos lo niegan. Las vacaciones transcurren entre paseos por la orilla, excursiones y alguna que otra salida de tono; juegan a ser los jovencitos que fueron, esa etapa que se hace patente que no volverá jamás.
Teníamos entonces esa edad en la que se escucha hablar al amigo como si hablásemos nosotros mismos, en la que se vive entre dos esa vida común que aún hoy yo, que soy soltero, creo que consiguen vivir ciertas parejas casadas.
Como apunta Luisgé Martín en su espléndido prólogo, Pavese no es un escritor de trama –por eso cuesta tanto delimitar «de qué van» sus libros; van de todo y de nada, podría decirse–, sino de trazo impresionista. Leerlo se asemeja a estar con él (a estar con sus narradores, que recuerdan un poco a él: retraídos, observadores, un tanto ásperos con las mujeres), a vagar con esa pandilla, escuchar sus confidencias, su cháchara mientras toman el sol. Escribe la clase de novela en la que ocurre mucho más de lo que se narra; los hechos solo se insinúan levemente en la superficie del trato informal, del parloteo intrascendente. Quizá en La playa esto se aprecia aún más por el punto de vista del hombre soltero que se junta con un matrimonio y desconoce lo que sucede entre ellos, porque no tiene por qué, porque no comparte esa complicidad. De algún modo, invita a reflexionar acerca de la naturaleza de los lazos afectivos y su evolución con el paso de los años, su transformación cuando entra en escena otra persona, la pareja. El enfriamiento entre él y Doro se produjo por la llegada de Clelia; el narrador descubre a un Doro distinto cuando está con ella.
En el fondo me dolía que Doro no me hubiera pedido que les acompañara.
La playa puede considerarse una aproximación al final de la juventud, y no está ambientada en la playa, en época de vacaciones, por casualidad. El narrador ve cómo se termina el «verano» para su grupo de amigos; y para él mismo, aunque siga solo. Doro y los demás adquieren responsabilidades; Doro, de hecho, abandona su afición, la pintura, metáfora del fin de las tentativas. Por su parte, el joven estudiante, Berti, actúa como contrapunto, un espejo de lo que fueron ellos cuando se iniciaron en la vida adulta. Abundan las resonancias melancólicas, el recuerdo del tiempo en que Doro y él estaban más unidos, con un tipo de conexión emocional que parece imposible entre dos hombres que han tomado rumbos separados. Los adultos en que se han convertido tienden a callar, a reservarse los pensamientos, las dudas; han perdido la despreocupación de antaño, el arte juvenil de hacer ruido. Cada uno guarda dentro de sí un abismo impenetrable. Se aprecia cierta atmósfera de derrota, también, por las expectativas que (por supuesto) no se han cumplido. No hay catarsis; solo resignación.
–Duerme, sí –respondió Doro, despreocupado y contento–. Hay que ver cuántas cosas duermen bajo nuestras corazas. Haría falta tener el valor de despertarse y encontrarnos a nosotros mismos. O, al menos, hablar de estas cosas. Se habla demasiado poco en este mundo.
–Suéltalo ya –le dije–. ¿Qué has descubierto?
–No he descubierto nada. Pero acuérdate de cuánto hablábamos siendo chicos. Se hablaba así porque sí. Sabíamos perfectamente que eran solo palabras, pero nos lo pasábamos muy bien.
Cesare Pavese
«Nada es más inhabitable que un lugar en el que hemos sido felices» (p. 106), escribió Pavese aquí. Esta frase tan hermosa condensa el espíritu de la obra: la añoranza, el tempus fugit, la imposibilidad de permanecer en un mismo sitio. Luisgé Martín dice que Pavese le parece un autor que despierta afecto, además de admiración, y quizá sea por estas reflexiones, estos personajes que se replantean las cosas, que echan la vista atrás y se dan cuenta de lo que han perdido; personajes que ríen, bromean, aunque su mirada esté ya un poco apagada; personajes en los que el lector se reconoce, en suma. El autor sabe cómo contar una historia, cómo insuflar vida a los protagonistas, con un estilo y una sutileza extraordinarios. Que no engañe la aparente sencillez de su prosa: cada palabra está elegida a conciencia, detrás de esa voz próxima al habla coloquial hay una búsqueda de precisión encomiable. Siempre es un lujo y un placer volver a Pavese, si bien el reencuentro, como a sus personajes, deje un poso agridulce.
Citas en cursiva de las páginas 73, 25, 104 y 52.

10 octubre 2018

Agua verde, cielo verde - Mavis Gallant


Edición: Impedimenta, 2018 (trad. Miguel Ros González)
Páginas: 192
ISBN: 978841711556
Precio: 17,95 € (e-book: 10,99 €)

La canadiense Mavis Gallant (Montreal, 1922 – París, 2014) se encuentra entre esas escritoras a las que aún no se ha prestado la atención suficiente. Especialista en el relato corto, su obra anticipa de algún modo a su compatriota Alice Munro, con esas historias que condensan en pocas páginas toda la complejidad de la vida de la gente corriente. Como las protagonistas de este libro, Gallant dejó su Norteamérica natal para instalarse en Europa, donde residió desde los años cincuenta. No hace mucho Lumen recuperó su narrativa breve en Los cuentos (2009), e Impedimenta hace lo propio con la primera de las dos únicas novelas que publicó, Agua verde, cielo verde (1959), aunque llamarla «novela» no es del todo exacto. Fiel a su estilo, el libro se compone de cuatro textos que funcionan por separado y están interconectados por los personajes. Las protagonistas, Bonnie y Flor, son una madre divorciada y su joven hija, que desde la ruptura del matrimonio se dedican a vagar por Europa, en compañía de familiares, amigos y nuevos e inesperados compañeros.
Sabía que el tiempo iba pasando y la ciudad se vaciaba, pero aún no había alcanzado los sueños que anhelaba. Un día abrió los postigos de su habitación y la tarde estival bañó su rostro blanco y su pelo enmarañado. Tuvo la sensación de que el verano estaba tocando a su fin: ya había alcanzado su punto álgido y ahora se iría desvaneciendo. La nostalgia inundó la habitación. Nostalgia por el pasado, por el declive del día, por una sombra a través de la persiana, por el miedo al otoño. La estación, más que concluida, parecía desgastada, como un amor sobre el que se ha hablado demasiado, o un deseo pospuesto.
El conflicto reside en la relación entre madre e hija –la biografía de Gallant está asimismo marcada por el entendimiento difícil con su progenitora, que tras quedarse viuda se volvió a casar enseguida, se marchó y la dejó a cargo de un tutor legal–. Por un lado, Bonnie, una mujer de mediana edad que ha sido atractiva, ha tenido amantes, ha disfrutado, en definitiva, y todavía no ha abandonado del todo esa forma juvenil de estar en el mundo («se rendía y se consolaba jugando a ser una chiquilla», p. 37). Por el otro, Flor, hermosa pero desvaída, taciturna, encerrada en sí misma. En apariencia, su existencia bohemia y cosmopolita podría despertar envidia; sin embargo, Flor ha crecido sin anclaje, sin ese sentido de pertenencia a un país, un hogar, una familia («Podría haber sido una persona, pero tú me convertiste en una extranjera», p. 44). Ni Bonnie ni Flor se han desprendido del pasado. La hija se siente una víctima de su madre; la madre cree que la hija toma decisiones equivocadas para vengarse de ella. Se respiran los reproches mutuos: «Aquella cercanía acabó convirtiéndose en una trampa, y ahora ambas pensaban: “De no ser por ti, mi vida habría sido diferente. Ojalá hubieras salido de mi vida en el momento oportuno”» (p. 74).
Mavis Gallant hace un ejercicio magistral del punto de vista y la elisión. Cada relato, cada parte, se centra en un personaje que durante un tiempo se relaciona con las dos mujeres. Lo que descubrimos, por lo tanto, es la perspectiva parcial de quien conoce la relación entre madre e hija desde fuera, un testigo, un compañero que interactúa con ellas, en grados de proximidad desiguales y variables: no percibe igual el primo adolescente enamoriscado de Flor que la chica casada que intenta trabar amistad con ella o el viejo amigo de Bonnie. Estos personajes, a su vez, tienen sus problemas; cada uno ve las cosas según su experiencia, y a menudo el punto de vista dice más de ellos que de las dos mujeres. En el primer relato ya lo advierte en boca de Flor: «tengo la sensación de que nosotros dos nunca hemos estado en el mismo sitio» (p. 34). Dos personas pueden compartir una tarde, pero no la viven igual, sobre todo, no la recuerdan igual. Apenas se entrevé la punta del iceberg, porque en compañía de los demás uno se comporta de otra manera, se guarda mucho para sí.
Todos, no sé por qué, nos vengamos de alguien. Si tú eres tan mala con tu madre como ella dice que eres es porque te estás vengando de ella. Pero ten presente, Florence, que tu madre podría darse la vuelta y decir “Sí, pero mira a mis padres”, y ellos podrían hacer y decir lo mismo. Comprenderás, pues, lo inútil que resulta repartir culpas. Creo que mi marido se está vengando de mí, aunque no sé por qué. Todos nos vengamos de alguien, y todos pagamos por los problemas ajenos. Todos los hijos acaban vengándose de sus padres, una y otra vez.
Mavis Gallant
La autora, además de por su brillantez en la construcción, asombra por su finura. Escribe con un estilo elegante, sutil, poético, preciso. No se recrea en las escenas morbosas, no despieza un encontronazo en pleno apogeo; más bien muestra los restos del naufragio, leves, profundos. Insinúa más que narra; las aguas se mueven bajo la superficie que ven los acompañantes. Las protagonistas pueden resultar alegres y despreocupadas en una charla trivial, pero quién sabe cuánto ocultan, y en ese misterio se sustenta la narración. Cada historia se desarrolla en una etapa diferente, en ciudades que con frecuencia se retratan como lugares de ensueño para el turista: Venecia, París, Cannes. Su evocación aquí, en cambio, va en consonancia con el estado de ánimo deprimente de los personajes, con una descripción impecable de los ambientes, los atardeceres, el final del verano. Este es, en definitiva, un libro hermoso, extraño, fascinante; un libro sobre personajes desamparados que tratan de aparentar normalidad mientras la amenaza de romperse les corroe por dentro («solía desear que fuéramos una familia sencilla, pero ella no podía ser sencilla con la vida que había llevado», p. 182). Literatura delicada y sin estridencias; un hallazgo.
Citas en cursiva de las páginas 100 y 107-108.

08 octubre 2018

Cara de pan - Sara Mesa

Edición: Anagrama, 2018
Páginas: 144
ISBN: 9788433998613
Precio: 16,90 € (e-book: 9,99 €)

Sara Mesa (Madrid, 1976) se mueve en las distancias cortas y en los márgenes. Esta afirmación se puede aplicar tanto a los aspectos formales de su narrativa –breve y un tanto rara avis dentro de la tradición española– como a su contenido, sus «historias», que examinan de cerca a quienes se quedan fuera del sistema, a los «inadaptados» o «desfavorecidos», y las relaciones de poder entre ellos. Estos atributos se reafirman en Cara de pan (2018), su trabajo más reciente, una novela de personajes con un planteamiento sencillo, que sin embargo le permite desentrañar los mecanismos por los que alguien resulta excluido de su grupo de pares y, a la vez, plantea una situación controvertida que discute algunos principios morales muy arraigados en la sociedad. Sara Mesa es, en este sentido, una escritora «incómoda».
Casi y el Viejo se encuentran de lunes a viernes en un parque. Ella, una adolescente hasta entonces responsable, empezó a faltar a clase cuando tuvo algunos problemas, como esa compañera que la llama «cara de pan». Él, un hombre de mediana edad, no trabaja y se dedica a observar los pájaros mientras escucha canciones de Nina Simone –aficiones que devienen metáforas de la alteridad: los negros en Estados Unidos, las aves exóticas frente a las especies autóctonas–. Poco a poco, se descubre que estuvo ingresado en un centro psiquiátrico. Casi y el Viejo se conocieron por casualidad, cada uno hizo del parque su particular refugio; con el paso de los días, no obstante, su relación se estrecha, van compartiendo sus inquietudes y, entre bolsas de patatas fritas y jazz, nace un vínculo entre ellos. Tienen edades, aficiones y circunstancias diferentes, pero comparten su condición de outsiders, que les ha llevado a apartarse por voluntad propia de sus semejantes, unos semejantes con los que no encajan.
No se revelan al lector los nombres de los personajes. La narración en tercera persona los identifica como Casi y el Viejo, los apodos (significativos) que se ponen entre ellos: Casi, porque tiene «casi» catorce años, aún no ha terminado de crecer, aún desconoce muchas cosas; y Viejo, porque ya ha vivido, ya está de vuelta de todo, hasta sus gustos son anticuados como él. Estos motes simbolizan su nueva forma de estar en el mundo: en el parque, dejan atrás el rol que representan con su nombre verdadero, sus identidades de estudiante con problemas de integración y de paciente con trastorno mental. Al convertirse en Casi y el Viejo, se liberan de las ataduras: el uno junto al otro, pese a sus diferencias aparentes, pueden olvidar lo que les atormenta, no tienen que darse explicaciones. Crean un universo paralelo donde no existen los obstáculos, donde evaden (esa es la palabra) sus temores. Pero no se puede escapar para siempre de las obligaciones y, al final, la realidad se les echa encima.
La autora tiene la virtud de saber dosificar la información, de insinuar más que contar, con la tensión in crescendo hasta llegar al golpe de efecto. Los personajes se van mostrando de manera progresiva, se indaga en sus traumas, en las causas de su desaliento: ella, acomplejada, tiene la inseguridad propia de la adolescencia, el miedo al despertar sexual, al rechazo, la vida se le hace enorme; él, después del punto de inflexión del ingreso, consciente de haber sido apartado por sus colegas, se concentra en la ornitología y la música. Casi huye del lugar que le corresponde; el Viejo, más bien, inventa uno porque le han echado del suyo. El conflicto surge de esta unión, una unión de iguales y opuestos al mismo tiempo, en la que las diferencias terminan imponiéndose. A todo esto, no se puede pasar por alto la imagen que forman, la imagen que se ve desde fuera: un señor excéntrico con una niña. El choque entre lo que es y lo que parece, entre lo que viven ellos y lo que interpreta un hipotético observador externo, tiene asimismo importancia.
Este tipo de obra, la amistad entre marginados, no abunda en la tradición española. Los japoneses, en cambio, parecen especialistas en explorar los lazos entre personajes desarraigados. Este libro recuerda, por el conflicto y los personajes (no el estilo), a las historias de Hiromi Kawakami, Yoko Ogawa o Kaori Ekuni. Sobre todo, Cara de pan se asemeja a Le llamé Corbata (2012), de la escritora austríaco-japonesa Milena Michiko Flašar, que narra el acercamiento, también en un parque, entre un joven hikikomori y un oficinista maduro que perdió su empleo; con la diferencia, claro está, de que Sara Mesa incorpora la variable del género, un hombre y una chica, con los matices que esto implica. Otra novela que puede encuadrarse en esta categoría es La soledad de los números primos (2008), de Paolo Giordano, que plantea asimismo un encuentro entre dos solitarios.
En la carrera de Sara Mesa, no obstante, el tema no resulta inesperado: ya en Cuatro por cuatro (2012) –la única novela de la autora que había leído hasta la fecha– mostró su predilección por los antihéroes, los que no ocultan su fragilidad, las víctimas. En ambas una amenaza planea sobre los personajes: en Cara de pan, esa amenaza la encarnan las instituciones que, en principio, velan por el bienestar de la gente, por la integración (la familia, el colegio, el hospital, la psicóloga), pero en la práctica son percibidas como enemigas, fuerzas de control que buscan la normalización y por eso mismo refuerzan la noción de alteridad del que no encaja. A propósito de Cuatro por cuatro, me parece una novela de mayor alcance en cuanto a estructura, técnicas narrativas, número de personajes y concepción de un universo más complejo (un internado selecto en una zona devastada). Esa propuesta me resultó más sugerente, rica y ambiciosa. Por su parte, el alcance de Cara de pan es menor (dos personajes en un mismo espacio durante un corto periodo de tiempo; la novela también es muy breve, casi un relato largo), pero está más pulida en todos los aspectos, la precisión del lenguaje, la psicología de los personajes, el cierre redondo, la hondura emocional; concentrada como esos manjares exquisitos que se sirven en platos pequeños.
Sara Mesa
Sara Mesa tiene todavía otro talento: el estilo ágil y sin florituras, nada castizo y accesible para muchos lectores, incluidos los que no suelen acercarse a la literatura española contemporánea. Su voz limpia desmenuza problemas sociales con planteamientos perturbadores; ha encontrado las herramientas para narrar este comienzo de siglo de una forma atractiva, manteniendo la intriga, ese peligro que se cierne sobre los protagonistas. Cara de pan es una obra coherente en su trayectoria, además de un libro idóneo para leer en clubes de lectura e institutos. Invita a no quedarse en la superficie de las cosas, a vencer prejuicios, a reprimir el impulso de juzgar al instante (sí, esa práctica tan extendida en las redes y en la sociedad en general); pero, sobre todo, da vida a dos personajes memorables, tiernos y singulares, que enriquecen el corpus literario de la narrativa patria.

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