Edición: Altamarea, 2018 (trad. Melina
Márquez; pról. Luisgé Martín)
Páginas: 120
ISBN: 9788494833526
Precio: 16,90 €
Decía
Rosa Chacel que «no romper el hilo, seguir siempre hablando de lo mismo […] es
el sistema que lleva no a ser original, sino a ser originario». Muchos novelistas lo
hacen: vuelven una y otra vez sobre el mismo universo literario, lo enriquecen,
añaden matices en cada libro. Es un poco como escribir la misma obra en
cada intento, y quizá por eso cuesta tanto escoger solo una entre toda su
producción. Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908 – Turín, 1950) es uno de
estos escritores. La nostalgia, el campo y la ciudad, el retorno a la infancia,
los amores desdichados, la clase trabajadora, las heridas de la sangre; piezas de
un mapa personal que se repiten a lo largo de su trayectoria y hallan su
culminación en la profunda y dolorosa La luna y las hogueras (1950). La playa (1942), una de sus primeras
novelas, reeditada con nueva traducción de Melina Márquez,
esboza algunos de sus motivos predilectos, aunque sin el desgarro acostumbrado;
el autor se la tomó como un ejercicio de estilo, un proyecto menor.
Pero él dice que su pueblo es bonito solo en el recuerdo.
El
narrador, un treintañero soltero afincado en Turín, retoma el contacto con
Doro, un amigo de la adolescencia. A diferencia de él, Doro se casó y vive con
su esposa en Génova. En un principio, al narrador le molestó la noticia de ese matrimonio; con el tiempo, la ha asimilado. Ahora veranean en la localidad
costera donde crecieron, junto a otros colegas y a la mujer de Doro, Clelia. Por
ahí también anda un muchacho, Berti, que está dejando atrás la niñez. El
narrador, de quien no se especifica el nombre, se relaciona con todo el elenco
de personajes sin estrechar su vínculo con ninguno. Por su mente revolotea la
idea de que Doro y Clelia han tenido algún desencuentro, pero, pese a sus
preguntas, ellos lo niegan. Las vacaciones
transcurren entre paseos por la orilla, excursiones y alguna que otra salida de
tono; juegan a ser los jovencitos que fueron, esa etapa que se hace patente que
no volverá jamás.
Teníamos entonces esa edad en la que se escucha hablar al amigo como si hablásemos nosotros mismos, en la que se vive entre dos esa vida común que aún hoy yo, que soy soltero, creo que consiguen vivir ciertas parejas casadas.
Como
apunta Luisgé Martín en su espléndido prólogo, Pavese no es un escritor de
trama –por eso cuesta tanto delimitar «de qué van» sus libros; van de todo y de
nada, podría decirse–, sino de trazo impresionista. Leerlo se asemeja a estar
con él (a estar con sus narradores, que recuerdan un poco a él: retraídos,
observadores, un tanto ásperos con las mujeres), a vagar con esa pandilla,
escuchar sus confidencias, su cháchara mientras toman el sol. Escribe la clase
de novela en la que ocurre mucho más de lo que se narra; los hechos solo se
insinúan levemente en la superficie del trato informal, del parloteo
intrascendente. Quizá en La playa
esto se aprecia aún más por el punto de vista del hombre soltero que se junta
con un matrimonio y desconoce lo que sucede entre ellos, porque no tiene por
qué, porque no comparte esa complicidad. De algún modo, invita a reflexionar
acerca de la naturaleza de los lazos afectivos y su evolución con el paso de los años, su transformación cuando entra en escena otra persona, la pareja. El
enfriamiento entre él y Doro se produjo por la llegada de Clelia; el narrador
descubre a un Doro distinto cuando está con ella.
En el fondo me dolía que Doro no me hubiera pedido que les acompañara.
La playa puede considerarse una aproximación
al final de la juventud, y no está ambientada en la playa, en época de
vacaciones, por casualidad. El narrador ve cómo se termina el «verano» para su
grupo de amigos; y para él mismo, aunque siga solo. Doro y los demás adquieren
responsabilidades; Doro, de hecho, abandona su afición, la pintura, metáfora del fin
de las tentativas. Por su parte, el joven estudiante, Berti, actúa como
contrapunto, un espejo de lo que fueron ellos cuando se iniciaron en la vida
adulta. Abundan las resonancias melancólicas, el recuerdo del tiempo en que
Doro y él estaban más unidos, con un tipo de conexión emocional que parece
imposible entre dos hombres que han tomado rumbos separados. Los adultos en que
se han convertido tienden a callar, a reservarse los pensamientos, las dudas; han perdido
la despreocupación de antaño, el arte juvenil de hacer ruido. Cada uno guarda
dentro de sí un abismo impenetrable. Se aprecia cierta atmósfera de derrota,
también, por las expectativas que (por supuesto) no se han cumplido. No hay
catarsis; solo resignación.
–Duerme, sí –respondió Doro, despreocupado y contento–. Hay que ver cuántas cosas duermen bajo nuestras corazas. Haría falta tener el valor de despertarse y encontrarnos a nosotros mismos. O, al menos, hablar de estas cosas. Se habla demasiado poco en este mundo.
–Suéltalo ya –le dije–. ¿Qué has descubierto?
–No he descubierto nada. Pero acuérdate de cuánto hablábamos siendo chicos. Se hablaba así porque sí. Sabíamos perfectamente que eran solo palabras, pero nos lo pasábamos muy bien.
Cesare Pavese |
«Nada
es más inhabitable que un lugar en el que hemos sido felices» (p. 106),
escribió Pavese aquí. Esta frase tan hermosa condensa el espíritu de la obra:
la añoranza, el tempus fugit, la
imposibilidad de permanecer en un mismo sitio. Luisgé Martín dice que Pavese le
parece un autor que despierta afecto, además de admiración, y quizá sea por estas
reflexiones, estos personajes que se replantean las cosas, que echan la vista
atrás y se dan cuenta de lo que han perdido; personajes que ríen, bromean, aunque su mirada esté ya un poco apagada; personajes en
los que el lector se reconoce, en suma. El autor sabe cómo contar una
historia, cómo insuflar vida a los protagonistas, con un estilo y una sutileza
extraordinarios. Que no engañe la aparente sencillez de su prosa: cada palabra
está elegida a conciencia, detrás de esa voz próxima al habla coloquial hay una
búsqueda de precisión encomiable. Siempre es un lujo y un placer
volver a Pavese, si bien el reencuentro, como a sus personajes, deje un poso
agridulce.
Citas
en cursiva de las páginas 73, 25, 104 y 52.
Este lo tengo pendiente, he leído reseñas muy entusiastas y creo que me gustará. Desde que descubrí a Elena Ferrante me llama mucho más la atención la literatura italiana, creo que se está haciendo un esfuerzo magnífico por recuperar grandes voces ya consolidadas y promocionar otras nuevas muy potentes.
ResponderEliminarEntonces te ha pasado como a mí, que gracias a Elena Ferrante me he vuelto una entusiasta de la literatura italiana. Cesare Pavese y Natalia Ginzburg me parecen imprescindibles y son una opción excelente para adentrarse en esta literatura. Entre los actuales, tengo debilidad por Erri De Luca.
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