30 noviembre 2018

La memoria del aire - Caroline Lamarche


Edición: Tránsito, 2018 (trad. Raquel Vicedo)
Páginas: 108
ISBN: 9788494909511
Precio: 15,90 €

La escritora belga Caroline Lamarche (Liège, 1955) lleva a cabo en La memoria del aire (2014) lo que se conoce como «literatura del yo». En la creación literaria no todo se reduce a la narración de historias con conflicto y personajes; en ocasiones, se entiende como una exploración del abismo interior, de las heridas sin sanar, la escritura como herramienta para (re)construir ese punto de ruptura en la vida del protagonista, para explicar(se) y tratar de encajar, de dar un sentido a ese dolor. Los autores francófonos dominan especialmente este género: en la contracubierta se cita a Marguerite Duras; se podría añadir como referente a Annie Ernaux, una maestra de la autoficción, y, en el panorama español reciente, a la Marta Sanz de Clavícula (2017), entre otros. Quien busque una novela al uso, con su trama y su tensión narrativa, no la encontrará aquí; en cambio, quien desee ahondar en temas a menudo silenciados, saldrá satisfecho.
La memoria del aire se compone de retazos breves, un tanto deslavazados al principio, en los que la autora desgrana sus experiencias ligadas a lo que puede denominarse violencia institucional del amor romántico. Hay dos bloques: la primera parte, relativa al «hombre de antes», donde indaga en las sombras de aquella relación terminada, con la lucidez (y la necesaria frialdad) del análisis a posteriori; y la segunda parte, sobre un episodio traumático anterior, que a raíz de los conflictos de esta relación sentimental vuelve a tomar relevancia para ella. El estilo –elusivo, preciso, subyugante– evoca imágenes con mucha fuerza poética, como cuando se ve a sí misma como una muerta, la muerta en vida que ha sido durante años hasta el despertar que narra en estas páginas. Este monólogo tiene valor por dar voz a cuestiones que se suelen invisibilizar, por enriquecer así las reflexiones contemporáneas, por su mirada descarnada; pero también por cómo lo cuenta, haciendo lo que se espera de una escritora: literatura.
Hablando del contenido, para empezar, destaca su aproximación a la naturaleza de una relación tóxica, con sus formas de dominación, ataduras y dependencia. No obstante, todavía resulta más interesante cómo vehicula esas circunstancias con la educación que las mujeres de su generación –blancas de clase media occidentales– asimilaron desde la infancia. En otras palabras: la gestación del sentimiento de culpa femenino. Esas relaciones asimétricas se sostienen, en buena medida, porque tanto ellos como ellas han absorbido principios como los que analiza Lamarche: la justificación constante de los errores del hombre; la sumisión por la creencia (infundada) en la superioridad intelectual de él; la aceptación de que los supuestos «genios» o artistas no pueden evitar determinadas conductas degradantes para su compañera; los remordimientos por llevar un vestido rojo, con las connotaciones de este color. No se limita a denunciar la autoridad masculina, puesto que bucea en los cimientos que la han hecho posible, y que atañen a ambos géneros.
Caroline Lamarche
Es asimismo significativo cómo identifica el predominio de hombres en las altas esferas de los sistemas médico, jurídico y policial, con la consiguiente indefensión de las mujeres por la falta de perspectiva de género al afrontar ciertos procesos. La memoria del aire, en suma, es un libro breve, muy breve, pero concentrado, jugoso, y especialmente pertinente en el contexto actual, con el feminismo y el movimiento #MeToo en primera fila. A veces, escribir desde la contusión del amor, física pero sobre todo psicológica, merece la pena. Con esta obra, la recién nacida editorial Tránsito confirma su apuesta por textos de vocación intimista, con una mirada desconfiada hacia la realidad y un uso cuidado del lenguaje; voces muy personales, como esta o la de Fernanda Trías en La azotea.

26 noviembre 2018

La novena hora - Alice McDermott


Edición: Libros del Asteroide, 2018 (trad. Carlos Manzano)
Páginas: 296
ISBN: 9788417007409
Precio: 19,95 € (e-book: 11,99 €)

Alice McDermott (Brooklyn, Nueva York, 1953) es, con justicia, una de las autoras más importantes de su generación, y no solo por la retahíla de premios y nominaciones que colecciona (mención para el National Book Award 1998 por Un hombre con encanto). Pertenece al linaje de los narradores de lo cotidiano, los que prestan atención a los problemas de la gente corriente, como sus compatriotas Elizabeth Strout y Anne Tyler. Tal como demostró en su anterior novela, Alguien (2013; Libros del Asteroide, 2015), no necesita construir una trama llena de enredos para hacer literatura; a ella le basta con lo común, las experiencias sencillas del día a día. En su título más reciente, La novena hora (2017; Libros del Asteroide, 2018), que ha recibido el Prix Femina Étranger 2018 en Francia, lo vuelve a poner de manifiesto con una historia ambientada en el Brooklyn de la primera mitad del siglo XX, tierra de inmigrantes, escasez y catolicismo.
En el primer capítulo, un hombre irlandés se suicida. Deja a su suerte a su joven esposa, Annie, que además está embarazada. Sola y sin recursos, Annie se apoya en las monjas de la comunidad, que le dan trabajo en la lavandería del convento y la ayudan a sacar a su hija adelante. Esta niña, llamada Sally, crece arropada por las hermanas y se convierte en el hilo conductor de la historia: su coming-of-age, la relación con su madre y los vecinos, su descubrimiento de la labor social de las religiosas, su temprana vocación monacal. No obstante, el punto de vista, que se asemeja a un narrador omnisciente, tiene una particularidad: en determinados momentos, esa voz se identifica como los descendientes de Sally, por lo que ya sabemos de antemano que no tomó los hábitos y se casó. No importa, pues el «misterio» no está ahí. La estructura, por otra parte, no consiste en una línea recta dividida en porciones, sino que posee una naturaleza episódica, es decir, ahora un capítulo sobre una monja, luego otro sobre Annie, etcétera, todos interconectados por Sally y su entorno, una mirada rica y poliédrica a ese microcosmos. De este modo, cada escena tiene entidad, casi como un relato.
Si bien Sally se erige en «protagonista», puesto que se sigue su evolución, me ha parecido que el verdadero motor de la novela no es tanto un único personaje como una «forma de estar en el mundo» ya desaparecida, encarnada en las monjas. La autora rinde homenaje a unas mujeres, un sistema, que se ocupó durante muchos años de velar por los más desfavorecidos, antes de que las ayudas se integraran en las políticas de seguridad social: cuidar a los enfermos, abastecer a los pobres, escuchar a los desamparados. Alice McDermott es una gran narradora de la fragilidad, retrata con delicadeza la vulnerabilidad del cuerpo maltrecho, del abandono, de la soledad; cada gesto importa. Presta atención también a los dilemas morales a los que se enfrentaban en ocasiones las hermanas, y que ponían a prueba su fe (basta recordar que la novela comienza con un suicidio). Realmente nos introduce en ese ambiente, ese modo de entender la solidaridad, el sacrificio, la entrega a los demás. Algunos lectores pensarán «Monjas y enfermos, menudo rollo», y, en efecto, no es un libro para todos, no trataré de convencer a nadie; pero la narración convierte estos temas poco explorados en literatura de primer nivel, de una hondura y una humanidad excepcionales. Aunque a priori no despierte interés, lo que encontramos en sus páginas compensa.
Más allá de las monjas, las otras protagonistas son las mujeres del distrito, en general, porque ellas, más que los hombres, sufren las carencias que las llevan a recurrir a las religiosas: la pobreza, la viudedad, la crianza de los hijos, las enfermedades (físicas o mentales). Se plantean reflexiones acerca del rol de una esposa, la dependencia del marido y, al mismo tiempo, el miedo a él. Se contrapone a la mujer casada con la monja, y a la vez la solidaridad entre ellas, la complicidad. Hay personajes soberbios, no solo Annie y Sally, como la terca hermana Lucy, la compasiva y jovial hermana Jeanne o la lisiada señora Costello. Episodios como la instrucción de Sally o el viaje en tren son piezas de una excelencia literaria incuestionable. Todo lo expresa a través de una mirada, una postura, una actitud; Alice McDermott entiende como muy pocos el lenguaje no verbal y la información que da cada inflexión, cada matiz.
Alice McDermott
Hacia el final, se hace esta reflexión: «Nos asombró pensar en lo mucho que pasaba silenciado en aquella época, lo mucho que, según consideraban, estaba en juego» (p. 289). En cierto modo, La novena hora puede leerse como una indagación en el ámbito privado que ha permanecido oculto, invisible, porque se consideraba poco jugoso, porque la literatura parecía destinada a narrar hazañas y pasiones desbordantes, no el cuidado a los desvalidos. Muchas obras exploran el sufrimiento por la guerra o el amor; esta, sin embargo, muestra el dolor por circunstancias ordinarias, la senectud, los trastornos, las penurias. Paradójicamente, se ha escrito menos acerca de lo básico que de lo excepcional; por fortuna, autoras como Alice McDermott enriquecen el canon de la mejor manera posible: con elegancia, pulcritud y una perspicacia psicológica extraordinaria.

23 noviembre 2018

Cárdeno adorno - Katharina Winkler


Edición: Periférica, 2018 (trad. Richard Gross)
Páginas: 256
ISBN: 9788416291731
Precio: 18,00 €

Dar voz a los que no tienen voz. Como esas mujeres recluidas en el hogar, inmigrantes, humildes, maltratadas, solas. Víctimas, en una palabra. Ese es uno de los caminos que puede elegir un escritor: ponerse en el lugar del otro, convertir la violencia silenciada en literatura, tal como hace Katharina Winkler (Viena, 1979) en su ópera prima, Cárdeno adorno (2016), que ha sido traducida a diversas lenguas y por su edición en francés recibió el Prix du Premier Roman Étranger 2017. La novela se inspira en una historia real, existe una mujer con una peripecia similar a la de la protagonista; no obstante, la autora le da una vuelta de tuerca, en estas páginas narra algo así como el otro rumbo que podría haber tomado su vida. El rumbo que toma, de hecho, para otras mujeres.
Nos habla Filiz, una muchacha que vive en una aldea kurda de Turquía. Al principio no es más que una niña que nos acerca a su familia, numerosa, con pocos recursos, en la que el padre ocupa el papel central; una existencia arraigada al campo, a lo primordial, sencilla y sin pretensiones, en una sociedad en la que las mujeres se encuentran particularmente desprotegidas y los jóvenes carecen de perspectivas de futuro. Filiz crece, se convierte en joven a su vez, y entonces su mundo gira en torno a Yunus, su enamorado, un chico que le promete un nuevo comienzo en Alemania. Cuando apenas tiene quince años, se escapa de casa para casarse con él. Sin embargo, el matrimonio no funciona como ella esperaba y el viaje a Occidente se hace esperar. Filiz, lejos de sus seres queridos, se ve atrapada en una rutina doméstica asfixiante, con un marido que ya no es aquel hombre encantador y una suegra que invade su espacio.
Katharina Winkler da forma a un texto literario con trasfondo crítico sobre la violencia (no solo física) que sufren las mujeres no occidentales en la sociedad contemporánea, tanto en su país de origen como a su llegada a Europa, donde se añade la dificultad de desconocer el idioma y la cultura. No es una novela de trama, sino que pone toda su fuerza en el estilo, poético y al mismo tiempo árido, crudo, preciso, con frases breves que suenan como golpes, un tipo de escritura que parece surgir de la piel, del cuerpo, de la tierra; «sensitiva», podría decirse, puesto que el relato se construye a través de las percepciones de la protagonista, de sus observaciones, que solo son inocentes en apariencia. Utiliza metáforas bien encontradas: el cárdeno adorno, los moratones que «lucen» las mujeres; los pantalones vaqueros que llevan tanto ellos como ellas en los países occidentales, emblema de su imagen de la igualdad, del lugar donde cree que podrá ser libre; o la araña, la suegra, oprimida a su vez, que teje su red de control.
Katharina Winkler
Cárdeno adorno se sitúa en la línea de Del color de la leche (2012), de Nell Leyshon, una novela que da voz a otra chica sin voz, en su caso una campesina: textos en primera persona, en presente, escritos con un estilo experimental –son autoras a las que les gusta jugar con el idioma, hacer piruetas con el lenguaje, adherirlo a las entrañas–, que narran la progresiva degradación de la protagonista, una joven que pierde la inocencia, que sin darse cuenta queda atrapada en manos de un hombre. Este proceso, esta devastación, se desarrolla con un ritmo de tensión creciente. Sería fácil caer en el dramatismo, pero no lo hace. El libro tiene la emoción, la belleza y la contención justas para conmover al lector.

21 noviembre 2018

Prestigio - Rachel Cusk

Edición: Libros del Asteroide, 2018 (trad. Catalina Martínez Muñoz)
Páginas: 208
ISBN: 9788417007584
Precio: 18,95 € (e-book: 9,99 €)

Hay bastantes escritores talentosos, constantes y exigentes, aunque no son tantos los que, además, tratan de «innovar», de proponer planteamientos distintos. Rachel Cusk (Canadá, 1967), novelista afincada en Reino Unido desde 1974, es de los segundos, entre los que también se puede incluir a sus coetáneas Ali Smith y Jeanette Winterson. Como a ellas, a Rachel Cusk no le interesa tanto la «historia» como la experimentación formal en busca de nuevas representaciones de la subjetividad. Comenzó escribiendo ficción en 1993 –de su producción destacan novelas como Arlington Park (2006) o Las variaciones Bradshaw (2009)–, más tarde cultivó el género autobiográfico. Después de un tiempo de reflexión, publicó la trilogía compuesta por A contraluz (2014), Tránsito (2016) y Prestigio (2018), que de algún modo fusiona la narrativa con la no ficción. Está protagonizada (y narrada) por Faye, una autora de mediana edad, recién divorciada y madre, es decir, su alter ego, solo que con una vuelta de tuerca a la autoficción al uso: el punto de vista no mira hacia adentro, sino que enfoca a los demás, cede la palabra a toda una galería de personajes variopintos que se relacionan con ella.
Ya me había ocurrido varias veces que intentaba ir a alguna parte y volvía al punto de partida. No me había dado cuenta hasta entonces, dije, de cuánto de navegación tienen la creencia en el progreso y la suposición de que lo que dejamos atrás es algo fijo. Había dado la vuelta entera a la circunferencia buscando cosas que tenía al lado desde el principio, un error casi imposible de evitar considerando que todas las fuentes de luz natural del edificio estaban escondidas por tabiques sesgados, de manera que los pasillos quedaban casi completamente a oscuras. O sea, que más que encontrar la luz guiándote por ella, tropezabas con ella por azar y a diferentes distancias. O, dicho de otro modo, solo cuando llegabas sabías dónde estabas.
Prestigio, en concreto, empieza como A contraluz, con la protagonista hablando con su vecino de vuelo; se completa la estructura circular de la trilogía. Mientras que Tránsito se desarrollaba en Londres, la ciudad de la narradora, donde en un mismo día podía conversar con un peluquero, un taxista y una estudiante de escritura, en Prestigio Faye está de gira por Europa, por lo que, al igual que en la primera parte, se encuentra lejos de su entorno y sus interacciones se limitan al círculo cultural en el que se mueve. La novela se divide en dos bloques, que transcurren en ciudades no identificadas de –a juzgar por las descripciones, los nombres y el clima– Alemania y Portugal. La técnica es la misma que en los libros anteriores: una sucesión de monólogos de personajes que se abren en canal al charlar con ella. La singularidad de la mirada de Rachel Cusk reside en su capacidad para conjugar la observación de lo externo –con pocas pinceladas, la narradora identifica rasgos del carácter de cada uno, su clase social, sus inseguridades– con la reproducción del bullicio interior que estos mismos individuos deciden contar, un relato siempre lleno de ramificaciones, que puede ser sincero o no. En cuanto a la protagonista, su situación ha evolucionado en esta novela, pero solo lo deja entrever de manera sutil, cuando los demás hacen alusión al tema.
Hemos fracasado en la promoción de nuestros productos en algún punto del camino, quizá porque la gente que trabaja en el mundo literario es la misma que en secreto piensa que su interés por la literatura es una debilidad, una especie de flaqueza que los diferencia de los demás. Los editores partimos del supuesto de que los libros no interesan a nadie, mientras que los fabricantes de copos de cereales están convencidos de que el mundo necesita los copos de cereales como necesita que el sol salga por la mañana.
Su ambición resulta tan imponente que corre el riesgo de dejar en un lugar secundario el contenido, asimismo interesante. Prestigio hace una radiografía del mundo literario actual (tan pegado a la actualidad que hay referencias al Brexit), en el que Faye adopta el rol de escritora asentada, ni demasiado exitosa ni tampoco ignorada. La mayoría de personajes con los que interactúa son de su edad y nivel cultural: autores, editores, periodistas, críticos. En esta novela abundan más que de costumbre las reflexiones sobre el sector editorial; aunque no dice nombres reales, es fácil reconocer tendencias que se están dando en estos momentos, como el escritor que se enfrenta al dilema de haber escrito sobre sí mismo y su familia (que recuerda, claro, a Karl Ove Knausgård) o la fuerza del feminismo, con las consiguientes dudas y contradicciones que suscita en las mujeres que se adscriben al movimiento. Incluso se analiza la propia concepción literaria de Faye: un crítico, al entrevistarla, comenta con exactitud el método de Rachel Cusk en la trilogía; parece que la autora ha tenido tiempo de incorporar la recepción de las primeras partes en este cierre, una inmediatez subrayable. Por lo demás, no faltan las controversias sobre el estado de la edición y el choque entre las aspiraciones y la realidad de los novelistas. La narradora advierte el contraste entre el hotel modesto donde se instalan los invitados y el supuesto «prestigio» del círculo intelectual.
Había observado, por ejemplo, que mis personajes se veían provocados con frecuencia a realizar verdaderas proezas, en el terreno de las revelaciones personales, a raíz de una simple pregunta, y eso evidentemente le había hecho reflexionar sobre su profesión, una de cuyas claves era hacer preguntas. Pero sus preguntas rara vez suscitaban respuestas tan jugosas como las mías: en realidad, lo normal era que rezase para que sus entrevistados dijeran algo interesante, porque de lo contrario tenía que esforzarse mucho para redactar un artículo digno.
El lado personal de los personajes también tiene relevancia. De Faye se sabe que es una madre que ha rehecho su vida, por lo que las confesiones tienden a equipararse, a compartir aquello que una interlocutora a quien perciben como a una semejante puede comprender (cabe pensar que si el oyente fuera distinto –más joven, más sencillo, culturalmente más lejano– la confidencia sería otra, o no sería): matrimonios, divorcios, maternidad, nuevas oportunidades. En particular, insiste en la exploración de patrones que se repiten de padres a hijos, tal vez porque el hijo de la narradora, en esta novela, se hace mayor y su madre se fija en estos detalles. Hasta uno de los personajes más disonantes (por estar fuera del ambiente literario), un joven guía, profundiza en lo que sus padres esperaban de él y el camino que ha elegido. Este chico, a propósito, explica el título original: «Kudos, que en griego significaba “honor” o “prestigio”» (p. 88).
–No puedes contar tu historia a todo el mundo –dijo–. Quizá solo puedas contársela a una persona.
Rachel Cusk
Prestigio, en fin, culmina con honores una trilogía brillante. A menudo, al leer narrativa, el lector busca la representación de una época determinada, unas costumbres, un pensamiento. Los libros de Rachel Cusk, pese a no seguir los patrones de la novela clásica, prestarán este servicio en el futuro, pues constituyen un retrato lúcido, no solo de una sociedad, sino de una forma de estar en el mundo, de entender el yo y sus conexiones. No es habitual dar con una autora como ella, tan lúcida y creativa como lo fueron en su día Virginia Woolf y Clarice Lispector. Aunque ahora es el momento propicio para retroceder y leer sus publicaciones anteriores –muchas se tradujeron, pero pasaron desapercibidas–, resulta inevitable pensar en el futuro, preguntarse cuál será el siguiente paso en su carrera, en qué estará trabajando. Porque eso es lo mejor: aún hay Rachel Cusk para rato.
Citas en cursiva de las páginas 36-37, 154, 127-128 y 198. 

19 noviembre 2018

Teoría general del olvido - José Eduardo Agualusa


Edición: Edhasa, 2017 (trad. Claudia Solans)
Páginas: 192
ISBN: 9788435011310
Precio: 16,00 €
Leído en la edición en catalán de Periscopi, 2018 (trad. Pere Comellas Casanova).

Teoría general del olvido (2012) ha confirmado a José Eduardo Agualusa (Huambo, Angola, 1960) como uno de los escritores más interesantes del panorama internacional. No es un novato: desde su debut, en 1989, ha publicado una veintena de libros. Este ha recibido el Premio IMPAC de Dublín 2017 –el primer autor en lengua portuguesa que lo logra– y el Premi Llibreter 2018; además, fue finalista del Booker International 2016. Cuando son tantos, y tan diversos, los lectores que reconocen el mérito de una obra, cabe suponer que sus razones están fundamentadas. Y lo están, sí.
La novela narra la historia de Ludo, una mujer portuguesa que vive en Luanda, la capital de Angola, en los convulsos años setenta. Desde el principio se deja entrever el pasado traumático de la protagonista –«A Ludovica nunca le gustó mirar el cielo», reza la primera frase–, que la ha convertido en una persona miedosa, que se refugia bajo un simbólico paraguas negro. Incapaz de valerse por sí misma, tras la muerte de sus padres se instala en el piso de su hermana y su cuñado, en la zona más privilegiada de la ciudad. Ludo se acostumbra al retiro, pero todo cambia con el estallido de la guerra civil en 1975. La noche que sus parientes no regresan a casa, comienza otra etapa: Ludo se esconde. Construye un muro que la aísla del bullicio, cultiva un huerto y sobrevive al margen de la sociedad durante veintiocho años, hasta el final del conflicto. Está acompañada por una vasta biblioteca, que va quemando poco a poco para mantenerse caliente, y de un perro llamado Fantasma.
Mientras, al otro lado, una serie de personajes, en apariencia sin relación entre ellos, vive sus particulares desventuras. Con el transcurso de la narración, no obstante, se revelan ciertos vínculos, que terminan por atañer a Ludo. Esta es una historia sobre la negación de la vida, el miedo, pero, sobre todo, una honda aproximación al olvido en múltiples vertientes. Algunos, como Ludo, quieren olvidar: las pérdidas, el sufrimiento, la existencia anterior al conflicto. Ella ansía desaparecer del mapa, borrarse, aunque habrá quien la busque. Otros, en cambio, adoptan una nueva identidad; desean olvidar su antiguo yo para empezar de cero, reparar el daño infligido, tener la oportunidad de redimirse. Ah, el olvido tiene tantos matices… Y en un país en guerra cada uno sobrevive como puede. Este libro nos lo recuerda, y nos emociona sin hacer ruido.
El propio autor, al escribir sobre la guerra civil, contribuye a no dejarla caer en el olvido. Aun así, cuesta pensar en Teoría general del olvido como una obra bélica. En parte, lo es, es una radiografía de una sociedad en transformación en el último tercio del siglo XX, con enfrentamientos, tensiones latentes, personajes que se pierden por el camino y otros que renacen con fuerza. Sin embargo, la delicadeza con que está narrada hace que parezca incompatible con esa palabra de resonancias violentas. Agualusa, con una concepción intimista y poética del hecho literario, plasma un contexto social convulso en el que importan más los gestos sutiles que las hazañas. Destaca el simbolismo del diamante, el mineral más duro, que encarna la resistencia en un clima de hostilidad y desarraigo, pero también, en calidad de piedra preciosa, la avidez por el poder.
José Eduardo Agualusa
Por encima de todo, Teoría general del olvido es una novela hermosa. No es fácil explicar cómo lo hace, cómo logra este refinamiento a pesar de la sordidez de los acontecimientos. Tal vez se deba a su estilo de frases sencillas, sin estridencias, que calan como una melodía suave. Tal vez la fórmula resida en las elisiones, la sutileza, el tempo pausado, todo aquello que no se cuenta. O en la evocación de imágenes sugerentes, entre la realidad y la ensoñación, como esa Ludo encerrada, hablando consigo misma, escribiendo versos en las paredes, cazando palomas. De lo que no se puede dudar es de la sensibilidad extraordinaria del autor para dar forma a una historia de hondo calado que crece página tras página, una historia cruda en la que, pese a todo, la compasión, el afecto y la unión son posibles.

16 noviembre 2018

Hôzuki, la librería de Mitsuko - Aki Shimazaki

Edición: Nórdica, 2017 (trad. Íñigo Jáuregui)
Páginas: 138
ISBN: 9788416830732
Precio: 16,50 € (e-book: 7,59 €)

No, no es otra historia sobre el encanto de las librerías. O no solo, no lo principal. Aki Shimazaki (Gifu, Japón, 1954), novelista y traductora afincada en Canadá desde 1981, que escribe su obra en francés, explora ante todo los entresijos de la maternidad y los personajes un tanto «inadaptados». Hôzuki, la librería de Mitsuko (2015; Nórdica, 2017) está narrada en primera persona por Mitsuko, una treintañera propietaria de una librería de lance especializada en filosofía. La protagonista, de naturaleza discreta y reservada, tiene un hijo mestizo y sordomudo, al que ha criado sola. Llevan una vida tranquila, encerrados en su mundo, con la única compañía de la madre de Mitsuko, divorciada. Pero Mitsuko guarda un secreto: los viernes por la noche trabaja como chica de alterne. Poco a poco, la protagonista explica que no pudo estudiar por la falta de recursos de su familia, aunque su apetito intelectual la llevó a abrir la tienda y a codearse con hombres cultivados. Esta existencia construida con tanto celo, no obstante, corre el peligro de desmoronarse con la entrada en escena de la señora Sato, una clienta de abolengo, madre a su vez, que se empeña en trabar amistad con Mitsuko.
La autora vertebra la novela en torno a un doble conflicto. Por un lado, lo que ocurre entre las dos mujeres, Mitsuko y la señora Sato, madres tan diferentes en apariencia, una soltera y la otra casada con un diplomático, una independiente y la otra pasiva, una acompañante nocturna y la otra refinada y distinguida, unidas tan solo por la buena sintonía que surge entre los niños. Mitsuko teme que la intrusión de la señora Sato en su intimidad pueda sacar a la luz su secreto, teme que descubra que no es la librera erudita que aparenta ser y se horrorice ante la verdad (es reseñable que, a diferencia de otros retratos de una amistad femenina, en los que las mujeres confraternizan de inmediato, aquí Mitsuko se mantiene huraña, fría, nada dispuesta a abrirse). Por el otro, el misterio de la propia Mitsuko, que va desmontando su relato por capas para contar las circunstancias en las que se convirtió en madre. Para empezar, el niño no es su hijo biológico, y en su pasado hay unos cuantos amantes. En realidad, las dos mujeres tienen más en común de lo que parece a primera vista: ambas son «víctimas», víctimas de una sociedad patriarcal que, de un modo u otro, controla tanto a las adineradas como a las pobres, controla su estilo de vida y su decisión de ser (o no ser) madres.
Es subrayable el interés de los narradores japoneses por el desarraigo, por los marginados dentro de la sociedad: Hiromi Kawakami, Yoko Ogawa y Kaori Ekuni son una muestra de ello. Aki Shimazaki destaca sobre todo por sus personajes femeninos, mujeres hechas a sí mismas: Mitsuko, una librera sin estudios, condicionada desde su nacimiento por su origen humilde, una mujer que se realiza a través de la lectura y la conversación con hombres cultos; la madre de Mitsuko, divorciada, con una historia problemática a sus espaldas a raíz de la separación; la señora Sato, la imagen de la formalidad nipona por fuera, atrapada en los valores conservadores por dentro, siempre dependiente, herida por los sacrificios que se vio obligada a asumir. En Mitsuko plantea las tensiones propias de una mujer de hoy que quiere ser independiente (nunca quiso contraer matrimonio ni convertirse en matriarca de un clan), pero su negocio no resulta rentable y se ocupa de un niño abocado a sufrir discriminación por sus «diferencias»; lo adoptó como una marginada que reconoce a un igual.
Aki Shimazaki
El quinteto de Nagasaki (1999-2004; Lumen, 2018), su otro libro traducido, comparte con Hôzuki la exploración de la diferencia y la (re)construcción de identidad en personajes atrapados o arrinconados por el sistema. Al tener una ambientación más actual, el tratamiento de la maternidad y la situación de las mujeres en Hôzuki es asimismo más «moderno», los personajes se expresan sin tapujos sobre temas como el aborto, las relaciones sin compromiso o la voluntad de no querer formar una familia. Aki Shimazaki, además, vuelve a jugar con el título: un término japonés que da nombre a la librería y actúa como termómetro del grado de complicidad. El estilo, de frases breves, contenido, sencillo y directo, va acorde con el carácter más bien arisco de la narradora. Su punto débil: la historia resulta un tanto melodramática y, en parte, previsible. Aun así, la novela funciona, ofrece una mirada lúcida a asuntos controvertidos y, en definitiva, es agradable y fácil de disfrutar.

12 noviembre 2018

Ataduras - Domenico Starnone

Edición: Lumen, 2018 (trad. Celia Filipetto)
Páginas: 184
ISBN: 9788426405258
Precio: 17,90 € (e-book: 8,99 €)
Leído en versión original (Lacci).

Hace unos meses, Ali Smith hizo esta reflexión en una conferencia: «Un libro no existe hasta que no se ha traducido a otra lengua». Pensé en aquellos escritores que son eminencias en sus países, pero grandes desconocidos más allá de sus fronteras, tal vez por cultivar una narrativa arraigada a su cultura, a una forma de usar el idioma, que los editores extranjeros no se atreven a proponer a sus lectores. Quizá este sea el caso de Domenico Starnone (Nápoles, 1943), autor de larga trayectoria, ganador del Premio Strega, el más prestigioso de Italia, por Via Gemito (2000), que aun así permanecía inédito en castellano y otras lenguas hasta hace muy poco. La novela elegida para darlo a conocer ha sido Ataduras (2014), una de las más recientes, de la mano de una traductora de calidad contrastada como es Celia Filipetto, responsable de traducciones de Natalia Ginzburg, Elena Ferrante, Milena Agus y Stefano Benni, entre otros.
«En las casas hay un orden aparente y un desorden real.» Estas palabras condensan el espíritu del libro, una exploración lúcida de un matrimonio napolitano a lo largo de la vida y desde diversos ángulos. En la primera parte nos habla Vanda, una treintañera que se dirige a su marido, Aldo, que acaba de marcharse a Roma con otra mujer. La voz de Vanda rebosa dolor, rabia, desesperación, aunque conserva la inteligencia necesaria para analizar lo sucedido. Ella y Aldo se casaron a principios de los años sesenta, se asentaron en su Nápoles natal, tuvieron dos hijos y siguieron, en definitiva, el camino de sus progenitores: ella en casa, él en el trabajo. Parecía que ese iba a ser el orden de las cosas para siempre, pero cada uno evolucionó de manera distinta: Aldo ha prosperado en su carrera, se relaciona con personas influyentes, mientras que Vanda se siente estancada en la rutina doméstica. Además, esto ocurre en un contexto de transformaciones sociales y liberalización de las costumbres, después del Mayo del 68, cuando el divorcio ya no se ve como un escándalo y las nuevas generaciones rechazan los modos convencionales de estar en el mundo. Aun así, Vanda no asume la separación; no asume que Aldo los haya abandonado, a ella y a los niños.
En la segunda parte, la más extensa, el propio Aldo toma el relevo de la narración. Han pasado décadas, estamos ya en el siglo XXI y, contra todo pronóstico, Aldo y Vanda, ahora jubilados, siguen juntos. Después de sus escarceos, él regresó a casa, si bien las reglas no escritas de su vida en común cambiaron: la familia al completo se instaló en Roma y Vanda adquirió independencia. No obstante, esos son tan solo los cambios aparentes: detrás de la fachada, ambos aprendieron a comportarse de forma distinta. A ejercer, por un lado, de cónyuge y padre (o madre) y, por el otro, a escondidas, de sí mismos a secas, sin las obligaciones familiares. Dicho de otro modo: aprenden a callar, a guardar secretos, pequeñas traiciones. Han descubierto que un matrimonio solo se sostiene gracias a los silencios, al respeto de la privacidad del otro, a la entereza de saber callar antes del estallido. Es algo que va más allá de tener una aventura o no; se trata de espacio, de aceptar la imposibilidad de dominar toda la existencia del otro, aceptar que nunca se termina de conocer a la persona con quien se comparte cama.
En el momento de afrontar la vejez, necesitan soltar lastres. El quid de la novela gira alrededor de ese «desorden» subyacente a la vida en común: de forma cómica, los protagonistas se ven forzados a revisitar su pasado, sus ocultaciones mutuas, todo aquello que han querido arrinconar, en ocasiones literalmente. En esto tienen mucha importancia el narrador de la tercera parte y algunos objetos (metáforas vivísimas) que es mejor no adelantar. Basta con saber que Domenico Starnone no escribe un tratado sobre el matrimonio, sino una historia con enredos y sentido del humor, en la que integra con perspicacia estas reflexiones. Demuestra tener ojo clínico para analizar las relaciones afectivas: cómo se siente cada miembro de la pareja en cada etapa; las contradicciones que plantea la infidelidad del marido (la imagen de histérica de ella en las primeras páginas frente a las risitas cómplices de los otros hombres, las bromas sobre el sexo y el adulterio que se suelen hacer desde fuera, a pesar del dolor de los involucrados); el contraste entre la apariencia y el carácter real de los miembros de la pareja; el papel de los hijos, de la amante; las reformas vitales después de la crisis. Escribe todo eso con nervio, con un estilo vigoroso y limpio que concentra situaciones complejas en pocas frases y distingue a la perfección las voces de los narradores.
De algún modo, Ataduras puede leerse como una respuesta desde el punto de vista masculino a Los días del abandono (2002), de Elena Ferrante –a propósito, durante un tiempo se señaló a Domenico Starnone como el autor detrás del seudónimo y, en efecto, tienen semejanzas en su comprensión del hecho literario–. En dicha novela, Elena Ferrante narra la degradación de una mujer después de que su esposo la abandone por otra más joven. La parte central de Ataduras constituye su contrapunto: el marido a la fuga que da sus explicaciones, su perspectiva de lo ocurrido. Tanto un libro como el otro huyen de los tópicos en el tratamiento de la ruptura: ni víctimas ni verdugos, sino personajes imperfectos que toman conciencia de que cada uno ha entendido el deterioro de su matrimonio de una manera diferente. Cada autor incorpora la especificidad del género: mientras que la mujer de Los días del abandono siente sobre todo el desamparo al quedarse sola, la amenaza del trastorno mental, la pérdida de control, los celos, la inseguridad, el hombre de Ataduras explora los mecanismos de huida, el miedo a afrontar los daños, la búsqueda de una nueva pertenencia al mundo, de una autoafirmación, cuando le parece que su matrimonio se ha agotado.
Domenico Starnone
El título original, Lacci, también puede traducirse como «lazos» o «cordones» de los zapatos. En una de sus maravillosas metáforas, plantea una peculiar herencia: tanto el padre como el hijo de esta historia se atan los cordones mal, o, cuando menos, de un modo singular. Lo mismo que las relaciones del núcleo familiar, que en cada casa se enredan de una forma muy suya. Esta idea entronca con la cita de antes sobre el desorden: parafraseando a Tolstói, las familias se asemejan en su apariencia ordenada, pero cada una es única en su desorden. Desde fuera, uno ve a un matrimonio de clase media, con hijos emancipados, una familia como tantas otras; por dentro, el recuerdo del adulterio y otras sombras ensucian la cotidianeidad. En cierto sentido, Ataduras es una novela «antinostalgia», porque pone de relieve que en ocasiones vale más no recordar si se quiere avanzar, y por cómo los personajes (unos más que otros) tratan de deshacerse del pasado, de destruirlo. Así, derribando clichés con ingenio y una honestidad abrumadora, Domenico Starnone ha escrito un libro breve pero intenso sobre los nudos del matrimonio; literatura de alto voltaje que mira de frente al lector y lo interpela desde la primera hasta la última página.

09 noviembre 2018

A la izquierda, donde el corazón - Leonhard Frank


Edición: Errata naturae, 2018 (trad. Esther Cruz Santaella)
Páginas: 320
ISBN: 9788416544721
Precio: 19,50 €
Cabe asumir que también Miguel Ángel, Beethoven, Shakespeare y Goethe tenían complejos. Tampoco Dostoievski debía de gozar de una salud de hierro. ¿Habría analizado usted a esos artistas? ¿O prefiere que se haya pintado la Capilla Sixtina y se hayan compuesto las sintonías de Beethoven, además de escribirse Hamlet, Fausto y Los hermanos Karamázov? De hecho, comparados con esos gigantes, nosotros somos unos enanos sólo perceptibles con ayuda de un microscopio. [...] Esto es: nosotros somos lo que somos si escribimos. Por nada del mundo cedería mis complejos, y lo digo literalmente: por nada del mundo. Los necesito.*
En la historia de la literatura abundan los nombres olvidados, y quizá el peor olvido de todos sea el que se produce en vida: escritores que disfrutaron de una gran reputación, que conocieron el éxito de crítica y público, caídos en desgracia en sus últimos años. A menudo estas rupturas se producen después de una hecatombe, en periodos de transformación sociopolítica en los que interesa (a los de arriba, claro) ignorar lo que funcionaba antes y promover un nuevo proyecto, acorde con su pensamiento, con una determinada idea de la modernidad. El ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, en este sentido, fracturaron la carrera de muchos autores, como el alemán Leonhard Frank (Wurburgo, 1882 – Múnich, 1961), novelista destacado del periodo de entreguerras –se le nombraba junto a Thomas Mann y Stefan Zweig, entre otros– que sufrió el exilio y, a su regreso, se encontró con sus libros en las tinieblas. A la izquierda, donde el corazón (1952), su novela más autobiográfica, para muchos su obra maestra, va de todo eso y más: del auge y el descenso de un escritor, de los claroscuros de su vida personal, de la convulsa primera mitad del siglo XX.
Es difícil comentar un libro como este: uno no sabe si está hablando del autor o de su alter ego, si está reseñando una obra literaria o desgranando una biografía. Leonhard Frank escribe en tercera persona, bautiza a su protagonista con el nombre de Michael Vierkant. No se trata, por lo tanto, de unas memorias, ni tampoco de la autoficción que abunda ahora en las librerías. De hecho, renuncia a contarlo todo, a recrearse en la amargura, a favor del relato «puro». Es, en esencia, una novela, solo que una novela inseparable de su trayectoria, por mucho que se tome algunas licencias para redondear la construcción (como la forma en que conoce a su mujer). Él desarrolló a lo largo de su carrera un realismo objetivo, que aplica a la hora de «novelar» su vida. El resultado: un libro de hondo calado que merece la pena tanto por su valor testimonial de crónica de una época como por narrar una peripecia emocionante. Lo importante: sea lo que sea, rebosa esa verdad literaria que se espera de una narración.
En la novela hay dos grandes etapas, que pueden delimitarse como el auge y la caída del escritor, tal como él mismo reflexiona: «Su vida ya no era su vida. Estaba dividida en dos, justo por la mitad» (p. 220). En la primera etapa, Michael Vierkant, un chico de provincias humilde, aspirante a artista, llega a Múnich en los albores del siglo XX. Prudente e inseguro, comienza a moverse por el ambiente bohemio de la ciudad, donde confía en empezar una carrera como pintor. Su oportunidad, no obstante, le llegará un poco más tarde, ya en la década de 1910, y no con las artes visuales, sino con la literatura. Su debut, una novela de aprendizaje, tiene una acogida extraordinaria y lo sitúa de inmediato como un escritor respetado. Por entonces se instala en Berlín, donde transcurre la mayor parte de su vida, entre cafés, tertulias y fiestas. Llega la Primera Guerra Mundial; después, los «locos años veinte». Su carrera se consolida: «Por primera vez, se sintió reconocido e importante, y entonces pensó: “Hay que darse importancia a uno mismo para poder escribir”» (p. 200).
Michael cultiva un realismo comprometido con las desigualdades de la clase media, con sentido del humor y un lenguaje claro, sencillo, que entusiasma a millones de lectores –de esta fase destaca su novela breve Karl y Anna (1926), publicada por Errata naturae en 2013–. El libro recorre asimismo su vida personal, con sus amores y sus (muchas) amistades. Con respecto a lo primero, le pone el punto de emoción justa para conmover sin caer en la sensiblería, con pasajes sugerentes y delicados: «Te voy a desvelar ahora mismo cuál es la mayor felicidad para un hombre: su mayor felicidad es que una mujer a la que ama lo ame a él. Quien no experimente tal cosa, no habrá vivido» (p. 299). En cuanto a los amigos, esboza un retrato fiel de un círculo intelectual fértil, el oasis entre las dos guerras. El declive de Michael empieza, precisamente, con el ascenso del nazismo: lo internan en un campo de concentración en Francia, del que logra escapar con un manuscrito escondido entre sus ropas, para terminar exiliado en Estados Unidos. Allí trabaja como guionista, como muchos de sus coetáneos, un empleo deslucido para alguien como él. Nunca se adapta por completo al país, pero, cuando al fin puede volver a Alemania, lo que encuentra ya no es la tierra que conocía.
Leonhard Frank
«El escritor que no tiene detrás a su país cae al abismo en la lista del respeto, como acciones de poco valor. Lo aceptó con serenidad y se retiró en sí mismo: estaba solo» (p. 220). Las últimas páginas están teñidas por el regreso traumático, las ciudades destrozadas, la pérdida. Este Michael ya no es ese novelista con un público que espera su nuevo libro, sino un hombre derrotado, un literato desarraigado en su propia patria. Con ese punto de vista escribe Leonhard Frank esta novela: desde la experiencia de quien ha vivido, desde la conciencia de quien se sabe en el final de su carrera. Y, aun así, no hay rabia en su voz, sino lucidez, serenidad, calma. Como si esta obra fuera su forma de poner orden en su memoria, de meditar sobre los vaivenes de su existencia, de despedirse con elegancia. Quizá, por encima de todo, A la izquierda, donde el corazón sea una exploración de la relación entre la literatura y la vida (su literatura y su vida) en un periodo histórico convulso. Leonhard Frank escribió una novela a la altura de aquello por lo que había vivido, aquello que había amado de manera incondicional: un legado magnífico.
*Cita de la página 169.

05 noviembre 2018

Chica de campo - Edna O'Brien


Edición: Errata naturae, 2018 (trad. Regina López Muñoz)
Páginas: 424
ISBN: 9788416544592
Precio: 22,00 €

«Aquel día de agosto de mi septuagésimo octavo año de vida me senté para empezar las memorias que me había jurado no escribir jamás». Edna O’Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) hizo un regalo a sus lectores cuando tomó esta decisión. El resultado vio la luz en 2012 bajo el título Chica de campo, haciendo un guiño a su ópera prima. Edna O’Brien llegó a este mundo destinada a ser una muchacha de aldea, en la Irlanda rural de los años treinta. Lo fue, al menos durante un tiempo: nació en lo que se suele llamar una familia tradicional, ni pobre ni rica, que la obligó a hacerse farmacéutica. Se formó, hizo sus prácticas, pero para entonces ya estaba tentada por la literatura, tenía claro que no haría de la farmacia su hábitat. La literatura, precisamente, la sacó de Irlanda. Esa chica de campo se convirtió en una mujer cosmopolita que organizaba fiestas en el Londres de los swinging sixties y se codeaba con lo más granado del círculo bohemio, además de en la autora de una treintena de libros (novela, relatos, teatro, no ficción) que la han situado como una de las grandes escritoras del siglo XX.
La expresión «piano roto», con todas sus connotaciones, reverberaba sin cesar dentro de mi cabeza, y pese a todo me hizo pensar en la generosidad que me ha reservado la vida: he conocido la alegría y el dolor extremos, el amor correspondido y el no correspondido, el éxito y el fracaso, la fama y el vapuleo; he leído en la prensa que ya estaba caducada como escritora y, peor aún, que era una «Molly Bloom de baratillo»; y, sin embargo, a pesar de todo, he seguido escribiendo y leyendo, he tenido la fortuna de sumergirme de lleno en esas dos actividades intensas que han apuntalado mi vida entera.
Pero empecemos por el principio. Ahí está todo para ella: «el dramatis personae de mi niñez me proporcionó el material más rico de todos, de modo que debo un enorme agradecimiento tanto a los vivos como a los muertos» (p. 418). Edna O’Brien, como Rosa Chacel o Erri De Luca, encontró en el universo de su infancia la inspiración para sus historias, una base que ha seguido exprimiendo incluso después de dejar su tierra natal de forma definitiva («para todo escritor el amor por el lenguaje arranca en ese lugar llamado “hogar”», p. 185). Su niñez estuvo marcada por el padre, un hombre terco que tuvo muchas recaídas en el alcohol. En un pasaje recuerda la tranquilidad que suponía quedarse en casa a solas con su madre, cocinando, limpiando, sin hacer nada especial, tan solo con la calma de la ausencia paterna. Relata asimismo su educación religiosa en un convento, del que soñaba con escapar. Muchas experiencias de esta etapa, en particular el miedo al padre y la violencia silenciada del hogar, son temas recurrentes en su obra desde su debut, Las chicas de campo (1960), una novela muy autobiográfica que escribió en tres semanas («Se había escrito sola, yo fui una simple mensajera», p. 174). También se plantean en Un lugar pagano (1970).
Yo me sentía más sola de lo que debería haberse sentido una mujer enamorada, o enamorada a medias. Existía un abismo entre nosotros, y muchísimas cosas de él me resultaban extrañas y ajenas. A veces percibía una expresión melancólica en su semblante y me preguntaba si sería por la otra mujer, o por su hijo, o por su vida de antes, la que yo iba descubriendo poco a poco.
Antes de comenzar su carrera literaria, Edna O’Brien conoció al escritor Ernest Gébler cuando aún trabajaba en la farmacia. Este, divorciado y con un hijo, no se ganó las simpatías de la familia de ella, pero aun así se casaron en 1954, tuvieron dos niños y se mudaron a Inglaterra. El matrimonio duró diez años: la autora relata el complicado proceso de separación, los celos de Ernest por su éxito profesional («las palabras que fueron el golpe de gracia para nuestro ya deteriorado matrimonio: “Sabes escribir, nunca te lo perdonaré”», p. 174), los problemas por la custodia de los hijos; una de sus épocas más traumáticas, de la que hay mucho en La chica de ojos verdes (1962) y Chicas felizmente casadas (1964), que completan la trilogía Las chicas de campo: «Mi matrimonio estaba en un punto crítico. Y yo lo sabía, lo que ignoraba era cómo acabaría; creía de veras que el matrimonio era para toda la vida» (p. 186). Incluso en su novela más reciente, Las sillitas rojas (2015), escrita medio siglo después, vuelve a abordar la cuestión de la mujer que rehace su vida después del divorcio. Los conflictos asociados a las mujeres, desde el despertar a la madurez, han marcado su trayectoria; sin duda, su voz es una de las más comprometidas con la denuncia de ese malestar, ha contribuido a aumentar el canon de obras sobre la experiencia femenina del amor, la amistad, la opresión de los valores patriarcales, el deseo y la maternidad, entre otros.
Como escritora se me consideraba lasciva e irracional, con una gama de temas estrecha y obsesiva, una mera mezcolanza de tópicos destinada a los extranjeros. Según las críticas, no era capaz de poner ninguna experiencia en perspectiva; la misma historia se repetía hasta la saciedad. Una periodista inglesa, de evidente ascendencia irlandesa, juzgaba mi prosa de «asfixiante», y, con la sensibilidad de una chismosa provinciana, afirmó que había hecho bien en irme de Irlanda.
Su marido no fue el único que se tomó mal la buena acogida de su primera novela. En su pueblo natal se quemaron ejemplares y sus padres se sintieron avergonzados. Las chicas de campo narra la educación sentimental de dos muchachas que expresan sin tapujos su rechazo de la religión y sus ganas de disfrutar intensamente de los placeres de la ciudad. Para una mentalidad tan rígida, tan católica como la de su familia, la de aquella Irlanda de antaño, supuso un escándalo. En realidad, como suele ocurrir en la historia de la literatura, se trataba del acostumbrado choque generacional: mientras que unos lo rechazaron de pleno, los jóvenes (y los lectores de países más «modernos») se reconocieron en sus páginas. Esta no es la única polémica con la que ha tenido que lidiar O’Brien: como a tantas autoras, se la despreció por escribir «sobre mujeres»; además, la propagación de rumores sobre su vida personal le dio mala fama. Con todo, siguió escribiendo, siguió probando nuevas técnicas –Noche (1972) «marcó el antes y el después de mi vida, entre un tipo de escritura y otro» (p. 249)–, siguió creciendo como narradora hasta convertirse en la figura incontestable de las letras que es hoy.
Todavía me asombra haber conocido a toda aquella gente; una serie de carambolas nos juntaron y unieron en la quimera de los swinging sixties. Era una época de lo más inocente. Los famosos no eran tan famosos y no iban por ahí acompañados de presuntuosas cohortes. Yo, oriunda del condado de Clare, me emocionaba ante aquella galaxia de visitantes, y sin embargo nunca me dejaba deslumbrar. Sabía que era algo transitorio, que todos estábamos de paso, rumbo a otros lugares, orbitando hacia arriba, siempre hacia arriba.
Por otro lado, su existencia no se explica sin sus célebres fiestas en el Londres de los años sesenta donde corría la droga («Tenía múltiples motivos para querer tomar LSD. […] creía, como consecuencia de varias lecturas, que mis sueños y, por tanto, mi escritura se enriquecerían», p. 240); y sus viajes a ciudades como Nueva York, donde, en una cena en la Casa Blanca, estuvo sentada entre Hillary Clinton y Jack Nicholson. Entre tantos eventos, conoció a muchas personalidades del cine, la música y la política, como Paul McCartney, Jane Fonda, Judy Garland, Shirley MacLaine y Marlon Brandon, entre otros: «Era una época de lo más inocente. Los famosos no eran tan famosos y no iban por ahí acompañados de presuntuosas cohortes» (p. 228). Por supuesto, no se olvida de sus colegas, entre los que destaca Philip Roth; ambos se respetaban mucho. La autora es generosa al compartir anécdotas sobre celebridades, al acercar al lector a ese ambiente tan fascinante. Ella no se da aires, sino que más bien desmitifica el glamour, da naturalidad a lo que se suele tratar con reverencia.
Philip Roth ya estaba por allí. Pese a su fama de ermitaño, a veces sale, y cuando eso sucede se convierte indefectiblemente en el sabio de cualquier reunión social. Inflexiblemente escrupuloso en lo relativo a la palabra escrita, y dotado de una inteligencia acerada, Roth también sabe ser la persona más divertida del mundo cuando está en vena. Lo he visto desarrollar una anécdota hasta límites vertiginosos, es como ser testigo de una mente desbordante en perpetuo estado de superación.
Edna O'Brien
Edna O’Brien firma unas memorias que rebosan honestidad y amor por el oficio; muy «completas», en el sentido de que abarcan facetas diversas –su vida íntima, el conflicto entre la sociedad irlandesa de sus progenitores y el descubrimiento del cosmopolitismo, su carrera literaria, sus amistades, sus viajes, su perspectiva de los atentados en Irlanda del Norte–, aunque sin extenderse demasiado en ninguna; la información siempre dosificada. Escribe sobre sí misma, pero sin resultar egocéntrica; de hecho, en parte refleja a toda una generación de intelectuales y artistas. Tampoco llega a mostrarse impúdica: se abre al recordar vivencias como las tensiones con su padre, el divorcio o la depresión, pero con mesura, contención. No pierde la elegancia, como tampoco pierde el respeto por las personas que aparecen en el libro. Y se explica muy, muy bien, con la fluidez, la pulcritud y el sosiego que la caracterizan, con ese lenguaje todavía lleno del léxico campestre (las plantas, el paisaje rural) de su niñez. Más allá de sus lectores fieles, Chica de campo puede interesar a cualquier lector que sienta curiosidad por el mundo cultural de la segunda mitad del siglo XX, con independencia de que conozca su obra o no.
Citas en cursiva de las páginas 7-8, 152, 379, 228-229 y 347.

02 noviembre 2018

La azotea - Fernanda Trías

Edición: Tránsito, 2018
Páginas: 140
ISBN: 9788494909504
Precio: 15,90 €

La azotea, el ático, la buhardilla, el desván. Desde que Charlotte Brontë escribió Jane Eyre (1847), se ha afianzado una relación (literaria) entre la zona alta de los edificios y las mujeres perturbadas. En su primera novela, publicada en 2001, Fernanda Trías (Montevideo, 1976) retoma este motivo en una historia de tintes góticos sobre una pequeña familia que vive encerrada en un piso de un barrio pobre. La narradora, Clara, tomó la decisión de enclaustrarse junto a su padre después del suceso al que se refiere como «accidente». Más adelante, estando ya recluida, nació su hija, Flor. Un anciano, una mujer joven y una niña; tres personajes que sobreviven al margen de la sociedad, tres vidas marcadas por las relaciones de poder, los temores y la locura, siguiendo la estela de libros como Siempre hemos vivido en el castillo (1962), de Shirley Jackson, y en sintonía con otros títulos contemporáneos como Las efímeras (2015), de Pilar Adón.
La autora da forma a una novela de atmósfera lúgubre, que mantiene la tensión gracias a las elisiones y los saltos temporales, que combinan con acierto el presente con el relato de los hechos que condujeron a esta situación. El contacto de Clara con la civilización es Carmen, una vecina que la ayuda con los recados sin hacer preguntas incómodas; ella solo sale de casa de manera muy puntual. En la convivencia de tres, se plantean los temas de dominación y sumisión, de intercambio de roles. Interesa, en concreto, la psicología de la narradora: por una parte, se hace con el control del hogar después del accidente, después de que el orden establecido se quebrara, como haría una buena hija al cuidar de un padre solo; no obstante, a la vez se revela como una persona atormentada, con heridas sin cicatrizar y carencias afectivas («estoy igual que esta casa: llena de cosas muertas», p. 73). Entre sus rasgos, sobresalen la inocencia, la facilidad con que cree todo lo que le dicen, desde supersticiones a comentarios de chiquillos del colegio; y el miedo, consecuencia de su aprensión, que contagia a sus allegados («Flor miraba alrededor como si quisiera comerse el mundo con los ojos, no se daba cuenta de que era el mundo el que iba a comérsela a ella», p. 108).
Clara tiene muchos miedos. El principal, el mundo, la vida allá fuera. Con el paso de los años, su obsesión aumenta, recela incluso de Carmen y tan solo se siente libre en la azotea, adonde sube en secreto, para respirar, para sentirse poderosa con la ciudad a sus pies («La azotea era mi lugar; el único donde no pudieron vencerme.», p. 49). Se plantea una incógnita: ¿el peligro está en la calle, como cree la narradora, o este solo existe en su mente? La autora hace hincapié en su degradación, el modo en que, tras abandonar sus relaciones, descuida también su cuerpo, lo que la aleja aún más de la gente («me daba un aspecto primitivo que me protegía y me separaba de los demás», p. 115). En su mirada aparecen metáforas con animales inhóspitos (arañas, abejas), que dan una idea de su creciente perturbación. Se trata, además, de una narración atenta al cuerpo, que, encerrado, presta una atención extraordinaria a cualquier roce, cualquier muestra de decrepitud. También los nombres están cuidados: Clara, que en realidad no es nada clara; y Flor, algo nuevo que germina, pero que, como las plantas, no se mueve de la maceta donde la ha colocado su madre-dueña.
Fernanda Trías
La azotea es, en suma, una muy buena primera novela, escrita con un estilo ágil y preciso, que envuelve al lector en su universo sombrío sin que nada chirríe; denota una madurez admirable en una escritora que entonces tenía veinticinco años. Habrá que prestar atención a Fernanda Trías –en España ya se había editado su libro La ciudad invencible (Demipage, 2014)–, que se une a la larga lista de autoras latinoamericanas que están dando tanto que hablar –Samanta Schweblin, Vera Giaconi, Selva Almada, Paula Porroni, Mariana Enriquez y Mónica Ojeda, entre otras–, unas autoras que comparten inclinación por lo oscuro, la violencia, el desarraigo, desde perspectivas y tratamientos diversos. Quizá son las que mejor están captando el aire de estos tiempos, la falta de anclaje que deriva en el temor, en la patología. Sea lo que sea, vale la pena leer a Fernanda Trías, vale la pena sucumbir ante su voz inquietante.
Y vale la pena seguirle la pista a la recién nacida Tránsito. Además de lo obvio diseño impecable y reconocible, tipografía cómoda, textura y encuadernación de calidad–, hay que subrayar su valentía al apostar, para empezar su andadura, por una novelista joven y desconocida en España, en lugar de recurrir a los rescates libres de derechos. Por si fuera poco, con una cubierta amarilla; sin supersticiones. Bien, muy bien por Tránsito.

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