Edición: Tránsito, 2018
Páginas: 140
ISBN: 9788494909504
Precio: 15,90 €
La
azotea, el ático, la buhardilla, el desván. Desde que Charlotte Brontë escribió
Jane Eyre (1847), se ha afianzado una
relación (literaria) entre la zona alta de los edificios y las mujeres
perturbadas. En su primera novela, publicada en 2001, Fernanda Trías
(Montevideo, 1976) retoma este motivo en una historia de tintes góticos sobre
una pequeña familia que vive encerrada en un piso de un barrio pobre. La
narradora, Clara, tomó la decisión de enclaustrarse junto a su padre después
del suceso al que se refiere como «accidente». Más adelante, estando ya recluida,
nació su hija, Flor. Un anciano, una mujer joven y una niña; tres personajes
que sobreviven al margen de la sociedad, tres vidas marcadas por las relaciones
de poder, los temores y la locura, siguiendo la estela de libros como Siempre hemos vivido en el castillo
(1962), de Shirley Jackson, y en sintonía con otros títulos
contemporáneos como Las efímeras
(2015), de Pilar Adón.
La
autora da forma a una novela de atmósfera lúgubre, que mantiene la
tensión gracias a las elisiones y los saltos temporales, que combinan con
acierto el presente con el relato de los hechos que condujeron a esta situación. El contacto de Clara con la civilización es Carmen, una vecina
que la ayuda con los recados sin hacer preguntas incómodas; ella solo sale
de casa de manera muy puntual. En la convivencia de tres, se plantean los temas
de dominación y sumisión, de intercambio de roles. Interesa, en concreto, la
psicología de la narradora: por una parte, se hace con el control del hogar
después del accidente, después de que el orden establecido se quebrara, como
haría una buena hija al cuidar de un padre solo; no obstante, a la vez se
revela como una persona atormentada, con heridas sin cicatrizar y carencias
afectivas («estoy igual que esta casa: llena de cosas muertas», p. 73). Entre
sus rasgos, sobresalen la inocencia, la facilidad con que cree todo lo que le
dicen, desde supersticiones a comentarios de chiquillos del colegio; y el miedo,
consecuencia de su aprensión, que contagia a sus allegados («Flor miraba
alrededor como si quisiera comerse el mundo con los ojos, no se daba cuenta de
que era el mundo el que iba a comérsela a ella», p. 108).
Clara
tiene muchos miedos. El principal, el mundo, la vida allá fuera. Con el paso
de los años, su obsesión aumenta, recela incluso de Carmen y tan solo se siente
libre en la azotea, adonde sube en secreto, para respirar, para sentirse
poderosa con la ciudad a sus pies («La azotea era mi lugar; el único donde no
pudieron vencerme.», p. 49). Se plantea una incógnita: ¿el peligro está en la
calle, como cree la narradora, o este solo existe en su mente? La autora hace
hincapié en su degradación, el modo en que, tras abandonar sus relaciones,
descuida también su cuerpo, lo que la aleja aún más de la gente
(«me daba un aspecto primitivo que me protegía y me separaba de los demás», p.
115). En su mirada aparecen metáforas con animales inhóspitos
(arañas, abejas), que dan una idea de su creciente perturbación. Se trata, además, de una narración atenta al cuerpo, que, encerrado, presta una atención
extraordinaria a cualquier roce, cualquier muestra de
decrepitud. También los nombres están cuidados: Clara, que en realidad no es
nada clara; y Flor, algo nuevo que germina, pero que, como las plantas, no se
mueve de la maceta donde la ha colocado su madre-dueña.
Fernanda Trías |
La azotea es, en suma, una muy buena
primera novela, escrita con un estilo ágil y preciso, que envuelve al lector en
su universo sombrío sin que nada chirríe; denota una madurez admirable en
una escritora que entonces tenía veinticinco años. Habrá que prestar atención a Fernanda Trías –en España ya se había editado su libro La ciudad invencible (Demipage, 2014)–,
que se une a la larga lista de autoras latinoamericanas que están dando tanto que hablar –Samanta
Schweblin, Vera Giaconi, Selva Almada, Paula Porroni, Mariana Enriquez y Mónica
Ojeda, entre otras–, unas autoras que comparten inclinación por lo oscuro, la violencia, el
desarraigo, desde perspectivas y tratamientos diversos. Quizá son las que mejor
están captando el aire de estos tiempos, la falta de anclaje que deriva en el
temor, en la patología. Sea lo que sea, vale la pena leer a Fernanda Trías, vale
la pena sucumbir ante su voz inquietante.
Y vale la pena seguirle la pista a la recién nacida Tránsito. Además de lo obvio –diseño impecable y reconocible, tipografía cómoda, textura y encuadernación de calidad–, hay que subrayar su valentía al apostar, para empezar su andadura, por una novelista joven y desconocida en España, en lugar de recurrir a los rescates libres de derechos. Por si fuera poco, con una cubierta amarilla; sin supersticiones. Bien, muy bien por Tránsito.
Este tipo de libros por un lado me agobian y por otro me atraen. Me da mucha pena del bebé y me paso la lectura esperando que alguien rescate a la víctima más inocente.
ResponderEliminarNo sé si lo leeré, dependerá de si me lo encuentro.
Besos
No es una lectura amable, desde luego, pero está muy bien para cuando te apetezca algo de este estilo :).
EliminarA por este breve libro. He leído un libro de Samanta, Selva y Paula, y realmente me gustaron lo suficiente como para leer este libro de Fernanda
ResponderEliminarGracias!!!
¡A por él! Ya me contarás qué te parece :).
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