31 octubre 2017

Trece libros para no dormir (Especial Halloween)



Nunca he sido una amante del terror. Ni en el cine, ni en la literatura; nada. Ni siquiera cuando tenía quince años (por alguna razón, las emociones fuertes tienden a asociarse a esas edades, aunque bien sabido es que tienen un público mucho más amplio). No soy ni pretendo ser una experta en el género. Lo que sí me interesa, en cambio, son sus primos: la literatura gótica, el suspense psicológico, la intriga. Esas atmósferas desasosegantes, esa asfixia, esa perturbación. Con el objetivo de recomendar libros que me gustan, he hecho esta selección. Lo dicho: seguramente resultará «blandita» para los entendidos, pero son, en cualquier caso, obras literarias excelentes. Para no dormir, por el miedo… o porque, de tan espléndidas, uno no quiere dejar de leer.

1. Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James
No podía faltar: la madre de tantas novelas de fantasmas, por uno de los grandes autores de la historia. Un prodigio del punto de vista y la ambigüedad. Un ejemplo magistral de cómo servirse de la duda ante el elemento paranormal para producir intriga y, a la vez, denunciar los tabús de la sociedad. Inagotable.
2. Los papeles de Aspern (1888), de Henry James
Venecia, un viejo caserón, una anciana que guarda con celo unos papeles, su sobrina solterona y un editor entrometido que trata de sacarles información. Solo que no contaba con la astucia de las dos mujeres. Otra demostración de la maestría de Henry James, que con su ambigüedad y su fino análisis psicológico lo vuelve a bordar.
3. La bruja Lois (1861), de Elizabeth Gaskell
En ocasiones no hay peor infierno que la realidad, ni peor brujo que el ser humano. Los juicios de Salem son una (de tantas) muestras de ello, de cómo la religión se utiliza para un fin que poco tiene que ver con sus principios originales. La autora reconstruye este episodio histórico con su maestría habitual.

4. La chaise-longue victoriana (1953), de Marghanita Laski
Esta digna heredera de Henry James juega con un motivo literario asfixiante: el hecho de quedarse atrapado en una pesadilla. Una pesadilla que, además, remite a otra época. Otras costumbres más opresivas y degradantes, sobre todo cuando eres una mujer. De nuevo, el misterio se pone al servicio de la crítica social. Brillante.
5. Siempre hemos vivido en el castillo (1962), de Shirley Jackson
Qué decir de esta espléndida nouvelle. La perversidad de la mirada infantil, de una niña que es uno de los personajes más memorables del género. El narrador no confiable, que tantas alegrías (si se pueden llamar alegrías) ha dado al terror. La ironía, la socarronería. Y la agorafobia. La inteligencia está siempre en los matices.
6. Cuentos escogidos (1948-49), de Shirley Jackson
«La lotería», sobre todo «La lotería», una representación espeluznante de cómo el orden se puede romper en un instante. Pero también los demás, porque en todo lo que escribió Shirley Jackson hay esa angustia, ese miedo, esa ansiedad, ese desconcierto. Una visita al dentista puede convertirse en una agonía interminable.
7. La hija del veterinario (1959), de Barbara Comyns
No, no va de una niña feliz rodeada de animalitos. La protagonista es una chica que vive bajo el yugo de un padre dominante, en una casa decorada con pieles de animales. Esta joven tiene un don, pero no se atreve a contarlo. He aquí una novela escalofriante, salpicada de humor y con la tensión in crescendo. Soberbia.

8. La cámara sangrienta (1979), de Angela Carter
Cuentos tradicionales sin una pizca de inocencia. Con sangre, erotismo, crueldad. Las doncellas ya no son tan tiernas, y la ferocidad de las bestias tal vez resulte atrayente. Con un estilo exuberante que emula el mejor Romanticismo: lo de Angela Carter es una imaginería gótica arrolladora. Literatura de alto voltaje.
9. Tres noches (1993), de Austin Wright
Este no es gótico, no, pero quizá da más miedo que todos los demás juntos: un hombre, un tipo normal, que un día cualquiera se topa con una banda que le destroza la vida. Eso da, en manos de Austin Wright, para un thriller psicológico implacable. Una novela que llega a obsesionar, que se te mete en el cuerpo, en las entrañas.
10. El ocupante (2009), de Sarah Waters
Esta autora es quizá la mejor heredera contemporánea de la novela gótica del siglo XIX: un médico llega a una mansión venida a menos en la que suceden fenómenos extraños. Un novelón apasionante, de atmósfera envolvente, en el que la sutileza, como en Henry James, se convierte en una herramienta fundamental para el misterio.

11. Dame tu corazón (2010), de Joyce Carol Oates
Nada de elementos sobrenaturales: Joyce Carol Oates encuentra la inspiración en lo que la rodea, y lo que la rodea está lleno de violencia. Violencia física, pero también verbal, simbólica: relaciones tóxicas, abusos, obsesiones, trastornos mentales, celos. Todo tipo de relación insana se recoge aquí con un estilo electrizante.
12. Ánima (2012), de Wajdi Mouawad
La rara avis: no tiene nada que ver con la mayoría de las recomendaciones de esta lista, pero, caramba, qué lectura tan perturbadora. Un thriller por los territorios indómitos del oeste de Estados Unidos, desde la mirada «salvaje» de decenas de animales. El devenir de su protagonista es todo un descenso a los infiernos.
13. El señor de las muñecas (2016), de Joyce Carol Oates
Otra ración de esta prolífica autora. Esta vez, los cuentos ponen de relieve hasta dónde puede llegar un personaje atormentado, traumatizado por su pasado, para vengarse de ese mundo que le resulta hostil. El juego está en adivinar si la amenaza está ahí fuera o en su mente. Algunos tienen un punto realmente escabroso.
¡Y uno de regalo!
Basada en hechos reales (2015), de Delphine de Vigan
A veces el terror tiene una apariencia amable, amistosa, jovial; la apariencia de alguien con quien tienes mucho en común y quiere ser tu amigo. Te habla, te cuida, lo sabe todo de ti. Ningún problema, hasta que comienza a adueñarse de tu identidad: no hay peor pesadilla que ser anulado por otro… O tal vez solo te lo estés imaginando.
Y vosotros, ¿qué libros añadiríais?

30 octubre 2017

La cámara sangrienta - Angela Carter



Edición: Sexto Piso, 2017 (trad. Jesús Gómez Gutiérrez)
Páginas: 208
ISBN: 9788416677450
Precio: 20,00 €

Angela Carter (Eastbourne, 1940 – Londres, 1992) fue mucho más que una escritora de género, mucho más que una escritora feminista, mucho más que una estudiosa diligente. En los diez relatos magistrales que conforman La cámara sangrienta (1979) se conjuga todo eso —la fantasía de los cuentos de hadas, la perspectiva de género, el conocimiento exhaustivo del folclore europeo—, pero, además, denotan una riqueza, un genio literario y una potencia estilística de un valor incalculable; más que suficiente para no encasillar a su autora en las siempre limitadoras etiquetas. Por estas páginas desfilan sus versiones de Caperucita Roja, La Bella y la Bestia, Drácula y El gato con botas, entre otros; unas versiones posmodernas que conservan, sin embargo, esa atmósfera asfixiante y oscura de los originales, los que recopilaron los Hermanos Grimm y Charles Perrault, antes de que se dulcificaran para no corromper a los niños. Las ilustraciones de Alejandra Acosta para esta edición captan a la perfección su poderosa (y macabra) imaginería.
Es importante hacer hincapié en el hecho de que, pese a ser británica, Angela Carter se distancia de sus compatriotas al beber de fuentes más centroeuropeas, sobre todo, de la tradición francesa y del Romanticismo alemán, aunque también hay cuentos que evocan criaturas de la mitología eslava. Esta influencia va más allá de la localización de las historias: no solo recrea sus raíces, sino que incorpora su tono, su estética. En otras palabras: es una heredera extraordinaria de la literatura gótica dieciochesca, el espíritu de decadencia, los paisajes sombríos, los elementos sobrenaturales, el medievalismo, la sensibilidad romántica. Incluso se permite salpicar los cuentos con referencias de otros cuentos; hasta tal punto llega su erudición, hasta tal punto deconstruye para crear con más fuerza. Todo ello, con un estilo prodigioso, barroco, exuberante, teñido de ironía y humor negro. Inmensa. Es tan poco habitual descubrir a una escritora de la talla (intelectual y literaria) de Angela Carter que uno solo puede quitarse el sombrero.
Los relatos de La cámara sangrienta son revisiones en clave feminista, sí, pero cuidado: adoptar una perspectiva de género no significa convertir a la damisela en apuros en una joven fuerte, emancipada y de nobles principios. Puede ser eso, o no. El feminismo bien entendido no consiste en idealizar a las mujeres, sino en representarlas en su pluralidad, darles voz, con sus virtudes y sus defectos, sus aciertos y sus errores. Huir del cliché, tanto si el cliché las enaltece como si las rebaja. En la práctica, en este universo lúgubre, esta mirada feminista se concreta en protagonistas que no son necesariamente víctimas, o quizá sí, pero tienen la capacidad de reconvertirse en villanas. Hay heroínas, vírgenes, infieles, desobedientes, sádicas, seductoras, dominantes. Son, eso sí, más activas que pasivas; la diversidad de roles las engrandece. Por ejemplo, en el cuento que da título a la compilación (magnífico), un retelling de Barba Azul, la joven esposa se siente pérfida al ponerse su nueva gargantilla («Y por primera vez en mi inocente y limitada vida, sentí en mí tal potencial para la corrupción que me quedé sin aire», p. 15) y no tarda en pervertirse tras desobedecer a su marido. Un desenlace insólito reivindica la fortaleza de las madres y su compenetración con las hijas frente al lazo (peligroso, desconocido, inquietante) del matrimonio.
El enfoque feminista tampoco significa que este libro solo interese por esto, por mucho que en la actualidad el término «feminismo» se utilice a menudo como reclamo. No, de ninguna manera: Angela Carter es literatura de alto voltaje, puro dominio del lenguaje, de la composición breve; una artesana de las letras. Estos cuentos merecen la pena por sí mismos; su dimensión sociológica es un valor añadido, no lo único ni lo principal. Hay tantas, tantas cualidades en estos textos, que hablar de revisión feminista se queda corto. Su imaginario (brutal, erótico, cruel) es una obra de arte: la sangre, el cuerpo, el sexo, el fetiche, la mutilación. Está llena de imágenes perturbadoras y de elementos simbólicos (como la mencionada gargantilla) en los que se da una vuelta de tuerca a su significado, es decir, lo que en apariencia resulta inocente adquiere otra significación más perversa. Con esta atmósfera de horror, melancolía y sensualidad, el final feliz (porque hay final feliz) es de todo menos cándido; produce una sensación de extrañeza, de provocación. Angela Carter pone sus reglas… y la compasión y la ternura no le van.
Angela Carter
Quien más, quien menos, conoce los cuentos en los que se basan estas revisiones; no hace falta recordarlos, no hace falta desvelar más de la cuenta (de alguno, por cierto, se incluyen dos versiones, como La Bella y la Bestia). Sí conviene, no obstante, advertir que la experiencia no se parece a nada que se haya leído antes, porque esta autora es de las que marcan un antes y un después en la vida del lector, una voz personalísima y espléndida, que trasciende cualquier catalogación de género (por favor, que nadie deje de leerla «porque es de fantasía…»). Ante semejante excelencia, solo cabe preguntarse cómo es posible que no sea más reconocida por estas latitudes, cómo es posible que no tenga más público, cómo es posible que sus novelas (publicadas por Minotauro en los años noventa) estén descatalogadas. Al menos queda la esperanza de que Sexto Piso está trabajando para recuperarla en condiciones: además de La cámara sangrienta, acaba de publicar Quemar las naves, sus relatos completos. Ojalá no sea lo último.

29 octubre 2017

El señor de las muñecas - Joyce Carol Oates



Edición: Alba, 2017 (trad. Laura Vidal)
Páginas: 296
ISBN: 9788490653050
Precio: 19,90 € (e-book: 9,99 €)

Dentro de la vasta (y variada) producción de Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938), destaca su tratamiento de la violencia en la sociedad contemporánea occidental, a menudo en forma de tramas de suspense. El planteamiento del tema va acompañado de un fino análisis de las relaciones humanas y tiene un importante trasfondo de crítica social; la autora ha expresado en numerosas ocasiones su preocupación por la deriva de nuestra época y no se limita a crear intrigas por simple entretenimiento. Ha abordado el asunto tanto en novelas como en relatos, y de esto último este año se han traducido al castellano dos compilaciones: Dame tu corazón (2011; Gatopardo, 2017), muy recomendable, y El señor de las muñecas y otros cuentos de terror (2016; Alba, 2017), que, en comparación con la anterior, resulta más plana en la construcción de las historias y menos rica en cuanto al abanico de miradas.
Para empezar, el título es engañoso: más que horror o terror, estos relatos se encuadran en el suspense psicológico. El conflicto es ante todo mental, juega con el narrador no confiable y el punto fuerte de las narraciones no es tanto el misterio en sí (un giro bastante mecánico y previsible en todos) como el desmenuzamiento de las relaciones en torno a él. En estas se repite un patrón: los traumas, pérdidas y carencias afectivas que derivan en desarraigo y, a veces, trastornos mentales y violencia (los padres separados en «El señor de las muñecas» y «Mamaíta», el distanciamiento de la familia en «Ecuatorial», la pobreza y falta de expectativas en «Accidente por arma de fuego», el acoso escolar en «Soldado», el complejo de inferioridad y la sensación de que el mundo le debe algo en «Misterios S. A.»). Invita a pensar en hasta qué punto el resentimiento por el dolor padecido puede provocar una reacción destructiva hacia uno mismo o los demás. Llama la atención que los protagonistas sean con frecuencia jóvenes o adolescentes: muchachos a medio hacer, maleables, impulsivos. Es asimismo reseñable el uso reiterado de finales abiertos: la autora lleva a los personajes hasta el borde de un precipicio, pero no los empuja al vacío. Deja que el lector lo haga con su imaginación.
De los seis relatos que componen el libro, los dos primeros, algo más breves, son los menos originales, tienen una estructura sencilla y predecible, y la hondura psicológica no llega a ser tan perspicaz como en otros: «El señor de las muñecas» se centra en un niño que, después de la muerte temprana de su prima, se obsesiona con su muñeca y, dado que no le dejan conservarla, empieza a robar muñecas a escondidas… solo que su colección es un tanto particular. «Soldado», por su parte, consiste en una declaración de un acusado de matar a un adolescente negro. El narrador alega que lo hizo en defensa propia, y se van desgranando las múltiples caras del proceso judicial («Porque esa es la injusticia: solo si te matan “eres inocente”. Si peleas por tu vida, “eres culpable”», p. 52), aunque nada está claro y también salen a la luz sus muchas inseguridades. En ambos, Oates se apoya en los traumas del pasado para explicar o, al menos, insinuar, la patología del personaje. Demasiado básico.
En los más extensos la envergadura literaria se robustece, no por la intriga como tal, sino por su estudio más pormenorizado y agudo de las relaciones. «Accidente por arma de fuego», un muy buen cuento, recoge el testimonio de una adolescente que se ha visto involucrada en un crimen. El relato comienza con la acción ya concluida, y va reconstruyendo la historia en bloques. La protagonista, una alumna responsable, pero con esa ansiedad, esa desazón de su edad («Las buenas notas siempre me producían cierta vergüenza, me parecían la consecuencia del trabajo duro, y el trabajo duro, consecuencia de la desesperación», p. 91), se encarga de vigilar la casa de su profesora mientras esta se encuentra en el hospital. Es interesante, por un lado, cómo enfoca la fascinación de la chica por su maestra (una mujer moderna, simpática, guay), en contraste con la percepción que tiene de su madre, y el giro posterior tras conocerla fuera de la escuela (en la intimidad ya es más corriente). Sobresale igualmente la figura de un primo drogadicto, un joven criado en el campo, en un entorno embrutecido (otro motivo habitual en Oates); unas circunstancias que sugieren la pregunta de si este chico podría haber tenido otro camino o estaba sentenciado por el determinismo social («Todos parecían ser pobres, y ser pobres les había endurecido el corazón», p. 110).
«Mamaíta» sigue a otra adolescente (utiliza cursivas enfáticas para recalcar su léxico, sus expresiones insignia), una chica bajita y rellenita que se acaba de mudar con su madre. Esta se pasa el día trabajando y no tienen una relación fluida. En este contexto, la protagonista se adentra en el microcosmos familiar de una compañera de clase, un grupo numeroso de costumbres relajadas. Como en Hansel y Gretel, esta familia la «ceba» con zalamerías que conducen a un desenlace espantoso; quizá el relato más monstruoso de la compilación. Hay tintes salvajes también en «Ecuatorial»: en este caso, el núcleo es un matrimonio de mediana edad que viaja a un país exótico. La esposa cree que su marido quiere asesinarla, y a partir de aquí surge la incógnita de si en efecto es así o se trata de una perturbación de ella. Oates analiza las fisuras del matrimonio, amenazado por la sospecha de una amante y por los intereses económicos; y traza un paralelismo entre los animales de la isla y la ferocidad del ser humano: en este espacio, lejos de la protección legal de Estados Unidos, la mujer se convierte en una presa fácil, como las especies asediadas por los depredadores (en Dame tu corazón la autora ya demostró su inclinación por las metáforas con bestias).
Joyce Carol Oates
Por último, «Misterios S. A.» rompe la tendencia dominante: un librero apesadumbrado por su falta de éxito decide acabar con su rival más rico y exitoso. Este misterio «libresco» hace un guiño a la novela policíaca de la tradición británica de entreguerras, de autores como Anthony Berkeley o Dorothy L. Sayers, es decir, mucha perversidad, pero sin ensuciarse las manos. Y mucho humor, elegancia, finura. Toda la fuerza está en la voz de los personajes, en su capacidad de persuasión… y manipulación; un soplo de aire fresco entre historias de líneas similares. En conjunto, El señor de las muñecas no es una mala propuesta: tiene el oficio y la penetración psicológica característicos de Oates, que escribe con su estilo ágil y directo, vigoroso, nada árido. Aun así, se le notan demasiado los trucos y abusa de determinados recursos; parece que lo hubiera escrito con el piloto automático. Para terminar, esta edición podría haber tenido una corrección más esmerada; la editorial Alba sabe (y debe) hacerlo mucho mejor.


25 octubre 2017

La ciudad y la casa - Natalia Ginzburg



Edición: Lumen, 2017 (trad. Mercedes Corral; pról. Elena Medel)
Páginas: 280
ISBN: 9788426403780
Precio: 21,90 € (e-book: 12,99 €)
1
Me voy, me quedo, te escribo
Esa sigue siendo mi casa y lo será siempre. Uno puede vender o ceder las casas a otras personas, pero sigue conservándolas para siempre en su interior.
Giuseppe, periodista y diletante de mediana edad, eterno aspirante a escritor, se marcha de Roma para instalarse en Estados Unidos junto a su hermano, profesor universitario. No sabe lo que quiere. No sabe lo que busca. En algunos aspectos, sigue siendo un niño sin rumbo, pero aun así se mueve, porque quedarse quieto sería peor. Los que sí se quedan, en Italia, son sus allegados: Lucrezia, su ex, una mujer casada con quien sigue manteniendo una estrecha amistad; Alberico, su hijo, un joven que sin pretenderlo repite los patrones de su padre; Roberta, su hermana, la que no se mueve del hogar, la que está ahí para todos; Egisto, Albina, Serena… todos los amigos. El grupo se reúne en Las Margaritas, la casa de Lucrezia y su marido; este espacio, centro de encuentros, encarna la unión y la estabilidad en contraposición al viaje a la deriva de Giuseppe. Con su partida, inicia una correspondencia con los suyos; y estos, a su vez, entre ellos. En su ausencia, cambiarán mucho las cosas.
Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991) se desenvuelve de forma magistral en el género de la novela epistolar. Lo demuestra en Querido Miguel (1973) y, de nuevo, en La ciudad y la casa (1984), reeditada este año por Lumen. En ambas, presenta a un elenco que intercambia misivas; es subrayable el hecho de no centrarse solo en una pareja y construir un microcosmos en el que tienen cabida diferentes tipos de relaciones y conflictos personales. Esto último, que tanto engrandece la lectura, dificulta no obstante la tarea de comentarla, porque se condensa tanto en estas páginas que las apreciaciones resultan, por fuerza, más incompletas que de costumbre. La destreza de Ginzburg con el género se relaciona, sin duda, con su estilo despojado de artificios, cercano a la expresión oral, una narración «hablada» eficaz para componer las cartas (informales, cómplices, frescas) que se envían unos amigos. La autora explota las posibilidades de la novela epistolar con unos textos pulcros en los que importa tanto lo que se dice como lo que se omite, así como el tono, los tics, las obsesiones y las pausas. Poco a poco, como quien no quiere la cosa (es difícil desmenuzar una obra de Ginzburg, la artillería está tan bien ensamblada que cuesta discernir cómo lo hace), la historia (o, mejor dicho, las historias) se entretejen con este intercambio de experiencias.

2
Esa familia llamada amistad
De nuestra larga unión ha quedado una gran amistad.
A diferencia de algunas de sus obras más celebradas, como Todos nuestros ayeres (1952), Ginzburg no vertebra la novela en torno a una familia, sino en un grupo de amigos, lo que se suele denominar la «familia elegida», lo que no implica que esta sea perfecta. El hecho de que conformen un grupo permite, además, que no solo se revele lo que cada uno dice de sí mismo, sino lo que piensan los terceros. Y esto es muy interesante: las miradas externas sobre Alberico resultan fundamentales para su padre Giuseppe, así como las opiniones sobre la situación de Lucrezia. Se puede decir que el libro se compone tanto de lo que sucede como de lo que perciben los demás, una mirada caleidoscópica que se asemeja a los intercambios de la vida real, a esa necesidad de comentar, de cotillear. La elección de un grupo de amigos, por otro lado, no excluye la presencia de tensiones familiares, que se abordan como aquello que arrastran los personajes, unos más que otros, y de lo que se desahogan fuera del núcleo doméstico. Es habitual, por ejemplo, que Giuseppe comparta la extrañeza que siente en casa de su hermano con sus amigos de Roma, o que piense en su hijo; o que Lucrezia analice las fisuras de su matrimonio con Piero y su pasado con Giuseppe; o que Albina, esa secundaria de oro, deje entrever su amargura por las cargas familiares.
Giuseppe no será la única pieza que se mueva. La cuadrilla de Italia sufrirá cambios con la entrada en escena de Ignazio Fegiz, al que suelen referirse citando nombre y apellido, lo que recalca su condición de «intruso», de recién llegado con quien aún carecen de confianza. Fegiz (y su compañera, la misteriosa Ippo) reemplaza de algún modo a Giuseppe, uno se va y otro entra, solo que, ya se sabe, cada persona(je) es como es… y algunos no se fían de él. Fegiz revolverá las relaciones de tal manera que aquella unión que representaba la casa de Las Margaritas, el punto de encuentro, perderá fuerza con el avance de los acontecimientos. Giuseppe estará al tanto de lo acontecido, siempre a través de las cartas; una perspectiva parcial, y por lo tanto subjetiva, con la que intenta hacerse una idea de la situación en Roma. Lo mismo les ocurre a los demás con las andanzas del propio Giuseppe: solo saben lo que cuenta él… y lo que leen entre líneas. Se produce una paradoja: Giuseppe se marchó en busca de un cambio; sin embargo, su antaño zona de confort se modifica más que nunca (y de forma trágica) en su ausencia. Como si no se pudiera escapar del dolor. Ni siquiera lo que creemos estable, seguro, lo es de veras («aquí todo se está rompiendo», p. 126).
En las relaciones sobresale la complicidad entre Giuseppe y Lucrezia, que supieron superar el tránsito de amantes a amigos. Grandes amigos: sus cartas son las más extensas, son en las que más se «vacían»; se conocen a la perfección, pero, además, la falta de compromiso les proporciona la libertad que no tienen con una pareja o un familiar. Pueden abrirse con el otro sin temor a ser juzgados. Ginzburg examina un asunto poco habitual: la amistad con un ex, hasta dónde puede llegar, hasta qué punto se palpa la atracción que sintieron. Esta pareja representa dos modos de entender la vida: él, un idealista, en constante búsqueda, perdido, los demás lo suelen comparar con un niño eterno («Después de cierta edad te das cuenta de que o te apoyas en tus propias piernas o no hay nada que hacer. Giuseppe hace mucho que pasó esa edad. Pero tiene esas piernas tan largas y delgadas que lo sostienen tan mal.», p. 94), mientras que Lucrezia está casada (una relación abierta, otro tema insólito) y es madre de familia numerosa. Se supone que ella encarna, como su casa, la firmeza, la sensatez, el orden; con todo, la situación dará un giro de ciento ochenta grados. En el fondo, toda la novela está impregnada de un aire de fragilidad: los adultos, por mucho que aparenten lo contrario, también son inseguros, también necesitan apoyo. Un amigo, un compañero.

3
Mujeres fuertes, libres, imperfectas
Últimamente disfruto de la soledad. No a todo el mundo le hace bien la soledad. A ti no te hace bien porque piensas cosas absurdas. A mí, en cambio, la soledad me gusta y me hace bien.
Elena Medel, que firma unos prólogos espléndidos (en estilo y contenido) para las reediciones de Ginzburg que ha publicado Lumen, hace una observación inteligente: La ciudad y la casa es la novela de la autora en la que las mujeres son más libres. Hay una evolución con respecto a títulos como El camino que va a la ciudad (1942), Y eso fue lo que pasó (1947), Todos nuestros ayeres (1952) o Las palabras de la noche (1961); y no es baladí que La ciudad y la casa (1984) corresponda a la madurez de Ginzburg y a una etapa de transformaciones sociales decisivas (entre los años setenta y ochenta). En sus primeras obras, era recurrente el retrato de la recién casada insatisfecha, de chicas para quien «la vida empieza cuando todavía somos demasiado jóvenes para comprenderla» (Y eso fue lo que pasó, p. 82); una dura crítica a la falta de preparación de las muchachas, que veían el matrimonio como única salida, y esta a su vez no les proporcionaba las emociones que esperaban. Sin embargo, esta otra novela ya no se encuadra en la posguerra, ni en un pueblo remoto del campo: tras la segunda ola del feminismo y la expansión de la píldora anticonceptiva, se abrieron puertas.
Estas mujeres no son necesariamente más felices, pero toman decisiones, vienen y van. Tienen voz; no están anuladas ni por el marido ni por la familia, o si acaso no lo están tanto. La muestra es Serena, paradigma (algo estereotipado) de la «nueva mujer»: cuarenta años, soltera, amantes cuando le apetece, actúa en el teatro (papeles con una orientación feminista, como la ninguneada esposa de Dante o la controvertida Yocasta) y dirige un Centro de la Mujer. Es una mujer segura de sí misma, emancipada y, para más inri, intelectual; habría sido imposible en Todos nuestros ayeres. No deja de ser una secundaria, pero pone de relieve un cambio de era en las oportunidades de las mujeres, y permite contraponer a las otras (más convencionales, al menos en materia conyugal) con ella. Albina, otra secundaria, se parece más a las primeras protagonistas de Ginzburg: más joven, atrapada en sus responsabilidades como hija mayor, dice tener «el enamoramiento fácil, pero la cama difícil» (p. 46). Para ella, el matrimonio sigue siendo la opción para salir del hogar paterno y mejorar su nivel de vida, lo que demuestra que no todas pueden o quieren ser como Serena. Su losa no es el lecho conyugal sino la niñez prolongada de quien no se ha independizado («la conozco desde que era pequeña, pero a mí eso no me gusta demasiado. Siento que tengo el futuro pegado a las suelas de los zapatos», p. 179). Con Albina se plantea una relación de ni contigo ni sin ti con un periodista: no están juntos, pero en los silencios de las cartas se entrevé la alianza que tuvieron. Él presume de sus conquistas mientras que ella se mantiene discreta con sus quehaceres. El lector tiene la sensación de que a ambos les habría ido mejor de otra manera, pero, ya se sabe, la vida no es ese final feliz que todos querríamos.
Por supuesto, Lucrezia, lo más parecido a una protagonista femenina, representa esa liberación pese a ser, en apariencia, lo opuesto a Serena. Para empezar, tiene un matrimonio abierto, su marido ha aceptado sus relaciones y el vínculo entre ambos no se ha roto. Esta relación bien llevada habría sido inconcebible en la posguerra. Es, por si fuera poco, una mujer directa, clara en sus cartas, como si la autora hubiera querido crear un personaje que es esposa y es madre pero, no obstante, no está «sometida» y lleva las riendas de la relación y de su vida. Hay muchas maneras de ser una mujer liberada, y Ginzburg plasma esa pluralidad de caracteres (en su libro A propósito de las mujeres se recoge un discurso en el que rechaza la representación de la mujer, en singular, como víctima o luchadora; en lugar de eso, se propone representar a las mujeres, en plural, reales y diversas,  diferentes entre ellas, y, claro está, imperfectas). Para hablar de mujeres libres, resulta clave referirse el rol de los hombres: «Tú no eres de los que hieren, sino de los que pasan con cuidado de no herir, de no pisotear, de no destruir nada. Eres como yo. Eres de los que perdonan siempre» (p. 140), le dice el marido de Lucrezia a Giuseppe. Los dos han estado con ella y, aun así, no se comportan según el estereotipo de varón dominante. En ellos hay otra apertura. Y en la nueva generación, encabezada por Alberico, lo mismo: más opciones, más libertad.

4
Hola, adiós, hasta siempre
Quizá te suenen extrañas las palabras «si vuelvo». Quizá te suene extraño el condicional. Pero a mí ahora todo me parece incierto, y no sé cómo orientarme en la maraña de mis pensamientos. Deseo volver a Italia y, al mismo tiempo, no lo deseo en absoluto. Deseo con toda mi alma volver a verte, Lucrezia, y al mismo tiempo no lo deseo en absoluto. Me da miedo volver a verte, tener que encontrarme frente a frente contigo. Hemos estado alejados demasiado tiempo y a ti y a mí nos han sucedido demasiadas cosas.
En Ginzburg, desde su debut con El camino que va a la ciudad, han destacado las nociones de casa y camino, a menudo por contraste entre campo y ciudad, pero no exclusivamente. En La ciudad y la casa, hay una ciudad, Roma, y una casa, Las Margaritas, aunque no ocupan el espacio fijo que cabría esperar. La novela empieza con un viaje, el de Giuseppe a Estados Unidos, con la consiguiente venta de su casa. No será el único movimiento de este tipo que se produzca. Eso, el movimiento, la movilidad, es una idea fundamental: nadie está arraigado en un punto firme, invariable (salvo Roberta, quizá, la particular Euriclea de esta historia), ni siquiera los que se creían más estables. Esa incertidumbre con respecto al futuro se ciñe en torno a Giuseppe, un personaje que improvisa sobre la marcha: «No me apetece salir solo, no siento curiosidad por mirar a mi alrededor, no me siento ni un visitante ocasional ni un habitante, sino alguien que no sabe qué ser y dirige a todas partes una mirada indecisa» (p. 79). Sus amigos confían en su regreso, pero él, como Ulises (al que no en vano se cita), se entretiene. Su hijo repite su comportamiento: inclinaciones artísticas, poco proclive a la estabilidad, metido en tensiones políticas, drogas. Nueva generación, «dispersión» heredada.
Natalia Ginzburg
En todo el libro resuena un debate acerca de la conveniencia de vender o no la vivienda. La vivienda no es solo un espacio físico, sino un compendio de aprendizaje y momentos compartidos, un capital simbólico. Unos opinan que no, jamás. Otros la venden sin darle tantas vueltas, y sin embargo la siguen sintiendo como suya aunque otros la ocupen. Se esboza el concepto de la casa como el equipaje vital de cada uno, un equipaje simbólico, compuesto por personas y experiencias, que se conserva en los desplazamientos. La novela está hecha de cartas: papeles sueltos, volátiles, que podrían perderse. No constituyen la experiencia en sí, sino un medio para contarla, para ampliar esa red de confesiones, de intimidad compartida. Para Ginzburg cuenta todo, lo permanente y lo errático. La casa es el léxico, no solo familiar, que inventen entre ellos, juntos y separados. ¿Qué son, en realidad, la casa y la ciudad? El hogar, Roma. Y, a la vez, tantos lugares como quieran. Lo estable y lo móvil. Lo que ellos decidan.
Y esta es una novela extraordinaria. En la ciudad, en la casa, y en cualquier parte.
Citas en cursiva de las páginas 211, 126, 97 y 272-273.

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