22 octubre 2017

Quemaduras - Dolores Prato



Edición: Minúscula, 2017 (trad. César Palma, post. Elena Frontaloni)
Páginas: 72
ISBN: 9788494534881
Precio: 9,00 €

No sé si de forma deliberada o por casualidad, la editorial Minúscula ha reunido en su reciente colección micra (libros de bolsillo de verdad) dos títulos de autores italianos de mediados del siglo XX, inéditos en castellano, que tienen en común el hecho de abordar la represión y la hipocresía de la moral católica desde, eso sí, tratamientos literarios y estéticos distintos. Textos breves, concisos y rotundos, que critican la opresión religiosa, tan arraigada en Italia. El primero es Casa ajena (1952), de Silvio D’Arzo (1920-1952), una fábula rural áspera que plantea una pregunta controvertida. El segundo viene de la mano de Dolores Prato (Roma, 1892 – Anzio, 1983), una autora que tardó en publicar a pesar de haber comenzado a escribir muy joven; le costó encontrar su voz, aunque, una vez descubierta, creó obras de un lirismo espléndido. Después de una infancia recluida, cumplió su sueño de estudiar Magisterio y se dedicó a la enseñanza, un logro reseñable en una mujer de la época. Como escritora, cultivó principalmente la poesía, pero en su legado destacan asimismo textos en prosa de corta extensión, como Quemaduras, con el que ganó un premio en 1965, si bien no encontró editor y tuvo que autopublicárselo ella misma en 1967. Más adelante logró publicar en Einaudi, con Natalia Ginzburg como editora, con la que, sin embargo, no terminó de entenderse.

En aquel convento se hablaba mucho de misterios: si los misterios eran celestiales, se hablaba de ellos con serenidad, amplitud y detalle; si los misterios eran terrenales, se hablaba de ellos con nerviosismo y rapidez, más con sobrentendidos que con explicaciones: eran tonos tan huidizos que recordaban el gesto del que toca algo que quema.

Prato, que se crió sin padre y pronto quedó huérfana de madre, pasó muchos años en un internado de monjas, experiencia de la que se sirve para dar forma a Quemaduras. Nos habla una muchacha, interna en dicho colegio, que se debate entre continuar allí, junto a las religiosas, o salir afuera, a estudiar, a mezclarse con lo que percibe como mundo exterior. Las monjas, por supuesto, la incitan a quedarse: mientras que en la sociedad civil podría sufrir las «quemaduras» de la vida terrenal; en el convento estará siempre a salvo. La chiquilla solo tiene un familiar, que tampoco le resuelve las dudas: un tío, afincado en Latinoamérica, que le propone marcharse con él y casarse; ya le ha encontrado un buen partido. La opción del matrimonio, no obstante, no resulta apetecible para una joven inquieta que aspira a convertirse en maestra. Mientras se lo piensa, la protagonista se toma unas vacaciones del internado, pasa unos días en la calle, con una amiga, para averiguar si de veras las quemaduras son tan peligrosas. En la voz de la chica conviven «el yo del pasado que vive y el yo del presente que narra y que ya ha vivido» (p. 63), como lo expresa Elena Frontaloni en su magnífico postfacio, por lo que la mirada inocente del descubrimiento se funde con la agudeza de la mujer madura que reconstruye, con las pinceladas justas, el núcleo, la esencia de aquella etapa.

La vida del convento no consentía que nacieran sueños nuevos, salvo el de una sublime renuncia: lo único que precisa la existencia.

Quemaduras pone de manifiesto las dobleces y la astucia de la religión católica para someter a sus siervos: una educación basada en el miedo y la represión de cualquier atisbo de placer o exceso. La alumna ejemplar es aquella que se sacrifica, que no dice nada fuera de tono, que no hace preguntas incómodas. La (brillante) metáfora de las quemaduras resulta muy ilustrativa: las monjas más severas advierten a la chiquilla que el mundo le «quemará» la piel, la pervertirá. La narradora, en efecto, va a la playa y se quema, de forma real y simbólica: la diversión hasta ahora desconocida es su singular «quemadura». Y, al contrario de lo que se podría intuir, salir no conlleva una liberación inmediata para ella: tras tantos años encerrada, concentrada en el estudio, se siente un tanto perdida y desconcertada en la libertad de la calle. La historia tiene resonancias del mito de la caverna platónico, con el convento como la caverna de los pobres ignorantes, el mundo de las sombras, de la falsa realidad, donde se puede modelar a las internas e inducirles el recelo hacia lo exterior para que no se atrevan a cruzar la puerta. Hay una notable excepción en el rol de una monja anciana, que, a diferencia de sus colegas, no se escandaliza a la primera de cambio ni promueve la sumisión con tanto ahínco; se insinúa que la madurez le permite, no solo ser consciente de sus renuncias, sino mostrar la suficiente generosidad hacia las jóvenes para que, al menos, ellas puedan elegir.

¡Cuántos misterios había en la vida de las monjas! Pero, a diferencia de los celestiales, los misterios conventuales no se narraban ni se desmenuzaban; también a diferencia de los terrenales, que apenas se tocaban porque quemaban, los misterios conventuales, anunciados por las campanas con su jerga en clave, estaban herméticamente cerrados.
Dolores Prato

Más allá de la religión y la clausura, la autora incide en la falta de oportunidades de las mujeres de su generación: matrimonio, convento… o un largo camino para seguir estudiando y ejercer una profesión cualificada, una de las pocas que estaban a su alcance. El convento, visto así, puede ser un arma de doble filo: proporciona una educación en una época en la que el acceso a la escuela no estaba al alcance de todas, una educación fundamentada, claro, en el catolicismo; no obstante, de manera indirecta introduce en las alumnas la curiosidad intelectual, que no tiene por qué seguir la senda dictada en el internado. Es interesante, muy interesante todo lo que examina Prato, y aún más el estilo con el que lo hace: esta pieza está extraordinariamente bien escrita, con un lenguaje poético y exacto, de imágenes y alegorías hermosas. Además de las quemaduras, construye metáforas con elementos de la naturaleza, como la rosa (la idea de algo vivo y bello, como la juventud de la protagonista, que perturba a las monjas, resecas bajo su hábito) o la conversión del gusano en mariposa como reflejo del tránsito de la infancia recluida al descubrimiento del mundo en la adolescencia («el fracaso de mi iniciación me había devuelto al estado de gusano», p. 56, reflexiona tras su primera incursión en el exterior). Muchas, muchas capas tiene este librito, que de menor solo tiene el tamaño. Por lo demás, deslumbrante.

Fragmentos en cursiva de las páginas 7, 10 y 44.

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