Edición:
Minúscula, 2017 (trad. César Palma, post. Elena Frontaloni)
Páginas:
72
ISBN:
9788494534881
Precio:
9,00 €
No sé si de forma deliberada o por
casualidad, la editorial Minúscula ha reunido en su reciente colección micra
(libros de bolsillo de verdad) dos
títulos de autores italianos de mediados del siglo XX, inéditos en castellano,
que tienen en común el hecho de abordar la represión y la hipocresía de la
moral católica desde, eso sí, tratamientos literarios y estéticos distintos.
Textos breves, concisos y rotundos, que critican la opresión religiosa, tan
arraigada en Italia. El primero es Casa ajena (1952), de Silvio D’Arzo (1920-1952), una fábula rural áspera que plantea
una pregunta controvertida. El segundo viene de la mano de Dolores Prato (Roma,
1892 – Anzio, 1983), una autora que tardó en publicar a pesar de haber
comenzado a escribir muy joven; le costó encontrar su voz, aunque, una vez
descubierta, creó obras de un lirismo espléndido. Después de una infancia
recluida, cumplió su sueño de estudiar Magisterio y se dedicó a la enseñanza,
un logro reseñable en una mujer de la época. Como escritora, cultivó
principalmente la poesía, pero en su legado destacan asimismo textos en prosa de
corta extensión, como Quemaduras, con el que ganó un premio en 1965, si bien no encontró editor y tuvo que
autopublicárselo ella misma en 1967. Más adelante logró publicar en Einaudi, con
Natalia Ginzburg como editora, con la que, sin embargo, no terminó de
entenderse.
En aquel convento se hablaba mucho de misterios: si los misterios eran celestiales, se hablaba de ellos con serenidad, amplitud y detalle; si los misterios eran terrenales, se hablaba de ellos con nerviosismo y rapidez, más con sobrentendidos que con explicaciones: eran tonos tan huidizos que recordaban el gesto del que toca algo que quema.
Prato, que se crió sin padre y pronto
quedó huérfana de madre, pasó muchos años en un internado de monjas,
experiencia de la que se sirve para dar forma a Quemaduras. Nos habla una muchacha, interna en dicho colegio, que
se debate entre continuar allí, junto a las religiosas, o salir afuera, a
estudiar, a mezclarse con lo que percibe como mundo exterior. Las monjas, por supuesto, la incitan a
quedarse: mientras que en la sociedad civil podría sufrir las «quemaduras» de la vida terrenal; en
el convento estará siempre a salvo. La chiquilla solo tiene un familiar, que tampoco le
resuelve las dudas: un tío, afincado en Latinoamérica, que le propone marcharse
con él y casarse; ya le ha encontrado un buen partido. La opción del matrimonio, no
obstante, no resulta apetecible para una joven inquieta que aspira a convertirse
en maestra. Mientras se lo piensa, la protagonista se toma unas vacaciones del
internado, pasa unos días en la calle, con una amiga, para averiguar si de
veras las quemaduras son tan peligrosas. En la voz de la chica conviven «el yo
del pasado que vive y el yo del presente que narra y que ya ha vivido» (p. 63),
como lo expresa Elena Frontaloni en su magnífico postfacio, por lo que la
mirada inocente del descubrimiento se funde con la agudeza de la mujer madura
que reconstruye, con las pinceladas justas, el núcleo, la esencia de aquella
etapa.
La vida del convento no consentía que nacieran sueños nuevos, salvo el de una sublime renuncia: lo único que precisa la existencia.
Quemaduras
pone de manifiesto las dobleces y la astucia de la religión
católica para someter a sus siervos: una educación basada en el miedo y la
represión de cualquier atisbo de placer o exceso. La alumna ejemplar es aquella
que se sacrifica, que no dice nada fuera de tono, que no hace preguntas
incómodas. La (brillante) metáfora de las quemaduras resulta muy ilustrativa:
las monjas más severas advierten a la chiquilla que el mundo le «quemará» la
piel, la pervertirá. La narradora, en efecto, va a la playa y se quema, de
forma real y simbólica: la diversión hasta ahora desconocida es su singular
«quemadura». Y, al contrario de lo que se podría intuir, salir no conlleva una
liberación inmediata para ella: tras tantos años encerrada, concentrada en el estudio,
se siente un tanto perdida y desconcertada en la libertad de la calle. La
historia tiene resonancias del mito de la caverna platónico, con el convento
como la caverna de los pobres ignorantes, el mundo de las sombras, de la falsa
realidad, donde se puede modelar a las internas e inducirles el recelo hacia lo exterior para que no se atrevan a cruzar la puerta. Hay una notable
excepción en el rol de una monja anciana, que, a diferencia de sus colegas, no
se escandaliza a la primera de cambio ni promueve la sumisión con tanto ahínco;
se insinúa que la madurez le permite, no solo ser consciente de sus renuncias,
sino mostrar la suficiente generosidad hacia las jóvenes para que, al menos, ellas
puedan elegir.
¡Cuántos misterios había en la vida de las monjas! Pero, a diferencia de los celestiales, los misterios conventuales no se narraban ni se desmenuzaban; también a diferencia de los terrenales, que apenas se tocaban porque quemaban, los misterios conventuales, anunciados por las campanas con su jerga en clave, estaban herméticamente cerrados.
Dolores Prato |
Más allá de la religión y la clausura, la autora
incide en la falta de oportunidades de las mujeres de su generación:
matrimonio, convento… o un largo camino para seguir estudiando y ejercer una
profesión cualificada, una de las pocas que estaban a su alcance. El convento, visto así,
puede ser un arma de doble filo: proporciona una educación en una época en la
que el acceso a la escuela no estaba al alcance de todas, una educación
fundamentada, claro, en el catolicismo; no obstante, de manera indirecta
introduce en las alumnas la curiosidad intelectual, que no tiene por qué seguir
la senda dictada en el internado. Es interesante, muy interesante todo lo que examina
Prato, y aún más el estilo con el que lo hace: esta pieza está
extraordinariamente bien escrita, con un lenguaje poético y exacto, de imágenes
y alegorías hermosas. Además de las quemaduras, construye metáforas con
elementos de la naturaleza, como la rosa (la idea de algo vivo y bello, como la
juventud de la protagonista, que perturba a las monjas, resecas bajo su hábito)
o la conversión del gusano en mariposa como reflejo del tránsito de la infancia
recluida al descubrimiento del mundo en la adolescencia («el fracaso de mi
iniciación me había devuelto al estado de gusano», p. 56, reflexiona tras su
primera incursión en el exterior). Muchas, muchas capas tiene este librito, que
de menor solo tiene el tamaño. Por lo demás, deslumbrante.
Fragmentos
en cursiva de las páginas 7, 10 y 44.
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