31 enero 2018

Un día en la vida de una mujer sonriente - Margaret Drabble



Edición: Impedimenta, 2017 (trad. Miguel Ros González)
Páginas: 272
ISBN: 9788416542796
Precio: 21,95 €

Son muchas las escritoras (en femenino, porque casi siempre se trata de mujeres) que a lo largo del siglo XX no han conseguido despertar la atención suficiente como para ser conocidas por el público, a pesar de sus indudables méritos literarios. En algunos casos, han obtenido un notable prestigio en sus países, pero permanecen ignoradas más allá de sus fronteras. En otros, tampoco se han afianzado en su tierra y no se las ha reivindicado hasta más tarde. Nombres como los de las estadounidenses Lucia Berlin (1936-2004), Vivian Gornick (1935) y Edith Pearlman (1936), que no han llegado a nuestras librerías hasta hace muy poco, o como la británica Margaret Drabble (1939), por ceñirnos a una generación —las mujeres nacidas durante la Gran Depresión, que vivieron la segunda ola del feminismo en su juventud— y un idioma —el inglés— que tiene como autoras más visibles a las más distinguidas Alice Munro (1931), Toni Morrison (1931), Joyce Carol Oates (1938), Annie Proulx (1935) y Margaret Atwood (1939), entre otras. También se puede incluir a A. S. Byatt (1936), la hermana mayor de Margaret Drabble.
Drabble pertenece una familia de intelectuales, se graduó en Letras en Cambridge y antes de dedicarse por completo a la escritura trabajó en una compañía de teatro. Erudita y bohemia; una impronta que se nota, y mucho, en su obra. Ha cultivado principalmente la novela, con títulos como La piedra de moler (1965; Alba, 2013) o las recientes La niña de oro puro (2013; Sexto Piso, 2015) y Llega la negra crecida (2016; Sexto Piso, 2018); ha destacado asimismo como crítica literaria y, en menor medida, ha publicado cuentos en diversas revistas. Estos últimos se encuentran reunidos en el volumen Un día en la vida de una mujer sonriente (2011; Impedimenta, 2017), se presentan por orden cronológico y abarcan su producción desde 1966 hasta el año 2000. Los relatos, al igual que las novelas, están protagonizados por personajes que son un poco como ella misma: mujeres de una generación que ha concentrado sus esfuerzos en su carrera profesional, intelectuales y ambiciosas, de clase media-alta urbana, que no obstante su éxito aparente se enfrentan a tensiones que sus madres no tuvieron.
De algún modo, las protagonistas de Drabble no pueden «permitirse» caer. Han recibido una educación exigente, han entrado en un mundo laboral que les estaba vedado, han progresado; se espera de ellas que demuestren fortaleza, que no desfallezcan. Y sin embargo, el equilibrio es frágil, hay puntos de quiebre. Porque estas mujeres tienen que elegir —casarse o permanecer soltera, tener hijos o no, dar prioridad al trabajo frente al ámbito doméstico, viajar o no moverse—, y elegir implica renunciar, además de nuevos conflictos. La autora se ocupa de esos instantes de ruptura del orden, captura la fisura en la mujer, como en el espléndido relato que da título a la compilación. La protagonista se ha labrado una carrera en la televisión; una cara conocida, una mujer sonriente, nadie mejor que un rostro mediático para representar la impostura de la sociedad occidental y su idolatría. Todo parece irle bien, pero a su marido no le hace tanta gracia que le vaya bien; los celos del hombre cuando ella triunfa más. En una escena memorable, la sangre camuflada en la ropa se convierte en el símbolo de esas presiones silenciadas. Sobresale la sutileza con la que Drabble plasma ese rasgo tan propio de la psicología femenina: el hecho de disimular, de ocultar el dolor, de descuidarse a sí misma a favor de los demás («Al echar la vista atrás, recordaría ese día como una broma y una victoria, pero a costa de quién, y sobre quién, no sabría decirlo», p. 168).
Hay más imágenes desgarradoras, como «Los regalos de la guerra», en el que una mujer maltratada va a una juguetería para comprar un regalo para su hijo. Para ella, el niño es su salvavidas, el único en quien puede aferrarse, la personita que da sentida a su por lo demás degradante existencia. Con todo, la peripecia de adquirir un juguete, que debería ser puro trámite, tiene una inesperada vuelta de tuerca cuando los dependientes de la tienda, jóvenes sensibilizados con las nuevas corrientes ideológicas, le hacen notar que quizá el juguete elegido no sea apropiado. Basta una leve constatación, un comentario, para que la mujer se rompa; una escena descrita con una delicadeza exquisita. En otro relato, «Las cuevas de Dios», más irónico, la protagonista es una científica galardonada con el Premio Nobel por descubrir «el gen de la vanidad» (p. 236). Este cuento, uno de los últimos —que, en general, giran alrededor de mujeres más maduras que están de vuelta de todo, algunas se expresan en primera persona con voz de marisabidilla; una evolución cuando menos reseñable—, no solo pone de relieve la dificultad de las mujeres para hacerse un sitio en el mundo de la ciencia, sino que analiza las relaciones de estas con los hombres, en lo personal y en lo profesional. El lado íntimo de la científica triunfadora; un muy buen relato.
Margaret Drabble
Científicas, presentadoras, antropólogas, viajeras, profesoras, escritoras… Las protagonistas de los cuentos de Un día en la vida de una mujer sonriente comparten muchos rasgos; aun así, lejos de resultar monótonos o repetitivos, Drabble se las arregla para sorprender con aproximaciones ingeniosas y miradas insospechadas a las tensiones del día a día de las mujeres. Los trece relatos que componen el libro alcanzan un momento culminante, una escena penetrante y simbólica, cargada de esa verdad literaria que solo poseen los grandes novelistas. El estilo se mueve entre la ironía y el lirismo intimista, siempre elegante, pulcro, preciso, fácil de leer pero con significado profundo, con muchas capas. Drabble es una narradora inteligente, que dota cada relato de hondura y emoción. En definitiva, una voz más que reivindicar en la tradición (todavía reciente pero fértil) de autoras que escriben sobre los entresijos de la «condición femenina» con el máximo rigor literario.

29 enero 2018

Te encontraré - Joanna Connors



Edición: Errata naturae, 2018 (trad. Alba Ballesta)
Páginas: 320
ISBN: 9788416544691
Precio: 18,50 €

Existen ya unas cuantas obras que abordan el asunto de la violación: nombres como los de Alice Sebold, Sabine Dardenne o el más reciente de Winnie M Li, solo en lo relativo a los países occidentales. Estos títulos suelen plantearse como libros de testimonios en los que la autora cuenta su experiencia en primera persona. Interesante, sin duda, cada una tiene su particular «verdad»; pero también existe la posibilidad de enfocarlo desde otra perspectiva, de ir más allá de la vivencia personal. Eso es lo que hace la periodista Joanna Connors en Te encontraré. En busca del hombre que me violó (2016), un texto a caballo entre la confesión y el reportaje en el que lleva a cabo una radiografía de todas las partes implicadas o, como mínimo, salpicadas por los hechos. Sí, también, del culpable. Sí, también del entorno (de ambos: del violador y de la víctima). Sí, incluso, de las consecuencias a largo plazo.

Mucho más tarde caí en la cuenta de que a mí también me habían condenado, a una mezcla de miedo crónico, silencio y vergüenza, una vergüenza que nunca logré explicarme, pero que tiempo después supe que había compartido con todas las víctimas de una violación. ¿Por qué experimentamos esta vergüenza? ¿Qué hacemos con ella?

Corría el año 1984 cuando Joanna Connors fue víctima de una violación a manos de un hombre que la amenazó con un cuchillo. Ella tenía treinta años, acababa de mudarse a Cleveland, Ohio, con su marido, y había acudido al teatro de la universidad por motivos de trabajo. Sin embargo, llegó tarde; la persona con quien se había citado ya no estaba allí. En su lugar, se cruzó con David Francis, aunque entonces aún no supo su nombre. Lo conoció poco después, porque fue detenido, juzgado y condenado a prisión; Connors es de esas mujeres que han podido ver cómo «se hace justicia» con su agresor. Le bastó con describirlo: un joven negro vestido con andrajos y una especie de tatuaje, que rondaba por el campus. Tuvo la insensatez de regresar a la escena de los hechos, y lo arrestaron. Antes de dejarla ir, le había advertido a Connors que, si lo denunciaba, se vengaría: «Te encontraré», le dijo.
Más de veinte años después, ella se apropió de esa frase: quiso saber quién había sido su violador, quién era David Francis y, por extensión, los otros David Francis en potencia que merodean por las calles. ¿Y por qué justo entonces, cuando ya quedaba tan lejos en el tiempo? Su hija iba a empezar la universidad, y Connors percibió los riesgos que esto entrañaba. Este es uno de los motivos por los que resulta tan interesante que el libro no se limite a la experiencia de la violación en el momento: permite vislumbrar sus efectos a largo plazo, en una mujer que se ha convertido en madre y teme que a su hija le pueda ocurrir lo mismo. Connors nunca le había hablado del tema, pero en ese punto decide contarlo tanto a ella como a su hijo varón; dos formas diferentes de hablarlo, en función del género. Los hijos comprenden que la sobreprotección de la madre durante su infancia se debía al trauma; ellos aún no habían nacido cuando la violaron y, no obstante, el episodio les afecta a su manera.

En los mitos y leyendas, el dragón que escupe llamas nunca tiene una familia. El dragón siempre vive en la soledad de una cueva o en la cima de una montaña, y la persona que decide derrotarlo primero debe adentrarse en un bosque oscuro.
Mi dragón tenía una familia y el bosque oscuro era una maleza de bases de datos y archivos públicos.

Connors reflexionó: aquel hombre era una de las personas que más la habían marcado. No importaba cuántos años pasaran; siempre iba a llevar consigo esos minutos en el teatro. Y, pese a todo, no sabía nada de él. Una paradoja extraña. En un ejercicio que tiene tanto de purga como de empatía, quiso averiguar quién era él, cómo se convirtió en lo que se convirtió o, mejor dicho, quién fue, porque al emprender la investigación el hombre ya había muerto en la cárcel. La periodista rebusca en los archivos, visita la prisión y, lo más importante, se pone en contacto con los allegados de David Francis. Para empezar, le espera una revelación incómoda: pocos se acuerdan de él. Fue un desgraciado, un inadaptado. Esto, que desde fuera podría usarse para consolar a la víctima, no solo no alivia el malestar de Connors, sino que la sitúa en una posición delicada: la de aceptar que su violador fue asimismo una víctima.
Poco a poco, encaja las piezas. David Francis procedía de una familia desestructurada, y ya había estado en la cárcel justo antes de violarla. Encuentra a sus hermanas y a gente que los trató a él y a su madre. El esbozo de sus orígenes resulta devastador: una familia negra numerosa, en una zona muy castigada. Los malos tratos, las drogas y la prostitución se asumían como el pan de cada día. En comparación con la infancia de la propia Connors, en una familia blanca de clase media, salta a la vista que su violador creció en un entorno mucho más embrutecido, mucho más pesimista, mucho más cruel. Es especialmente reseñable el detalle de que Connors se entrevista con las hermanas, en femenino, de David Francis. Entre mujeres se crea una complicidad determinada al conversar sobre una violación, y además las hermanas también la sufrieron a lo largo de su vida. Entienden lo que significa, entienden lo que entraña la acción de su hermano. El papel de las mujeres allegadas al culpable de una violación suele pasarse por alto en libros y prensa; otro acierto, uno más, de Connors.

¿Te imaginas que al final fueses tú la única persona que se acuerda de él?

Tampoco se puede pasar por alto su narración de los hechos: un episodio en el que hace una deconstrucción de las horas en las que se produjo la violación y lo que vino a continuación (la denuncia, el médico, comunicarlo a los parientes). De su relato destaca la racionalidad (nada de sentimentalismos ni efectismos) con la que desmonta la representación que se suele hacer de una violación en los medios audiovisuales. La «torpeza» de la escena en la realidad, cuando no fluye ni tan rápida ni tan brutal como en el cine. La conciencia de lo que le estaba ocurriendo, el shock al reconocer las manchas de su propia sangre. Es un relato en el que una mujer joven se ve metida en la trampa del cazador, de repente y sin escapatoria. No iba caminando sola por la calle, no era una situación en la que en condiciones normales tuviera miedo, ni siquiera era de noche. Iba a entrevistarse con un dramaturgo, iba a un lugar con gente, con actividad, seguro. Su testimonio pone de manifiesto que le puede pasar a cualquier chica en cualquier sitio y en cualquier momento del día, en contra de todos los tópicos.
El «después» va desde la incomodidad en la consulta del médico al proceso judicial, sin olvidar la reacción de su marido y su madre, mucho más viscerales que ella misma. Este es otro aspecto en el que la historia suma puntos por la larga distancia: Connors vuelve la vista atrás y analiza cómo el trastorno se ha concretado de diferentes formas en cada época. Ella no se victimiza, al contrario, hubo un periodo en el que decía a los terapeutas que lo había superado; con todo, los nervios, los miedos, en ocasiones como malestar físico, estuvieron siempre ahí, lo mismo que el sentimiento de culpa, tan característico de las víctimas. Ese sentirse tonta por haber entrado en el teatro, ese darle vueltas una y otra vez a por qué lo hizo, por qué dio ese paso de más. Una sensación que comparte con las demás mujeres violadas, y que invita a reconsiderar las presiones y los prejuicios sociales que la incitan.

—Me lo busqué —afirmó entre lágrimas otra vez—. Si no hubiese sido tan tonta.
Tonta. Tonta, tonta, tonta, tonta, tonta. Acabamos en el mismo lugar, flagelándonos a nosotras mismas con la misma palabra.
Joanna Connors

Es posible que hoy la sociedad esté más concienciada que nunca antes con respecto a los abusos sexuales. En este sentido, Te encontraré es una obra muy pertinente, que enriquece el debate, derrumba clichés y señala aquellas cuestiones que se subestiman. El logro de Connors reside en no haber escrito (solo) sobre su dolor, sino en explorar, a partir de su experiencia, todos los ángulos del conflicto: víctima y violador, la familia, el trauma, las tensiones de clase, etnia y género. Este libro es un acto de generosidad, porque, en lugar de optar por el odio irracional y la autocompasión, hace del sufrimiento una herramienta para conocer, para aprender, para salir de su zona de confort y escribir un texto provechoso para sus lectores potenciales, hombres y mujeres de cualquier edad. Como buena reportera, escribe con la sensibilidad que requiere el tema, con contención, sin caer en lo escabroso y sin adornarlo, y además con un estilo claro y fluido, accesible. Su lectura conmueve y a la vez resulta instructiva. Dará que hablar o, al menos, debería.
Fragmentos en cursiva de las páginas 45, 197, 195 y 232.

28 enero 2018

Ya vamos - Ronja von Rönne



Edición: Alianza, 2017 (trad. Eduardo Gil Bera)
Páginas: 184
ISBN: 9788491048282
Precio: 14,00 € (e-book: 7,99 €)

Me enferma la palabra «sueños». La vida no es para ser soñada, sino planeada y desarrollada a gusto en el marco de las posibilidades. Los sueños nunca son decisiones, sino basura arbitraria, un producto de desecho nocturno de la conciencia extenuada. Además, los que dicen que uno ha de vivir su sueño suelen ser aquellos cuya realidad es triste. Cosa que no éramos nosotros, porque habíamos resuelto pertenecernos mutuamente, a saber, los cuatro y a largo plazo. Una densa red social con ciertas virtudes. A los cuatro, como consecuencia de algunas casualidades nada bonitas y de la voluntad insondable, nos correspondía obtener lo mejor de esa red. Los edificios se sostienen mejor con cuatro columnas que con dos, eso se nota en cuanto una se rompe, o pasa un día en la clínica.

En los últimos años, Alianza ha emprendido la tarea de dar a conocer a autores jóvenes, una empresa tan estimulante (para quienes nos interesamos por las nuevas voces, al menos) como complicada, puesto que no resulta fácil convencer al lector para que lea a un escritor que no le suena y que, además, parece tan joven, tan primerizo. Por si fuera poco, su apuesta se centra en novelistas de fuera del ámbito anglosajón; una riqueza cultural que aumenta más si cabe su valor (y la dificultad para difundirlos). Han publicado, entre otros, a la austríaca Valerie Fritsch (1989), la franco-vietnamita Line Papin (1995), la franco-coreana Élisa Shua Dusapin (1992) y, en último lugar, la que me ocupa hoy, la alemana Ronja von Rönne (1992), que debutó en 2016 con Ya vamos. Nacida en Berlín, Von Rönne comenzó a hacerse notar con su blog, que mantiene desde 2012, y en 2015 empezó a trabajar como columnista en un periódico. Antes de su debut literario, ya era conocida en el mundo intelectual de su país por su voz corrosiva y sus artículos controvertidos. No es de extrañar, por lo tanto, que hubiera cierta expectación por su primera novela: escribe francamente bien. Y, sí, tiene chispa.
Ya vamos está narrada en primera persona por Nora, una joven que hace sus pinitos en el mundo de la televisión. Su mejor amiga desde la adolescencia, Maja, ha muerto, pero Nora no lo asume, está en la fase de negación («Maja no está muerta. Si Maja se hubiera muerto, antes se habría despedido de mí. Son cosas que hemos acordado toda la vida», p. 11). Por la noche, sufre ataques de pánico. En estas circunstancias, se marcha unos días a la costa con tres amigos; unas pequeñas vacaciones, el remedio que todo lo cura, o al menos así lo creen («El verano nos tenía en su mano, el verano era nuestro punto débil, siempre lo fue», p. 121). Los cuatro, dos hombres y dos mujeres, conforman una relación abierta, a la que se añade una niña, hija de la otra chica, que también viaja con ellos. En la faja promocional se utiliza la palabra «poliamor», quizá que para tratar de venderla como una historia escrita por una autora joven en la que hay mucho libre albedrío y mucha diversión. La realidad, por suerte, no es así. Es más rica en matices, sensible (sin ser una novela «tierna») y, sobre todo, inteligente.
La narración alterna el presente con episodios del pasado, referentes a Maja y a cómo se conocieron los involucrados en la relación abierta, siempre desde el monólogo de Nora. En un principio, Nora tenía un novio al uso, con el que compartía piso, pero llegó la tercera persona y la situación se enredó. De todas formas, más allá del cuarteto amoroso, ante todo son jóvenes un tanto perdidos, insatisfechos, desencantados, que necesitan aferrarse a algo, solo que la relación abierta no les da esa solidez, aunque intenten mantener los pedazos unidos. Hacen como que no ocurre nada, porque son jóvenes, y se supone que los jóvenes tienen muchas ganas de vivir, de salir y entrar, de divertirse, de quitar importancia a las cosas («estuvo bien que no discutiéramos sobre lo que verdaderamente inquieta, porque eso nos llevaría a soluciones, y es sabido que las soluciones acarrean más problemas», p. 126). Pero Maja está muerta, Nora padece ataques de ansiedad (interesante que aborde, ni que sea de refilón, un trastorno psicológico tan común en nuestro tiempo) y los demás tienen sus propios problemas. Tarde o temprano, esta vida ficticia que han construido saltará por los aires, y tendrán que afrontar lo que han estado evitando. El punto de inflexión se produce cuando uno de ellos no vuelve a casa una noche. Se había llevado a la niña.
Ronja von Rönne
Lo mejor de la novela, lo que la dota de verdad literaria, es sin duda su voz narrativa, una voz incisiva, sarcástica, con mucha capacidad para reírse de sí misma y de los tics generacionales. No la calificaría de «cómica», porque en el fondo resulta más bien agridulce, pero su voz rebosa ingenio, frescura y fluidez. Tiene estilo. Von Rönne es buena, escribe sin complejos ni sentimentalismos; entiendo que se la considere una articulista irreverente. Volviendo al libro, no es trivial el hecho de que se desarrolle en verano, una época con muchos simbolismos asociados. En este caso, lo que iban a ser unas vacaciones para pasar página se convierten en un aprendizaje vital. Después de hacer malabares para conservar la relación —esos días de sosiego resultan ser bastante desastrosos; la tortuga en medio como metáfora de la catástrofe inminente—, llega el desengaño. Porque de eso va Ya vamos, de alguien que se intenta aferrar a algo que ya no existe, una amiga, un amor, un futuro, y al final debe acabar asumiéndolo. En otras palabras: Ya vamos va de crecer, de hacerse adulto. Sí, se ha contado infinidad de veces, pero Von Rönne lo cuenta con gracia y lo cuenta bien. Suficiente para leerla.
Cita inicial en cursiva de las páginas 117-118.

27 enero 2018

Un invierno en Sokcho - Élisa Shua Dusapin



Edición: Alianza, 2017 (trad. Alicia Martorell)
Páginas: 128
ISBN: 9788491048268
Precio: 12,50 € (e-book: 7,99 €)

Élisa Shua Dusapin (Corrèze, Francia, 1992) se dio a conocer en los países francófonos en 2016 con Un invierno en Sokcho, que fue galardonada con el Premio Robert Walser, un reconocimiento bienal que se otorga, alternativamente, a primeras novelas escritas en francés y en alemán. De padre francés y madre surcoreana, Dusapin se crió entre París, Seúl y Porrentruy, y en la actualidad reside en Suiza, donde compagina la escritura con las artes escénicas. Esta riqueza cultural de sus orígenes se plasma asimismo en su libro, situado en Sokcho, una ciudad portuaria próxima a Corea del Norte. La narradora, una joven franco-coreana de veintitrés años, graduada en letras, trabaja en un hotel modesto y destartalado. Nunca conoció a su padre, un hombre francés que estuvo de paso; y la madre se ocupa de una pescadería en el mercado. En estas circunstancias, llega al hotel un nuevo cliente con el que traba una peculiar amistad: un dibujante de cómic de nacionalidad francesa, un tipo ya maduro, cosmopolita y cultivado, que ha recorrido el mundo para recrear las peripecias de su héroe. El planteamiento recuerda un poco a Hotel Iris, de Yoko Ogawa, aunque la propuesta de Dusapin carece de ese lado macabro y es mucho más comedida.
En cierto modo, Un invierno en Sokcho es la historia de una fascinación por lo extraño, lo desconocido, en dos direcciones. Por un lado, la protagonista, una chica inmersa en lo que se puede denominar «tedio»: ha estudiado, tiene inquietudes, pero no puede dejar su empleo porque debe ayudar a su madre. La falta de recursos la obliga a permanecer en un ambiente degradante, entre el olor a pescado, la cama compartida con su progenitora, el hotel ruinoso; la autora tiene un estilo sugestivo que evoca a la perfección esas sensaciones, el entorno portuario, los aromas, los fluidos, la repugnancia que oprime a la muchacha. Sin ser una novela social —no como los libros sobre la crisis que han proliferado en los últimos años—, deja entrever la resignación de los jóvenes surcoreanos, una sociedad corrompida por los valores capitalistas en la que se propaga la obsesión por la cirugía estética bajo la creencia de que quien se opera tiene más oportunidades, más futuro. Sin ir más lejos, el novio de la chica, un modelo enganchado a los retoques, arquetipo de la perversión de los principios.
En este contexto, el forastero rompe la monotonía asfixiante en la que vive la narradora. Para empezar, porque, al hablarle de su vida, de sus creaciones, le abre las puertas de un mundo que le está vedado en Corea del Sur: la posibilidad del arte, de las aventuras, de la libertad. La humilde trabajadora del hotel que no ha salido de su país frente a un bohemio occidental; dos perfiles diferentes y, no obstante, unidos en su soledad. La suya es una relación de silencios, a ratos cálida y a ratos distante, sutil, de una sensualidad contenida. Además, está la cuestión de la nacionalidad: él es francés, como el padre ausente de la joven. Para ella, Francia y el idioma francés representan una ocasión de huida simbólica de sus raíces: «Me preguntó por qué había decidido estudiar francés. / —Para hablar un idioma que no comprendiera mi madre» (p. 63). La protagonista solo habla en francés con él; la lengua se convierte en su secreto, el lazo que los une. El hombre, por su parte, comienza a manifestar también un particular embeleso hacia la chica, tan diferente a las que ha conocido.
Élisa Shua Dusapin
Un invierno en Sokcho es una novela pulcra, precisa, de pocas palabras; el relato de una relación tan extraña como sugerente, con violencia institucional de fondo. Está escrita con elegancia, contención, sobriedad y delicadeza, unos rasgos nada fáciles de lograr, y aún menos en un debut. Pese a estar escrita en francés, presenta cualidades que la acercan a la narrativa oriental, no solo por la ambientación, sino por la naturaleza pausada, los silencios, la sensualidad etérea. Una voz sosegada e insinuante, de las que invitan a leer entre líneas. El núcleo de este libro está impregnado de la atmósfera de Sokcho, del invierno costero, de la temporada baja de un hotel insignificante. Un aire de amargura, renuncia, hastío, entumecimiento, que solo se despereza con la llegada del nuevo cliente, un hombre a su vez cargado con una mochila no menos pesada. Esta pequeña obra crece página tras página; no le sobra ni una frase. Novela de aprendizaje, novela de personajes solitarios, novela intimista, novela de culturas contrapuestas. Exquisita. Nadie diría que es una ópera prima.

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