28 agosto 2017

Dame tu corazón - Joyce Carol Oates



Edición: Gatopardo, 2017 (trad. Patricia Antón)
Páginas: 344
ISBN: 9788494510069
Precio: 20,95 € (e-book: 9,99 €)

Este momento tenía que llegar. El momento de convertirme en una lectora incondicional de Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938), sin duda una de las grandes escritoras de nuestro tiempo, y una de las más prolíficas. Entre su inabarcable producción se cuentan novelas extensas como Qué fue de los Mulvaney (1996), Blonde (2000), La hija del sepulturero (2007) y Hermana mía, mi amor (2008), libros de relatos como Infiel (2001) y Mágico, sombrío, impenetrable (2014), obras de no ficción como Del boxeo (1987) y Memorias de una viuda (2011), además de poesía, teatro y literatura infantil. Ha escrito de todo, ha escrito mucho, y quienes la han leído en profundidad aseguran que su nivel medio roza la excelencia. Dame tu corazón (2011) es una colección de diez cuentos que la editorial Gatopardo, que en su aún corta andadura también está poniendo el listón muy alto, ha publicado este año en castellano.
Antes de entrar en materia, una aproximación al título: a primera vista, un tópico romántico mil veces repetido en la cultura popular (el enamorado que lo entrega todo, que no teme dar, que considera positiva la devoción absoluta). Sin embargo, esta frase tiene un matiz perverso: enuncia una orden, con connotaciones de autoridad y desesperación por poseer al amado. Denota asimismo un punto tétrico en su significado más literal: querer un órgano, arrancarlo del cuerpo del otro, vísceras, humores, desgarro. La imagen elegida para la cubierta, un fragmento de La muerte de Sardanápalo (1827), de Eugène Delacroix, muestra una escena trágica, con un llamativo tono rojo, el color del amor y de la sangre. Ese Dame tu corazón, por lo tanto, resulta más terrorífico que sentimental. Porque, a menudo, la realidad apacible a nuestros ojos tiene un lado oscuro, recóndito, y de ese lado oscuro se ocupa Oates.
El tema central de estos diez relatos es la violencia, una de las grandes preocupaciones de la autora. Una violencia que no va (solo) de puñetazos, sino que está integrada en las relaciones de poder de forma sutil, en pautas de comportamiento como celos, obsesiones o abusos. Se fija en los impulsos que la sociedad trata de reprimir, pero que en ocasiones salen a la luz de forma patológica. No necesita inventar monstruos para crear suspense; le basta observar con atención el entorno, con toda su violencia institucional contenida. Oates cultiva un realismo psicológico de tintes lúgubres; sus narraciones son electrizantes, inquietantes, despiadadas e intensas. Es, al mismo tiempo, una narradora versátil, por cuanto se adapta a cada cuento, si bien todos tienen en común el estilo fluido, ágil y visual, con abundantes descripciones del físico (para recalcar la repulsión del cuerpo o su decrepitud, como en «El torrente») y metáforas muy expresivas con animales feroces, acorde con la brutalidad reinante en la trama. No es conveniente leerlos antes de acostarse, no porque den «miedo» (bah), sino porque son como una descarga eléctrica (y a ver quién se duerme después).
El primer cuento, «Dame tu corazón», consiste en una carta que una mujer de mediana edad dirige a su primer amor, a quien pide, décadas después, que cumpla su promesa y le dé su corazón: «No he olvidado nada, doctor K, mientras que tú, para condenación tuya, lo has olvidado prácticamente todo» (p. 22). El hombre ha triunfado en su carrera y en la vida familiar, pero ella desvela su cara oculta. La voz de la mujer (Oates es fantástica en la creación de voces) rezuma sed de venganza, que se manifiesta en el control y la persecución del otro. Emplea exclamaciones, busca un tono histérico, exaltado, como de perturbada. Este relato utiliza una pauta que se repite en otros: la inversión del rol víctima-verdugo, es decir, la víctima inicial canaliza la rabia hasta erigirse en una figura implacable que ya no inspira compasión. Aunque su odio pueda estar fundamentado, la mujer solo suscita rechazo, por encarnar a  una trastornada capaz de hacer cualquier cosa para aplicar el ojo por ojo.
Este intercambio de papeles se repite, de diferentes maneras, en otros relatos, como el perspicaz «Strip poker», sobre las vacaciones de una chica de catorce años: «Así es el lago de Wolf’s Head en agosto, éstas son las locuras de las que oyes hablar cuando vuelves al colegio, desando haber podido formar parte de ellas. Pues ahora formo parte.» (p. 101). La atracción por esas locuras, sin embargo, la conduce a una iniciación en el juego erótico que le trae problemas… hasta que les da la vuelta con un giro inteligente. Además de la joven y el chico de turno, destaca el rol del padre, al que está muy unida, un detalle que tendrá relevancia en el desenlace. En esta línea destaca asimismo «En ninguna parte», sobre una adolescente de estrato social bajo, con el padre en la cárcel. Su condición de hija de preso le causa malestar y acrecienta su antipatía hacia la madre; no obstante, al final se celebra la comprensión entre madre e hija, en la que es la resolución más reconfortante del libro («El corazón de Miriam dio un vuelco. Ella quería muchísimo a esa mujer, y las dos estaban juntas, indefensas, como dos nadadoras que se ahogaran abrazadas», p.282). Muchos relatos tienen una estructura triangular: de entrada parecen centrarse en solo dos personajes (una pareja, dos familiares), pero hay un tercero camuflado que a la larga se revela esencial.
Algunos ponen el dedo en la llaga con la cuestión de las infancias torturadas, como «Asfixia», la historia de una mujer treintañera que no ha rehecho su vida desde que fuera testigo, de pequeña, del asesinato de una niña. Problemas con las drogas, un deambular sin rumbo. Y una posibilidad angustiosa: ¿y si este crimen solo existe en su mente, qué parte de lo que vio corresponde al trastorno y qué parte a la realidad? La madre (hay muchas madres en estos cuentos, muchas relaciones complicadas con los hijos) también tendrá algo que decir («Hay un momento para el amor, y hay un momento para repudiar ese amor», p. 133). «Sangría», por otro lado, es un cuento asfixiante, en el contenido y en la forma (voz torrencial, para leer deprisa, como sin respirar): un hombre intenta ayudar a una niña vejada, pero su buena voluntad lo lleva a un particular descenso a los infiernos que termina con él perjudicado; el terror más puro puede ser que te acusen de un delito que no has cometido. Siguiendo con los niños, «Tétanos» aborda la delincuencia juvenil a partir de la charla entre un niño hispano de familia desestructurada y un trabajador social. Muchacho problemático y educador responsable, dos personajes contrapuestos, con el añadido de que el segundo sufre en silencio su deseo de tener hijos («Cuando dos adultos que viven juntos no consiguen tener niños, ellos mismos se convierten en niños de por vida», p. 169).
Uno de los mejores, y de los más extensos, es «El torrente», sobre esa gente del campo tosca y cruel, que recuerda a algunos cuentos Flannery O’Connor y Alice Munro. Este relato, situado a mediados del siglo XX, gira alrededor de la segunda mujer de un propietario, que se incorpora a una familia numerosa en la que ella debe encargarse de todo, incluido un sobrino veinteañero con trastornos mentales. El hecho de abarcar un periodo más largo de tiempo permite seguir la progresiva degradación de la mujer, cómo la candidez inicial se evapora entre estos individuos huraños, cómo se dedica a los demás en detrimento de sí misma, cómo va quedando atrapada en una rutina, en definitiva, opresiva («Lizabeta lo amaba, y lo temía. Una no amaba a un hombre si no le inspiraba temor, aunque sí podía temer a un hombre —y a muchos— al que no amase.», p. 206). En estas páginas sórdidas también será el personaje femenino quien abandone el rol de víctima para solucionar el conflicto a su (salvaje) manera.
Hablando de matrimonios, «El primer marido» narra la transformación de un hombre desde que descubre unas fotos de su esposa con su primer amor. Las imágenes de los dos jóvenes, rebosantes de sensualidad, lo ciegan hasta el punto de creer que tal vez su mujer sigue pensando en su ex, más atractivo, más activo sexualmente, más todo. El esposo tiene el orgullo herido, la masculinidad herida, y él mismo destroza lo que ha construido con ella por los celos enfermizos, incontrolables. Con un estilo más torrencial, un largo párrafo del fluir de la conciencia, «Cerebro / escindido» relata la cotidianeidad de una mujer madura que acude todos los días a una clínica, donde está ingresado su marido. Parece una mujer ejemplar, una mujer bondadosa y abnegada que inspira lástima. Y, sin embargo, bajo esa aparente docilidad, al abrir la puerta se le pasan tantas barbaridades por la cabeza… En apenas diez páginas la autora condensa  las inquietudes, la desconfianza, todo aquello que sucede en la mente pero no se ve en el cuerpo. O sí. Escalofriante y contundente.
Joyce Carol Oates
No falta una aproximación a las secuelas de la guerra, que pueden ser más inclementes que el conflicto en sí: «Vena cava», que cierra el volumen, recrea el regreso a casa de un veterano, que por supuesto arrastra un deterioro físico y mental que le impide recuperar la normalidad («el cabo no había recorrido toda aquella distancia, cruzando océanos y galaxias, con una placa de acero en el cráneo y un milagroso bypass en el corazón, para que un civil le dijera lo que tenía que hacer», pp. 336-337). Es otro relato de degradación, la caída de un hombre que depende de los demás y piensa continuamente en la escopeta que hay en casa. Y la usará, pero no como esperaba. Con este texto, Oates culmina un libro de relatos espléndido, que, aun manteniendo el nexo común del suspense y la violencia, resulta dinámico y variado en forma y fondo. Parejas tóxicas, la hostilidad de lo rural, infancias mancilladas, transgresiones. Relatos narrativos, con sus escenas y su diálogo; otros más experimentales, impetuosos. Se desenvuelve bien en todos los registros, y en todos nos obliga a mirar la cara más incómoda de la realidad. Sí, Oates es una escritora «incómoda»… pero terriblemente subyugante, lúcida y adictiva.

27 agosto 2017

Buena alumna - Paula Porroni



Edición: Minúscula, 2016
Páginas: 120
ISBN: 9788494534836
Precio: 16,00 €

«Sé muy bien que ya no hay lugar para el miedo. Tampoco para la debilidad. Porque estoy frente a mi última oportunidad para crecer y desarrollarme. Antes de que sea irremediablemente tarde» (p. 10). Nos habla una chica argentina a la que no se pone nombre, quizá porque podría ser cualquiera, quizá porque su identidad se diluye en estos tiempos de incertidumbre. Una mujer aún joven, pero ya no tanto; terminó los estudios universitarios hace años y se encuentra en la etapa de intentar encauzar su vida, o lo que se entienda por esto. Escribe en presente, con el latido de la inmediatez, en plena consonancia con la actualidad del tema tratado. Escribe, además, con un estilo sobrio y despojado, preciso, de frases cortas y directas, clap, clap, clap, una depuración que empieza a ser habitual en la narrativa en español contemporánea, acorde con la realidad social, como si solo se pudiera hablar de la precariedad con un lenguaje parco y áspero. Sí: Buena alumna (2016), el debut de Paula Porroni (Buenos Aires, 1977), es una exploración desasosegante de la crisis actual.
Como La trabajadora (2014), de Elvira Navarro (Huelva, 1978), Buena alumna captura como pocas novelas lo que puede denominarse el «espíritu» de nuestra era, o, al menos, de esta generación, una generación más que preparada en el sentido académico que sin embargo sufre una profunda inestabilidad, tanto económica como afectiva. Lo plantea asimismo a partir de la peripecia individual: la narradora, una estudiante sobresaliente, completó sus estudios en Inglaterra y luego volvió a Argentina, donde ha pasado unos años que considera perdidos («De noche, a veces recuerdo los años que llevo perdidos. Todos esos años resecándome.», p. 37). Ahora regresa a las tierras británicas, donde se prometió quedarse, con el apoyo económico de su madre; esta es su «última oportunidad» antes de centrarse del todo, antes de que la madre, que no es rica, cierre el grifo. Busca empleo, aunque solo encuentra trabajos temporales para los que está sobrecualificada. Le ofrecen una beca para un posgrado; una propuesta que contribuye a eternizar aún más su periodo de formación y que no le garantiza nada en el futuro, pero no está en condiciones de elegir. Así va pasando el tiempo.
La obra indaga en ese estado de temporalidad característico de los estudiantes titulados, que a raíz de la crisis se ha prolongado. Años de tanteos, en los que todo parece temporal, todo sabe a poco y la protagonista teme marchitarse (esto es, perder el ritmo, la excelencia, oxidarse) antes de encontrar la estabilidad que alimentó sus fantasías infantiles, las fantasías de un orden que se ha resquebrajado. Un estado de duda eterna, con miedo a mirar el futuro; una edad en la que todavía se es libre de ataduras y no obstante no se tiene nada, nada a lo que aferrarse. Su ensayo versa sobre las naturalezas muertas, una metáfora perfecta de su situación: «Still-life. Una palabra extraña en inglés. Vida detenida, sin movimiento. Tan cerca de stillborn, el niño muerto al nacer.» (p. 31). La autora retrata la falta de anclaje, tanto material (dependencia materna) como emocional (sin pareja, con relaciones ocasionales y erráticas), acrecentada por su condición de inmigrante. La soledad de la inmigrante es otra de las claves: en ningún momento dice de forma explícita «Me siento sola», pero se trasluce de su vida, una vida repartida entre la búsqueda de empleo, el estudio diligente, el running y los encuentros esporádicos con amigos tan perdidos como ella. También está la cuestión del hábitat: a medida que el dinero se acaba, sobrevive con subalquileres, a menudo en viviendas deterioradas. Lo transitorio, por lo tanto, se materializa en todos los aspectos de su día a día.
Hay un tema que no debe pasarse por alto, y es su situación personal: su familia, humilde, la componen ella y su madre, dos mujeres que solo se tienen la una a la otra. El padre, que la instó a estudiar, murió cuando era niña; la figura paterna es recordada con cariño, aunque también con el temor de desilusionar a quien apostó por ella («Si papá viviera, tal vez un nuevo infarto lo mataría producto de la desilusión. Como consecuencia del fracaso completo, profundo, indignante, de la hija.», p. 116). La madre, religiosa y sin apenas estudios, tan diferente a la hija en apariencia, se muestra paciente con los sueños de esta, aunque a la vez se erige en un faro que le recuerda, no sin incomodidad, que no puede aferrarse para siempre a lo pasajero. Madre e hija están unidas, terriblemente unidas, una relación en la que la joven necesita huir pero no puede, no del todo, porque sigue dependiendo de su progenitora. Se pone de manifiesto la dificultad para ascender en la escala social cuando se procede de una familia con pocos recursos, por mucho que la chica tenga un expediente académico brillante. Al final, el origen acaba pesando más que las capacidades individuales.
El título, Buena alumna, no está exento de ironía. La narradora cumple los requisitos que se esperan de una gran estudiante (dedicación, tenacidad, perfeccionismo), pero la exigencia para consigo misma se vuelve enfermiza. Literalmente: en ese intento de tenerlo todo bajo control propio de las mentes disciplinadas, se machaca el cuerpo con el ejercicio físico y llega al extremo de autolesionarse; el cuerpo canaliza el malestar, las presiones («Pienso en la casera, su cuerpo rancio, y juro que no importa el trabajo que termine haciendo, nunca voy a dejar de correr. Nunca jamás voy a dejar de ejercitarme.», p. 18). A propósito de la corporeidad, hace referencia al sedentarismo, el cuerpo poco cultivado de quienes pasan muchas horas sentados (a diferencia de las generaciones anteriores, que desempeñaban trabajos más físicos), que en cambio lucen como distintivo el callo en el dedo que sostiene el bolígrafo. Esta atención al modo en el que el cuerpo asimila un problema social se relaciona, salvando las distancias, con novelas recientes como Clavícula (2017), de Marta Sanz (Madrid, 1967), o, en un género más alegórico, La vegetariana (2007), de Han Kang (Seúl, 1970).
Paula Porroni
Lo enfermizo, por supuesto, tiene una dimensión psicológica: a pesar de su alta cualificación, la joven padece miedos e inseguridad, los nervios la traicionan («Es bien sabido que importa poco la preparación o si el postulante llenó correctamente la solicitud. Lo crucial es el halo, el perfume que la rodea. Y el miedo y la debilidad apestan como sangre vieja.», p. 23). Vive inmersa en una paradoja insana: se siente por encima de lo que se le ofrece, pero nunca da la talla (nunca cree dar la talla) para lo que de verdad desea. Siempre falla algo, al menos en su mente exigente de buena alumna. Esto deriva en la observación atenta de los demás, un análisis constante, con comparaciones, celos. El temor de que le pasen por delante. El temor de acabar consumida y sin éxito, como las mujeres de su alrededor. En estas comparaciones se incluye su amiga Anna, con la que mantiene una relación ambigua, de afectos desiguales, tan quebradiza como todo, planteada con mucha sutileza. «Basura. Basura. Perdedora. Voy a quedarme atrás, siempre atrás. Incapaz de siquiera pasar la entrevista de una expolitécnica.» (p. 65), se dice la narradora. Ella es la más dura consigo misma, ella sola se fustiga. Como resultado, esta es una novela angustiosa, asfixiante, sobre la crisis, pero, sobre todo, una novela sobre una persona en crisis.

26 agosto 2017

Lolly Willowes - Sylvia Townsend Warner



Edición: Siruela, 2016 (trad. Celia Montolío)
Páginas: 212
ISBN: 9788416638789
Precio: 19,95 € (e-book: 9,99 €)
Leído en la edición en catalán de Minúscula, 2016 (trad. Marta Hernández y Zahara Méndez).

Llega la rentrée. Llegan decenas de novedades a las librerías. Y, entre ellas, muchas que pasarán desapercibidas. Esta es una de las que, hace ahora justo un año, no tuvieron suerte: Lolly Willowes (1926), la primera novela, y la más exitosa, de la escritora británica Sylvia Townsend Warner (1893 – 1978). Una lástima, que no tuviera suerte, porque se trata de una recuperación más que notable, con un punto original que bien podría hacerla destacar entre la masa. En apariencia, es otra historia de costumbres que explora el rol de la mujer soltera en la Inglaterra de principios del siglo XX; no obstante, en un determinado momento se introduce un elemento simbólico-paranormal que representa de manera creativa la particular liberación del personaje. Suave en el tono e inteligente en el fondo; la mejor forma de inocular una potente crítica de la moral, una defensa de la autonomía personal y una celebración del goce de vivir. La han comparado con autoras posteriores como Angela Carter, Jeanette Winterson y Sarah Waters; pero Sylvia Townsend Warner suena tan solo a sí misma.
Tras la muerte de su padre, Laura, de veintiocho años, se instala en casa de su hermano mayor. Todo su entorno lo considera el paso lógico en su vida: después de estar bajo la protección del padre, y ante la falta de un marido, Laura estará resguardada por otro varón de su familia. Nótese el sistema social representado: la mujer debe «pertenecer» a un hombre, se la pasan de uno a otro como un bien material, no se baraja la posibilidad de que permanezca sola. Además, podrá ayudar a cuidar de sus sobrinas: será, por lo tanto, una «subordinada» en el orden del hogar, alguien que interesa por su «utilidad» y no por sí misma. La protagonista se pasa veinte años con la familia de su hermano, veinte años en los que se somete a su control en todos los ámbitos (social, económico, afectivo). Es una sumisión asumida por las dos partes: Laura la acepta por voluntad propia.
Sin embargo, aunque en la superficie todo parezca en orden (todo esté en orden, de hecho), Laura experimenta una fisura, un hartazgo de la constante dependencia, del hecho de estar al servicio de los demás («Era en las cosas que no salían a la superficie en lo que Laura se sentía inadecuada», p. 54). Este cambio de identidad se refleja hasta en el nombre: Laura se convierte, para sus allegados, en la tía Lolly («había renunciado a una parte tan grande de sí misma que parecía natural abandonar también el nombre», p. 62). Esta transformación se extiende a la forma del relato: mientras que en los diálogos se la llama Lolly, la narración, en tercera persona, mantiene el nombre de Laura, lo que permite contraponer la perspectiva de los familiares (la tía entrañable y mansa con la que pueden contar a todas horas) con la que ella tiene de sí misma (ese interior que se va resquebrajando a medida que se pierde).
A los cuarenta y siete años, Laura / Lolly pasa por un punto de inflexión: sus sobrinas ya no son unas niñas, por lo que en casa no la necesitan tanto. Ella se siente estancada en la rutina, necesita decir adiós, romper las ataduras conocidas («cuando abría las cortinas se miraba el día sin curiosidad. Ya lo tenía visto», p. 50). Nadie le pide que se vaya, pero ella quiere irse. Haciendo caso omiso de los consejos de sus familiares, a los que no les importaría que permaneciera recluida, como una sombra, Laura se marcha a un pueblo retirado. Con unas reflexiones que evocan el espíritu de independencia y búsqueda personal de Henry David Thoreau («Es mejor, a medida que uno se hace mayor, despojarse de las posesiones, dejarse ir hacia abajo como un árbol, serlo prácticamente todo tierra antes de morir», p. 102) y anticipan la defensa de la emancipación femenina de Virginia Woolf («No hay nada inviable para una mujer soltera de mediana edad que tiene una renta propia», p. 99), Laura emprende su propio camino, esto es, su propia liberación.
Sylvia Townsend Warner
No es una «liberación» sencilla. Al contrario: a la incomprensión de los suyos se suman unos sucesos extraños en la localidad («Reconoció que había algo que no terminaba de entender, pero ya le iba bien quedar excluida del secreto, fuera lo que fuese», p. 120). La autora plantea aquí el riesgo que conlleva todo cambio, toda apertura a lo desconocido; aun así, la protagonista encuentra el atractivo en ello, porque es preferible aventurarse al peligro (y aprender de él, y divertirse con él) que permanecer entre las paredes, cada vez más asfixiantes, de la quietud conocida. Se introducen elementos paranormales, muy sutiles, eso sí, para representar en clave simbólica su nueva identidad: la comida, el gato (tan mágico), el viento, los bosques, las fiestas. Laura hace un singular pacto con el Diablo para liberarse del yugo familiar; hay una metáfora de la bruja como encarnación de la mujer soltera e independiente: las han juzgado por atreverse a vivir, pero a Laura ya no le importa que la condenen («Por eso nos hacemos brujas: para mostrar nuestro desprecio hacia ese hacer ver que en la vida no hay riesgo, para satisfacer nuestra pasión por la aventura», p. 217). Esta es su libertad, ni la soledad, ni el pueblo, sino este «me da igual», esta patada a las convenciones. Esta actitud, esta fortaleza, esta madurez que ha tardado cuarenta y siete años en alcanzar.
En una palabra: magnífica.

17 agosto 2017

El verano infinito - Madame Nielsen



Edición: Minúscula, 2017 (trad. Blanca Ortiz Ostalé)
Páginas: 128
ISBN: 9788494534898
Precio: 18,00 €

Entre las propuestas más singulares de este 2017 se encuentra, sin lugar a dudas, El verano infinito (2014), la primera novela traducida al castellano de la polifacética artista danesa Madame Nielsen, que también cultiva las artes plásticas, musicales y teatrales, y es una activista social muy comprometida con los refugiados. Esta autora nació con el nombre de Claus-Beck Nielsen (1963), una identidad que mantuvo durante casi cuatro décadas, hasta que en 2001, coincidiendo con el nuevo milenio, decidió dejarla atrás y más tarde reapareció con la imagen de Madame Nielsen, que le permite explorar su feminidad, no solo en la creación artística, sino en todas las facetas de la vida. «Me interesaba la idea de que ser hombre fuera una posibilidad, no un destino», explica en una entrevista. La primera frase de El verano infinito, que se repite como un eco a lo largo del libro, ya insinúa este juego de identidades («El chico joven, que tal vez sea una chica, pero que aún no lo sabe»). Pero su singularidad no termina ahí.
Nielsen sigue las vivencias de un grupo de personajes que aman y viven con intensidad, algunos muy jóvenes, otros no tanto, pero todos dispuestos a exprimir el momento, venciendo los miedos, venciendo las dudas, en un «verano infinito» que parece detener el orden de las cosas y dar rienda suelta a lo desconocido. En primer lugar, «el chico que tal vez sea una chica, pero que aún no lo sabe», un chico frágil, delgado, artista, que coquetea con el ambiente bohemio, con toda la inestabilidad que conlleva. Su amiga, la chica, una muchacha con una historia familiar un tanto enredada, que la llevó a criarse lejos de su tierra, bajo el sol de Canarias, una chica que se mueve entre el chico bohemio y otro, un chico torneado que guarda un secreto. La madre de esta chica, que la tuvo muy joven, luego tuvo más hijos con otro hombre y ahora empieza un romance con un portugués menor que ella; una mujer que no renuncia al amor, a la pasión, que se deja llevar, que ya no tiene los miedos de los jóvenes. Ellos son los protagonistas de una novela en la que, sin embargo, el peso no está en la acción sino en algo que podríamos llamar vaivén, porque nada ni nadie avanza en línea recta.
Madame Nielsen
El verano infinito es, un poco a la manera de Marcel Proust, una indagación en la memoria, escrita con ese estilo torrencial del fluir de la conciencia en el que la forma neutraliza más que nunca la historia, y la inexactitud del recuerdo se instala en la narración. Párrafos de varias páginas, frases largas, ramificadas, musicales; una voz elegante y delicada que no da tregua y arrastra al lector en su cadencia, su tempo, porque, pese a estar escrita en prosa, tiene mucho de composición poética. ¿El tema? Nada menos que el «verano infinito» como espacio simbólico, como el tiempo de las posibilidades, el espíritu de la juventud en el que aún está todo por hacer. Momentos fugaces que no obstante devienen eternos. Y, también, el tiempo de la muerte (real y simbólica) que pone fin a las ilusiones como una bofetada. Todos estos personajes que aman y viven terminan heridos, lastimados por el final de su particular verano. Como suele suceder en las obras de esta naturaleza, la novela es densa, con algunos excesos que por momentos empalagan y dispersan la atención. Aun así, bajo esa espesura resuena un relato evocador y nostálgico, íntimo y apasionado, suficiente para que compense llegar hasta la última página.

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