Edición:
Minúscula, 2016
Páginas:
120
ISBN:
9788494534836
Precio:
16,00 €
«Sé
muy bien que ya no hay lugar para el miedo. Tampoco para la debilidad. Porque
estoy frente a mi última oportunidad para crecer y desarrollarme. Antes de que
sea irremediablemente tarde» (p. 10). Nos habla una chica argentina a la que no
se pone nombre, quizá porque podría ser cualquiera, quizá porque su identidad
se diluye en estos tiempos de incertidumbre. Una mujer aún joven, pero ya no
tanto; terminó los estudios universitarios hace años y se encuentra en la
etapa de intentar encauzar su vida, o lo que se entienda por esto.
Escribe en presente, con el latido de la inmediatez, en plena consonancia con
la actualidad del tema tratado. Escribe, además, con un estilo sobrio y
despojado, preciso, de frases cortas y directas, clap, clap, clap, una
depuración que empieza a ser habitual en la narrativa en español contemporánea,
acorde con la realidad social, como si solo se pudiera hablar de la precariedad
con un lenguaje parco y áspero. Sí: Buena alumna (2016), el debut de Paula Porroni (Buenos Aires, 1977),
es una exploración desasosegante de la
crisis actual.
Como
La trabajadora (2014), de Elvira
Navarro (Huelva, 1978), Buena alumna
captura como pocas novelas lo que puede denominarse el «espíritu» de nuestra
era, o, al menos, de esta generación, una generación más que preparada en el
sentido académico que sin embargo sufre una profunda inestabilidad, tanto
económica como afectiva. Lo plantea asimismo a partir de la peripecia
individual: la narradora, una estudiante sobresaliente, completó sus estudios
en Inglaterra y luego volvió a Argentina, donde ha pasado unos años que
considera perdidos («De noche, a veces recuerdo los años que llevo perdidos.
Todos esos años resecándome.», p. 37). Ahora regresa a las tierras británicas,
donde se prometió quedarse, con el apoyo económico de su madre; esta es
su «última oportunidad» antes de centrarse del todo, antes
de que la madre, que no es rica, cierre el grifo. Busca empleo, aunque solo
encuentra trabajos temporales para los que está sobrecualificada. Le ofrecen
una beca para un posgrado; una propuesta que contribuye a eternizar aún más su
periodo de formación y que no le garantiza nada en el futuro, pero no está en
condiciones de elegir. Así va pasando el tiempo.
La obra indaga en ese estado de
temporalidad característico de los estudiantes titulados, que a raíz de la
crisis se ha prolongado. Años de tanteos, en los que todo parece temporal, todo
sabe a poco y la protagonista teme marchitarse (esto es, perder el ritmo, la excelencia,
oxidarse) antes de encontrar la estabilidad que alimentó sus fantasías
infantiles, las fantasías de un orden que se ha resquebrajado. Un estado de
duda eterna, con miedo a mirar el futuro; una edad en la que todavía se es
libre de ataduras y no obstante no se tiene nada, nada a lo que aferrarse. Su
ensayo versa sobre las naturalezas muertas, una metáfora perfecta de su
situación: «Still-life. Una palabra
extraña en inglés. Vida detenida, sin movimiento. Tan cerca de stillborn, el niño muerto al nacer.» (p.
31). La autora retrata la falta de anclaje, tanto material (dependencia
materna) como emocional (sin pareja, con relaciones ocasionales y erráticas), acrecentada
por su condición de inmigrante. La soledad de la inmigrante es otra de las
claves: en ningún momento dice de forma explícita «Me siento sola», pero se
trasluce de su vida, una vida repartida entre la búsqueda de empleo, el estudio
diligente, el running y los
encuentros esporádicos con amigos tan perdidos como ella. También está la
cuestión del hábitat: a medida que el dinero se acaba, sobrevive con
subalquileres, a menudo en viviendas deterioradas. Lo transitorio, por lo tanto,
se materializa en todos los aspectos de su día a día.
Hay
un tema que no debe pasarse por alto, y es su situación personal:
su familia, humilde, la componen ella y
su madre, dos mujeres que solo se tienen la una a la otra. El padre, que
la instó a estudiar, murió cuando era niña; la figura paterna es
recordada con cariño, aunque también con el temor de desilusionar a quien
apostó por ella («Si papá viviera, tal vez un nuevo infarto lo mataría producto
de la desilusión. Como consecuencia del fracaso completo, profundo, indignante,
de la hija.», p. 116). La madre, religiosa y sin apenas estudios, tan diferente
a la hija en apariencia, se muestra paciente con los sueños de esta, aunque a
la vez se erige en un faro que le recuerda, no sin incomodidad, que no puede
aferrarse para siempre a lo pasajero. Madre e hija están unidas, terriblemente
unidas, una relación en la que la joven necesita huir pero no puede, no del
todo, porque sigue dependiendo de su progenitora. Se pone de manifiesto la
dificultad para ascender en la escala social cuando se procede de una familia
con pocos recursos, por mucho que la chica tenga un expediente académico
brillante. Al final, el origen acaba pesando más que las capacidades
individuales.
El
título, Buena alumna, no está exento
de ironía. La narradora cumple los requisitos que se esperan de una gran
estudiante (dedicación, tenacidad, perfeccionismo), pero la exigencia para
consigo misma se vuelve enfermiza. Literalmente: en ese intento de tenerlo todo
bajo control propio de las mentes disciplinadas, se machaca el cuerpo con el
ejercicio físico y llega al extremo de autolesionarse; el cuerpo canaliza el
malestar, las presiones («Pienso en la casera, su cuerpo rancio, y juro que no
importa el trabajo que termine haciendo, nunca voy a dejar de correr. Nunca
jamás voy a dejar de ejercitarme.», p. 18). A propósito de la corporeidad, hace
referencia al sedentarismo, el cuerpo poco cultivado de quienes pasan muchas
horas sentados (a diferencia de las generaciones anteriores, que desempeñaban
trabajos más físicos), que en cambio lucen como distintivo el callo en el dedo
que sostiene el bolígrafo. Esta atención al modo en el que el cuerpo asimila un
problema social se relaciona, salvando las distancias, con novelas recientes
como Clavícula (2017), de Marta Sanz
(Madrid, 1967), o, en un género más alegórico, La vegetariana (2007), de Han Kang (Seúl, 1970).
Paula Porroni |
Lo
enfermizo, por supuesto, tiene una dimensión psicológica: a pesar de su alta
cualificación, la joven padece miedos e inseguridad, los nervios la
traicionan («Es bien sabido que importa poco la preparación o si el postulante
llenó correctamente la solicitud. Lo crucial es el halo, el perfume que la
rodea. Y el miedo y la debilidad apestan como sangre vieja.», p. 23). Vive
inmersa en una paradoja insana: se siente por encima de lo que se le ofrece,
pero nunca da la talla (nunca cree dar la talla) para lo que de verdad desea. Siempre
falla algo, al menos en su mente exigente de buena alumna. Esto deriva en la observación atenta de los demás, un análisis constante, con comparaciones,
celos. El temor de que le pasen por delante. El temor de acabar consumida y sin
éxito, como las mujeres de su alrededor. En estas comparaciones se incluye su
amiga Anna, con la que mantiene una relación ambigua, de afectos desiguales, tan
quebradiza como todo, planteada con mucha sutileza. «Basura. Basura.
Perdedora. Voy a quedarme atrás, siempre atrás. Incapaz de siquiera pasar la
entrevista de una expolitécnica.» (p. 65), se dice la narradora. Ella es la más
dura consigo misma, ella sola se fustiga. Como resultado, esta es una novela angustiosa, asfixiante, sobre la
crisis, pero, sobre todo, una novela sobre una persona en crisis.
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