23 septiembre 2016

Maria Zef - Paola Drigo



Edición: Periférica, 2016 (trad. Paula Caballero y Carmen Torres)
Páginas: 232
ISBN: 9788416291366
Precio: 18,00 €

La escritora Paola Drigo (Castelfranco Véneto, 1876 – Padua, 1938), influenciada por el verismo de Giovanni Verga (o, lo que es lo mismo, el realismo italiano del siglo XIX) y coetánea de la premio Nobel Grazia Deledda, permanecía inédita en castellano hasta la traducción de Maria Zef, una novela publicada en 1936 que ha sido adaptada dos veces al cine y se considera una pequeña obra maestra de las letras italianas. En ella, destacan dos claves de su narrativa: la localización en el Véneto rural, su tierra natal, y los personajes femeninos, mujeres que se enfrentan a una sociedad patriarcal opresiva. La protagonista de este libro, Maria Zef —llamada Mariutine en su forma dialectal—, es una muchacha que viaja de pueblo en pueblo junto a su madre y su hermana pequeña. Son vendedoras ambulantes que llevan a cuestas el pesado carromato en el que trasladan sus baratijas. A pesar de su situación, Mariutine no pierde el buen humor y, mientras recorre las ciudades, canta tonadillas en dialecto que embelesan a los lugareños. Sin embargo, la muerte de la madre cambia su suerte y deja a las hermanas desamparadas.
Después de pasar unos meses en un convento, las hermanas, huérfanas de padre y madre, se instalan con su tío Barbe Zef en una cabaña perdida en el monte. Son los más pobres de entre los pobres, pero Mariutine no se deja vencer por la autocompasión. Es, como buena mujer de campo, una chica curtida, criada en la escasez, en el no quejarse, en resistir cualquier padecimiento con estoicismo, como una mártir cristiana. Si antes cargaba con el peso del carro, ahora se hace responsable de la subsistencia de los tres. No obstante, la novela dista mucho de ser una historia amable: con la peripecia de Maria Zef, una joven de comportamiento intachable según los valores de la época, Paola Drigo critica la desprotección de las mujeres pobres en la montaña. Las únicas opciones de Mariutine son permanecer en la cabaña, a cargo de la familia, o marcharse a servir a una casa del pueblo. En ningún caso puede apostar por su propia independencia.
La desprotección de las mujeres tiene mucho que ver con las carencias en su educación, no ya en la escuela, que está fuera del alcance de las niñas pobres, sino la educación que se transmite de madre a hija. Mariutine es disciplinada y muy apañada en los quehaceres domésticos —una educación de las tareas del hogar y el campo, suficiente para subsistir en un sentido fisiológico—; ahora bien, se revela terriblemente ingenua en las relaciones con los hombres. Nadie le ha hablado del sexo, de cómo protegerse ante las malas intenciones. Mariutine es como una predecesora campestre y empobrecida de las protagonistas de Natalia Ginzburg, con Anna de Todos nuestros ayeres a la cabeza (1952), unas mujeres que han recibido una educación que anula su conciencia del yo, de su placer, de sus deseos, mujeres que se marchitan al soportar el dolor sin ser capaces de rebelarse. Si en las primeras páginas conocimos a una Mariutine alegre y cantarina, con el paso del tiempo deja de cantar, y su mutismo se convierte en el símbolo de su voz silenciada.
La autora aborda asimismo otro conflicto inherente a la montaña: el aislamiento. Las hermanas pasan de recorrer caminos a mantener una vivienda fija en un lugar remoto. Aunque la mayor está acostumbrada al silencio y la frialdad por su madre —otra mujer aguerrida que se hizo fuerte porque no le quedó otro remedio—, con el tío las cosas empeoran: Barbe Zef, un ermitaño huraño y tosco, no facilita la convivencia. Mariutine sufre la soledad, el miedo. Se hace adulta aprendiendo a descifrar su entorno en silencio, haciéndose responsable de los demás sin preguntar. En cierta ocasión, visita a una anciana (una persona marginal, como ella): este encuentro pone de manifiesto la necesidad de un referente femenino, de una cómplice con quien hablar. El campo, como en las novelas de Cesare Pavese, se concibe como un espacio hostil, marcado por el embrutecimiento, la perversión, el alcohol y la miseria, donde los trapos sucios pueden esconderse y los débiles se vuelven más débiles todavía. Con respecto a la narrativa que sugiere idílicos regresos al campo, Paola Drigo recuerda los atractivos de la civilización urbana para los más humildes: la comunicación, el acceso a la sanidad y la educación, la posibilidad de un trabajo remunerado o la protección que no se tiene a la intemperie.
Paola Drigo
La protagonista solo tiene una esperanza: el regreso de un chico, campesino como ella, que se marchó a Argentina en busca de oportunidades y le prometió volver. La relación entre ambos, como todo en la montaña, estuvo marcada por el silencio. Paola Drigo es una narradora precisa y sutil, que mediante una tercera persona centrada en Mariutine deja que el lector deduzca las palabras que nunca se han pronunciado, los sentimientos que nunca se han expresado (el desasosiego, la angustia, las dudas). Desde el realismo, los hechos se observan como un espectador; el lector se convierte en testigo sin entrar en la mente de los personajes. Es un trabajo de contención impecable, mostrar sin contar de forma explícita, con una gran pulcritud. La novela crece a medida que Mariutine, sin prisa pero sin pausa, toma decisiones para salir de esta jaula. El texto, muy ameno, está salpicado del dialecto de la zona en los diálogos y los apodos, que por momentos puede sonar un tanto anticuado. En suma, Maria Zef puede leerse como una fábula rural sobre una huérfana que lucha por salir adelante en las peores circunstancias. Eso sí, una fábula tremendamente cruel, puesto que su gracia está en cuestionar los valores establecidos.
Imágenes de la película basada en la obra (Maria Zef, 1981), dirigida por Vittorio Cottafavi.

22 septiembre 2016

Me llamo Lucy Barton - Elizabeth Strout



Edición: Duomo, 2016 (trad. Flora Casas)
Páginas: 224
ISBN: 9788416261918
Precio: 16,80 € (e-book: 9,99 €)
Leído en versión original (My Name is Lucy Barton).

No hace ni un mes que se puso a la venta, pero cualquier lector mínimamente informado ya habrá oído hablar de Me llamo Lucy Barton (2016), la novela más reciente de Elizabeth Strout (Portland, Maine, 1956). La autora no es nueva en el mercado español —El Aleph publicó Amy e Isabelle (1998), Olive Kitteridge (2008; Premio Pulitzer) y Los hermanos Burgess (2013); solo queda por traducir Abide with Me (2006)—, aunque pasó bastante desapercibida, no por falta de calidad, sino por la ausencia de una campaña de promoción que apostara fuerte por ella (con la excepción de Olive Kitteridge en Cataluña, donde obtuvo el Premi Llibreter, que la acercó a un público más amplio). Hace dos años, la adaptación a la pequeña pantalla de su obra más aclamada renovó el interés por ella. Ahora llega a las librerías su último trabajo, esta vez respaldado por Duomo, un sello del grupo italiano Mauri Spagnol —en Italia, a propósito, Elizabeth Strout es muy apreciada: recibió los premios Bancarella 2010 y Mondello 2012—, que desde luego ha hecho una considerable inversión. Siempre es una buena noticia que una escritora de calidad contrastada consiga más lectores; aun así, es cuestionable que Me llamo Lucy Barton sea su mejor carta de presentación.
Con respecto a su obra maestra, Me llamo Lucy Barton no solo baja un peldaño en envergadura literaria, sino que marca un ligero cambio de registro en su trayectoria. Sus cuatro primeras novelas, más extensas y de corte costumbrista, retratan la vida de unos personajes en el marco de un pequeño pueblo de su Maine natal. Olive Kitteridge narra la evolución de una jubilada terca y de carácter fuerte a través de unos espléndidos relatos que a su vez exploran las historias de los vecinos de la localidad, al estilo del clásico Winesburg, Ohio (1919), de Sherwood Anderson. Olive Kitteridge, por lo tanto, es una novela pródiga en hilos narrativos, llena de personajes memorables y de escenas que comprenden las tensiones de toda una comunidad, con una protagonista nada fácil de trabajar que crece en cada episodio. Me llamo Lucy Barton se mantiene en la literatura del ámbito doméstico, pero con un enfoque más intimista: aborda la tensa relación de una mujer escritora con sus orígenes, en particular, la relación con su madre, llena de silencios. El cambio de registro no solo se refiere a la trama, de menor alcance, sino a la prosa, más concisa, fragmentada y contenida.
Se suele decir que las enfermedades marcan un punto de inflexión. Son el momento en el que estamos más vulnerables, cuando nos lo replanteamos todo, porque por primera vez no podemos continuar con nuestra rutina con normalidad. Para Lucy Barton, al menos, fue así: en los años ochenta, cuando era una joven madre de dos niñas, las complicaciones tras una apendicitis la obligaron a permanecer mucho más tiempo de lo previsto en el hospital. Lejos de su marido y sus hijas, recibió la inesperada visita de su madre, a quien llevaba años sin ver. La conversación entre las dos mujeres —la charla insustancial de quienes evitan abordar los asuntos que duelen— se alterna con recuerdos que permiten entender el porqué de ese distanciamiento. La narradora rememora su historia desde el presente, cuando la estancia en el hospital queda lejos. Y, ya se sabe, no hay historia sin origen, y el origen de Lucy Barton resulta especialmente traumático: se crió en el campo, en el seno de una familia muy humilde y poco proclive a expresar sus sentimientos. Ella, que tenía aptitudes para el estudio, nunca se sintió cómoda con su entorno, y en cuanto pudo se marchó, no sin conflictos —su situación se asemeja a la de Lenù en La amiga estupenda (2011), de Elena Ferrante, a quien, por cierto, Elizabeth Strout admira con fervor—.
Me llamo Lucy Barton muestra las dos caras de una vida. Por un lado, la huida: la lucha de una chica con aptitudes literarias para abandonar su hogar en busca de oportunidades, en busca del cariño que su madre no sabe expresar, en busca de su propio mundo. Y, por el otro, el regreso: cuando es una mujer madura, con recorrido, se produce una reconciliación con su pasado, una reconciliación íntima, discreta, de la que solo ella es consciente. En medio, plantea otra cuestión capital: el aprendizaje de Lucy Barton hasta convertirse en escritora. Los talleres de escritura, el contacto con escritores, la relación entre la vida y la literatura, la forma en la que aprende a poner en palabras sus propias vivencias. Es fácil sospechar que podría tratarse de una autoficción (Elizabeth Strout no sería la primera en escribir una novela sobre una escritora que en realidad es ella misma), aunque, de hecho, no lo es, puesto que los padres de la autora eran profesores y no tuvo una infancia rústica. En cualquier caso, esa sospecha de autoficción demuestra la verosimilitud que rebosa el personaje.
La contención de la escritura hace que en la novela, como en la vida de Lucy, haya omisiones, silencios que el lector debe intuir; he aquí una versión más sutil y depurada de Elizabeth Strout, que se prodiga poco en los diálogos y escenas. La estructura fragmentada, además, mantiene la emoción al alternar episodios de diferentes épocas (la conversación con su madre en el hospital es el hilo en el que se intercalan los recuerdos de la infancia rural, de sus estudios, etc.), como un puzle que se va completando poco a poco, sin la linealidad de Olive Kitteridge o Abide with Me. No hay duda del oficio de Elizabeth Strout, de su poderosa voz y sus magníficas reflexiones, que regalan frases dignas de subrayar. No obstante, después de haber leído sus novelas anteriores, Me llamo Lucy Barton peca quizá de una excesiva sobriedad. Es tan íntima, tan parca, que no brilla con el esplendor de Olive Kitteridge. En este sentido, se puede considerar una obra menor de una escritora excepcional —de hecho, no ha superado la longlist del Man Booker Prize ni la del Bailey’s Women’s Prize. Para cualquier autor sería un éxito figurar en ambas, pero para una premio Pulitzer sabe a poco—.
Elizabeth Strout
De todas formas, como suele ocurrir con los grandes, un libro menor de Elizabeth Strout ya es mucho mejor que la media. En Me llamo Lucy Barton encontramos una profunda indagación del peso que el pasado —la niñez, pero también la etapa adulta que algún día se convertirá en pasado— tiene en el presente, del peso de las decisiones que nunca se tuvo el valor de tomar, de las caricias nunca dadas, de las palabras nunca pronunciadas. Plantea preguntas sobre la dificultad (¿o imposibilidad?) de conocer a quien tenemos cerca, sobre la distancia entre una hija y sus padres, sobre las formas de expresar el amor maternal —en esto sí tiene cosas en común con Olive Kitteridge: ambas madres se alejan del estereotipo tierno—, sobre la capacidad para reinventarse en la mediana edad. Estamos ante una Elizabeth Strout más melancólica e introspectiva, cuya esencia se puede describir con esta frase: «Cuando escribes una novela puedes reescribirla, pero, cuando vives con alguien durante veinte años, ésa es la novela, y nunca puedes volver a escribir esa novela con nadie más».

19 septiembre 2016

Mujeres excelentes - Barbara Pym

Edición: Gatopardo, 2016 (trad. Jaime Zulaika)
Páginas: 320
ISBN: 9788494510007
Precio: 20,95 € (e-book: 9,99 €)

Entre las recuperaciones más importantes que ha llevado a cabo Gatopardo hasta el momento, figura Barbara Pym (1913-1980), una escritora inglesa fundamental de la segunda mitad del siglo XX, a quien Anne Tyler ha «emparentado» nada menos que con Jane Austen, Elizabeth Bowen y Elizabeth Taylor (soul sisters); y que cuenta con admiradores ilustres, como Philip Larkin. Barbara Pym, que estudió Literatura inglesa y trabajó en el Instituto Internacional Africano de Londres —de esta experiencia surge la inclusión de antropólogos en sus libros—, consiguió un considerable éxito en los años cincuenta, época en la que publicó algunas de sus novelas más reconocidas, como Mujeres excelentes (1952), Jane y Prudence (1953) y Los hombres de Wilmet (1958). Después de este periodo dorado, no obstante, cayó en el olvido y, desanimada, dejó de escribir. Todavía le esperaba una sorpresa: en 1977, Philip Larkin y el crítico lord David Cecil reivindicaron su obra, lo que renovó el interés por ella y pudo publicar de nuevo. De esta última etapa, sobresale Murió la dulce paloma (1977). Barbara Pym fue editada en España por Anagrama y Lumen, pero los cuatro títulos traducidos se encuentran descatalogados, por lo que este rescate de Mujeres excelentes es una feliz noticia.
Barbara Pym cultivó la comedia de costumbres, género inglés por excelencia, si bien en su trasfondo se aprecia una amargura camuflada bajo el arrollador sentido del humor. En Mujeres excelentes nos habla Mildred, una treintañera que, en la ciudad de Londres de posguerra, ha asumido su rol de mujer soltera. Tras la muerte de su padre, un vicario y el único familiar que le quedaba, Mildred reparte su tiempo entre los amigos de toda la vida (el vicario Julian Malory y su hermana Winifred, también solteros), las tareas de la parroquia y las obras de beneficencia. Vive sola y, al menos a ojos de los demás, se siente satisfecha con su pequeño mundo y no espera que nada cambie. El cambio, sin embargo, llega sin avisar con la entrada en escena de sus nuevos vecinos: los Napier, un matrimonio poco convencional. Ella, Helena, es antropóloga: una mujer culta e inquieta, sarcástica y poco «femenina» en el sentido tradicional del término. Él, Rocky, es un tipo encantador que sabe hacer sentir cómoda a cualquier persona del sexo opuesto, salvo a su esposa, con quien tiene una relación de todo menos romántica. Además de los Napier, la llegada de Allegra, una viuda atractiva que dista mucho de estar compungida, trastocará asimismo las vidas de Mildred y sus amigos.
Con el clásico motivo de lo foráneo como desencadenante de la acción, Barbara Pym construye una novela fresca e irónica sobre la ruptura de una zona de confort, una novela sobre los límites en los que una soltera parroquiana enmarca su rutina, y sobre la mezcla de miedo y atracción que provoca lo desconocido. Mildred es discreta y jovial, acostumbrada a la tranquilidad; el tipo de mujer de quien los demás esperan que prepare una taza de té para calmar los ánimos cuando es preciso a nadie le gusta realmente que le digan que es un encanto. Hay en el hecho de serlo una impronta de debilidad y de tontería», p. 160). Los recién llegados encarnan, en cambio, un rol diferente que produce un impacto en ella: por un lado, la inteligente Helena Napier y la coqueta Allegra representan formas de feminidad desconocidas para ella, por su experiencia amorosa y, en el caso de la primera, por su naturaleza intelectual que llama la atención de la protagonista; y, por el otro, los hombres —Rocky Napier y algún otro que se cruza en su camino— le hacen plantearse la posibilidad del amor. Ella sabe que no encaja con determinados personajes, pero su don de gentes le permite trabar amistad con facilidad y moverse sin vergüenza en ambientes que le resultan ajenos.
En apariencia, Mildred es lo que ella denomina una «mujer excelente». No, no se echa flores, más bien al contrario: la mujer excelente es diestra en las tareas domésticas, colabora con iniciativas solidarias y se muestra generosa con los demás. «Una persona sensata, sin intereses personales» (p. 187), así la describe un personaje. La amiga con la que se puede contar, la parroquiana fiel, la chica que se desenvuelve en cualquier situación. Y, con todo, su voz destila una infelicidad recóndita, una insatisfacción que ha aprendido a dominar con los quehaceres cotidianos. Esta mujer se define también por lo que le falta: «No eran las mujeres excelentes las que se casaban sino las personas como Allegra Gray, que no sabía coser, y Helena Napier, que lo dejaba todo sin fregar» (p. 208). La revelación del malestar se produce cuando se empieza a plantear el amor, ella, tan inexperta, tan torpe en este terreno («El amor era una cosa bastante terrible […]. No era quizá mi sueño dorado», p. 127). No obstante, la posibilidad del romance solo es el pretexto para ahondar en una espina más profunda: la toma de conciencia de que su vida ha girado siempre en torno a los demás. Apenas se ha permitido pensar en sí misma, en lo que de verdad desea. La historia de Mildred no es la aventura fogosa de una solterona que termina felizmente casada, sino una búsqueda más sutil. Gracias a la expansión de su red de contactos, Mildred puede reconstruir su identidad y, quizá, dejarse llevar por sus impulsos, dejar de ser tan «excelente».

Barbara Pym
Esta trama tan sencilla se engrandece por la prosa de Barbara Pym, una verdadera artesana de las palabras: la fina ironía, las observaciones ácidas y la capacidad de Mildred para reírse de sí misma hacen de Mujeres excelentes una novela simpática y fabulosa, un ejemplo de narrativa de gran alcance pero no por ello de menor hondura literaria. No se trata de una comicidad banal, sino que el humor se emplea a la manera de Jane Austen, como una herramienta para hacer un retrato social y desvelar con ingenio las inseguridades de los personajes ante circunstancias que los descolocan. El manejo del diálogo es brillante, así como la primera persona de Mildred, tremendamente fluida y vivaz. Hay muchos, muchos motivos por los que leer esta novela, pero tal vez el mejor de todos es también el más simple y directo: os lo pasaréis muy, muy bien.

18 septiembre 2016

Cuentos escogidos - Shirley Jackson

Edición: Minúscula, 2015 (trad. Paula Kuffer)
Páginas: 168
ISBN: 9788494353970
Precio: 18,00 €

El nombre de Shirley Jackson (San Francisco, 1916 – Bennington,1965) se suele asociar con frecuencia al terror —el hecho de que un maestro del género como Stephen King se haya deshecho en elogios hacia ella probablemente ha influido en esta suposición—. Sin embargo, si bien La maldición de Hill House (1959) y Siempre hemos vivido en el castillo (1962), sus novelas más conocidas, representan de forma magistral la tradición gótica de casas encantadas, niños perversos y narradores no confiables, sería incompleto encasillar a la autora como una escritora de género. Digo «incompleto» y no «erróneo» porque, en efecto, la vena oscura está ahí. Su diferencia con respecto a lo que se conoce como literatura de género reside en su calidad literaria y en la sutileza con la que trabaja el miedo, rasgos que se acentúan en estos Cuentos escogidos, editados por esta pequeña gran editorial que es Minúscula. El libro comprende ocho relatos publicados entre 1948 y 1949 en periódicos y revistas —que eran la base del sustento de muchos escritores que se convirtieron en maestros del cuento—, entre ellos el aclamado «La lotería», además de tres conferencias en las que aborda diferentes aspectos de la creación literaria.
Decía que me parece incompleto catalogar a Shirley Jackson como escritora de género. Estos cuentos se pueden describir como «perturbadores»; no obstante, no hay ni un solo elemento sobrenatural en ellos. Ni rastro de monstruos o espíritus; no necesita recurrir a ningún ente maligno imaginario para aturdir a los personajes. Su concepción del miedo está ligada a la búsqueda de un ambiente inquietante que surge siempre del ser humano y, por lo tanto, de lo que está al alcance de este. Escuchar una risa detrás de la puerta, ser víctima de una broma de mal gusto o delirar por la medicación son algunas de las fuentes de esa angustia que sacude al lector. El miedo en Shirley Jackson se vincula al desconcierto, a la duda, a la falta de certidumbre ante lo que ocurrirá, más que al pánico por un ataque explícito. La autora no cierra puertas: insinúa, sugiere, deja que el lector complete la historia. Es, por lo tanto, elusiva, como los grandes autores de relatos; elusiva e incisiva, porque sus cuentos, precisamente por no encarnar el terror habitual, punzan con una finura exquisita.
El primer texto, «El amante demoníaco», narra la búsqueda de una mujer que, el día de su boda, no localiza a su marido. Camina por la calle, pregunta, da vueltas y apenas saca nada en claro. Hay algo perturbador en una mujer que vaga por la calle, perdida y sin rumbo; y también hay algo perturbador en la incógnita de ese futuro esposo desaparecido. Un relato inquietante, por el desconcierto (otra vez esta palabra) de ella y por el desconcierto del lector, que poco a poco descubre que la relación entre ambos no era tan formal como se podía creer. El segundo, «La bruja», se desarrolla en otro escenario cotidiano: un tren en el que viajan una madre y su hijo. Una conversación en apariencia inocente con un desconocido causa estupor y desconfianza en la madre y, de nuevo, la duda: ¿qué intenciones tiene?, ¿será todo una paranoia de ella? El hecho de que los cuentos se sitúen en lugares que de entrada no suscitan miedo acrecienta la angustia; la autora muestra que nunca estamos a salvo de ese giro que convierte la tranquilidad en la agitación que cada uno experimenta para sus adentros (un miedo invisible a los demás, tan íntimo y sutil como la prosa de Shirley Jackson).
La crueldad de los niños es otro tema explorado por Shirley Jackson, como hizo en esa obra maestra llamada Siempre hemos vivido en el castillo. No es que los niños no sean inocentes, sino que su inocencia (o, mejor dicho, su inconsciencia) los empuja a comportamientos que los adultos no entienden. En «Después de usted, mi querido Alphonse», dos amigos se comunican a través de un lenguaje propio del que la madre de uno de ellos no participa. Mientras la mujer hace sus comentarios pertinentes de madre responsable (la comida, el bienestar), los chavales la escuchan pero siguen a lo suyo. Ser testigo de una complicidad expresada en códigos ininteligibles para uno mismo produce un extraño malestar; Shirley Jackson sabe detectar esos instantes de angustia con una precisión que muy pocos autores alcanzan. Por otra parte, «Charles» es un cuento espléndido, aunque previsible, sobre la transformación (o perversión) de un niño. La primera frase ya lo advierte: «El día que mi hijo Laurie empezó a ir a preescolar renunció a los monos de pana con peto y comenzó a usar vaqueros con cinturón» (p. 45), pero la cosa no queda ahí. El relato muestra la capacidad de los más pequeños para manipular a los demás hasta extremos insospechados.
Tampoco tiene desperdicio «Siete tipos de ambigüedad». En una librería coinciden dos clientes, cada uno tiene lo que le falta al otro: un estudiante que no puede comprar el libro que desea pero siempre acude para leerlo, y un matrimonio inculto que solo desea adquirir unos libros para impresionar. En sus páginas conviven la amabilidad más servicial (el librero permisivo con el estudiante, el chico que asesora a los clientes) con la envidia, la envidia enquistada en las entrañas, que desencadena un comportamiento tan egoísta como malintencionado. Shirley Jackson perfila las sombras del ser humano: esta singular forma de maldad está en los impulsos, en el desasosiego, en la angustia, en todas aquellas emociones que rompen la quietud. Pone el dedo en la llaga en las reacciones que uno intenta reprimir, pero que a veces salen a la superficie. Más desasosegante aún es «La muela», un cuento sobre una mujer que, sola, hace un largo viaje en autobús para acudir al odontólogo por un dolor insoportable. La autora juega con la desesperación, el delirio y las ensoñaciones a medida que el dolor aumenta. Esboza una oposición entre el estado (¿sano?) previo al viaje (marido, hijos, una vida ordenada y convencional) y su evolución a lo largo de la peripecia. El episodio del dolor de muelas sirve, por lo tanto, para entrever las fisuras de toda su existencia.
Después de estos cuentos, llega la joya de la corona: el archiconocido «La lotería», que para muchos es la mejor obra de Shirley Jackson —yo no puedo elegir entre este y Siempre hemos vivido en el castillo; ambos son extraordinarios—. Lo único que diré sobre su argumento es que se centra en un rito macabro. En una conferencia recogida en el volumen, la autora reflexiona sobre la polémica que suscitó: recibió muchas cartas que proponían interpretaciones de lo más dispares (y disparatadas): lecturas crédulas, críticas, morbosas, místicas. Ella se negó a explicar cuál es el mensaje del cuento. La reacción del público demuestra cuán absurdo puede llegar a ser obsesionarse con la interpretación «correcta» (¡eso no existe!) de una obra, y cuán incomprendido se puede sentir un escritor al presenciar cómo otros le atribuyen una idea que nunca quiso expresar. Personalmente, me quedo con la interpretación de que la «civilización» no está tan lejos de la irracionalidad, que el equilibrio social puede romperse en un segundo, que nada permanece. Como en sus otros cuentos, la monotonía apacible se rompe por un acto humano, y con ello pone de relieve que no era ni tan monótona ni tan apacible, que la perversidad forma parte de la realidad conocida.
Por mucho que hoy la polémica por «La lotería» pueda resultar patética, impresiona para bien que un cuento consiguiera semejante repercusión, que fuera capaz de movilizar a tantos lectores (aunque fuera a costa del escándalo). ¿Sería posible que esto ocurriera aquí y ahora? A diario descubrimos fenómenos «virales», que provienen de fuentes diversas. Además, no faltan los inquisidores de turno para perseguir, criticar y hasta pedir que se prohíba aquello que no encaja con ellos (o que no entienden, directamente). Las cartas de Shirley Jackson son poco en comparación con todo lo que se puede producir en la red. Sin embargo, la escasa proyección de la cultura, unida a la sobreinformación digital, dificultaría que el texto destacara, porque habría poca gente interesada en él (¿qué difusión tienen los cuentos publicados en revistas y periódicos? Menos de la deseada, me temo). En cualquier caso, el escándalo benefició a la autora en el sentido de aumentar el mito de «La lotería» como obra de culto.

Shirley Jackson
Las otras dos conferencias se centran en el proceso creativo. Shirley Jackson sugiere a los futuros escritores aprovechar lo cotidiano, pero reconstruyendo la anécdota para darle entidad, para que no resulte sosa. La autora insiste asimismo en la coherencia interna, en la importancia de que todos los elementos (personajes, tramas secundarias) confluyan y tengan una razón de ser. Admite que ella se inspira en sus experiencias domésticas, e incluye un cuento a modo de ejemplo —el ingenioso «La noche en que todos tuvimos gripe»—. No se trata tanto de una inspiración buscada como del resultado de sus circunstancias (compartidas por muchas escritoras, como bien describió Virginia Woolf en Un cuarto propio): Shirley Jackson, madre y ama de casa, escribe para ganarse el sustento, y debe hacer malabares para encontrar tiempo. Lo más fácil, lo más accesible para ella, es lo que la rodea. He ahí su «inspiración». Aun así, también habla de su otra debilidad: la superstición y la brujería. La maldición de Hill House es producto de su fascinación por las casas encantadas. Según explica, lo que de verdad asusta no es el fantasma (la mayoría de gente no ha visto ninguno), sino la posibilidad de verlo. Esta posibilidad, esta sugestión del miedo, es lo que maneja a las mil maravillas en estos Cuentos escogidos y en toda su obra. Por algo es una autora imprescindible.

13 septiembre 2016

Ciudad en llamas - Garth Risk Hallberg



Edición: Literatura Random House, 2016 (trad. Cruz Rodríguez Juiz)
Páginas: 984
ISBN: 9788439731160
Precio: 24,90 € (e-book: 12,99 €)

Era 1966: el año del Black Power, el telemaratón de Jerry Lewis y «Eight Miles High». Tras la brillante bandera azul del cielo, un hombre vagaba fuera de una cápsula espacial, amarrado solo por un ombligo de goma. Entretanto, abajo, la cuidada fachada del mundo que había dejado atrás se desmoronaba. Volutas de hierba surcaban el aire de mediodía; espirales de grafitis florecían en los buzones y en las cornisas de los edificios municipales; cerca de donde había aparcado William, dos chavales blancos, un niño y una niña, sentados en una caja aplastada en la acera, mendigaban a los corredores de Bolsa sin darle más trascendencia que si pidieran la hora. Y a William le parecía que todo ello denotaba progreso en lugar de decadencia: presagiaba el advenimiento de un modo de vida más extasiado, más perspicaz. Porque ¿cómo podría presentarse su padre, la mismísima encarnación del orden burgués, en las mismas calles que ahora pisaba el hijo? No, pensó William, pescando el poco cambio que le quedaba en el bolsillo para dárselo a la niña con cara de coyote: ahora Nueva York pertenecía al futuro. Y esta vez le protegería, seguro. Nunca más se decepcionarían.
No todos los días se termina una novela de casi mil páginas. Tampoco se empieza todos los días; la decisión de leer una obra de este calibre suele conllevar una reflexión previa. En la siempre escasa vida útil de un lector, pocas pasan la criba, de ahí que afrontar la lectura de un «ladrillo» tenga un aura de gran acontecimiento. Luego está la búsqueda del momento, de la predisposición adecuada para pasar muchas horas en su compañía. El miedo al aburrimiento, a no ser capaz de llegar al desenlace, puede ser un freno que postergue ad infinitum la aventura. Con todo, a veces, solo a veces, uno sale victorioso: no por el hecho de alcanzar la meta, sino por la sensación de que, mientras ha durado la experiencia, se ha formado parte de un rico universo narrativo; la sensación de que no se ha sido solo un lector, sino un participante que, al terminar, se lleva un pedazo de la vida comprendida entre las palabras. Y, por extensión, se lleva también ese vacío que queda después de acometer una proeza.
Todo esto he encontrado en Ciudad en llamas (2015), la primera novela de Garth Risk Hallberg (1978), escritor nacido en Luisiana, criado en Carolina del Norte y afincado en Nueva York. Esta última ciudad es la protagonista de su obra; en concreto, durante las décadas de los años sesenta y setenta, época de grandes movimientos juveniles, hasta la noche del 13 de julio de 1977, cuando se produjo el famoso apagón que dejó Nueva York a oscuras. Antes de la oscuridad, no obstante, hay novecientas páginas llenas de pirotecnia. No de claridad, porque su pistoletazo de salida es un suceso: un tiroteo en Nochevieja. Garth Risk Hallberg, como Donna Tartt en El jilguero (2013), conoce las utilidades de comenzar con un misterio que sirva de hilo para desarrollar una historia en la que hay mucho más que suspense, no en vano recibió un adelanto de dos millones de dólares. Este fenómeno es el fruto de un trabajo titánico —cinco años de planificación más otros cinco de redacción— para construir una obra coral de las que aspiran a convertirse en la gran novela americana, un concepto, el de la gran novela americana, que ya es más un género en sí mismo (y una socorrida estrategia comercial) que una posibilidad definitiva. Garth Risk Hallberg ha escrito su nombre en él.
Luces, cámara, acción
Es decir, ¿quién no sigue soñando con un mundo distinto a este? ¿Quién de nosotros —si implica liberarse de la locura, del misterio, de la belleza totalmente inútil del millón de posibles Nueva Yorks de otra época— está dispuesto, incluso ahora, a renunciar a la esperanza?
El símil con el cine no es casual: la construcción del misterio, el ritmo y la descripción, muy visual, de Ciudad en llamas tienen mucho de cinematográfico, incluidas algunas partes —la última, en particular— un tanto «peliculeras» por su juego de intriga y persecuciones cual filme de acción. Pero empecemos por el principio: la Nochevieja de 1976. Narra en ciento cincuenta páginas lo ocurrido en veinticuatro horas, acontecimientos que afectan a los personajes y que son a la vez inicio y culminación de la obra. Inicio, porque constituyen el nudo que habrá que deshacer; culminación, porque son el resultado de hechos anteriores que se recapitularán después. En este capítulo todas las fichas entran en juego: William, proyecto de artista treintañero, drogadicto, el hijo descarriado de una familia millonaria; Mercer, su pareja, un joven profesor negro de origen sureño que aspira a escribir la gran novela americana; Samantha y Charlie, adolescentes que han entrado en contacto, en diferentes grados, con el movimiento punk, en el que también estuvo involucrado William. Esa Nochevieja hay dos grandes eventos: un concierto del grupo del que William formó parte y la fiesta pomposa de la familia de William, a la que él no acudirá. Dos espacios, dos estamentos, que adelantan la dualidad sobre la que se construye la novela. La noche acabará con un tiroteo y un personaje en coma.
A medida que avanza, se van mostrando otros temas de fondo que explican los antecedentes del episodio de Nochevieja. Para empezar, la crisis familiar: William y su hermana Regan tienen problemas desde que su padre contrajo segundas nupcias y el nuevo cuñado de este se entrometió más de lo deseado en sus negocios. William huyó, Regan se quedó. William lleva una existencia caótica, impropia de alguien de su condición social, pero a Regan no le va mucho mejor: a sus problemas laborales —han acusado a su padre de blanqueo— hay que añadir el inminente divorcio, con hijos de por medio. En el otro lado, los músicos punk, antiguos colegas de William y nuevos compañeros de los adolescentes, tienen también sus rencillas mientras luchan por su singular concepto de revolución. Garth Risk Hallberg utiliza una cuidada estructura que combina narración del presente —de la Nochevieja de 1976 hasta el apagón del verano siguiente— con retrospecciones que abarcan toda la década de los sesenta, durante la juventud de William y Regan. El autor abre la novela con una anticipación, y luego hace un uso excepcional de la dilación para retroceder al pasado mientras mantiene la tensión. Adelante, atrás, adelante, atrás; todo se desvela a su debido tiempo.
Nueva York, ciudad plural
Después de dos años en Nueva York, Jenny todavía estaba aprendiendo a reducir sus expectativas al tamaño de su vida real. Era como tratar de devolver la pasta de dientes al tubo.
Palabra clave: diversidad. Aunque Garth Risk Hallberg tenga, al menos a primera vista, un perfil hegemónico (a saber: hombre blanco con estudios universitarios, del que nos informan en la biografía «que vive con su mujer y sus hijos»), ha escrito Ciudad en llamas con una gran conciencia de la diversidad como elemento distintivo de Nueva York, de la Nueva York de entonces, pero también del modo plural con el que miramos Nueva York (y el mundo en general) en el siglo XXI. Hombres y mujeres, blancos y negros (y asiáticos e hispanos), heterosexuales y homosexuales, ricos y pobres, jóvenes y adultos, nativos e inmigrantes, incorruptibles y descarriados, creyentes de religiones diversas (o creyentes de una negación). Todos caben en esta novela, todos tienen su sitio. La ciudad de Nueva York como elemento literario se caracteriza aquí por la multiplicidad de posibilidades, de caminos. De los barrios empobrecidos a la zona alta; los movimientos de los personajes pasan por toda la ciudad y se entrecruzan entre ellos. Sus experiencias son, por supuesto, plurales, y hacen de Ciudad en llamas una novela rica en microhistoria, en las historias íntimas de cada personaje, que permiten abarcar una enorme cantidad de temas (quizá incluso demasiados, pero ya se sabe que los excesos son la tara común de este tipo de obras).
Por lo tanto, además de los tintes de novela negra para identificar al autor del tiroteo y resolver la intriga familiar, están las vivencias de William, homosexual, rebelde, un intento de artista que no logra sobresalir en nada. Su historia es la de alguien que ha perdido el rumbo de su vida y trata de encontrarla de nuevo, aunque por el camino se topa con las drogas. O las vivencias de Mercer, su compañero, un chico con sus propios tormentos: el complejo de negro emigrado del sur, de aspirante a escritor que por ahora solo da clases a unas niñas —sus bloqueos creativos, a propósito, proporcionan jugosas reflexiones sobre los sueños del proyecto de escritor y los aires asociados a este ideal—, de pueblerino que busca su sitio en la gran ciudad. Mercer es lo que se llamaría un buen chico, un chico «limpio» que no sabe cómo afrontar los problemas de su pareja. Muchas historias se pueden considerar una búsqueda de identidad, sobre todo entre los más jóvenes, Samantha y Charlie. La primera tiene un rol muy interesante, puesto que es la única del grupo que cuestiona las acciones de rebelión. Es una chica curiosa, con inquietudes, que hace su propio fanzine. Samantha, además, desciende de italianos y es la hija de un pirotécnico (cuando he dicho que en la novela hay pirotecnia lo decía literalmente). Charlie, en cambio, es más ingenuo de entrada; él vive su coming-of-age con las hormonas revolucionadas y una antipatía creciente al nuevo novio de su madre.
También hay conflictos propios de los adultos, como el divorcio de Regan y Keith: la naturaleza poliédrica de la obra, que sigue alternativamente a cada personaje, permite conocer el divorcio desde ambas caras, así como su relación desde los inicios. O, mejor dicho, permite conocerla desde las tres caras, porque los niños —sobre todo el mayor, que está en la edad de tomar conciencia de lo que ocurre a su alrededor— tienen asimismo su lugar. Keith fue un joven ambicioso que hizo su mejor negocio al casarse con Regan, y ahora teme la más que posible pérdida de rango. Ella, por su parte, aporta a Ciudad en llamas una perspectiva feminista sutil: en su calidad de única hija en la empresa familiar, tras la huida de William, se ve como una mujer independiente que, en plenos años setenta, se abre camino en los negocios, un mundo eminentemente masculino en el que debe reafirmarse para ser tomada en serio. Entre las tramas secundarias, destacan la de una mujer de origen vietnamita que tampoco halla su sitio y la de un periodista que mete la nariz en la investigación del tiroteo.
Entre el capitalismo y la contracultura
Sol y los demás, los post-humanistas, su idea de cambiar el mundo se limita a decir a todo que no. Yo no creo que puedas cambiar nada si no estás dispuesto a decir sí.
—Tú y yo podemos permitirnos el lujo de pensar así, William, solo porque nuestra vida entera se alimenta del capitalismo. Somos como las setas que crecen en un tronco.
La representación de una época en una obra literaria siempre parte de la lente subjetiva del autor. Él decide qué enfatizar, qué obviar, cómo relacionarlo todo entre sí. En este caso, y siguiendo la mencionada idea de pluralidad, Garth Risk Hallberg ha apostado por una concepción dual de aquellas décadas: por un lado, la crisis del petróleo de 1973, que deja Nueva York con graves problemas financieros, encarnados en el negocio familiar que sufre las consecuencias de esta debacle; y, por el otro, el auge de la contracultura entre los jóvenes, de la que se entrevén dos fases: una primera, en los años sesenta, con un William hippie alejado de la ciudad durante una temporada y un grupo de música lleno de utopías, y una segunda fase, ya en los setenta, que coincide con la adhesión de Samantha y Charlie al grupo y el advenimiento del punk, una fase en la que perduran algunas ilusiones pero la revolución, no obstante, ha tomado un rumbo más cuestionable y se empieza a advertir su fracaso. En un lado, las multinacionales, centros de poder de la ciudad, sus argucias, sus tramas de corrupción, los matrimonios de siempre; en el otro, el punk —abundan las referencias a músicos como Patti Smith—, arte, drogas, activismo contra la sociedad capitalista y sexualidades libres.
A pesar de hablar de dualidad, el mérito de Garth Risk Hallber reside en su capacidad para trazar las convergencias y divergencias de los dos espacios sociales, cómo se retroalimentan, cómo la insatisfacción lleva de un lado a otro. William es el nexo más evidente: un chico rico que abandona la comodidad de su familia, en parte por el desgaste de las relaciones, en parte por sus propios sueños, para expresar su rebelión a través de las canciones y el arte, y para llevar una vida sin convenciones en la que pueda realizarse por completo. Sin embargo, no es el único que se mueve entre los dos espacios simbólicos: Regan, de clase alta, representa a su manera una transformación social por su rol de mujer pionera en los negocios. Por otra parte, el autor no ensalza el pasado: hay una crítica latente en ambos terrenos, la de la crisis socioeconómica, más que obvia, y la de los movimientos contraculturales, que se entrevé por la crisis interna del grupo punk, donde sobresale Samantha, la chica que duda, que cuestiona lo que ve desde dentro. Garth Risk Hallberg hace una épica del auge y la caída de los sueños de una generación, y del rastro que dejaron (porque todo, todo, no murió).
En busca de la gran novela americana
La razón por la que en América podemos decir lo que nos plazca es que sabemos que no cambia nada.
Ciudad en llamas es, no hace falta recalcarlo, una novela ambiciosa. Es probable que las inquietudes de Mercer sobre su carrera de escritor expresen, no sin autocrítica e ironía, las que el propio Garth Risk Hallberg experimentó para dar forma a su proyecto monumental, una novela de intensidad literaria que combina la tradición del siglo XIX con recursos más recientes que hacen de ella una obra plenamente contemporánea. De los decimonónicos hereda la trama poderosa, con misterio, enredos intrincados y ese trasfondo de conciencia social que busca una trascendencia más allá de los sucesos. De los posmodernos adopta la técnica del collage, que enriquece la forma (el libro no solo es «diverso» en los contenidos: también lo es en su organización formal). En concreto, abundan las referencias a la cultura popular de la época, sobre todo musical —la obra resulta muy recomendable para los amantes de todo lo que surgió por aquel entonces—, y hay unos interludios originales, en los que alguien habla en primera persona para contar su experiencia con respecto a los hechos narrados. Son originales porque los personajes emplean soportes de escritura distintos, que la maquetación imita: una carta escrita a mano, un reportaje a máquina, un fanzine con texto y fotografías pegadas, un correo electrónico del siglo XXI. El uso de cada técnica está justificado, y no deja de ser una representación más de la evolución que se ha producido en tres generaciones. El resto de la novela, la gran mayoría, está en tercera persona, si bien se utiliza a menudo el estilo indirecto libre para ahondar en cada personaje.
Garth Risk Hallberg tiene un estilo de alta sofisticación literaria, preciso, de vocabulario rico y con párrafos llenos de detalles. Es versátil, se adapta a la jerga de cada ambiente (que no son pocos) y domina tanto la narración como el diálogo. Serio a ratos, agudo en muchos momentos, conmovedor solo cuando corresponde. Exigente, sí, pero a la vez fácil de disfrutar; la novela se vuelve adictiva progresivamente. No es perfecta, porque tiene los problemas habituales de este tipo de libros: los excesos (de páginas, sobre todo en las primeras retrospecciones, y de personajes) y la escasa empatía hacia los personajes de comportamiento «diabólico», ejem, es decir, caracteriza en profundidad a los protagonistas, pero en pocas ocasiones se pone en el lugar de los menos simpáticos, que no se mueven de la categoría de secundarios y apenas se ahonda en sus conflictos (al menos, en comparación con los principales). La han comparado mucho con El jilguero, una relación que tiene sentido: ambas comienzan con un suceso que deriva en intriga (el atentado y el robo de un cuadro, en el primer caso, el tiroteo y el personaje en coma, en el segundo). Además, ambas narran un «descenso a los infiernos» de las drogas, de la vida en los márgenes. Aun así, tienen diferencias: mientras que Ciudad en llamas es un fresco de una época y una ciudad escrito con la vocación de abarcar toda su pluralidad, El jilguero es una obra de y sobre el siglo XXI, contada desde un único punto de vista, y por lo tanto sin la pretensión de hacer una foto de grupo. Y, aunque en buena parte transcurra en Nueva York, El jilguero tiene tintes más universales (o más occidentales), no está tan ligada a un solo lugar, a una sola cultura.
Garth Risk Hallberg
La pregunta del millón: ¿de verdad merece la pena Ciudad en llamas, el fenómeno tiene su razón de ser o se ha orquestado el hype desde un departamento de marketing? Mi respuesta: sí y pero. Sí es buena, muy buena. Sí, enriquece la literatura actual, por su extraordinaria evocación de Nueva York a través de una novela coral que pone de relieve la diversidad y los puntos de contacto entre sus distintos estamentos. Sí, es una novela que se disfruta, que primero se cuece a fuego lento y a partir de la mitad se lee con la avidez con la que leíamos a Charles Dickens, una novela que provoca el subidón de adrenalina de una montaña rusa. Tiene, además, el plus de comprender una vasta cultura popular, sobre todo musical. Sí, sí, sí; esta novela tiene muchos síes. Pero: pero una obra maestra, no. Es importante e incluso imprescindible que un escritor tenga ambición. Ahora bien, cuando el lector no deja de repetirse esta palabra al pensar en su novela suele ser porque la ambición se ha salido un poco de la raya. Los excesos, el querer abarcarlo todo. Por momentos se ha sacrificado «alma», entendida como fuerza narrativa, en favor de complejidad. Pero sí: en cualquier caso es buena, muy buena. Una gran novela sobre Nueva York y uno de los libros más potentes del año.
Citas en cursiva de las páginas 203, 17, 609, 259, 274 y 276.
Fotos: Nueva York en los años setenta y ochenta (fuente).

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