29 marzo 2017

La vieja tierra - Dörte Hansen



Edición: Maeva, 2017 (trad. Laura Manero Jiménez)
Páginas: 280
ISBN: 9788416690428
Precio: 18,90 € (e-book: 9,99 €)

Dos mujeres, dos generaciones, una casa en el campo. En Altes Land, la «Vieja tierra», una región del sureste de Hamburgo, coinciden Vera Eckhoff y su sobrina Anne. Los motivos que las han llevado allí son muy distintos, pero, en el fondo, tienen más en común de lo que imaginan. La primera, Vera, llegó allí siendo una niña, junto a su madre; refugiadas de guerra que soportaban el ninguneo de los granjeros inhóspitos. Con el tiempo, la madre se marchó, tuvo otra hija y rehízo su vida, mientras que Vera permaneció junto a su padrastro, un hombre que volvió de la contienda lisiado, por dentro y por fuera. Vera estudió Odontología, y vive de ello, pero nunca abandonó el caserón familiar. Se ha convertido en una anciana solitaria, fría, terca, dura. Anne, por su parte, es una joven madre que, tras descubrir la infidelidad de su pareja, decide irse de la ciudad para instalarse, niño en mano, en la granja. Está, además, insatisfecha con su profesión: aunque se dedica a dar clases de música, desde pequeña arrastra el trauma de que su hermano menor sobresaliera más que ella con el piano, su gran vocación («Primero todo y luego nada de nada. Luces fuera. Eclipse solar total a los dieciséis. Nadie se fijaba en una niña con talento cuando un genio entraba en la sala», p. 25).
Este es el argumento de La vieja tierra (2015), el debut de la alemana Dörte Hansen (Husum, 1964), periodista y doctora en lingüística, que ha vendido más de medio millón de ejemplares gracias al boca a boca. Sigue el esquema habitual de otros libros de éxito: dos historias paralelas de épocas distintas, reencuentro de pasado y presente, todo ello vertebrado en torno a una potente relación intergeneracional, como en las novelas de Marian Izaguirre. Aunque en apariencia las protagonistas atraviesan conflictos muy distintos, característicos de procesos históricos diferentes (la adaptación a otro país después de la Segunda Guerra Mundial, por un lado, y el malestar en una sociedad llena de libertad y oportunidades, pero, por eso mismo, llena también de frustraciones, por el otro), las dos comparten una determinada inadaptación al entorno, una búsqueda de pertenencia («Anne se preguntó cuánto tiempo había que quedarse allí para dejar de ser forastero. Probablemente con una vida no bastaba», p. 160). Son mujeres que siempre se han sentido en la sombra, actrices secundarias en su propia familia (ambas tienen a un hermano menor que, por expresarlo de alguna manera, las ha «adelantado»). Esta obra plantea, precisamente, el hallazgo de lo que les falta: un hogar.
Dörte Hansen aborda también un tema que se ha convertido en tendencia: el regreso al campo. Anne, insatisfecha en la ciudad, emprende el viaje opuesto al que hizo su abuela décadas atrás: vuelve al pueblo, a la vida en contacto con los animales y la naturaleza, a la casa destartalada. No se trata de un retrato idealizado, sino que tiene el acierto de mostrar las múltiples caras del ambiente rural, desde los granjeros de raza, preocupados porque sus hijos no quieren seguir el oficio, a los que miran con recelo a los urbanitas recién llegados que vienen a darles lecciones. En la trama de Vera, en el pasado, el aislamiento y el carácter receloso de los vecinos aún se acentúa más por la que acabó siendo su abuela: Ida Eckhoff, una matriarca de armas tomar que nunca vio con buenos ojos a las refugiadas, pero tuvo que aceptarlas cuando su hijo contrajo matrimonio con la madre de Vera. Todos los personajes de esta novela, y en particular los femeninos, están muy bien trabajados; la autora construye una sólida saga de mujeres fuertes, cada una afectada por las tensiones de su tiempo.
Dörte Hansen
En el marco de la literatura ligera, La vieja tierra es una novela bien armada, con personajes sólidos y una localización que entronca con esas reflexiones actuales sobre la necesidad de desligarse de lo superfluo y buscarse a uno mismo ante todo. Pese a tratarse de su debut, Dörte Hansen demuestra ser una narradora solvente, escribe con un estilo limpio, preciso, sin los excesos ni las pretensiones a los que a veces tienen tendencia las primeras obras. Su voz navega entre el tono tierno e irónico, con algunos fragmentos poéticos y evocadores. Quizá le falta un poco de ritmo en los capítulos iniciales, antes de que las mujeres se junten, pero, en cualquier caso, lo compensa con su prosa amena, que se lee con facilidad y mantiene el interés. En suma, una lectura apacible y sugerente como un paseo por la montaña, que deja con ganas de quedarse un poco más en «esa casa fría y tozuda» (p. 206) de Altes Land.

27 marzo 2017

Regreso a Berlín - Verna B. Carleton



Edición: Periférica y Errata naturae, 2017 (trad. Laura Salas Rodríguez)
Páginas: 408
ISBN: 9788416544325
Precio: 21,50 €

Hace un año, Errata naturae y Periférica unieron fuerzas para coeditar el que ha resultado ser uno de los mejores libros de los últimos tiempos: Tú no eres como otras madres (1992), de Angelika Schrobsdorff (1927-2016), la historia de una mujer libre y valiente, y a la vez un retrato fascinante de la primera mitad del siglo XX en Alemania. Ha sido uno de esos casos extraordinarios en los que la calidad literaria va unida a una acogida inmejorable por parte de la crítica y el público: numerosas reediciones, premios, menciones en las listas de lo más destacado del año. Pero, sobre todo, el entusiasmo de miles y miles de lectores, porque tiene la insólita virtud de calar hondo en personas con diferentes sensibilidades de lectura. Ahora, estas dos jóvenes editoriales independientes tan germanófilas han vuelto a juntarse para publicar una obra que, de algún modo, continúa el hilo que comenzó con Tú no eres como otras madres, un hilo que recorre el pasado reciente de una ciudad y una cultura, un hilo conformado por grandes novelas, de las que se leen con fruición y, al final, dejan huella. 
—Todo el mundo —afirmó con una sonrisa triste— lamenta el hecho de que Alemania esté dividida en oriental y occidental. Hay otra división más profunda que no ve ningún forastero. Me refiero al abismo que divide a los alemanes que se quedaron aquí mientras todo ocurría y los que se marcharon. La distancia entre ellos es tan grande que a veces dudo que pueda salvarse.
En esta ocasión su autora se llama Verna B. Carleton (1914-1967) y es de nacionalidad estadounidense, aunque, eso sí, cosmopolita. Periodista y escritora, frecuentó los círculos intelectuales de México y París, donde conoció a Frida Kahlo, Diego Rivera, Anna Seghers y Walter Benjamin, entre otros. Su libro Regreso a Berlín (1959), inédito en castellano hasta la fecha, se inspira, en parte, en el viaje que realizó en 1957 junto a su amiga íntima, la fotógrafa alemana Gisèle Freund, que se había exiliado en los años treinta y tenía sentimientos contradictorios con respecto a la posibilidad de volver a su país. Por un lado, el rechazo, el odio por lo que habían hecho sus compatriotas; por el otro, las raíces, los recuerdos del hogar que forma parte de sí misma. El protagonista de la novela, el británico Eric Devon, atraviesa una situación parecida: años atrás estuvo en Alemania, pero el nazismo lo traumatizó hasta el extremo de guardar silencio, de convertirse en un nuevo Eric que no quiere saber nada de esa tierra. Solo Nora, su esposa, una mujer que «parecía haberse pasado la vida disimulándose en lugar de llamando la atención hacia su persona» (p. 185), conoce lo ocurrido. 
—Nadie de aquí puede entender cómo se siente uno al volver del exilio, aunque sea para unos cuantos días [...]. Ya, ya lo sé —prosiguió—. No hace falta. Ya sé lo que me vas a decir. Que el pasado ha muerto. Que los nazis han desaparecido para siempre. Que ahora hay un boom. Que todo el mundo está contento… —Tragó saliva; luego habló de nuevo—. Pero no puedes engañar a alguien que recuerda el pasado, los Heil y los desfiles… 
La novela está narrada por una periodista norteamericana: la perspectiva del narrador testigo que prácticamente se borra a sí mismo de los acontecimientos para centrarse en lo que importa, esto es, las vivencias de Eric. La narradora traba amistad con los Devon durante un viaje en barco; se convierte, sin querer, en una observadora privilegiada del punto de inflexión de Eric. En la nave, Eric conoce a un hombre alemán que lo perturba. El encuentro reaviva sus memorias más amargas, y, al fin, lo empuja a emprender el tan postergado regreso a Berlín, acompañado de su diligente esposa y de la nueva amiga de ambos. Eric, no obstante, está lleno de rencor, es un personaje enfadado con el mundo, con los nazis, con Alemania, un personaje que ha utilizado la negación como arma para protegerse de los fantasmas, aunque aun así está lejos de sentirse liberado. Llega a Berlín sin expectativas, convencido de que la visita no hará más que confirmar sus prejuicios. Sin embargo, está muy equivocado. 
Ha sido un año raro para mí. ¿Cómo puedo describirlo? El exiliado, a su regreso, contempla la tierra que se extiende ante él con ojos agudos y críticos; y con igual claridad observa el mundo exterior y los frágiles puentes de comprensión fabricados por el hombre que siempre andan construyéndose entre ambos, sólo para quedar arrasados al menor desastre. Suspendido en el aire, contemplando ambos mundos con esa perspectiva «universal» que tanto sufrimiento le ha costado, el exiliado sabe que ha abandonado para siempre una fe reconfortante, aunque rígida, en las virtudes de su propio grupo social nativo para sustituirla por una conciencia vasta y trágica de la semejanza de todos los humanos en medio del sufrimiento y la angustia. Así pues, ¿a qué tierra pertenece este exiliado tras su regreso? A ninguna, y, sin embargo, a todas. 
«Nadie conoce mejor que yo la tragedia de un ser que reprime su pasado» (p. 403). Regreso a Berlín es una novela sobre el peso del pasado, sobre un personaje que no lo ha superado y vive atormentado, neurótico, huidizo. Pero este dolor tiene otra cara: la autocompasión, el estancamiento, la búsqueda de culpables. En esto se nota el acierto del punto de vista: nadie mejor que una narradora imparcial, que desconoce lo que le pasó al protagonista, para contar lo que sucede sin tomar partido, escuchando las palabras de Eric sin dejar de fijarse en lo que calla, en lo que expresa con el lenguaje no verbal, en sus contradicciones. Porque, aunque de entrada se tenga la inclinación instintiva de confiar en Eric, el viaje da lugar a más de una sorpresa. Las revelaciones, que el lector descubre al mismo tiempo que la narradora (es decir, como un invitado que llega a la casa de un extraño e intenta desentrañar el malestar entre sus miembros, por lo que la intriga que se mantiene de principio a fin), se suceden cuando Eric se ve obligado a contraponer su visión de los hechos con la de los demás. O, dicho de otro modo, a aceptar que él no es la única víctima, que el nazismo los hirió a todos. 
—El amor debería privarnos de egoísmo —continuó Nora—, pero pocas veces lo hace. Vuelve a las personas crueles y egoístas, se decepcionan a sí mismas y a los demás. Nos decimos que estamos haciendo las cosas por el bien de nuestros seres queridos cuando en realidad las hacemos por nosotros mismos. Luchamos para aferrarnos a la otra persona por los medios más injustos, imponiendo ansiedades, engatusando, recorriendo al chantaje emocional, fomentando las inseguridades… 
Si bien plantea un conflicto moral que trasciende su contexto histórico (el exilio no es exclusivo de esta época, tampoco el deseo de rendir cuentas con el pasado), no se pueden obviar las particularidades de la sociedad alemana de posguerra, sobre todo teniendo en cuenta el valor añadido de que la autora la conoció en primera persona y escribió esta novela en caliente. Si Tú no eres como otras madres termina justo después de la Segunda Guerra Mundial, en un Berlín desolado, Regreso a Berlín se desarrolla en los años inmediatamente posteriores, en una ciudad dividida que pese a todo vuelve a florecer. Eric compara la vuelta a Berlín, a este Berlín, con ir a identificar el cadáver de una madre en la morgue. Verna B. Carleton capta el horror que produce reconocer que un lugar querido ha sido devastado, una sensación que va unida a las suspicacias, la desconfianza, porque, aunque ya no haya nazis declarados, la gente tiene memoria y se acuerda de quién delató a quién. Es un ambiente de tensión latente: no hay agresiones, no hay redadas, reina una agradable cordialidad, pero las personas todavía no se han recuperado de la contienda y la chispa puede encenderse en cualquier momento. Eric ha de hacer las paces consigo mismo; Alemania, consigo misma. 
—Imaginaos —dijo— que alguien os pide que vayáis a la morgue a identificar un cadáver. Está mutilado y destrozado, imposible de reconocer. Sin embargo, hay ciertas pistas: un anillo, fragmentos de un vestido, mechones de pelo apelmazado y machado de sangre. Gracias a todo ello puedes decir en voz alta: «Es el cuerpo de mi madre». Pero incluso mientras pronuncias esas palabras, todo tu ser protesta. ¿Cómo puede ser esa masa pastosa y nauseabunda de carne mutilada la mujer que te dio a luz, la madre a la que querías? Quieres gritar: «¡No, no lo es!». Quieres salir corriendo, rechazar lo que tus ojos ven y lo que tu cerebro te cuenta que es real. Quieres… 
Verna B. Carleton
¿Por qué Regreso a Berlín es una gran novela? Se suele decir que la literatura surge de una herida, de una angustia que necesita purgarse. El escritor se busca a través de las palabras, o busca aquello que llama su atención, que lo obsesiona. Bien: en este sentido, la lucha interna del protagonista es una de las más penetrantes, oscuras e incisivas que uno puede leer. Eric se rompe al plantar cara a sus demonios, y el lector se rompe con él. Eric, además, no está solo: lo acompañan unos personajes soberbios, que nunca se quedan en la superficie; Verna B. Carleton tiene la capacidad de destapar las múltiples capas de cada uno, se adentra de tal manera que modifica la percepción que se tiene de ellos, siempre empática, siempre inteligente. Ah, y la ciudad, el retrato de un Berlín dividido, comparable, salvando las distancias, a la Viena destrozada por la guerra de El tercer hombre. Por si fuera poco, está narrada con un estilo ameno, con ritmo; una historia dinámica, nada densa, que mantiene el interés y se va metiendo en las entrañas poco a poco, sin trucos. Por último, Regreso a Berlín tiene lo mejor que se puede encontrar en una obra: verdad. Ya, ya, esto no es un comentario muy literario. Con todo, el nudo en el estómago al terminar de leerla se produjo sobre todo por eso, por su abrumadora honestidad. Leedla, y me entenderéis.

Fragmentos en cursiva de las páginas 133, 129, 402, 188 y 109.

26 marzo 2017

Tiene que ser aquí - Maggie O'Farrell



Edición: Libros del Asteroide, 2017 (trad. Concha Cardeñoso)
Páginas: 472
ISBN: 9788416213986
Precio: 23,95 € (e-book: 11,99 €)

En los últimos años he leído unas cuantas novelas que abordan la crisis de un matrimonio a partir de un planteamiento definido por la ausencia de linealidad. En lugar de seguir el realismo clásico, con un discurso «total» que englobe el conflicto desde una sola perspectiva, el relato se fracciona, siguiendo las pautas posmodernas. Esta concepción hace hincapié en esa idea, tan característica de nuestros tiempos, de la imposibilidad del discurso único, o, dicho de otro modo, la imposibilidad de creer en una sola historia, una sola versión, una sola verdad. El conflicto no se narra con herramientas tradicionales, porque ya no se percibe de forma tradicional; necesita recursos para expresar esa ruptura. Tenemos un buen ejemplo en Departamento de especulaciones (2014; Libros del Asteroide, 2016), de la estadounidense Jenny Offill, construida con un estilo fragmentario, con sutiles distanciamientos del narrador en función de la fase que atraviesa la pareja; o En manos de las Furias (2015; Lumen, 2016), de su compatriota Lauren Groff, un homenaje a la tragedia griega planteado como un juego de espejos en el que se contraponen las experiencias del marido y la esposa.
Tiene que ser aquí (2016; Libros del Asteroide, 2017), el último trabajo de Maggie O’Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972), es otra muestra de esta tendencia. La historia principal (recalco lo de «principal» porque hay muchas pequeñas o no tan pequeñas subtramas) se centra en un matrimonio que no pasa por su mejor momento. Ella, Claudette, es una actriz famosa que, después de tener un hijo con un reconocido director de cine, decidió desaparecer de la vida pública y esconderse en la campiña irlandesa, donde ha permanecido desde entonces. En estas circunstancias conoció a Daniel, un profesor estadounidense, divorciado y con dos hijos, que dejó su tierra para instalarse en el campo con ella. En el primer capítulo, situado en 2010, ya llevan diez años de relación y tienen dos hijos en común. Todo funciona en apariencia, a pesar de las excentricidades de Claudette (su obsesión por ocultarse, su negativa a llevar a los niños al colegio). Todo funciona, sí, hasta que Daniel viaja a Estados Unidos y una vieja herida se reabre: la muerte de la primera mujer a la que amó, acaecida más de veinte años atrás («Hasta ahora pensaba que mi vida había sido una cosa, pero en este momento parece que tal vez haya sido otra completamente distinta», p. 46).
Daniel, el personaje que sostiene el grueso de la novela (y el más redondo), querrá aclarar cómo murió esa chica. Además, al regresar a su país, se reencontrará con todo lo que dejó atrás: sus hijos mayores, su padre, la casa familiar. En otras palabras, el viaje lo obliga a redescubrir las identidades que ha encarnado a lo largo de los años, sus múltiples facetas: el niño que acompañaba a su madre cuando esta se reunía con su amante, el novio que no estuvo a la altura, el padre que no hizo de padre. Aquí es donde entra en juego la estructura: los capítulos se mueven por diferentes épocas, lugares y personajes, tanto de familiares o amigos del matrimonio como de desconocidos que se cruzaron con ellos de forma efímera. Esta organización mantiene la intriga (retrasa la resolución del caso de la novia muerta y, lo mejor, lo más arriesgado, la propia autora se hace spoilers a modo de anticipaciones sobre el futuro de Daniel); y, a la vez, pone de manifiesto que un personaje, una persona, no es solo lo que vemos ahora, sino que se compone de identidades mutables en el tiempo, identidades que varían según el ángulo con el que se perciben, de la relación (o no relación) de los otros con él. Esta es la ruptura formal de la que hablaba: lo que define nuestra era no son solo los temas (que también: el precio de la fama, nuevos modelos familiares, un padre que no hace de padre de sus primeros hijos biológicos pero sí del hijo de su mujer, etc.), sino la manera de contarlos, este partirse en pedazos, la persona como una multiplicidad de identidades que trata de mantenerse a flote aunque algunas supongan un lastre, un remordimiento.
En general, esta construcción poliédrica está bastante lograda. Emplea la tercera persona centrada en un personaje (todos sólidos, incluso los meros figurantes), salvo en el caso de Daniel, que nos habla en primera persona y actúa como la brújula que indica el camino. Tiene un rasgo particular: gran parte de la novela está narrada en tiempo presente, con eventuales saltos al futuro (adelantamientos: «todavía no lo sabe, pero le pasará esto») y algún fragmento en pasado para reconstruir acciones precedentes. Este uso del presente es importante, puesto que asocia la narración a cada momento, a cada (insisto) identidad del personaje, ya que la percepción inmediata de la realidad es distinta que al volver sobre ella a posteriori. En algunos capítulos, se abandona la narración como tal para comunicar la información a través de otros formatos textuales, como el catálogo de una subasta o una entrevista; detalles que aumentan su naturaleza hipertextual, un poco de collage. Tampoco puedo obviar el excelente tratamiento de las elisiones, eficaces para evitar recrearse en los episodios más trágicos, y asimismo para mostrar la evolución de un personaje sin darlo todo masticado. Maggie O’Farrell demuestra ser una arquitecta solvente para engarzar numerosos hilos, además de una estilista habilidosa, con gusto por la ocurrencia y los diálogos vivaces.
Con todo, pese a parecerme una buena novela, algunos detalles me chirrían un poco. Para empezar, el retrato de Claudette al margen de la sociedad, escondida en el campo, resulta un tanto cuestionable. El tema de la desaparición, de borrarse (que, por cierto, no es la primera vez que la autora lo plantea), se resuelve quizá con demasiada ligereza: el hermano hace los trámites en su nombre, ella se disfraza, y listo. Aunque se insinúa que en ocasiones es motivo de disputa entre los cónyuges, he echado de menos una mayor atención a las consecuencias del aislamiento, no solo para Claudette, sino para sus hijos (¿no resulta demasiado asombroso, demasiado estupendo, ese capítulo del hijo mayor en la consulta del psicólogo?), sin olvidar que esto se produce en pleno siglo XXI, con todas sus tecnologías (¿hasta qué punto es verosímil que nadie la descubra?). También noto cierto abuso de los personajes con singularidades en el uso del lenguaje: Daniel, un lingüista perspicaz (probablemente el alter ego de la autora en este sentido); Ari, tartamudo; Niall, aficionado a las notas a pie de página. Por otra parte, aunque valoro el acierto de analizar la situación de Daniel desde múltiples puntos de vista, me pregunto hasta qué punto era necesario explayarse en el contexto de personajes por lo demás intrascendentes para la historia principal, como el ayudante del director de cine o la guía de expediciones de Bolivia. A veces he tenido la sensación de que forzaba determinados desplazamientos por el mero hecho de abarcar más, de dar un punto exótico, internacional, como en el mencionado capítulo en Bolivia o los correspondientes en la India y en China. Esto no significa que estos pasajes sean flojos (O’Farrell podría escribir una novela sobre cada personaje), sino que, vistos en conjunto, suman páginas y dispersión innecesarias. Ah, una última observación: llama la atención, ante semejante profusión de personajes, la ausencia de la primera mujer de Daniel.
Maggie O'Farrell
En suma, Tiene que ser aquí es una novela amena y aun así ambiciosa, en la forma y en el contenido. A propósito de esto último, no he entrado en detalles, pero baste decir que habla de amor, familia, amistad, juventud, infidelidades, traiciones, inadaptación, trastornos, maternidad, paternidad y un largo etcétera. No obstante, por encima de todo la considero una novela sobre las segundas oportunidades, sobre la capacidad del ser humano para reinventarse, para dejar atrás una vida y comenzar de cero (no en vano los protagonistas tienen en común el cambio de identidad: Claudette, cuando decidió apartarse del mundo del cine; Daniel, cuando cruzó el océano y formó otra familia). El quid de la cuestión es hasta qué punto la mochila que arrastran influye en esa nueva etapa: «En apariencia, soy marido, padre, profesor, ciudadano; pero si se mira al trasluz, me convierto en desertor, en impostor, en asesino, en ladrón. En la superficie soy una cosa, pero por debajo estoy plagado de agujeros y cuevas, como un paisaje de piedra caliza» (p. 47). Esos agujeros, ese reencuentro entre ayer, hoy y mañana, son los que cobran sentido en este libro.

19 marzo 2017

El bosque infinito - Annie Proulx



Edición: Tusquets, 2016 (trad. Carlos Milla Soler)
Páginas: 848
ISBN: 9788490663370
Precio: 23,90 € (e-book: 12,99 €)
Leído en versión original (Barkskins).

«El mal que hacen los hombres les sobrevive»
William Shakespeare, Julio César (1599)
Al pensar en «gran novela americana» (en el concepto que crítica y editoriales proyectan, al menos), lo primero que me viene a la mente es la historia de una familia disfuncional, blanca y de clase media, encuadrada en el género realista, que a menudo narra las peripecias de varias generaciones y tiene una extensión superior a las quinientas páginas («grande» en múltiples sentidos, por lo tanto). Jonathan Franzen, por ejemplo. Sin embargo, basta indagar un poco para darse cuenta de cuán limitada es esta imagen de lo que se entiende por «gran novela americana»: en su intento de representar las tensiones de la sociedad contemporánea, comete el error de pensarla en su sentido hegemónico, es decir, muestra tan solo la realidad de la clase dominante durante un periodo de esplendor económico. En la microhistoria de esta hipotética gran novela, las minorías de todo tipo ocupan un rol como mucho secundario; en la macrohistoria, los años anteriores a la dimensión de superpotencia se ignoran. Más bien se trata, en suma, de la gran novela americana de algunos. De los de siempre.
Por suerte, tiene su contrapunto: El bosque infinito (2016), la última obra de la prestigiosa escritora Annie Proulx (Norwich, Connecticut, 1935), galardonada con los premios Pulitzer y National por su segunda novela, Atando cabos (1993), y con el PEN/Faulkner por la primera, Postales (1992), entre otros reconocimientos. Es, además, autora de una vasta producción de relatos, reunidos en castellano en Wyoming (2009); uno de ellos, «Brokeback Mountain», se hizo muy popular tras la adaptación al cine de Ang Lee en 2005. Su nombre suena desde hace años en las quinielas del Nobel de Literatura, aunque su mayor mérito, más allá de cualquier honor, es una trayectoria sólida, coherente, personal y comprometida. Proulx, que vive en un entorno rural, conoce de primera mano la vida en la naturaleza, y en su obra explora las tensiones propias de la gente criada en estas zonas, la brutalidad y los tabús, pero también su fuerza de trabajo y su honradez. Hay literatura más allá de la civilización urbana, más allá de las ciudades, más allá del hombre blanco con traje. Y es, qué duda cabe, gran literatura.
En El bosque infinito su ambición aún va más allá: la novela está concebida como una gran saga (voy a gastar la palabra «gran», pero es que aquí nada es pequeño) sobre la fundación de Norteamérica y los abusos cometidos sobre la población nativa y los bosques, que abarca desde la llegada de los colonos europeos, a finales del siglo XVII, hasta nuestros días. Está estructurada en diez partes, que a su manera son como diez novelas breves: con cada nueva generación, cada nueva etapa, los protagonistas cambian. El libro muestra, por un lado, la macrohistoria de los grandes procesos que transformaron la sociedad a lo largo de casi cuatro siglos; y, al mismo tiempo, la microhistoria de cada grupo de personajes, que plantean las tensiones propias de su época. En cierto modo, con cada parte comienza otra historia, aunque aun así no se pierde de vista la perspectiva global del conjunto, porque las decisiones de una generación (en particular, sus secretos) repercuten en las siguientes. Proulx ha tenido el acierto de vertebrar este planteamiento en torno a dos linajes, los Duquet (luego Duke) y los Sel, descendientes de colonos franceses que llegan al actual Canadá para trabajar como leñadores, pero corren suertes distintas: los Duquet se convierten en hombres de negocios, mientras que los Sel se cruzan con los indios y continúan en los bosques.
A pesar lo maniqueo que puede parecer este planteamiento, la autora se ocupa de que las dos familias tengan sus sombras, sus controversias, tremendamente jugosas. En lo que respecta a los Duquet, los empresarios, su dinastía perdura y se diversifica a lo largo de los siglos, adaptándose a las tendencias de cada época. Encarnan la imagen del éxito, de la ideología dominante; pero al mismo tiempo representan la hipocresía propia de su clase, que se materializa en el personaje de una mujer mestiza, hija ilegítima de un miembro del clan con una india. Esta mujer, nacida a mediados del siglo XVIII, experimenta un profundo desarraigo: ha sido educada como una blanca, pero sus rasgos le cierran puertas entre los de su cultura, por lo que decide marcharse al bosque, con la gente de su madre. Se da la paradoja, además, de que en la familia Duquet también hay hijos adoptados: en una época en la que el sometimiento de los indios aún se justifica por una supuesta inferioridad biológica, los hechos ponen de manifiesto que entre los indios corre la sangre de los hombres de negocios, mientras que estos crían y colocan en sus empresas a descendientes no biológicos. Proulx pone el dedo en la llaga, mira de frente los temas silenciados, tanto en el conflicto étnico como en las desigualdades de género (hay personajes de mujeres rompedoras en ambas familias) y los tabús de la identidad sexual (homosexualidad y transexualidad), sin olvidar una reivindicación ecologista por el exterminio de las zonas forestales.
Annie Proulx
A propósito del concepto de gran novela americana, El bosque infinito es algo así como la gran novela americana sobre la dominación del hombre blanco en toda Norteamérica. Proulx ha tardado diez años en escribirla: esta obra de múltiples capas, entre la historia colectiva y la acción individual, supone la culminación de sus preocupaciones estrella, la culminación de su estilo incisivo, de su representación brutal y desgarradora del ser humano. Ha construido una trama dinámica, llena de aventuras, enredos y revelaciones (traiciones, venganzas, hijos ilegítimos…) que por su extravagancia en ocasiones rozan el realismo mágico. A la vez, el largo alcance de la estructura en forma de saga muestra la evolución histórica y social, desde la llegada de los colonos franceses hasta nuestros días, con el reconocimiento de ciertos derechos (una escena muy simbólica: mediado el siglo XX, una mujer india, descendiente de curanderas, se convierte en médico). No obstante, su mensaje no es tanto una celebración de lo conseguido como una dura crítica a los daños irreparables. Porque, aunque la situación haya cambiado, no se puede olvidar, no se puede ignorar esta parte de la historia. En suma, una novela que redefine la identidad norteamericana teniendo en cuenta a los grandes olvidados, una novela que remueve la conciencia mientras hace disfrutar con las peripecias de dos familias.

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