30 noviembre 2017

El corazón es un cazador solitario - Carson McCullers



Edición: Seix Barral, 2017 (trad. Rosa María Bassols, pról. Elvira Lindo)
Páginas: 392
ISBN: 9788432232558
Precio: 19,00 €
Esta entrada forma parte de #AdoptaUnaAutora, un proyecto que tiene como objetivo dar a conocer a escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: se han reseñado ya las novelas La balada del café triste, Frankie y la boda y Reflejos en un ojo dorado, y sus memorias, Iluminación y fulgor nocturno.
***

Aquel tipo era decididamente extraño. La gente se encontraba mirándolo atentamente aun antes de saber que había algo diferente en él. Sus ojos le hacían pensar a uno que era capaz de oír y saber cosas que nadie había podido oír o imaginar con anterioridad. No parecía del todo humano.

Impresionante. No es exagerado definir así El corazón es un cazador solitario (1940), la primera novela —y probablemente la más conocida— de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967), que se convirtió enseguida en un referente de la narrativa sureña del siglo XX. Impresionante, porque además de buena, muy buena, la publicó a los veintitrés años. Un debut de casi cuatrocientas páginas, con al menos cinco personajes notables, un argumento bien armado y un trasfondo social. Todo calculado al milímetro y, no obstante, rebosante de frescura. Nunca ha sido fácil dar con una primera novela de esta ambición, ni antes ni ahora; aun así, vista desde la actualidad, en un momento en el que primera obra parece sinónimo de autoficción breve, todavía asombran más el tesón, la imaginación y la madurez de esta escritora. Claro que McCullers no fue una joven corriente: marcada por la enfermedad desde la infancia, las épocas de reclusión obligada la hicieron crecer deprisa y potenciaron su empatía para con los marginados, los tullidos, los forasteros, los grandes solitarios. Ella misma lo era, y de ellos habla, de forma directa o indirecta, en todos sus libros.
En una ciudad sureña, a finales de los años treinta, mientras del otro lado del océano llegan noticias de Hitler y Mussolini, cuatro personajes, todos desdichados a su manera, se abren con un quinto, el educado señor Singer, que tiene la particularidad de ser mudo (ironía en el nombre: singer, cantante). Ante el silencio de este, piensan que Singer es la única persona que los entiende; cada uno atribuye una identidad distinta a Singer, lo engrandece, lo moldea a su gusto («Cada uno describía al mudo tal como deseaba que fuera.», p. 243). Singer, por su parte, solo sonríe paciente. McCullers sugiere una situación tan inteligente como perversa: Singer se convierte en el interlocutor ideal porque no habla, porque no lleva la contraria, porque escucha al otro con total generosidad, sin contarle a su vez sus problemas («Resultaba extraño querer hablar con un sordomudo. Pero se sentía solo.», p. 80). Es un muro con expresión de hombre amable y servicial. Los demás ven en él al confidente perfecto; pueden vaciarse, desahogarse, pueden compartir sus intimidades con la tranquilidad de no ser juzgados. Como hablar con uno mismo… O no del todo, porque expresar en voz alta el malestar tiene a veces un efecto terapéutico. Aunque nadie en esta novela tiene un final feliz.
La paradoja del planteamiento reside en la figura de Singer, un personaje más simbólico que realista, puesto que, más que por sí mismo, interesa por la reacción que suscita en el resto (la narración utiliza un punto de vista externo, como de observador, en los fragmentos sobre él, a diferencia de la hondura psicológica de los otros cuatro). Singer, a pesar de su aspecto calmado, está tan atormentado o más que los otros: echa de menos a otro mudo, Antonapoulos, que ingresa en el psiquiátrico al principio de la novela. Singer no se repone de la pérdida, y repite el mismo patrón que los demás: ve en su amigo Antonapoulos la única persona que lo comprende («No sirvo para estar solo y sin alguien como tú, que comprende.», p. 236). Solo que Antonapoulos y él representan (de nuevo) una relación descompensada. En el fondo, Singer pertenece a la misma estirpe que quienes acuden a él: solitarios incapaces de lidiar con su vida que tienen que recurrir a la idealización del otro para tratar de digerir sus asuntos, para tener fe, para no perder el equilibrio. Como quien idealiza a su amor y cree vivir en un cuento de hadas, estos personajes inventan a un amigo, un compañero, alguien que se preocupa por ellos, que no se cansa de escucharlos. La fragilidad humana es tal que necesita recurrir a la imaginación para mantener la cordura. Y la esperanza.
Los cuatro personajes que giran en la órbita de Singer conforman, además, un espléndido retrato social de ese sur embrutecido («Todos ellos son personas muy ocupadas. […] No me refiero a que estén en su trabajo día y noche, sino a que tienen siempre tantas cosas en su cabeza que no les dejan descansar.», p. 234). En primer lugar, Mick Kelly, una adolescente que sueña con tocar el piano y lograr grandes hazañas. Mick, un personaje muy importante, tiene mucho de la propia McCullers: hija de un relojero, alta y desgarbada, pelo corto y aspecto de muchacho; está en esa edad en la que la feminidad aún no se ha definido. Su nombre juega con la ambigüedad de género, como el de la autora, y es una predecesora clara de la protagonista de Frankie y la boda (1946). El desamparo de Mick se debe a su edad y condición: vive su coming-of-age, una época de grandes transformaciones, entre los sueños inalcanzables y la cruda realidad de su familia empobrecida. No falta algo así como el (sutilísimo) primer amor, aunque en McCullers todo está empañado de un aire de tosquedad, con cero sentimentalismos. El desenlace de Mick, un personaje que despierta afecto, resulta desalentador; un reflejo de lo que significa hacerse adulto: asumir las responsabilidades, bajar de la nube, renunciar. Aceptar que es, y será, como los demás.
En segundo lugar, el doctor Copeland también busca la compañía del mudo: un médico negro de mediana edad, una rara avis en un contexto de segregación racial en el que los de su etnia tienes pocas oportunidades. En sus memorias, Iluminación y fulgor nocturno, McCullers desvela cómo de niña tomó conciencia de la discriminación y la precariedad que padecían los negros en su entorno. Esta preocupación se plasma en sus novelas, en concreto en esta y en la última que escribió, Reloj sin manecillas (1961). El doctor Copeland se encuentra en una posición tan privilegiada como incómoda, como entre dos mundos: la población negra lo venera por haber llegado lejos, pero, a la vez, su profesión se ve limitada a este ámbito (un médico negro no podía atender a los pacientes blancos) y vive escenas de racismo que alimentan su resentimiento. Sufre por sus hijos, por las desigualdades y los abusos. Su formación choca con una sociedad descorazonadora; sus lecturas (atención a los nombres de los hijos; la autora no da puntada sin hilo) no le sirven para luchar contra las injusticias.
Completan el cuarteto Biff Brannon, dueño del café (el local como punto de encuentro, al igual que en La balada del café triste, 1943), y Jake Blount un forastero que llega a la ciudad y comienza a trabajar en el parque de atracciones. El primero se distingue porque guarda silencio cuando está con Singer; un tipo taciturno, resignado a su suerte, que desde la barra se dedica a observar a los vecinos (y quizá por eso no necesita hablar; ya está acostumbrado a ser el oyente). Blount, en cambio, parlotea, sobre todo cuando bebe; el alcoholismo, tan extendido por aquel entonces, se plasma en él. Tiene un perfil de desarraigado, vaga por el país sin encontrar su sitio, y manifiesta su incapacidad para adaptarse en forma de una fuerte politización. Si el doctor Copeland hace discursos sobre la diferencia de clases, Blount hace lo propio con el comunismo y otros debates de su tiempo. A propósito, uno de los pocos defectos que se le pueden señalar a la novela es el exceso de discurso político en la segunda mitad; demasiada disertación encendida (en esto se le nota la juventud). Eso no quita, por supuesto, que los personajes están perfectamente construidos, ellos y lo que representan. En la historia funciona todo: protagonistas, trama, estructura, temas, estilo y tensión narrativa.
Carson McCullers
McCullers pensaba titularla El mudo (hay un librito con el esbozo y varios ensayos, «El mudo» y otros textos), pero su editor tuvo la brillante idea de rebautizarla con ese evocador, e idóneo, El corazón es un cazador solitario (para que luego se critiquen las sugerencias de los editores). Sí, todos los protagonistas son cazadores solitarios, aunque tardan en descubrirlo. En su evolución, asimilan un mensaje acerca de la importancia de salvarse por sí mismos, de mantenerse en pie. Solo los que comprenden la soledad inherente a la existencia humana salen adelante; los que no pueden, se rinden. Porque, por mucho que se apeguen a otro, ese otro nunca será como quieren que sea; quizá esta revelación dolorosa sea su educación sentimental. Y, como siempre que se trata de esta autora, la violencia ocupa un lugar fundamental en este camino: hay episodios crueles, que marcan a los personajes, que hacen madurar a los jóvenes y cambiar de rumbo a los adultos. Ese sur sucio, impetuoso y feroz, que en la voz de McCullers, en su habilidad para narrar como los grandes novelistas clásicos (con su diálogo, su amplio repertorio, su perspicacia psicológica, su toque de humor), envuelve como lo que es: un universo literario esplendoroso. McCullers no necesitó abarcar grandes espacios para expresar en su obra el profundo desasosiego del ser humano: le bastó con un pueblo sureño.
Cita inicial en cursiva de la página 39.

29 noviembre 2017

Domingo - Irène Némirovsky



Edición: Salamandra, 2017 (trad. José Antonio Soriano Marco)
Páginas: 352
ISBN: 9788498387834
Precio: 19,00 €

Lo que reviste de poder los recuerdos de la infancia es la parte de misterio que hay en ellos. Los sucesos y los personajes del pasado parecen tener un doble fondo; creíamos conocerlos, pero, pasados los años, nos damos cuenta de que nos equivocábamos. Lo que parecía sencillo se rodea de sombras y secretos. En cambio, lo que entonces nos intrigaba queda reducido a pequeñas historias de herencias o adulterios, Así, la ignorancia y el atolondramiento del niño crean un mundo en parte transparente, pero en buena parte opaco. Tal vez por eso perdura en la memoria con colores tan vivos. «El conjuro», p. 275

Han pasado ya más de diez años del redescubrimiento de Irène Némirovsky (Kiev, 1903 – Auschwitz, 1942). Fue en 2004, cuando vio la luz Suite francesa, la novela inacabada que sus hijas conservaron en una maleta. Esta obra recibió el Prix Renaudot, pero, por encima del premio, se reconstituyó a una autora por aquel entonces olvidada, aunque en su momento, en el periodo de entreguerras, gozó de prestigio en Francia. Su trágica muerte, en el campo de concentración de Auschwitz a los treinta y nueve años, sin duda acrecentó el fenómeno; y también su vida, marcada por la huida de su tierra natal como consecuencia de la Revolución rusa, que la llevó a establecerse en Francia junto a su familia cuando aún era muy joven. Con todo, títulos como la mencionada Suite francesa o los que se han ido recuperando después (El baile, El ardor de la sangre, Los perros y los lobos...) confirmaron que Némirovsky no solo es una historia impactante, sino, y ante todo, una escritora fundamental de la primera mitad del siglo XX. La combinación de sus raíces rusas judías con su educación francesa, además, hace de ella una voz singular, una narradora del alma rusa en lengua francesa.
Han pasado más de diez años, sí, y durante este tiempo se ha traducido al castellano una decena de novelas (Némirovsky fue una escritora precoz y prolífica, por lo que, a pesar de su temprana muerte, dejó un importante corpus literario). Faltaban por traducir los relatos, que al fin han llegado este año: el volumen Domingo, que recoge cuentos publicados en diversos periódicos entre 1934 y 1942. A estas alturas, se podría desconfiar de esta publicación, se podría sospechar que, si no se publicó antes, tal vez no valga la pena, tal vez sea el enésimo intento de exprimir el fenómeno, de estirar y estirar el chicle. No: es un libro realmente bueno. Quienes hayan leído a la autora seguro que no se sorprenden por esta afirmación tan rotunda, porque Némirovsky era una gran admiradora del maestro del género, Chéjov, de quien incluso escribió una biografía (Vida de Chéjov). Domina la novela breve, así que era de esperar que también bordara los relatos. Si esta compilación no se tradujo antes, quizá habría que buscar las causas en el escaso interés que, por desgracia, suelen despertar los cuentos en los lectores (por mucho que el Nobel a Alice Munro o el éxito de Lucia Berlin los hayan reavivado).
Basta de prolegómenos. Domingo comprende quince textos; una muestra exhaustiva de su talento y de sus motivos. En general, se pueden clasificar en tres o cuatro bloques temáticos, relacionados con sus etapas vitales: la Revolución rusa, que condujo al clan Némirovsky a refugiarse una temporada en Finlandia, antes de afincarse en Francia; el costumbrismo de la burguesía en París y alrededores, con su existencia relajada, sus amores y sus desavenencias familiares; y, por último, el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. El primer bloque, la etapa de transición de los refugiados rusos en Finlandia, va en sintonía con sus novelas Nieve en otoño y El vino de la soledad, de fuerte componente autobiográfico. No hay muchos cuentos sobre este asunto, pero son de los más memorables por esa sensación de estar al límite, de desasosiego: «Aíno» y «Los vapores del vino», que cuentan dos partes (o, mejor, dos perspectivas y momentos) de una misma historia, son dos piezas magníficas. Siguiendo los movimientos de una muchacha, Némirovsky plasma la existencia de los fineses que, mientras sirven a los rusos acomodados, se enfrentan a sus propios problemas en casa. Miedo, desconfianza, el peligro al acecho; emociones propias de tiempos de incertidumbre.
Los recovecos de la burguesía parisina, el ambiente en el que Némirovsky pasó su vida adulta, le dan mucho juego en esta compilación. Historias de iniciación de jovencitas que se estrenan en el amor y mujeres maduras que las miran con esa mezcla de añoranza y ternura, porque saben que el desencanto no les tardará en llegar, como «Domingo» («¡Ah, las viejas palabras, tan nuevas! Amor, dolor, deseo. Nadine las moldeaba suavemente entre los labios», p. 22) o «Las orillas dichosas» («Christiane aceptaba la situación con la lucidez de una edad mal llamada ciega, puesto que es la única que puede permitirse mirar la vida y el amor cara a cara, como un juego, porque nunca la han vencido, porque aún no ha dado con sus huesos en la fría tierra.», p. 34). Madres dominantes e invasivas como «La Ogresa» («No hay nada más peligroso que el deseo insatisfecho de una mujer», p. 306), un motivo, el de la maternidad egoísta, recurrente en toda su trayectoria por la difícil relación que mantuvo la propia Némirovsky con su madre (véanse novelas como El baile o Jezabel). Tensiones entre padre e hijo, como «Un hombre honrado» («No sé lo que pasa en el corazón de un granuja, pero conozco el corazón de un hombre honrado, y es espantoso.», p. 182); tensiones entre hermanos que se reúnen en torno a su madre enferma, como el magnífico y extenso «Lazos de sangre». Y esto solo por mencionar algunos; el nivel medio es más que sobresaliente. Némirovsky parte de lo cotidiano, escenas en casa, en un local, un cruce de miradas que lo dice todo. Se narración resulta extremadamente sutil y precisa, además de fluida y elegante; es de esas escritoras que hacen que escribir parezca fácil, aunque ¡cuánto cuesta alcanzar esta pulcritud! Nunca lo da todo masticado; trabaja la insinuación, la contención. Sus relatos tienen ese asomo de tristeza tan difícil de reflejar, de personajes que rozan el abismo sin llegar a caer. Desesperanzados, inmersos en una realidad lúgubre, pero todavía vivos.
Irène Némirovsky
Los cuentos que abordan la Segunda Guerra Mundial, como «El desconocido» y «El señor Rose», ambos excelentes, inciden en la idea de que, en medio de un conflicto bélico, las normas establecidas no funcionan. La sociedad se desmorona. Ya nadie posee el control o la autoridad de antes, ya nadie tiene las mismas responsabilidades. El mundo está en movimiento, y en esta rueda de la fortuna a cualquiera le puede tocar la mejor o la peor papeleta. «El desconocido» es un texto amargo, en el que un soldado se reconoce en su enemigo, entre otras revelaciones. «El señor Rose», por su parte, rebosa angustia, la angustia de un hombre que abandona la ciudad para ponerse a salvo, pero con cada paso, cada decisión, no sabe si dará con un nuevo horizonte o se perderá más. Al poner este libro en perspectiva, resulta admirable cómo Némirovsky supo plasmar el aire que se respiraba en aquella época, cómo evolucionó de los años veinte a principios de los cuarenta, cómo la preocupación por la supervivencia se instaló en el día a día de aquellos burgueses que preparaban puestas de largo. Estos relatos son un gran retrato social, pero sobre todo son literatura de primer nivel. Esa literatura llena de vigor, tan cercana a la vida, tan penetrante, tan amena, que se mantiene fresca a pesar del tiempo. Esquemas clásicos ejecutados a la perfección, una mirada personal e incisiva. Este libro devuelve el placer genuino de leer, de querer pasar páginas, de empaparse de su riqueza.

07 noviembre 2017

En el río del amor - Joseph Delteil



Edición: Periférica, 2017 (trad. Laura Salas Rodríguez)
Páginas: 136
ISBN: 9788416291564
Precio: 15,00 €

He aquí un libro extraño y sugerente: En el río del amor (1922), la primera novela del francés Joseph Delteil (1894-1978), escritor prolífico que cultivó sobre todo la poesía y cuya obra permanecía inédita hasta ahora en castellano. Esta ópera prima, precisamente, recibió elogios de André Breton y Louis Aragon, y si despertó el interés de estos autores es, por supuesto, por su naturaleza vanguardista. La historia, si se puede llamar historia, gira alrededor de un peculiar triángulo amoroso que, en plena Revolución rusa, mueve a los personajes de Siberia hasta Shanghái. Por una parte está Ludmila, una joven criada cerca del río Amur (juego de palabras con «amor», amour en francés), que desde muy temprana edad hizo demostraciones de su fuerte valor y temperamento, y se ha convertido en comandante de un ejército de mujeres zaristas. Por la otra, dos oficiales del Ejército Rojo, Borís y Nicolái, dos amigos que lo hacen todo juntos, que lo comparten todo, como si fueran hermanos. Y, juntos, se enamoran de Ludmila y desertan por ella. Solo que Ludmila no se deja compartir; ella elige a uno. El rechazo no le sienta bien al otro, claro.
Explicado de este modo puede llevar a engaño, porque el enredo es lo de menos en este libro. Más bien se trata de la dirección, la brújula que marca el curso de la narración; en su desarrollo, lo fundamental está en las imágenes singulares y evocadoras que retrata el autor a lo largo de este romance de alto voltaje. Descompone la historia en planos, uno por episodio, como si tomara una escena y la ampliara con una lupa para mostrarla con ese matiz de distorsión, de irrealidad, de los objetos aumentados. Este fenómeno sucede con Ludmila, la heroína, que no se representa como una mujer humana cualquiera, sino como un mito, un mito de valentía y arrojo, un mito de seducción suprema y aniquilación, que arrastra a los dos amigos hacia un devenir incierto. Ellos se dejan llevar, impulsados por la fuerza de Ludmila, aunque les cueste la vida. Esta es una novela sobre una fascinación que conduce a la tragedia, una novela en la que la pulsión amorosa se funde con la pulsión de la muerte; pasión intensa sobre un fondo insinuante.
Joseph Delteil
El río del amor tiene, además, el orientalismo característico de la literatura vanguardista y de las novelas coloniales que por aquel entonces estaban de moda. Este relato, que conjuga el amor con las aventuras por un territorio desconocido, lleva a los personajes a Shanghái y más tarde a Pekín: descripciones esplendorosas, con una adjetivación rica, metáforas grotescas e imágenes sugestivas. En el lenguaje de Delteil hay poesía y una imaginería poderosa que reviste estas páginas de un halo de fantasía, pero no como una fábula inocente, porque posee una dosis importante de erotismo y perversidad. Es más: el erotismo y la perversidad son dos elementos básicos de la obra. Algunas escenas, como el retrato inicial de la Ludmila niña, tienen un lado macabro que se plasma sin atenuantes. Se trata, en fin, de una novela tan distinta a lo que se escribe en la actualidad que la sola experiencia de leerla (y de adentrarse en otro universo creativo) ya resulta placentero. Literatura experimental en estado puro, urgente, rabiosa, con esas mezclas imposibles que sin embargo dan forma a una creación esmerada y pintoresca. Bien, muy bien.

06 noviembre 2017

La luz de la noche - Graham Moore



Edición: Lumen, 2017 (trad. Antonio Lozano Sagrera)
Páginas: 512
ISBN: 9788426404367
Precio: 20,90 €
Leído en versión original (The Last Days of Night).

Thomas Edison inventó la bombilla. Fin. Así nos enseñaron los descubrimientos científicos en el colegio: como una lista de nombres e inventos, sin apenas explicar el proceso por el que se llegó a tales hallazgos. Como si el invento siempre hubiera estado allí y, de repente, de la nada, un investigador lo hubiera reconocido. Esta concepción lineal (e insultantemente plana) de la historia de la ciencia, no obstante, poco tuvo que ver con la realidad. En la práctica, los progresos fueron el resultado de mucho esfuerzo, en el que no solo influía la capacidad individual del científico, sino factores externos como los intereses sociopolíticos detrás de cada investigación, los recursos disponibles y los conocimientos previos; en suma, se trataba, se trata, de un proceso (concepto clave) inseparable de su contexto social. Asimismo, aunque la imagen del científico brillante venda mucho, se produjeron investigaciones fallidas; de estas no se habla tanto, pero resultan indispensables para descartar opciones y, a la larga, avanzar. El universo científico tiene mucha más miga de lo que tradicionalmente se ha enseñado. No es tan neutral, tan objetivo como se pretende. Todo tiene su vertiente sociológica.
Este entramado en torno al invento es lo que cuenta La luz de la noche (2016), solo que lo hace en forma de una novela bien armada y (esa palabra temida) entretenidísima. Su autor, Graham Moore (Chicago, 1981), escritor y guionista, debutó en 2010 con El hombre que mató a Sherlock Holmes, que tuvo una acogida excelente en Estados Unidos; pero su mayor reconocimiento le vino con el guión de la película The Imitation Game (2014), por el que ganó el Premio Oscar al Mejor Guión Adaptado. Este filme versa sobre el matemático Alan Turing; y, en La luz de la noche, Moore vuelve a dar vida a grandes figuras de la ciencia, en este caso, a los involucrados en la conocida como «guerra de las corrientes»: Thomas Edison, Nikola Tesla y George Westinghouse, que a finales del siglo XIX mantuvieron una disputa acalorada sobre la patente de la energía eléctrica y su distribución. La novela aúna diversión (esto es, intriga, giros argumentales, romance, traiciones, pirotecnia; todos los ingredientes de un buen page-turner) con un fondo didáctico por su inspiración en hechos reales. La adaptación al cine está en camino (no podía ser de otra manera), con Eddie Redmayne en el papel principal.
Nueva York, 1888. El protagonista, el joven abogado Paul Cravath, recibe el encargo de defender al poderoso empresario Westinghouse frente al «mago» Edison, por entonces una celebridad, en su polémica por la patente de la bombilla. Muchos dan por perdido el caso, e incluso el propio Edison le advierte de que perderá. Aun así, él no se da por vencido: logra ponerse en contacto con Nikola Tesla, un ingeniero serbio muy excéntrico que fue despedido por Edison. Tesla empieza a trabajar para Westinghouse, pero su carácter no encaja y pronto desaparece del mapa. En medio del pastel, el abogado debe lidiar con las rarezas de Tesla y los problemas de la empresa Westinghouse mientras intenta dar con alguna pista en contra de Edison. En su peripecia conoce, además, a la cantante de ópera Agnes Huntington, con la que empieza una relación (tanto Cravath como Agnes existieron, al igual que los científicos). Le espera una aventura ardua entre laboratorios, conciertos y empresas...
Moore toma como marco la invención de la electricidad, que coincide con la irrupción de los Estados Unidos como futura potencia mundial. La novela se plantea como una película de acción (se le nota el oficio): plot-driven, capítulos breves, escenas visuales, ritmo trepidante, escritura ágil que sobresale en el diálogo, estructura redonda con inicio y cierre exactos. Y, como en toda película de acción, hay giros inesperados, momentos de alta tensión, la dosis justa de romance y personajes con roles prefijados (Cravath, el joven obstinado que madura a lo largo de la historia; Edison, el genio preocupado por las apariencias que al final resulta no ser tan malo; Tesla, el talento outsider, más interesado en trabajar en el laboratorio que en ganar dinero; Agnes, la aristócrata inalcanzable con secreto incluido, etc.). Todos tienen su papel, incluso los más secundarios, como el padre de Cravath o el sádico Harold P. Brown (inventor de la silla eléctrica). El autor sabe situar el contexto de manera clara, interrelaciona la trama con otros descubrimientos (como la radiografía) y las descripciones más «técnicas» se desgranan con la suficiente sencillez para que cualquier lector pueda comprenderlas sin dificultad. Es notable el uso que hace de las citas de numerosos referentes (hasta Steve Jobs) para encabezar los episodios; un trabajo extraordinario.
Graham Moore
No juega en la liga de la alta literatura, no hace filigranas ni poesía, pero La luz de la noche es una novela muy inteligente, un engranaje portentoso en el que las piezas encajan a la perfección (¡y no son pocas!). Moore saca el máximo partido a su material, se sirve de la documentación (bien camuflada) para construir un relato cuidado al detalle, un relato apasionante de leer que, por si fuera poco, no es un entretenimiento vacío: además de esbozar una perspectiva de la dimensión social de la ciencia, sus retratos de Edison, Tesla y Westinghouse conducen a una interesante reflexión sobre la naturaleza del genio y las múltiples formas de entender la ciencia (vocación, dinero, ambición). En concreto, Edison y Tesla resultan fascinantes; lo que hizo Tracy Chevalier con Vermeer en La joven de la perla, lo que hizo Peter Prange con Bernini y Borromini en La Principessa, lo hace Moore con estos inventores (un tema mucho menos explotado que el arte: más mérito aún). Este es el tipo de libro que enriquece la visión del lector sobre una figura o una situación histórica; la escena final plasma de manera espléndida esa sed insaciable del creador nato. Hay también otra reflexión, la de las derrotas legales que devienen triunfos en la vida… pero de esto mejor no decir nada más. Todo está en la novela, y sus quinientas páginas vuelan o, mejor dicho, se leen a la velocidad de la luz.

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