Edición:
Lumen, 2017 (trad. Ana Ciurans Ferrándiz)
Páginas:
1024
ISBN:
9788426404237
Precio:
34,90 €
Ni espero perdón ni deseo la simpatía de los demás. Solo pretendo ser sincera.
Ah,
el viejo error: enamorarse de la persona equivocada. Enamorarse, y volverse
loco, idealizar al amado, rendirle pleitesía, dárselo todo a cambio de nada, o,
mejor, a cambio de sufrimiento. En paralelo, el enamorado se hace pequeñito,
desgraciado, trastornado. Y el amado no es más feliz, no, se aprovecha de su
posición dominante mientras bucea en sus propios delirios. Porque el viejo
error no solo lo comete uno. En estas páginas lo cometen, como mínimo, los
cuatro protagonistas: un cuadrado condenado a la desdicha. Descubrir a Elsa Morante (Roma, 1912 – 1985), una de las grandes escritoras italianas del siglo
XX, produce la sensación de estar leyendo a alguien que no solo sabe mucho de
literatura, sino de la vida, de la vida y sus misterios, de lo visible y lo
invisible, de lo que se guarda con sigilo. Alguien que tiene picardía. Mentira y sortilegio (1948, Premio
Viareggio) es la primera de sus novelas más importantes, a la que siguieron La isla de Arturo (1957, Premio Strega),
La historia (1974) y Araceli (1982). Su editora, y lectora cero,
fue Natalia Ginzburg, que la publicó en la prestigiosa Einaudi.
Mentira y sortilegio
tiene alma de clásico. No solo por
ese viejo error, tema universal e imperecedero donde los haya, sino por su
propia construcción, que remite al siglo XIX: novelón extenso; hilo argumental
que abarca toda la existencia de los personajes, desde la infancia hasta la muerte; episodios con
subtítulos a modo de adelanto; realismo, si bien con un punto un tanto
ilusorio; narradora no confiable, conocedora de los hechos a través de otros, como
en Cumbres borrascosas. En lo que no resulta
decimonónico es en el contexto social: la Italia de principios del siglo XX, en una
pequeña ciudad del sur, en un barrio humilde, con toda su tosquedad y su
miseria. La narradora, que no la protagonista, se llama Elisa (que suena a Elsa, como si Morante se hiciera un guiño a sí misma). Esta Elisa, que se dirige directamente
al lector, juguetona, reconstruye la historia de los cuatro personajes que han
estado ligados a ella, que de algún modo han marcado su devenir desde antes de
su nacimiento. Conforman algo así como su singular herencia sentimental; un repaso a la generación anterior que
lleva a cabo (y lo revela desde el principio) cuando sus protagonistas ya han fallecido.
El futuro y el pasado, en efecto, son dos territorios de niebla y de vértigo que los vivos pueden explorar solo con la fantasía y con la memoria; pero quizá la fantasía y la memoria sean meros instrumentos de la ilusión, y es solo un juego engañoso el que hace creer al hombre que el pasado se deja atrás y el futuro aguarda más adelante. En realidad, el hombre avanza sobre un círculo inmóvil, cerrado desde el principio, y el pasado y el futuro acaban siendo lo mismo. ¿Para qué explorar esta morada de la muerte? El mismo intento de sondearla produce angustia y náusea, como cuando nos asomamos a un precipicio.
Dos
de esos personajes son sus progenitores: su madre, Anna, morena y delgada, una
mujer muy bella en sus tiempos, hija de una maestra y de un hombre de buen
linaje pero repudiado por los suyos, por lo que Anna se crió en la pobreza; y
su padre, Francesco, el Carapicada, moreno, robusto, hijo de campesinos, un estudioso
con aspiraciones que se marchó a la ciudad. Ambos esconden la insatisfacción
profunda de quien reniega de sus orígenes pero no logra abrirse camino. Podría
pensarse que Anna y Francesco tuvieron una historia sentimental de esas de
chico conoce a chica, se enamoran, se casan y tienen una hija. Eso sería
factible para quien solo observa lo evidente, lo fácil, pero ya advertí que
Morante sabe mucho… En su juventud, Anna y Francesco no estuvieron solos.
Hubo otras personas, personas que nunca se marcharon del todo, que
establecieron lazos de distinta naturaleza y presión con ellos. Por un lado,
Edoardo, el primo de Anna: un rubio de bucles hermosos criado entre algodones
en una familia adinerada, encantador, consentido, egoísta, manipulador y,
además, reprimido. Él será el vínculo entre todos, el personaje que ejerce
fascinación tanto en Anna como en Francesco (sí, en él también: la amistad con
un joven rico, al que se considera «superior», puede resultar muy golosa); y
Edoardo, a su vez, por ellos. Completa el cuadro Rosaria, la última en este
comentario y la última asimismo en la novela, porque la pobre parece el bulto
con el que nadie quiere cargar: una chica de baja estofa pero más vivaracha que
Anna y Francesco, rolliza, con el pelo rizado, generosa y espontánea. Ella fue
la que se ocupó de Elisa tras la muerte de sus padres; la última, la más
discreta, puede acabar siendo decisiva.
Anna,
Francesco, Edoardo, Rosaria: los cuatro protagonizan un enredo que se prolonga décadas, con muchas idas y
venidas. El quid no está en lo que ocurre sino en cómo ellos se perciben a sí
mismos y a los demás (y cómo lo cuentan), es decir, las mentiras y
sortilegios en los que el enamorado cae en su estado de exaltación; las
pasiones son intensas y fatales. Pongamos que dos personajes se conocen, se
gustan y comienzan una relación. Con el tiempo, uno pierde el interés, mientras
que el otro está más entregado, más obnubilado que nunca. Ah, el amor descompensado. Con este planteamiento arquetípico, Elsa Morante hace oro: desmenuza los entresijos de las relaciones tóxicas
con maestría y sutileza; nunca dice «fulano está desesperado»,
pero muestra (es una gran narradora) esa
desesperación. Es habitual que los personajes silencien sus verdaderos afectos,
lo que obliga al lector a leer entre líneas, a descifrar a quién ama cada uno y
por qué actúa como actúa. El amor produce un efecto perverso: les nubla la vista,
les hace creer que su amado es superior, mientras que les lleva a despreciar (y,
a veces, a aprovecharse) de quien les quiere bien. Los sentimientos derivan en
locura, obsesión, trastorno. El intercambio amoroso es un juego sucio. Un
embrujo.
Pero ¿qué felicidad era esa? La de ser quien era. El fuego y el resplandor con que cubrimos a la persona amada nos parecen virtudes suyas y no engaños nuestros. No sabemos concebir a esta persona más que adornada permanentemente de este fuego y de este resplandor, como Narciso, tan amante de sí misma cuanto nosotros lo somos de ella. Y si la amargura de cada conquista, incluso la más afortunada, es el vano deseo de ser una cosa sola con el otro, ¿la última consecuencia de este deseo no es precisamente la loca pretensión de dejar de ser uno mismo y convertirse en el otro, buscando, gracias a esta metamorfosis, la posesión y el descanso? Y si esto vale para los amantes afortunados, los desafortunados conocen además el odio hacia sí mismos. Odio por la propia persona, fea —mientras que la otra es hermosa—, oscura —mientras que la otra es luminosa— e inquieta —mientras que la otra es indiferente e impasible como los dioses.
El
punto de vista constituye una pieza fundamental en el armazón de esta novela.
Fun-da-men-tal. Elisa no vivió esta historia; solo en parte, cuando era niña,
con todo lo que esto implica: la
fantasía de la mirada infantil, material cien por cien Morante, que
reutilizó y amplificó en su obra maestra, La
isla de Arturo —y que su heredera Elena Ferrante aprendió con matrícula de
honor—. El niño crea héroes y villanos, príncipes y damas donde en realidad solo
hay gente desdichada y gris; es la gracia de esta perspectiva, que convierte
una novela costumbrista en algo más sugerente que el olor a cocina. Elisa, por
lo demás, relata lo que le han contado, lo que ha oído, lo que otros han
tergiversado. Lo que ella misma tergiversa, porque no es ni pretende ser
objetiva. La narración está condicionada por el grado de familiaridad con los
personajes y su percepción íntima de cada uno: por ejemplo, reconoce su
fascinación por su madre, que le impide mostrarse crítica con ella (el lector,
en cambio, sí lo será), mientras que su desconocimiento del primo Edoardo
conlleva elisiones en las partes relativas a él. Si Edoardo hubiera podido
explicarse, la imagen de él que tiene Elisa sería bien distinta; el público
puede conocerlo entre líneas. La narradora, además, remite a los grandes
contadores de historias de antes, con sus adelantamientos de la acción, las
pistas, las llamadas de atención al lector. Tiene una voz narrativa traviesa,
puro brío.
No
solo del amor romántico vive Mentira y
sortilegio: las madres de los personajes, y la propia Anna como madre de
Elisa, ocupan un papel trascendental, tanto por su relación con los hijos como
por cómo afecta a estos la actitud que sus progenitoras han tomado con ellos
desde su nacimiento. Hablando claro: algunas madres sufren un delirio similar al
del enamorado, miman a sus hijos en extremo, los cuidan con devoción, se someten con gusto
a ellos, tanto porque los consideran pequeños príncipes (Edoardo) como porque
ven en ellos a alguien que logrará hazañas (Francesco); bien pensado, ambas
opciones vienen a representar lo mismo. En el lado opuesto están las madres
frías, tiranas, para quienes los niños suponen una carga; se trata del caso de
Anna, como hija y como madre. Elisa, no obstante, no le tiene en cuenta los
desprecios y, como si quisiera ganarse su afecto ante todo, la idolatra mucho
más que a su padre, más tierno con ella. Elsa Morante escribe sobre maternidades descarnadas, una por esclava, la otra por cruda;
ambas duelen a su manera («¿Qué mujer te defenderá como tu madre? La madre
defiende su carne, el corazón de su cuerpo. Sufre más la Virgen a los pies de
la cruz que el Hijo crucificado.», p. 578).
El drama de mi infancia se me presenta hoy como un libro que de niños nos pareció incomprensible, y después se fue revelando más claro y simple a nuestra mente adulta. Veo todos sus símbolos y señales impresos en la mente, y hoy mi experiencia traduce el verdadero significado de muchos de los que entonces me parecieron absurdos o misteriosos. Semejante claridad recién estrenada transforma la antigua escena. La ciudad de mi infancia ya no me parece la misma, aunque en realidad lo sea, donde hasta ahora se han desarrollado las vicisitudes de mis personajes. Desde el momento en que me he adentrado en mi casa natal, una luz penetrante y fría ha invadido sus calles; es la luz de mi primera casa y de sus habitaciones llenas de muerte. Ahí los recuerdos, como animales en letargo, se estremecen a mi llamada, y se acercan a mí con pasos sigilosos y fúnebres. Me fijan con sus miradas falsas y mansas, de rechazo y remordimiento. Ninguna ayuda me queda, ningún remedio fuera del triste sueño.
Esta
gran novela es asimismo un retrato excelente de la sociedad italiana del sur en las primeras décadas del pasado
siglo. En concreto, de sus estratos más humildes: salvo el primo, todos los
personajes proceden de entornos donde reina la escasez y la mayoría de sus
habitantes son analfabetos, más proclives a las supersticiones y a la fe
católica; un ambiente, en suma, que predispone al endurecimiento del carácter,
como le ocurre a Anna. Francesco encarna una rareza en el mundo rural: un chico
que tiene la oportunidad de ir a la universidad, eso sí, con sacrificios por
parte de sus padres. La pobreza, sobre todo a raíz del matrimonio de Anna y
Francesco, de la convivencia, acrecienta el malestar de la pareja: las
estrecheces generan tensión por sí mismas, pero, por si fuera poco, incitan a
pensar continuamente en el pasado, en los errores, en lo que podría haber sido.
Y, claro está, la rabia se paga con el cónyuge, en quien cada uno proyecta sus
frustraciones. En este sentido, el libro da pie a un análisis sociológico
acerca de cómo la degradación por las carencias influye en el desgaste
psicológico individual y como pareja.
Elsa Morante |
Elena Ferrante dijo que descubrió la gran literatura leyendo a Elsa Morante,
a la que no ha dejado de citar en las entrevistas. Aunque tienen sus
diferencias (el elemento «mítico» de la mirada infantil está más acentuado en
Morante, así como el carácter, el ardor de la voz, mientras que Ferrante
resulta más comedida en el tono, más analítica), ambas comparten su vocación por
las novelas de gran alcance, sí, esas novelas extensas que se escribían antaño
y que ellas decidieron continuar. Porque en literatura no se trata
necesariamente de innovar: también se puede continuar un linaje, enriquecerlo,
darle las sugestiones de otro periodo y sociedad, como quien vuelve a pintar una
habitación antigua pero querida. En la obra de Morante, en Mentira y sortilegio, tenemos historias apasionantes y apasionadas,
tenemos personajes que se doblan y se desdoblan, poliédricos, tenemos una
narración febril de escritora entregada a su particular amor, la creación literaria. Estas
cuatro vidas, estos personajes que se destruyen, son excepcionales; y la
narradora, la brillante Elisa, esa pizca de sal imprescindible para dar sabor
al plato. Quizá las mil páginas sean excesivas, pero un libro de esta altura se
encuentra muy, muy pocas veces. Palabra.
Citas
en cursiva de las páginas 21, 338, 421 y 637 (de la edición de 2012).
Varias cosas por destacar. Es una estructura de novela clásica llena de vicisitudes y miradas al interior que develan sufrimiento en quien "padece" de amor y crueldad innecesaria y abundante en quien encarna la vida de derroche y vanalidad. Una escritura febril y sostenida, unas imágenes muy consistentes sobre ese panorama de desolación y miseria de las pasiones humanas. Es un libro trepidante que no quieres soltar, más cuando viene la reflexión de la narradora que interpreta, ausculta, perdona y persiste en su relato. Gran literatura. De la mejor.
ResponderEliminarLlevo unas 800 páginas leídas del libro, lo que me permite ya expresar mi opinión. Sobre los personajes digo que el grado de maldad, casi congénita, de los protagonistas, salvo Rosaria, quita verosimilitud a lo que cuenta. Menos mal que los personajes secundarios, vecinos, caseros, la buena de Alexandra, parecen tener sentimientos diferentes al odio y el resentimiento, aunque ello solamente les ocasiona maltrato por parte de los protagonistas. Respecto al número de páginas, mi opinión en este y la mayoría de los libros tan extensos, es que les sobra al menos la cuarta parte del texto, sin el cual, se entendería perfectamente la historia y ganaría en ritmo. Presumo que algunos autores, autora, en este caso, víctimas de un ego superlativo, no quieren renunciar a ninguna frase suya, no vaya a ser que el lector se la pierda. Terminaré la novela porque creo que es interesante, pero no puedo decir que esté disfrutando de su lectura. Lo contrario que me ocurrió cuando leí la cuatrilogía "Las dos amigas" de Elena Ferrante, que disfruté desde la primera hasta la última página y hubiera seguido.
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