Edición:
Impedimenta, 2011 (trad. Pilar Adón; post. Terence Dooley)
Páginas:
272
ISBN:
9788415130123
Precio:
20,95 €
Penelope Fitzgerald
(1916-2000) es una voz singular en la literatura inglesa del
siglo XX: si bien hereda algunos rasgos típicos de la narrativa de su país
(como una agudeza a lo Jane Austen), muestra predilección por los ambientes alejados de su tierra,
como la Sajonia de Novalis en La flor azul (1997; Impedimenta, 2014) o la convulsa Rusia pre-bolchevique en El inicio de la primavera (1988;
Impedimenta, 2011). Además, evoca estos lugares con una concepción particular
de la estructura; no se limita a describirlos, sino que se impregna de ellos, trabajando la estructura para que cada escena (y
cada elisión) tengan significado, lo que la sitúa muy por encima de la novela
histórica al uso. Escritora tardía, Fitzgerald comenzó a escribir cuando ya
había cumplido los cincuenta, pero, a pesar de su corta carrera, consiguió un
gran reconocimiento, como demuestra la obtención del National Book Critics
Circle Award por La flor azul,
considerada su obra maestra, o el Man Booker Prize por A la deriva (1979; Mondadori, 2000). El inicio de la primavera también fue nominada a este último
premio.
La novela se desarrolla en
la ciudad de Moscú en 1913, una
época de corrupción política y miedo. En medio de estas circunstancias, Frank
Reid, un pequeño empresario de origen británico, debe afrontar la marcha de su
esposa, Nellie, que lo abandona junto a sus tres hijos sin darle ninguna
explicación. Asesorado por su peculiar contable, Selwyn Crane, un seguidor
acérrimo de Tolstói, Frank contrata a una joven aldeana, Lisa, para que se haga
cargo de los niños. Lisa, que aparenta ser una chica sencilla, de la que desconfía y se compadece a la vez («Da la impresión de
que lo que necesita esa chica es cuidar de sí misma, no cuidar de los demás»,
pág. 106), se instala
en su casa y poco a poco comienza a ocupar el lugar de Nellie. De forma
paralela, un estudiante se cuela de noche en la imprenta de Frank con el
propósito de imprimir unos folletos clandestinos, según dice. De pronto, todo
parece revuelto en la vida de Frank, y aún le queda mucho por descubrir.
Sebastian Faulks ha dicho
que «Leer una
novela de Fitzgerald es como subirse a un coche reluciente, y que a mitad del
camino alguien tire el volante por la ventana». En efecto, sus libros son desconcertantes, difíciles de catalogar, y El
inicio de la primavera
no es una excepción. El lector es el primero en sentirse desorientado por el
sorprendente devenir de la historia (¿qué relación tendrá el estudiante
misterioso con los problemas del hogar de Frank?, por ejemplo) y por el
contraste entre los diálogos cómicos, a veces rozando lo grotesco, y la
profunda tristeza que se entrevé al mismo tiempo en los personajes. En palabras
de Terence Dooley, su albacea literario, que firma un excelente postfacio, El inicio de la primavera es «una novela rusa en la que operan
oscuras fuerzas, y una comedia de costumbres inglesa»
(pág. 256); ella misma inventó el término «tragifarsa» para definir sus obras. El
lado ruso no solo se ve en el paisaje, sino en los ecos tolstoianos, el
carácter y las costumbres de la gente, su recibimiento de la primavera, mientras que lo inglés se encuentra en la organización de los capítulos, los
diálogos ingeniosos y la faceta divertida de los personajes. Fitzgerald,
además, había estado en Moscú en 1972 y conocía bien la literatura de este
país.
Los
personajes conforman un espléndido elenco en el que el humor se
funde con la incertidumbre, porque casi nadie es lo que parece. Selwyn Crane,
el poeta admirador de Tolstói, es uno de los más reveladores: bajo su apariencia
de secundario cómico, se esconde una pieza fundamental de la trama. Las
mujeres, asimismo, a pesar de no contar con la presencia de Frank, emergen como
las verdaderas protagonistas de fondo: por un lado, Nellie, la ausente, a la
que solo se conoce por un flashback
que recuerda su noviazgo con Frank; por el otro, Lisa, la joven aplicada de la
que también se sabe muy poco. Las dos comparten, no obstante, un halo de libertad, de rebeldía
—simbolizada por sus renuncias respectivas en lo que se refiere al aspecto
físico: Nellie dejó de llevar corsé y Lisa se cortó la melena— que contrasta
con el carácter serio y racional de Frank, quien seguramente es el personaje
más claro de todos («Si he de encontrarte un defecto, sería el de que no eres
capaz de comprender la importancia de lo que queda más allá del juicio o de la
razón. Y, sin embargo, en ese más allá reside todo un universo completo»,
pág.204-205). Todo ello, sin olvidar el papel desempeñado por los niños, sobre
todo la hija mayor, que tiene ocurrencias tan crudas como hilarantes.
Ese
choque entre lo racional y lo irracional, lo que queda «más allá», constituye
uno de los pilares de la novela. El título ya da una pista importante: la primavera, la naturaleza, lo mítico.
La historia transcurre a finales del invierno, y la llegada de la nueva
estación implica transformaciones, en el paisaje y en las vidas de los protagonistas —en La flor azul, Fitzgerald también utiliza
el cambio de temporada como elemento distintivo, en esa ocasión para abrir la
obra: la acción arranca en una casa donde hacen la colada—. El contenido se
mueve entre la realidad, marcada por una ligera crítica social de la época, y
ese punto inexplicable, como en la
mágica escena en el bosque de abedules, un punto álgido tan bello que por sí solo
justifica la lectura de este libro. Fitzgerald es una maestra en el dominio de las elisiones, de insinuar sin
contar explícitamente para que el lector haga su propia interpretación. Por
ese motivo, El inicio de la primavera
es una novela extraordinaria, capaz de provocar admiración por su fino retrato
de Rusia y sus gentes, y de asombrar por esa sutileza que obliga a releer y a
reconsiderar lo que uno ha entendido.
Penelope Fitzgerald |
Fitzgerald forma parte de las interesantes escritoras anglosajonas del
siglo XX que Impedimenta se está encargando de recuperar, como la también inglesa
Stella Gibbons, las irlandesas Iris Murdoch y Elizabeth Bowen, y las
estadounidenses Eudora Welty y Willa Cather, entre otras. Fitzgerald destaca por su agudeza, por un sentido del humor que, a
diferencia de Gibbons, combina la herencia británica con esa
predilección por escenarios ajenos que construye con plena
convicción. El inicio de la primavera es una gran oportunidad para disfrutar de la narrativa nada
convencional de la autora, de su mirada
punzante, sus personajes fuera de lo común, sus imágenes evocadoras, su extrañeza,
su encanto. Al final, lo que ocurre con Nellie es lo de menos
(o no), porque los grandes novelistas consiguen que cada capítulo merezca la pena por sí mismo, y Fitzgerald es una de ellos.