30 junio 2016

Una chica con pistola - Amy Stewart



Edición: Siruela, 2016 (trad. Carlos Jiménez Arribas)
Páginas: 332
ISBN: 9788416638826
Precio: 22,95 € (e-book: 9,99 €)
Leído en versión original (Girl Waits With Gun).

Hace tiempo que las reconstrucciones de episodios históricos en clave feminista se han convertido en una tendencia en la ficción (una de las escritoras más conocidas de esta corriente es Tracy Chevalier, autora de La joven de la perla). La primera novela de la estadounidense Amy Stewart, Una chica con pistola (2015), se puede encuadrar en este género, puesto que recrea la historia de una mujer que se convirtió en ayudante del sheriff en 1914, cuando estos cargos solo eran ocupados por hombres. Stewart, por si fuera poco, se inspira en un caso real y utiliza los nombres verdaderos de las tres protagonistas: las hermanas Constance, Norma y Fleurette Kopp, que se vieron involucradas en una serie de amenazas y persecuciones después de reclamar a un empresario que les pagara los daños ocasionados por haber embestido su calesa. La mayor, Constance, se erige como cabeza visible del enfrentamiento y sorprende al sheriff por su valentía. Más allá de este suceso, apenas se conserva información sobre las hermanas, por lo que la autora hace un ejercicio de imaginación para darles vida en esta novela, que inaugura una saga sobre las hazañas de Constance Kopp.
En 1914, las tres hermanas Kopp viven en una zona rural de Nueva Jersey. La madre, ya fallecida, era muy desconfiada y prefería estar alejada de la ciudad. Ellas mantienen este estilo de vida, en contra de la voluntad de su hermano, un hombre casado que no cree que las chicas puedan ser autosuficientes. No obstante, ellas le demuestran que se equivoca: las mayores, Constance y Norma, son mujeres recias que ya han cumplido los treinta y no sienten ningún interés por el matrimonio. Fleurette, de dieciséis años, grácil y presumida, es la niña mimada; los hermanos creen que le espera un futuro diferente, lejos del campo. En cualquier caso, su apacible monotonía se rompe cuando sufren un accidente mientras viajan en calesa. El responsable, Henry Kaufman, propietario de una fábrica, se compromete a pagar los daños, pero a la hora de la verdad hace caso omiso de las reclamaciones, por lo que Constance toma cartas en el asunto. Le hace una visita, y lo que ve no le gusta: Kaufman está reunido con sus colegas, unos gánsteres que para provocarla hacen comentarios obscenos sobre Fleurette. Constance, alta y fuerte, no se corta y estampa al hombre contra la pared. Sin embargo, esto solo empeora las cosas…
A partir de este planteamiento, Stewart construye una trama de intimidaciones, asaltos y violencia en la que las Kopp tratan de resistir mientras esperan la detención del culpable. El sheriff, que no puede garantizar la seguridad de las hermanas durante todo el día, enseña a Constance a usar un revólver; aquí está la chica con pistola. La novela recuerda a las intrigas policíacas (más «suave», eso sí): mucha acción, dinamismo, fluidez y sentido del humor. Entretenimiento puro. Entre líneas se puede hacer una interpretación feminista: por un lado, en la figura de Constance, como mujer que rompe los tópicos sobre la «feminidad» (fortaleza física y mental, rol de una cabeza de familia) y asume una responsabilidad hasta entonces exclusiva de hombres; por el otro, en la vulnerabilidad de cualquier chica ante los abusos, tanto verbales como físicos, del sector masculino, sobre todo cuando este sector lo conforman hombres con poder e influencias, como Kaufman (por ejemplo, el lenguaje vulgar que los compinches del empresario emplean para referirse a Fleurette; se fijan en la chica joven y mona porque saben que a las hermanas mayores no las podrían someter).
Dejando a un lado la intriga y la crítica del patriarcado, Una chica con pistola tiene otra posible lectura: la búsqueda de identidad. En concreto, el hecho de realizarse a través de una profesión acorde con las capacidades de cada uno. No es baladí que las hermanas se hayan criado prácticamente aisladas: el accidente no solo las pone en peligro, sino que trastoca su existencia en el sentido de forzarlas a relacionarse más, a llevar una vida mucho más activa. Si no se hubiera topado con los gánsteres, Constance no trabajaría para el sheriff, no habría descubierto que se le da bien proteger a los demás (una idea sugerente: los contratiempos también pueden tener consecuencias positivas porque generan un cambio). La reclusión de las Kopp, a propósito, es fruto de algo ocurrido en el pasado, que se narra de forma paralela a la historia principal. Este «secreto» resulta un tanto tópico y melodramático —es la única crítica que le hago—, pero se justifica porque la explicación del pasado era necesaria para plantear el tema de la identidad, de la superación de traumas para ser capaz de desarrollarse y encontrar un espacio propio.
Amy Stewart
En suma, Una chica con pistola tiene los ingredientes para ser una buena lectura de verano: 1) tres hermanas bien avenidas, a lo Mujercitas, una singular fraternidad que se convierte en su mejor escudo para enfrentarse al peligro juntas; 2) un suceso que da un giro a su vida, las envuelve en una atmósfera de riesgo que desemboca en una trama de intriga bastante emocionante; 3) prosa amena y clara, acorde con el tono distendido de la novela; 4) pese a ser un libro «ligero», no es banal, y los clichés sirven para que la peripecia de las hermanas sea algo más que el manido triunfo del Bien sobre el Mal. No es una obra de gran altura literaria, no aporta nada «nuevo» ni «diferente», pero está bien construida, Stewart escribe con oficio y las hermanas Kopp son una compañía muy agradable para las tardes calurosas.

28 junio 2016

Nada crece a la luz de la luna - Torborg Nedreaas



Edición: Errata naturae, 2016 (trad. Mariano González Campo)
Páginas: 272
ISBN: 9788416544097
Precio: 18,50 €

Si existiera una lista de novelas imprescindibles, de entre las editadas en 2016, esta, sin duda, formaría parte de ella. Torborg Nedreaas (1906-1987) es una escritora noruega, de las más importantes del siglo XX, que permanecía inédita en castellano hasta que Errata naturae decidió recuperar, con muy buen criterio, Nada crece a la luz de la luna (1947), la obra que la consagró. Nedreaas, que trabajó como profesora de música, era conocida como «la Simone de Beauvoir noruega» por el carácter feminista de sus libros, siempre comprometidos con los derechos de las mujeres, aunque su tratamiento era puramente literario, no filosófico. Ese no es el único motivo por el que merece ser leída: ante todo, en Nedreaas hay una narradora de raza, de pulso vigoroso, artífice de perfiles psicológicos potentes y atmósferas lúgubres. Apasionada, poética, despiadada, lúcida. Todo eso es Nedreaas.
Mi historia trata sobre la sangre. Pero no sobre la sangre en sentido poético, con belleza incluida. No. Fea. Horrible. Sangre, mucosidad y pus. ¿Sí? Estás frunciendo el ceño. Ya te he dicho que no va a ser algo hermoso, porque lo que voy a contar es la verdad. Traiciones, mentiras e hipocresía. Ésa es la verdad. He leído bastante, pero aún no he leído nada que sea completamente verdad. A excepción de los libros de medicina, y aun así son incompletos. ¡Oh! ¿Tienes más bebida? Ya me he puesto parlanchina. Pero tengo que hacerlo. Y tú debes soportar mis pensamientos. Tengo que desembuchar todo lo que he estado pensando durante tantos años.
¿Quién no ha querido alguna vez desahogarse con un extraño, vaciar la rabia y el dolor acumulados ante un oyente silencioso que no juzgue ni pregunte? El planteamiento de la novela resulta muy sugerente: en una estación de tren, un hombre encuentra a una mujer que vaga sola, sin rumbo. La lleva a su casa, donde ella le ofrece su cuerpo o su historia. Él elige conocer su vida, y a partir de aquí la mujer se abre en canal. Le advierte: «Ya no quiero mentir más, ni callar más. Estoy muy acostumbrada a mentir, ¿sabes?» (p. 19). El silencio y la represión de la sociedad han contribuido a su malestar. Ella le habla de su intimidad, de temas «femeninos» que en otras circunstancias no compartiría jamás con un hombre. Esta escena lleva la huella de la perversión, porque da la vuelta al curso natural de las cosas. Una mujer que habla y un hombre que escucha. La protagonista no está acostumbrada a que los hombres la escuchen, a que escuchen sus palabras incómodas.
Una ciudad pequeña, ya sabes. Donde se modelan las personas, donde se dictan los caracteres, donde se aterroriza a todos y cada uno de sus individuos… Se podría pensar que una persona es una persona y que sigue siendo la misma donde quiera que vaya a parar. ¿No es cierto? Ya sabes, dicen que el carácter es el destino. Pero habría que añadir: el entorno es el carácter. El entorno en una ciudad grande es tan variado que hay sitio para gente distinta entre sí, pero en un lugar tan pequeño… ¡oh!
El pueblo. Un pueblo pequeño de posguerra, con su cultura de pueblo, su mentalidad de pueblo y su inquisición de pueblo. Nedreaas, al igual que Edna O’Brien en Las chicas de campo (1960), denuncia la represión que el entorno rural y los valores tradicionales ejercen en los individuos que osan salir del redil. Esa ruptura con la estrechez de miras de la localidad va unida a la experiencia del amor sin matrimonio de por medio, un amor fascinante y arrebatador («Pero lo deseaba. Sí. Quería olvidarlo todo y, como las demás jóvenes, jugar a que estaba enamorada y era joven y feliz una fresca y bella noche de verano.», p. 64). Sin embargo, cuando la relación se tuerce se pone de manifiesto la vulnerabilidad del rol social de las mujeres después de un romance de esta naturaleza. Y, claro, no podía faltar el azote de la Iglesia, la hipocresía de la religión que la autora critica con dureza: «Decía que fornicar era el peor de los pecados… Sin embargo, hablaba poco sobre los pecados que las personas cometen entre sí. Las murmuraciones, las mezquindades, las mentiras… No decía nada del veneno con el que nos matamos unos a otros» (p. 57).
Sé que estoy siendo brutal. A los hombres no les gusta oír estas cosas. Debéis saberlo. Debéis saber qué se siente cuando estás tumbada en esa temida camilla de la consulta del médico mientras él escarba en tu interior rasgando, estrujando y arrancando todo tu útero. El útero no siente nada. Es en la espalda donde sientes esos absorbentes dolores cuando te arrancan uno de los órganos de tu cuerpo y te sacan una nueva vida a trocitos. Es tu alma la que se desangra ante semejante fechoría.
Porque, más que una confesión sobre un amor truncado (aunque en parte lo sea), Nada crece a la luz de la luna es una exploración del desamparo en el que queda la mujer que no se comporta según la moral de su época. Dice que ha terminado en una «cárcel», su propia cárcel, fruto de la presión social. No es casual que no se revele su nombre: ella podría ser cualquier mujer, cualquier mujer criada en un contexto similar podría (puede) haber vivido esta historia. Cualquier mujer que no se resignara a ser esposa y madre, o que, sencillamente, corriera riesgos, se dejara guiar por el instinto. En particular, resulta llamativa la crudeza con la que habla del aborto: la rabia, el dolor, las secuelas físicas y psicológicas. La desigualdad con respecto al hombre, ajeno a ello. El velo que se corre para ocultarlo en sociedad, porque abortar está considerado un motivo de vergüenza y deshonra. Probablemente es uno de los primeros libros en tratar este asunto de una forma tan abierta, tan rotunda. Nedreaas es una autora valiente y pionera, que demostró que se puede escribir una literatura (una excelente literatura) sobre aquello que concierne a las mujeres en lo más íntimo y feroz.
¿Sabes lo que me dijo un hombre una vez?… No, ya se desbocan mis pensamientos, pero quiero contarte lo que un hombre me dijo una vez. Me dijo: «Nada crece a la luz de la luna». Bueno, me desespero terriblemente porque no consigo expresar lo que quiero que entiendas ahora… Tenemos demasiado miedo a que nos dé directamente la ardiente luz del sol. Anhelamos el sol, pero nos sentimos más seguros bajo la luz de la luna. Lo entiendes, ¿verdad? En fin, tal vez lo entiendas cuando esta noche haya acabado.
Torborg Nedreaas
Tenemos miedo de ver el sol, sí, por eso a veces las personas se encierran en una cárcel, una cárcel interior que se alimenta de miedo. Miedo a actuar de forma coherente con uno mismo, en detrimento de la moral y la sociedad, de lo que espera la familia. «¡No! No. Desde que era pequeña siempre he sido un silencioso y pasivo NO.» (p. 80), dice la protagonista mientras se desahoga con el desconocido. Este libro es un grito desgarrado, un grito de indignación y tortura. Y, aun así, un grito hermoso, un grito que, a pesar de toda su crudeza, rebosa belleza en su lirismo, en la voz cálida como un susurro a media luz. Porque, al final, ha roto su silencio, ha roto el «no» para hacer valer su identidad de mujer que no encaja en los moldes. Nada crece a la luz de la luna destila esa «verdad», esa honradez perturbadora de las grandes obras. Si hoy se escribiera una novela como esta, no solo se aplaudiría a la autora, sino que la crítica admiraría su «atrevimiento», su «compromiso» con el feminismo. No hace falta: Nedreaas ya lo hizo, y muy bien, en 1947.
Citas en cursiva de las páginas 22, 34, 144 y 69.

26 junio 2016

Los borrachos de mi vida - Nuria Labari



Edición: Lengua de Trapo, 2009
Páginas: 192
ISBN: 9788483810590
Precio: 18,20 €

Hace unos días reseñé Cosas que brillan cuando están rotas (Círculo de Tiza, 2016), la primera novela de la periodista Nuria Labari (Santander, 1979), una aproximación al 11-M que está teniendo una buena acogida por parte de los lectores. Muchos descubrirán a Labari con esta última obra (y harán bien en hacerlo), pero, de hecho, la autora ya se había dado a conocer en 2009 con Los borrachos de mi vida, un libro de relatos galardonado con el VII Premio de Narrativa Caja Madrid, que fue alabado por escritoras como Rosa Montero, Soledad Puértolas y Elena Medel. Estos cuentos, si bien se alejan del enfoque periodístico que sí tiene la novela, manifiestan una afinidad por temas que se desarrollan más en Cosas que brillan…. En concreto, las tensiones cotidianas propias de la sociedad contemporánea; asuntos «incómodos», pero abordados con un tono entre simpático y tierno que facilita la digestión. Y, aunque el título pueda inducir a pensar lo contrario, esto no va (solo) de juergas juveniles: las relaciones familiares son sus grandes protagonistas.
Salvo alguna excepción, los trece relatos que lo componen mantienen un buen nivel y le permiten desplegar más su estilo gracias a las posibilidades del texto breve. Labari es una narradora primorosa, aguda y precisa, que utiliza técnicas narrativas diferentes y no se conforma con repetir la misma fórmula. Destacan los cuentos que abordan la relación entre padres e hijos desde el punto de vista del niño, como el que abre la compilación, «Cómo empaparte sin ver la lluvia», un texto intenso, rotundo, dirigido a un «tú» que es un muchacho cuyos padres se están divorciando. Siguiendo la rutina de una jornada cualquiera, detecta cómo la desazón del niño, la convicción de que nada será igual, se cuela por las rendijas de los actos cotidianos. En «Abre la puerta», plantea con ingenio la tendencia de los niños a idealizar a sus padres: una niña se fija en el llavero de papá y conoce más de él en función de las puertas que estas llaves abren. Pero no solo presta atención a los hijos cuando son niños: «De cómo se quedan los que se van» reflexiona sobre la relación entre un padre y su hija cuando esta se ha marchado de casa.
Tal vez por ser una obra de juventud, gran parte de los relatos muestran diversas facetas del coming-of-age de un personaje, esto es, del hecho de convertirse en adulto y el malestar que este proceso entraña. Hay uno especialmente delicado y a la vez muy crudo, «Trapos amarillos», en el que una niña toma conciencia de la muerte (y del modo en que la vida sigue pese a todo) después de perder a su abuelo. Labari es incisiva, pone el dedo en la llaga, pero con una voz suave que busca más la complicidad que el estremecimiento. Ocurre lo mismo en el último cuento, «Volar a mano o a máquina», en el que una niña que acaba de cumplir diez años visita a su hermano, que se encuentra en la cárcel, por primera vez. Pérdidas de inocencia duras, ásperas, pero que mantienen la candidez y la ternura. En general, en todos los relatos la ingenuidad de quien aún no ha abandonado el universo de la niñez (y esto no solo incluye a niños) convive con el dolor que provoca el descubrimiento del mundo adulto, el mundo cruel, el mundo de las fisuras.
Otras veces, la pérdida de inocencia se produce cuando los personajes son adolescentes o jóvenes. Las relaciones entre jóvenes son otro tema muy presente: desde la inestabilidad y la recién adquirida libertad de las aventuras esporádicas, sin ningún futuro (como «¿Quieres pintarme los labios?», sobre el veraneo de una chica en Ibiza) a las relaciones de pareja más asentadas, que no obstante distan de ser perfectas («Traumas y otros complementos», o el error de esperar demasiado de los demás). En este grupo también hay cuentos que experimentan con otros géneros, como «Amapola Blanca, sube al coche», un road-trip por el norte de España protagonizado por una joven que viaja con un hombre mayor que ella (eso sí, estilísticamente me parece el peor: el lenguaje es cursi, afectado, como de texto primerizo: «La barriga le caía como una lágrima, como un llanto suave e indestructible», pp. 38-39). En «Los objetos perdidos también lloran», por otra parte, repasa una relación a partir de lo que contienen las maletas de cada involucrado (a propósito, el título parece un adelanto del de su novela, Cosas que brillan cuando están rotas).
Cambiando de tercio, aunque en los relatos de miradas infantiles aparecen tanto niños como niñas, entre los jóvenes abundan más las mujeres y, por extensión, los asuntos relativos a la intimidad femenina, como su experiencia del amor, el deseo o la sexualidad, entre otros. «Ni siquiera adiós» es una brutal aproximación al aborto, en la que además entra en juego Internet: la protagonista participa en un foro en el que las mujeres que han sufrido un aborto comparten sus experiencias (en mi comentario de Cosas que brillan… ya dije que me parece un acierto utilizar los recursos digitales que forman parte de la vida cotidiana). «Cómo guardar un secreto» traza un hilo de complicidad entre una madre y su hija, y lo mismo ocurre en «A ninguna parte», donde una mujer, esposa, madre y ama de casa, harta de todo y de todos, se desahoga con una hija que la escucha en silencio.
Nuria Labari
El relato que da título al libro, «Los borrachos de mi vida», está escrito también de una forma peculiar: listas que enumeran las características de los allegados de la narradora con afición a la bebida, así como con sus «momentos estelares». Recuerda un poco a la redacción de blogs y medios digitales —las listas tienen mucho éxito en la red—, y es una forma original de hablarnos de su familia y los episodios que la han marcado. En suma, Los borrachos de mi vida me parece un debut que rebosa naturalidad y frescura para hablar de las preocupaciones cotidianas de ayer, de hoy y de mañana. Porque las relaciones familiares siempre han sido fruto de tensiones, pero la literatura debe encontrar maneras nuevas de explorarlas, de darles un sentido pleno, de desgranarlas desde la singularidad de la voz del autor y su tiempo. Eso es lo que hace Nuria Labari.

23 junio 2016

Cosas que brillan cuando están rotas - Nuria Labari



Edición: Círculo de Tiza, 2016
Páginas: 216
ISBN: 9788494434082
Precio: 22,00 €

Es mentira: la realidad no supera la ficción. Necesitamos la ficción para superar la realidad.*

Madrid, 11 de marzo de 2004. El peor atentado de la historia de España y, sin embargo, un asunto que todavía se ha abordado poco en literatura —posible debate para los comentarios: ¿te interesa leer novelas sobre el tema o prefieres dejarlo atrás?—. La periodista Nuria Labari (Santander, 1979), que por entonces tenía veinticuatro años, tuvo que cubrir el suceso: las estaciones, los hospitales, la morgue. De esta experiencia, que define como una «quiebra de sentido», surge su primera novela, Cosas que brillan cuando están rotas (2016), en la que reconstruye este episodio, planteado, eso sí, como una ficción y no como su testimonio, lo que no quita que esta ficción beba de sus experiencias. En la nota preliminar, explica que ha elegido este enfoque porque busca la empatía, y la ficción le parece el mejor canal para ponerse en el lugar del otro. De momento, le está funcionando: solo un mes después de su publicación ya iba por la quinta edición y hay quien la aclama como la revelación del año. Labari había debutado en 2009 con el libro de relatos Los borrachos de mi vida.
País perdido, personas perdidas
Siento que nunca estaremos a salvo, que nunca volveremos a sentirnos seguros, si es que alguna vez lo estuvimos.

Labari plantea dos crisis paralelas, dos niveles macro y micro: la crisis sociopolítica del 11-M y la crisis personal de un matrimonio y su hija adolescente. El 10 de marzo, el padre, Eric, se marcha con su hija, Clara, a Berlín. Necesita distanciarse de su esposa, y a la vez estrechar su lazo con Clara, a la que siente que no conoce. En casa se queda Eva, su mujer, la periodista que los próximos días recorrerá Madrid para informar sobre el miedo y el aturdimiento que asolan la ciudad. Los tres se sienten confusos, perdidos en una vida que hasta hace poco parecía bajo control. También la sociedad española experimenta una sensación parecida como consecuencia de los atentados. De esta forma, Labari mata dos pájaros de un tiro: por un lado, muestra que hay muchos tipos de catástrofes, colectivas e individuales, que el desequilibrio no solo es producto de una tragedia como el 11-M; y, por el otro, logra que la periodista no solo sea una periodista, sino que se la conozca en su intimidad y se note cómo el trabajo influye en su vida personal.
La historia se extiende diez días, tantos como capítulos tiene la novela, por lo que capta los atentados desde la inmediatez, cuando aún no se podían hacer análisis profundos y reinaba la confusión. La estructura alterna los puntos de vista: Eva, en Madrid; su hija Clara, en Berlín; y Eric, en comunicación con Eva por el correo electrónico (y el último fragmento). Labari, que escribe con el estilo depurado y preciso de periodista, se adapta muy bien a las herramientas digitales del siglo XXI: además de los correos, los personajes utilizan Messenger y SMS, y envían hojas de cálculo (reproducidas en la novela). Estos recursos le dan verosimilitud y ponen de relieve cómo la forma de comunicarse se transforma en el medio digital, cómo a veces resulta más fácil volcar los pensamientos incómodos por escrito y, en el caso de la hija y sus amigos, representarse a sí mismos con un apodo, con un nuevo «yo» que los padres desconocen. Labari es una escritora muy apegada a las tensiones del presente, en forma y fondo, como ya demostró en Los borrachos de mi vida.
Todo nos ha salido tal y como lo planeamos y, sin embargo, la amenaza persiste. Me obligo a repetirme que nos va bien, que lo hemos hecho bien, que yo estoy bien. Pero ¿nos va realmente bien? ¿de qué clase de bien estamos hablando?

La pareja tiene la particularidad de ser, en teoría, un «matrimonio ejemplar». Eric es el director ejecutivo de una empresa, Eva tiene un buen cargo en el periódico y, en suma, llevan un nivel de vida alto. Están bien de salud y su hija no les da problemas, más allá del alejamiento natural de esta etapa. Se puede decir que han cumplido las aspiraciones de las personas de su generación y, no obstante, no son felices. La situación es bastante forzada —sobre todo, el personaje de Eric, estereotipado como el CEO que hace listas de todo—, pero literariamente resulta útil para plantear esta contradicción: tenerlo todo y sentirse perdido. A lo largo de la novela, los personajes tratan de encontrar su rumbo. Y lo encuentran, claro, pero no convencen del mismo modo. Mientras que Eva, con sus reflexiones a pie de calle, tiene autenticidad y una evolución coherente, la relación entre padre e hija peca de plana y estereotipada, desemboca en unas reflexiones demasiado masticadas, demasiado «buscando la moraleja», que le restan naturalidad. El tratamiento de la adolescente desubicada también es un tanto tópico, pero aquí acierta porque traza un sutil paralelismo entre Eva y la madre de un presunto terrorista, a la que entrevista: dos madres que sienten que no conocen a sus hijos. Esto iba de empatía, no lo olvidemos.
El título, muy hermoso, juega con la idea de que a veces hace falta pasar un mal trago para dar lo mejor de uno mismo, para brillar con la imperfección exclusiva de cada uno. Está en consonancia con el tema de sobrevivir al miedo después de los atentados: nadie permanece igual después de una tragedia, pero Labari anima a seguir adelante, no como héroes, sino como personas frágiles que aprenden a convivir con el riesgo. Esta no es su única idea interesante: Eva, aun siendo una mujer comprometida y culta, tiene sus guilty pleasures: lee revistas de papel cuché en «el sofá de rendirse» (p. 55) —el nombre es una genialidad— y le encanta Love Actually. En cierto modo, Labari nos dice que necesitamos la frivolidad para vivir, que identificarse con un personaje de ficción es una manera de abstraerse con la imaginación, que lo intrascendente ayuda a sobrellevar lo duro. Es meritorio que lo haga en una obra sobre un tema, por lo demás, tan grave.
La responsabilidad social
No solo de crisis personales y colectivas va el asunto. Con su enfoque periodístico, era inevitable analizar el compromiso ético a la hora de informar sobre el atentado. Eva llega a la estación de Santa Eugenia poco después de las explosiones, va a los hospitales, la morgue, las manifestaciones… Todo ello basado en la experiencia de la autora, con el plus testimonial que eso supone. El punto de vista de Eva exterioriza las dudas de una periodista ante un suceso de este calibre: por un lado, el contacto con los familiares de las víctimas, la observación de las reacciones inmediatas de los que salieron ilesos (al menos físicamente) de los trenes, la inquietud de entrevistar a la madre de un detenido; por el otro, su rol en el periódico, la responsabilidad. Reflexiona sobre temas controvertidos del periodismo que siempre suscitan debate después de un atentado, como la conveniencia de publicar determinadas fotografías, el derecho a la intimidad de las víctimas, el deber de publicar información que el gobierno oculta pero la prensa sabe, o la mala costumbre de confundir información con sensacionalismo, o de redactar crónicas sentimentalistas («Mañana todos titularemos igual. Cursis y repes como cromos infantiles», p. 75).
La autora también entra en el terreno, más espinoso, de la memoria histórica. Enreda la trama más de lo necesario al introducir el Holocausto: Eric es de origen alemán y viaja con su hija a Berlín para visitar el Museo Judío. La decisión de relacionar dos tragedias no está mal: pone en perspectiva un exterminio del pasado, bien conocido a día de hoy, con una matanza que en ese momento aún no se ha digerido, aunque ya se intuye que marcará un antes y un después en España. La visita al museo introduce la cuestión de cómo se explica el Holocausto en la actualidad a las nuevas generaciones, qué tributo se rinde a las víctimas. Por extensión, el lector se pregunta cómo se hará (¿cómo se hace?) todo eso en relación con el 11-M. Es un interrogante pertinente; el problema es que existe tanta ficción sobre el nazismo que poner este ejemplo, precisamente este, es casi un cliché.
Nuria Labari
Con sus aciertos y sus deslices, merece la pena leer Cosas que brillan cuando están rotas. En primer lugar, porque es una novela sobre el 11-M (bravo por poner este tema sobre la mesa) construida desde el periodismo y con críticas oportunas; no todos los días se publica una obra como esta y esto hay que subrayarlo. En segundo lugar, rebosa actualidad en contenido y forma, integra los recursos digitales y plantea preocupaciones propias del presente. Para terminar, porque, aun forzando en exceso algunas situaciones, consigue su objetivo: la empatía. Además, es breve y accesible, por lo que puede interesar a lectores muy diferentes y es idóneo para clubes de lectura e institutos. Nuria Labari se une a escritoras como Elvira Navarro y Ariadna G. García como representante de la nueva literatura española «comprometida» con la realidad social. Sin ser perfecto, hay que celebrar que este libro exista… y celebrarlo quiere decir leerlo, rumiarlo, compartirlo, discutirlo. Lo está pidiendo a gritos.
*Citas en cursiva de las páginas 11, 30 y 16.
Nota sobre la edición: Círculo de Tiza, una editorial joven y con buen criterio, que cuida la cubierta y utiliza un cuerpo de letra cómodo. No obstante, este libro —mi ejemplar es de la segunda edición— necesitaría una revisión más exhaustiva: se han colado algunas erratas e imprecisiones (en el cap. 9, p. 183, pone «interviene Samira por primera vez», pero en la p. 180 ya había dicho «Samira es la primera en hablar»).

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