30 septiembre 2019

¿Puede prestarme su pistola, por favor? - Lorenza Mazzetti


Edición: Periférica, 2019 (trad. Natalia Zarco)
Páginas: 144
ISBN: 9788416291885
Precio: 15,50 €

La fragilidad de la «mujer libre»
El canon de literatura del siglo XX, que se halla en revisión permanente, tendría que reservar un lugar para la italiana Lorenza Mazzetti (Florencia, 1927), autora de una obra personal e incisiva que todavía hoy mantiene la capacidad de «sacudir» (perdón) al lector. Después de El cielo se cae (1962) y Con rabia (1963) –que narran, respectivamente, su infancia marcada por la muerte prematura de sus padres y su despertar juvenil en la Florencia de la posguerra–, Periférica continúa su recuperación con ¿Puede prestarme su pistola, por favor? (1969), que puede leerse como la siguiente entrega de su periplo, si bien funciona asimismo como libro independiente. La narradora, Penny, alter ego de la escritora, es una joven que se encuentra en una estación de tren, pero no sabe adónde ir. Ha escapado del núcleo familiar, dispuesta a comerse el mundo, en una Italia devastada tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, una vez allí, en el vagón, es incapaz de decidir su destino. Este es el relato de una chica que viaja sin rumbo, confundida, asustada, a la deriva; aunque sin dejar de hacerse preguntas.
Mazzetti escribe de una manera visceral, briosa, descarada, que contrasta con el miedo que se entrevé en la voz de la protagonista. El quid de la novela es la contradicción adolescente entre la voluntad de liberarse –a saber, de «matar a los padres», tanto en un sentido íntimo (la emancipación) como colectivo (la transformación social)– y la dificultad para poner en práctica tal propósito. Ha cogido el tren, de acuerdo, ¿y ahora qué? Su mente bulle de inquietud, de una pulsión que no logra canalizar. Intenta comportarse como la «nueva mujer»: habla sin tapujos de sexo, denuncia las injusticias de la sociedad, asegura sentirse independiente, empoderada, lejos de las ataduras de la familia. Pero en realidad todo es más complicado: las ganas de vivir, de cambiar el mundo, conviven con una profunda inseguridad paralizante. Esa joven que aparenta ser de armas tomar, firme, con una lengua viperina, está al borde del abismo, frágil, angustiada, más niña que nunca. El mensaje no ha perdido vigencia: para una mujer, no basta con ser consciente de su potencial para realizarse; existen otras barreras que cruzar, tanto para las muchachas apocadas como para las (a priori) más fuertes.
De algún modo, el libro indaga en la tensión entre la «vida interior», ese batiburrillo de pensamientos, emociones y deseos, y la «vida terrenal», que se rige por las normas sociales; una tensión que, para una joven, y además una joven que ha sufrido el trauma de la guerra, resulta más angustiosa que para un adulto resignado. La autora capta ese inconformismo juvenil, esas ganas de revolución; y retrata, también, la decepción consiguiente. Esta novela es la asunción de una derrota, esa derrota que supone, para la narradora, reconocer que, en el fondo, los principios que le han inculcado desde su niñez no estaban tan mal. Ella, que se creía emancipada, que usa anticonceptivos, que viaja sola, que no cree en ningún Dios ni el capitalismo, en ocasiones tiene la tentación de ser débil: de rendirse en los brazos protectores de un hombre tranquilo, afectuoso; de adherirse (de nuevo) a la moral cristiana para llenar el vacío que ha dejado la falta de fe; de poner fin a ese viaje incierto, volver a la ciudad, convertirse en una ciudadana, dejar de cuestionar las desigualdades del mundo.
La protagonista se expresa como si estuviera al límite, como si se jugara la vida en cada palabra. Es directa, rotunda, corrosiva; cuestiones como la violencia, el sexo o la rigidez familiar no son tabús para ella. Posee esa sinceridad descarnada, y por eso mismo ingenua, de la primera juventud. Como en Con rabia, el haber recibido una educación religiosa cobra importancia, tanto al tomar conciencia de la hipocresía que ha asimilado en su cosmovisión (y contra la que se rebela) como al darse cuenta de que, una vez desprendido ese yugo, no se siente más libre ni más completa, sino que descubre un vacío inesperado: el problema de la falta de sentido. Cuando se deja de creer en Dios, ¿qué queda? El sueño de la revolución que persigue al coger el tren. Pero, cuando este se extravía, ¿qué hacer?, ¿cómo vivir? No puede decirse que el aprendizaje de la narradora tenga un fin, una moraleja; la vida, si algo le demuestra, es una constante incertidumbre. Más que dar respuestas, la novela retrata esa fase de abrir los ojos y desengañarse. Y quizá, después de todo, la meta del ser humano no esté en derrocar el sistema, sino en disfrutar de las menudencias que tiende a infravalorar.
Lorenza Mazzetti
Mazzetti pertenece a la quinta de Luciano Bianciardi (Grosseto, 1922 – Milán, 1971), que por la misma época publicó su serie de crónicas sobre el círculo intelectual en la Italia de mediados de siglo XX: El trabajo cultural (1957), La integración (1960) y La vida agria (1962), entre otros. Si bien parten de planteamientos diferentes –él, un retrato del desencanto de los oficios del libro, con mucho humor; ella, una exploración intimista con especificidad femenina del despertar al mundo adulto–, ambos indagan en la idea de «hacer la revolución», de oponerse al pensamiento dominante. Expresan la indignación y las ganas de cambiar el mundo de una generación de jóvenes que ha crecido en la posguerra; y, aunque toman rumbos distintos en sus narraciones, culminan en una suerte de desencanto, decepción o resignación, porque a la hora de la verdad no es tan sencillo derribar el orden, carecen de medios suficientes, o, directamente, no saben por dónde empezar. En cualquier caso, es muy revelador leer a estos autores, que podrían ser nuestros abuelos, pero que suenan frescos, «modernos», gracias a su honradez, su escritura sin aderezos. Literatura que sigue muy viva.

27 septiembre 2019

El asiento del conductor - Muriel Spark


Edición: Contraseña, 2011 (trad. Pepa Linares)
Páginas: 136
ISBN: 9788493781866
Precio: 14,60 €

Lise, una mujer treintañera, toma un avión para ir de vacaciones al sur de Europa. Nada fuera de lo normal, salvo por su empeño por llamar la atención. Después de comprar el vestido más estrafalario de las tiendas y de incomodar a las dependientas de turno, su comportamiento tanto en el aeropuerto como durante el vuelo parece estudiado para no pasar desapercibida, en la apariencia (los colores chillones, las combinaciones de estampados imposibles) y en la actitud (la conversación, el descaro). Mientras que algunos pasajeros huyen despavoridos, recelosos de esta mujer perturbada, otros le siguen el juego, quizá porque se sienten solos, quizá porque en el fondo les gusta el riesgo. La protagonista trama algo, por algún motivo quiere asegurarse de que todos los que se crucen con ella la recuerden; pero ¿por qué? La narración lo anticipa: al día siguiente, cuando llegue a su destino, estará muerta.
La prolífica escritora escocesa Muriel Spark (Edimburgo, 1918 – Florencia, 2006), especialista en la novela breve y aclamada por títulos como Memento mori (1959), La plenitud de la señorita Brodie (1961) o Las señoritas de escasos medios (1963), entre otros, desarrolla en El asiento del conductor (1970) una suerte de «misterio al revés»: sin revelar más de la cuenta, hace cómplice al lector de las intenciones de la protagonista. Apenas da información sobre el pasado de la mujer o las causas de su conducta extravagante; deja que la conozcamos en tiempo presente, siguiendo su viaje paso a paso, desde el momento de la adquisición del atuendo hasta el desenlace anunciado, como testigos privilegiados de la representación de una actriz sobreactuada que va dejando migas de pan para trazar el camino a los futuros investigadores (y al mundo entero) una vez se haya convertido en la víctima de un crimen.
El talento de la autora reside en el dominio de la anticipación. Narra historias en las que se revela el final de antemano (al menos, una idea acerca de ese desenlace) y, no obstante, mantiene la tensión. El foco está puesto en los engranajes de la mente, la psicología de una mujer trastornada, que se va desvelando de forma progresiva, en los diálogos con personajes peculiares, en las acciones medidas, en el arte de la manipulación, en el desequilibrio. El misterio, para esta novelista, reside en la mente humana, y de las mujeres en particular: sus sinuosidades, su ambigüedad, su (en ocasiones) juego sucio. Es una observadora perspicaz, que prefiere insinuar a través de un gesto antes que desgranar en detalle las cavilaciones de la protagonista. Todo ello, siempre con el tono de una tragicomedia. Este último es otro rasgo distintivo de Muriel Spark: un sentido del humor cuando menos macabro. Picardía. Es capaz de relatar perversidades sin resultar turbia en exceso, gracias a un estilo afilado e ingenioso, el estilo de una artesana que busca la palabra justa y además tiene chispa.
Muriel Spark
Las novelas de la autora, bajo su aparente ligereza –breves, concisas, de lenguaje sencillo y comicidad bien entendida, que la hacen accesible para muchos lectores–, pueden hacer que se tenga la tentación de infravalorarlas, de tacharlas de literatura menor. En realidad, ocurre más bien lo contrario: es harto difícil alcanzar este grado de contención y sutileza en un texto, por no hablar de la naturalidad con que desliza esas píldoras de humor corrosivo o de su habilidad con los giros retóricos. Hace que escribir parezca fácil, pero de hecho leemos el fruto de un largo aprendizaje. Los libros cortos funcionan como un funambulista sobre la cuerda: son un ejercicio tan delicado como exigente, solo al alcance de un maestro, y basta un paso equivocado para echarlos a perder. Muriel Spark, por fortuna, no pierde aplomo en ningún momento. Detrás de El asiento del conductor hay una escritora brillante.

23 septiembre 2019

Enseñarle a hablar a una piedra - Annie Dillard


Edición: Errata naturae, 2019 (trad. Teresa Lanero)
Páginas: 240
ISBN: 9788417800222
Precio: 19,00 €

No soy una gran amante de la naturaleza. Me reconozco –con vergüenza– en la imagen de la estudiosa de salón: muchas lecturas, muchas buenas intenciones, pero nula práctica. Carezco de espíritu aventurero, del ímpetu del investigador in situ. Jamás tendría la valentía de irme a vivir a la montaña o de moverme por determinados parajes. Tampoco tengo el menor interés en ello; me bastan mis modestos placeres de urbanita. ¿Y por qué cuento todo esto, si a nadie le importa, si en una reseña la información puramente personal está de más? Porque, pese a no ser el perfil que uno identifica con ello, en los últimos años he disfrutado como lectora de la llamada nature writing. El mérito, por supuesto, es por completo de los autores: de clásicos como Henry David Thoreau o John Burroughs a contemporáneos como Doug Peacock, Terry Tempest Williams, Pete Fromm o Paolo Cognetti, sin olvidar a los escritores de narrativa con fuertes vínculos con la naturaleza, como Edward Abbey, Annie Proulx o Erri De Luca. Siempre he defendido que no importa el tema, sino el estilo, la voz. En otras palabras: del narrador depende convertir un asunto en interesante, despertar la curiosidad de su lector, contagiarle sus inquietudes. Los que he mencionado, entre otros, han conseguido que respire el aire de las montañas y me acerque a los animales aunque me halle encerrada en una habitación.
En mi descubrimiento de la nature writing sobresale el nombre de Annie Dillard (Pittsburgh, 1946), galardonada con el Premio Pulitzer de No Ficción en 1975 por Una temporada en Tinker Creek, su obra más importante. El título que ahora recupera Errata naturae, Enseñarle a hablar a una piedra (1982), es una recopilación de artículos, algunos publicados en revistas y otros inéditos; la clase de libro que suele considerarse un trabajo menor, si bien, como ella misma advierte en la introducción, conforman una parte esencial de su trayectoria. Algunos textos exploran una materia en profundidad; otros, más breves, se asemejan a una impresión. Comprende desde la observación de un eclipse total a un estudio de las míticas expediciones a los polos, pasando por las pesquisas de Charles Darwin en las islas Galápagos o un paseo cotidiano en una colina. De su hábitat natural al resto del mundo, porque, para cultivar este género, resulta fundamental moverse, tener alma de investigador. He aquí, por lo tanto, un compendio ecléctico, y, en parte por eso mismo, fascinante, sorprendente. No sabes de qué va a hablar en el siguiente ensayo, pero no importa, porque ella sabe hacerlo importante. Ahí está la clave: el estilo, entendido como mirada singular hacia lo que nos rodea.
Annie Dillard cultiva el ensayo en la manera que lo entendía Montaigne, a saber: lejos de las (a menudo aburridas) convenciones académicas, tomando como base la experiencia personal para, a partir de ahí, intentar construir un discurso. Por «experiencia personal» cabe entender asimismo su formación en humanidades, historia, ecología, biología; la aproximación de una mujer intelectual, que al mismo tiempo posee la adaptabilidad de una antropóloga de campo. Escribe sin ser experta en las cuestiones que aborda, pero con interés genuino; precisamente por no sentar cátedra, por hallarse a medio camino entre el especialista y el público ajeno a la disciplina, su estudio resulta persuasivo, ni encorsetado por el rigor académico ni trufado de lugares comunes. En ocasiones parte de una anécdota –la charla informal con un niño, la asistencia a la misa dominical–, que a continuación vehicula con el objeto de su análisis; una capacidad extraordinaria para conectar ideas, para observar con atención y desarrollar una pieza narrativa sólida, instructiva y, por qué no decirlo, conmovedora. Porque le pone «alma». O, por expresarlo de forma menos cursi, se implica. No es redactora (fría, formal, distante); sino escritora (artesana, subjetiva, original).
Annie Dillard
Sí, escritora, una escritora de verdad. Escriba sobre lo que escriba (y puede escribir sobre lo que le apetezca) capta lo sugestivo del asunto; su prosa tiene pulso, lirismo, veracidad. Es una suerte de escritura «reposada», con la inteligencia que nace no del destello, sino de la paciencia, los años de preparación. Tiene mejor estilo que muchos autores de ficción; me parece, no exagero, una de las escritoras más brillantes que he leído. Se desenvuelve tanto con las vivencias en primera persona –sus incursiones en entornos salvajes o el contacto otras culturas y religiones– como en la narración de lo que ha aprendido a través de la documentación; es, además, una erudita, aunque no presuma de ello. Posee la maleabilidad de ir de lo trivial a lo profundo, de lo efímero a lo permanente, de lo urbano a lo natural; tan pronto es la señora entrañable que habla con un chiquillo como una aventurera en un bosque perdido. Y siempre, siempre, es escritora. Incluso cuando no está escribiendo, porque pasear, mirar e impregnarse de sensaciones alimentan la mente del creador. Annie Dillard, desde luego, sabe sacarles partido.

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