Edición: Altamarea, 2018 (trad. Raquel Olcoz)
Páginas: 248
ISBN: 9788494833557
Precio: 18,90 €
Tan
cerca y tan lejos. La italiana Dacia Maraini (Fiesole, Florencia, 1936) es un ejemplo de escritora prolífica, con una carrera ampliamente reconocida, que, sin embargo,
no ha calado (aún: seamos optimistas) en el público español. No ha sido por
falta de interés: editoriales como Lumen, Seix Barral, Galaxia Gutenberg o
Minúscula le han publicado libros a lo largo de las décadas. La última en intentar
hacer un hueco a esta grande de las letras italianas es la pequeña Altamarea,
que ha recuperado Los años rotos (1963), su segunda novela, con una
nueva traducción, y ha apostado por su libro más reciente, Cuerpo feliz
(2018). Dacia Maraini ha cultivado diversos géneros, siempre con un marcado
carácter social, comprometida con la defensa de los más desfavorecidos y de las
mujeres en concreto. Quizá la nueva ola feminista que se está viviendo en España renueve el interés por ella; además, en ocasiones los autores
encuentran su sitio en sellos independientes que, a pesar de sus limitaciones en
términos de promoción, pueden dedicarles más tiempo, acercarlos
a los lectores que los disfrutarán de verdad. Ojalá este sea el caso y, al fin,
deje de ser una desconocida en este país.
Los
años rotos se
inscribe en la (rica) tradición de novela iniciática con protagonista femenina, en la que figuran títulos con los que puede «emparentarse», como Nada
(1944), de Carmen Laforet, Las chicas de campo (1960), de Edna O’Brien, Nuestras calles (1969), de Alessandra Lavagnino, y Con rabia (1963), de
Lorenza Mazzetti. La narradora protagonista, Enrica, tiene diecisiete años y
estudia mecanografía y taquigrafía en la Roma de principios de los sesenta. De origen humilde, aprende uno de los pocos oficios al alcance de las chicas de
su extracción social. Su relato está despojado de sentimentalismo, y ya desde
el primer capítulo impacta por su crudeza: una escena en la que Enrica va a
casa de un amigo para acostarse con él. Nada anómalo, salvo por el hecho de que
enseguida se nos descubre que él tiene novia, y por la brusquedad con que se
dirige a la amante («Desnúdate», le espeta). Enrica, consciente de todo,
obedece con un servilismo que, desde fuera, resulta humillante. En el encuentro
no hay una agresión como tal, pero tampoco romanticismo; la intimidad está
revestida de una frialdad hiriente. Enrica no se manifiesta, su narración es
parca, contenida; aunque no cuesta adivinar que, si consiente este
trato, se debe a que ella sí está enamorada del joven.
Luego,
en casa, Enrica se enfrenta a otro panorama poco esperanzador: por un lado, un padre ensimismado
en la construcción de jaulas, que, más que una afición, le supone una vía de
escape, un pretexto para no hacerse responsable del hogar; por otro, la madre
enfermiza, envejecida de forma prematura, gruesa, arisca, la mujer que carga
con el peso de la familia. La relación entre madre e hija, un pilar del libro,
se caracteriza, como en la obra de Elena Ferrante y Vivian Gornick, por esa
tensión entre el apego y la aspereza: la madre quiere lo mejor para su hija, la
presiona para que estudie; sin embargo, nunca tiene una palabra de cariño, su
afectividad se ha secado por las adversidades y el sentido práctico de quienes tienen
que trabajar duro para llenar el plato. En cuanto a Enrica, pese a la
conciencia de que su madre sostiene el hogar, o precisamente por ello,
experimenta un rechazo hacia ella, por cuanto encarna aquello en lo que no
quiere convertirse: una esposa ajada, con el carácter avinagrado, tosca, que ha
sufrido toda la vida por la ineptitud de su marido y por la pobreza.
Enrica
vive en un estado de espera, de transición incierta hacia el mundo de los
adultos. Está en una etapa de finales inminentes: el empeoramiento de salud de
la madre, su formación, la relación con el chico prometido con otra, la amistad
con un compañero de clase interesado en ella. La autora refleja cómo Enrica se
ha acostumbrado a todas las «disfuncionalidades» que conforman su rutina, a
saber, se ha habituado a la dureza de las relaciones humanas, a las carencias,
al sexo sin sentimientos. Ella, como tantos adolescentes, huye de un hogar que
le resulta hostil para lanzarse a los brazos de otras personas o entornos (el
amante, la escuela, los amigos) que tampoco colman ese vacío; no obstante, se
resigna a ello, como si en el fondo supiera que no puede aspirar a nada mejor.
La apatía, el tedio, rezuman en su voz desengañada; una radiografía social de
cómo las mujeres, y aún más las de clase baja, se veían encorsetadas por
partida doble: en lo profesional, solo podían aspirar a empleos poco
cualificados, que además de precarios resultan monótonos y fastidiosos, no se
les impulsaba a creer en ellas; en lo privado, desde
el momento en el que establecen su hogar se da por hecho que ellas se ocuparán
de las tareas domésticas y los cuidados. No es un futuro por el que una
muchacha pueda sentir ilusión, no cuando ha sido testigo del deterioro de su
madre.
Con
todo, a Enrica le esperan cambios. Todavía más: ella misma se mueve, cueste lo
que cueste, en busca de esos cambios; por desalentadoras que resulten sus
circunstancias, en el fondo se esboza un «mensaje» emancipador. Pertenece a una
generación en la que se está gestando la idea de «nueva mujer», y en su camino
encuentra diferentes perfiles en los que proyectarse, unos «modelos de mujer»
que las revelan a todas como víctimas, si bien de distintas maneras. En primer
lugar, la madre, trabajadora, responsable de la familia; con ella, se desmonta
la institución de la familia patriarcal: tanto la madre primero como la hija
después asumen las tareas, incluso con la ayuda de una vecina, hasta olvidarse
de sí mismas, de sus necesidades individuales, mientras que el hombre se revela
como un cabeza de familia inútil, egoísta, como un niño inmaduro que fracasó en
su intento por convertirse en un adulto. En segundo lugar, la señora Bardengo,
una mujer rica, independiente, pero desdichada a su vez por el mal de amores,
la soledad, la decrepitud del cuerpo; una mujer que se refugia en el alcohol,
vicio atípico entre ellas, que aumenta su fama de perturbada. Podemos mencionar
asimismo a Gabriella, compañera de clase, enamorada de un chico que la ignora,
por quien se arrastra; y las maestras Aiuti, con rencillas familiares por un matrimonio
inconveniente.
Todas
las mujeres de la novela comparten el hecho de anularse a sí mismas, de no
valorarse, porque la sociedad no las prepara para desenvolverse solas en el
mundo; porque las oprime, juzga, margina, según cuál sea su «pecado»; porque
les inocula la culpa, la abnegación, el sacrificio. Enrica aprende primero de
su madre, con el temor a correr su misma (mala) suerte: «Procuré no mirarla
mientras se quitaba el corsé y buscaba la bata en el armario. Me hacía pensar
que un día me volvería como ella, gorda, con las carnes flácidas y llena de
arrugas» (p. 14) –un tema, a propósito, que también explora de manera
excepcional Elena Ferrante–. Más adelante, al marcharse de casa, descubre en la
señora Bardengo un nuevo referente, por contraposición a su progenitora (adinerada,
autónoma, vanidosa); no obstante, también en ella termina por percibir aristas: «descubrí
en la pared de enfrente mi imagen en el espejo. Sujetaba la botella en la mano
e inclinaba la cabeza ligeramente hacia un lado. Eran los mismos gestos de la
señora Bardengo. […] Quería irme cuanto antes de aquella casa» (p. 225). Esta
es la historia de una muchacha que poco a poco define su identidad, asimilando
y desbrozando entre todo lo que observa a su alrededor.
Hablando
de los personajes femeninos, destaca su énfasis en la noción del cuerpo de cada edad: en Enrica, la lozanía de la juventud, la atracción entre sexos,
el juego amoroso; en las adultas fértiles, el embarazo, el aborto, la
maternidad, la transformación de su figura; al final, el cansancio, el
envejecimiento, la enfermedad. El cuerpo se concibe como el espacio de
representación de malestar social, o, mejor, de los múltiples abusos del
sistema patriarcal. Todas, ricas y pobres, jóvenes y mayores, canalizan de un
modo u otro esta presión: la muchacha que entrega su cuerpo al hombre en un
intercambio desigual; la obrera que se consume por una retribución dineraria
insuficiente; la madre que renuncia a su plenitud
física para dar a luz y cuidar de cuantos hijos se tercien; la coqueta
acomplejada por su pérdida de vigor por el paso del tiempo, el temor a no ser
lo bastante atractiva a ojos del amante más joven que ella; la chica que hace
frente a un aborto, sola, a escondidas, avergonzada; y, en general, una cultura
religiosa que inculca el pudor con respecto al cuerpo, el tabú, y con ello deja
a las mujeres sin herramientas (léase educación) para realizarse; de ahí que las
niñas, en su camino por la vida, partan más indefensas que sus homólogos
masculinos.
Es
asimismo pertinente analizar los «modelos de hombre» que aparecen.
Para empezar, el padre: un hombre ya maduro, embebido en una empresa
infructuosa, sin haber cumplido sus metas ni en lo personal ni en lo
profesional; una imagen de decrepitud, derrota, perturbación. No soporta la
presión del hogar, por lo que, en lugar de intentar salir adelante, se autoanula,
les da la espalda al mundo y a sus allegados. En segundo lugar, Cesare, el amor
de Enrica: estudiante, pese a acercarse ya a los treinta; prometido, pero con amantes; despreocupado, perezoso, mira por sí mismo, controla
las relaciones. El padre de Cesare, por otro lado, ronda por la casa como un
ente turbio; acepta el comportamiento poco honroso de su hijo porque él mismo
le ha dado ese ejemplo. Con respecto a Carlo, el compañero de clase de Enrica,
se distancia del perfil de hombre dominante, en principio: un muchacho
tranquilo, humilde como ella, que se preocupa con sinceridad; aun así, el no
verse correspondido en sus sentimientos saca a la luz una cara «oscura», y el
«buen chico» deviene pesado, incómodo, obsesivo y peligroso cuando es incapaz
de asumir el no de ella. Por otra parte, está Giulio, el abogado, un tipo
superficial, de los que creen que con dinero e influencias se puede todo;
encarna, para Enrica, la tentación de la comodidad, las apariencias. Por
último, Francesco, el criado de la señora Bardengo, un perfil machista, misógino, que se
burla de ella por tener un amante más joven mientras él se acuesta con una
sirvienta con quien se lleva unos cuantos años.
Los
hombres de la novela no son más felices que las mujeres, pero tienen ciertos privilegios, lo
que no significa que todos los sepan aprovechar, o que no padezcan otras
desigualdades. En general, llevan la batuta en las relaciones
afectivas y dan por sentadas ciertas situaciones (de tener la comida servida a
poder ir a la universidad, pasando por la autoridad en la cama) que ellas ni se
plantean. La relación de Enrica con ellos también experimenta una evolución: si
con las mujeres hacía un espejo, con los hombres aprende a marcar las
distancias, a imponer sus normas sutilmente pero con firmeza. Del padre de
quien debe alejarse para hacer su vida a los amores que no le traen nada bueno;
Enrica aprende a cerrar la puerta a lo que no le conviene, a deshacerse de más
de una losa. Sin hacer ruido, sin estridencias, porque Enrica sigue siendo una
chica tímida y discreta de principio a fin, pero con convicción. El estilo de
la autora –depurado, crudo, preciso, con diálogos brillantes– se sustenta en
las elisiones, que dan tanta información o más que lo narrado de manera
explícita. La voz de Enrica suena tan veraz precisamente porque en la «vida
real» no nos lo decimos todo; evasivas, silencios y medias verdades llenan la
narración. Es muy meritorio alcanzar esta contención, aún más en una escritora que entonces no tenía ni treinta años.
Dacia Maraini |
El
título original de la novela, L’età del malessere, incluye el término «malestar», tan
significativo; casi podría escribirse en plural, pues son muchos
los «malestares» de la protagonista. La autora insiste en
la jaula como metáfora, tanto por las que hace el padre como por una
escena en el zoo muy vívida: representan al progenitor, encerrado en sí mismo, pero
también a la propia Enrica, encerrada en su modesto mundo (casa, amante, escuela). En cuanto a la señora Bardengo, se describe su caserón como una vivienda lujosa, y
sin embargo triste por dentro; una jaula de oro. Algunos de los «malestares» de
Enrica son intrínsecos a su época; aun así, por mucho que se haya avanzado en
las oportunidades profesionales para las mujeres y en el reparto de
responsabilidades domésticas, en otros aspectos la obra sigue vigente: la
asimetría en las relaciones afectivas, por ejemplo, los abusos, los malos
tratos. Es más, ahora, con las redes sociales, el acoso ha tomado nuevas
dimensiones. Los jóvenes que difunden fotos
eróticas de sus compañeras pueden ser una versión del siglo XXI de los
problemas que plantea Dacia Maraini en Los años rotos: las chicas de
hoy, como Enrica, quizá incluso más que Enrica, sienten la presión de gustar,
sienten el miedo, no se atreven a alzar la voz. Este libro breve de hace más de
cincuenta años todavía da para muchas (y jugosas) reflexiones.
Bagheria me gustó cuando la leí en su día y leyendo ahora tu reseña creo que este me gustará también. Un saludo.
ResponderEliminarFrancisco