25 abril 2017

La luna y las hogueras - Cesare Pavese



Edición: Pre-Textos, 2008 (trad. Fernando Sánchez Alonso)
Páginas: 204
ISBN: 9788481914375
Precio: 17,00 €

La luna y las hogueras (1950), novela póstuma de Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908 – Turín, 1950), culmina de forma magistral la trayectoria de un escritor ineludible de la primera mitad del siglo XX. Utilizo el verbo «culminar» en sus dos significados: el de poner fin y el de alcanzar la cima, pues no en vano hay quien la considera su obra maestra. Se trata, en cualquier caso, de un libro empapado del universo pavesiano, que retoma motivos que le interesaron desde sus comienzos —como la búsqueda de identidad, la tensión de clase, la concepción mítica del espacio, entre otros— y los enriquece con los matices que aporta la experiencia, tanto en la textura del estilo como en la madurez de las meditaciones (esto se aprecia sobre todo al compararla con obras tempranas de argumento similar, como De tu tierra, publicada en 1941). Las novelas de Pavese no tienen tramas especialmente complejas o desarrolladas; más bien concentran un conflicto existencial en pocas páginas. La potencia de la narración reside en su voz poética y clara, de imágenes evocadoras.

Así que durante mucho tiempo he creído que este pueblo, en el que no he nacido, era todo el mundo. Ahora que de verdad he visto el mundo y he descubierto que está hecho de muchos pequeños pueblos, no sé si andaba muy errado de niño. Uno viaja por tierra y por mar como los jóvenes de mis tiempos iban a las fiestas de los pueblos vecinos y bailaban, bebían, se pegaban, llegaban a casa con la bandera y los puños rotos, y vuelve y comprueba que se sigue vendimiando y vendiéndose la uva en Canelli, que se siguen recogiendo las trufas y llevándose a Alba. Ahí continúa Nuto, mi amigo del Salto, que provee de cuétanos y de prensas a todo el valle hasta Camo. ¿Qué quiere decir esto? Que uno necesita un pueblo aunque no sea más que por la satisfacción de poder marcharse de él. Un pueblo supone no sentirse solo, saber que en la gente, en los árboles, en la tierra hay algo de ti que, incluso cuando no estás, se queda esperándote. Sin embargo, las cosas no son tan fáciles. Desde hace un año dejo Génova siempre que puedo y vengo, pero sigue escapándoseme. Estas cosas se entienden con el tiempo y la experiencia. Pero ¿es posible que con cuarenta años y con todo el mundo que he visto no sepa todavía qué es mi pueblo?

Un hombre, del que no se revela el nombre, relata en primera persona el regreso a su pueblo, en las colinas del Piamonte, veinte años después de abandonarlo. El hecho de no indicar su nombre no es una elección baladí: este personaje, como sabremos después, es huérfano, de niño fue acogido en una casa, luego contratado en otra como empleado. En la localidad lo conocían por un apodo: el Anguila, el muchacho escurridizo. Este apodo lo definía tan bien que el joven, en cuanto pudo, se «escurrió», para recalar primero en Génova y después en América. No se ha casado ni ha tenido hijos, aunque ha conocido a mujeres. En su carrera profesional le ha ido bien, se puede decir que ha tenido éxito. Y, sin embargo, el conflicto existencial permanece en él, que vuelve al origen para tratar de encontrarse. La búsqueda de identidad es aquí un tema fundamental, que empezó a gestarse en su infancia (un niño sin raíces familiares, más conocido por un símil con un animal que por su nombre propio, un niño pobre, marginado, marcado por la condición imborrable de huérfano) y reaparece en la edad adulta, cuando se encuentra en un punto de inflexión: no ha conseguido establecer vínculos afectivos sólidos, el trabajo no lo llena y retorna al pueblo que nunca fue un hogar, sin saber con exactitud lo que busca («Vivir en muchos lugares significa vivir en ninguna parte», p. 66).

Si me ponía a pensar en estas cosas, no terminaba nunca, porque me venían a la mente muchos sucesos, muchos afanes, muchas humillaciones pasadas, todas aquellas veces que creí haberme construido un refugio, tener amigos y una casa, poder hacerme incluso un nombre y cultivar un jardín. Sí, lo había creído y hasta me había dicho: «Si gano cuatro duros, me caso con una mujer y la mando con el niño al pueblo. Quiero que crezcan allí abajo, como yo». En cambio, no tenía hijos, y menos aún mujer. ¿Qué puede decirle este valle a una familia que viene del mar, que no ha oído hablar jamás de la luna ni de las hogueras? Hay que haberlo vivido, llevarlo en la sangre como el vino y la polenta. Sólo así puedes conocerlo sin necesidad de crearlo con palabras, sólo así lo que durante años has llevado dentro de ti sin saberlo puede despertar con el ruido del trinquete de un carro, con el coletazo de un buey, con el sabor de la sopa, con una voz que se oye en la plaza por la noche.

En el pueblo piamontés (tierra natal del autor, donde sitúa muchas de sus historias, o a la que alude en sus novelas de ciudad para contraponer el campo al espacio urbano), el protagonista se reencuentra con Nuto, un viejo amigo que, a diferencia de él, no se ha movido del monte. Tuvo sueños, quería ser músico, pero, como tantos antes que él, se resignó a lo que le ofrecía su entorno. Uno se marchó, el otro se quedó; ahora, ninguno de los dos se siente satisfecho. En este regreso a su localidad, Nuto ejerce de guía para el recién llegado: como buen conocedor de los entresijos de los vecinos, lo pone al día para que descubra qué ha cambiado y qué no. Esos paseos suscitan muchas (y suculentas) reflexiones en el narrador, que dan forma a los mejores pasajes (intensos, lúcidos, hermosos). El personaje se percata de que se han transformado muchas cosas (ha habido una guerra en medio, se han modificado las costumbres); aun así, tiene la sensación de que, en lo esencial, todo sigue igual. No lo celebra ni lo lamenta, aunque su voz está teñida de nostalgia, una nostalgia que añora más el tiempo en el que las ilusiones eran posibles que el pasado en sí, nunca feliz, nunca pleno.

Había regresado, había aparecido de improviso, había reunido una fortuna […], pero los rostros, las voces y las manos que debían tocarme y reconocerme ya no estaban. Hacía mucho tiempo que ya no estaban. Lo que quedaba era como una plaza a la mañana siguiente después de la fiesta, como un viñedo tras la vendimia, como ir solo al restaurante cuando alguien te ha dado plantón. Nuto, el único que vivía aún, había cambiado; era un hombre como yo. Por decirlo todo de una vez, yo también era un hombre, era otro. Y en el caso de que hubiera encontrado la Mora tal como la había conocido el primer invierno y después en verano y luego de nuevo en el otro verano e invierno, en los sucesivos días y noches de todos aquellos años, quizá no habría sabido qué hacer. Venía de demasiado lejos —y aquella ya no era mi casa, ya no era como Cinto, el mundo me había cambiado.

La luna y las hogueras (1950) es el título que sigue a Entre mujeres solas (1949) —novela que se publicó como parte de El bello verano, Premio Strega—, y no son pocas las similitudes entre ambas: aunque Entre mujeres solas está protagonizada por una mujer que regresa a su Turín natal (y no al campo), tanto ella como el protagonista de La luna y las hogueras se enfrentan a una tensión parecida, esto es, una alienación social que los conduce a regresar al mundo de la infancia y sus símbolos. Los dos, de origen humilde y sin parientes vivos, han prosperado en una ciudad alejada de su tierra, se han mantenido solteros y carecen de descendencia. Esto les supone un conflicto identitario: no han encontrando su pertenencia fuera de su lugar de nacimiento, pero vuelven a este como unos extranjeros, percibidos como extraños por los que se quedaron, y sintiéndose ellos mismos extraños, porque la realidad observada se funde con la que recuerdan. Los dos son personajes incomprendidos, solitarios, inmersos en la melancolía. Es reseñable que ni Turín para ella ni el campo para él ofrecen una cura para sus males: por mucho que Pavese guste de contraponer el espacio rural y el espacio urbano, no idealiza a uno por encima del otro en este sentido. No está de más, por otra parte, recordar que estas obras fueron escritas poco antes de su suicidio, cuando el autor había sufrido una decepción amorosa con la actriz norteamericana Constance Dowling, a quien dedica por cierto La luna y las hogueras; es posible detectar una correlación entre la etapa vital que atraviesan los personajes y la que afectaba al propio Pavese.

Entonces yo no entendía qué podía significar eso de crecer; pensaba que crecer sólo consistía en hacer cosas difíciles, como comprar una yunta de bueyes, tasar la uva, manejar la trilladora. No sabía que crecer quiere decir marcharse, envejecer, ver morir, encontrar la Mora cambiada.

El presente «oscuro» del protagonista no es el único eje de la novela. Los recuerdos se le despiertan al regresar al pueblo: todo lo que forma parte de él, incluso lo que no recordaba de forma consciente, emerge de nuevo. El pueblo rural conforma un minúsculo microcosmos sucio, embrutecido, sórdido, como el que ya mostró en De tu tierra o en Camino de sangre. Con estas novelas guarda otro paralelismo: la representación de la violencia contra las mujeres en el contexto campestre estrecho de miras. Un recuerdo vívido del narrador atañe a un suceso acontecido en casa de una familia con recursos, donde él trabajó de jovencito. Allí vivían el señor, su segunda mujer, las dos hijas mayores, Silvia e Irene, y la menor, Santina. Con las hijas jóvenes se produjo el despertar del erotismo del protagonista, otra cuestión relevante en la obra de Pavese (véase El bello verano): observándolas, escuchándolas a escondidas, se dejó fascinar por su belleza y su frescura, pero también descubrió su amargura, la amargura de chicas guapas y ricas, un hallazgo inesperado para él, porque a su lado parecían tenerlo todo. La infelicidad, descubre el narrador, no depende tanto de lo que se tenga, ni de la clase social acomodada, como de ese malestar del que no escapa nadie. Hay un paralelismo entre las chicas del caserón de su pueblo y una mujer norteamericana a la que conoció: esta última aspiraba a ser actriz, pero al final se resignó.

De todo aquello, de la Mora, de la vida que llevábamos, ¿qué es lo que queda? Durante muchos años me ha bastado con aspirar el olor de los tilos que venía con una ráfaga de viento en la noche para sentirme otro, para sentirme realmente yo, aunque no sabría explicar por qué. Algo en lo que no dejo de pensar es en la cantidad de gente que debe de vivir en este valle y en el mundo a la que precisamente ahora le está sucediendo lo mismo que a nosotros entonces y no se da cuenta, no piensa en ello. A lo mejor hay una casa, una terraza, unas chicas, unos viejos, una niña —y un Nuto, un Canelli, una estación, uno como yo que quiere marcharse y salir adelante— y en verano trillan el trigo, vendimian, van en invierno de caza y viven igual que nosotros. Y así debe ser por fuerza. Los chicos, las mujeres, el mundo no han cambiado en absoluto. Ya nadie usa sombrillas, el domingo se va al cine en vez de a la fiesta, se lleva el trigo al pósito, las chicas fuman y, sin embargo, la vida es la misma y no saben que un día ellos mirarán a su alrededor y comprobarán que todo lo que fue suyo también ha desaparecido.
Cesare Pavese

Todos, los vivos y los muertos, los de ayer, los de hoy y los de mañana, comparten sus vidas truncadas, por la pasión, por la guerra, por la necesidad de libertad… Por la vida misma, podría decirse. He escrito la palabra «mañana»: el narrador, a su regreso, conoce a un niño con una pierna en mal estado. El protagonista enseguida se ve reflejado en él, en este niño «inadaptado», trata de ayudarlo, de inculcarle aspiraciones, una esperanza en el futuro. El desencanto del narrador contrasta con su fe en el muchacho: de algún modo, la trama del niño marca la unión del pasado con el futuro, plantea que el ciclo vital sigue adelante, que la realidad de ayer se repite en esta nueva realidad no tan cambiada, que sigue habiendo niños que algún día lograrán grandes cosas y luego quizá volverán a buscar sus raíces. «Uno no debería hacerse mayor ni conocer el mundo» (p. 76), escribe Pavese. Esta frase resume el desaliento de la madurez del protagonista, un hombre que no encuentra el ánimo más que en la relación con el niño. En lo pequeño de la localidad, en lo pequeño de la peripecia individual, cabe un desánimo, una nostalgia que trasciende estas páginas y atañe a todo aquel que haya retrocedido para tratar de encontrarse y, sin embargo, se encontró solo con sus recuerdos de lo que ya no existe.
No quiero terminar esta reseña sin una mención al traductor, Fernando Sánchez Alonso, que, además de verter la prosa limpia y sutil de Pavese, que en esta obra es especialmente rica en reflexiones, acompaña el texto de unas notas aclaratorias que sin duda enriquecen la lectura.
Citas en cursiva de las páginas 13, 59, 83-84, 84 y 155.

21 abril 2017

Las palabras de la noche - Natalia Ginzburg



Edición: Pre-Textos, 2001 (trad. Andrés Trapiello)
Páginas: 128
ISBN: 9788481913996
Precio: 12,00 €

Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991) escribió Las palabras de la noche (1961) durante una breve estancia en Londres. Esto ocurrió cerca de diez años después de publicar la que muchos consideran su obra maestra, Todos nuestros ayeres (1952), una novela que, siguiendo las peripecias de una muchacha, recorre el devenir de una familia desde antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial hasta la liberación de Italia, narrada con una «escritura hablada» que es sin duda una de las marcas de la autora, siempre próxima a la oralidad, al universo de lo cotidiano en forma y fondo. Las palabras de la noche comparte (e incluso acentúa) este último rasgo, aunque, en conjunto, su alcance resulta menor, en el sentido de que limita la acción a dos personajes y se desarrolla durante poco tiempo, por lo que se pierde esa dimensión macrohistórica que tienen tanto Todos nuestros ayeres como Léxico familiar (1963, Premio Strega). Aun así, un menor alcance no significa una calidad inferior, ya que Natalia Ginzburg también posee las herramientas para brillar en la distancia corta, como había demostrado, por ejemplo, en la magnífica Y eso fue lo que pasó (1947).
Las palabras de la noche sugiere, desde su título (en el original, Le voci della sera, es decir, Las voces de la noche, más exacto), una reflexión sobre el ejercicio de hablar, de conversar, y, en concreto, de dialogar en la intimidad, de noche, en circunstancias que distancian este gesto de las charlas triviales a la luz del día. Pero vayamos paso a paso. Está narrada en primera persona por Elsa, una chica de veintisiete años, burguesa y de provincias, aún soltera. Y esto, en la posguerra, supone un conflicto, más para la familia que para ella misma. Elsa entronca, por su carácter discreto, ingenuo hasta cierto punto, con otras protagonistas de Natalia Ginzburg; aunque, a diferencia de las de Y eso fue lo que pasó y Todos nuestros ayeres, todavía no conoce el matrimonio ni la desesperación que puede provocar en las mujeres. La joven se encuentra en esa etapa, en apariencia provisional, entre la dependencia de los padres y la dependencia (futura e hipotética) del marido. Sin embargo, Elsa tiene un secreto: se ve a escondidas con un chico del pueblo, Tommasino; los dos escapan a la ciudad para encontrarse.
Esto introduce un tema importante en Ginzburg: la noción de camino, de viaje, el paso de un mundo a otro (mundos físicos, pero sobre todo simbólicos). Lo introdujo en su primera novela, El camino que va a la ciudad (1942), y retoma ese motivo. Los personajes, Elsa y Tommasino, se han criado en la misma localidad, se conocen desde niños. Nada les prohíbe dejarse ver juntos, no pondrían trabas a su relación; son ellos quienes toman la decisión de hacerlo en la ciudad, solo en la ciudad. El pueblo se representa como un espacio pequeño y opresivo, donde hay prejuicios y estrechez de miras, donde todos saben de todos y comentan. En los años cuarenta, la propia Natalia Ginzburg, que había pasado la mayor parte de su vida en Turín, se vio desterrada, junto a su marido (antifascista comprometido), a Pizzoli, un pueblo perdido en los Abruzos. Ginzburg, acostumbrada a un ambiente más liberal y cultivado, sufrió en sus carnes las limitaciones del municipio, la angustia de quien se siente atrapado, una experiencia que influyó en su obra. La joven pareja de Las palabras de la noche, en su deseo de evasión, hace escapadas a la ciudad. El valor de la ciudad no está en el hecho de ser una ciudad, sino en lo que significa para los jóvenes pueblerinos, que la asocian con la libertad y la independencia; en suma, un lugar simbólico donde sus sueños pueden realizarse.
La opresión del campo se despliega, además, con el relato de la familia de Tommasino, al que se dedica un número de páginas nada despreciable. El padre, un trabajador que subió de estatus gracias a una fábrica; algunos hermanos, que cayeron en desgracia; una cuñada, terriblemente infeliz. En particular, se hace hincapié en los fracasos personales, producidos en el momento de encauzar sus vidas (sí: la etapa que atraviesan tanto Elsa como Tommasino): vivencias de gente que se equivocó al contraer matrimonio, que se enfrentó a las dudas, el miedo. En cierto modo, todos son víctimas de sus familias, bien por la figura de una madre dominante (también para la protagonista), bien por la (mala) fama que se cierne sobre los de su estirpe después de un acontecimiento grave, una fama de la que resulta difícil liberarse en un pueblo. Natalia Ginzburg pone de relieve que no son excepciones: todos, en mayor o menor medida, tienen sus tensiones, nada garantiza el bienestar, pero no moverse, quedarse estancado en esta fase, tampoco. Las esperanzas truncadas forman parte del aprendizaje inevitable de cualquier adulto. Como la soledad, la melancolía, la incomprensión.
La cultura rural se relaciona con las charlas a las que aludía antes. Volvamos al título, a la reflexión sobre la naturaleza de las «voces». El estilo de la autora en esta novela tiene una particularidad: se apoya mucho en el diálogo, en las conversaciones (a diferencia de títulos como Todos nuestros ayeres, en los que no hay ni una sola raya de diálogo y lo hablado se integra en el párrafo). No se trata, en general, de charlas profundas, sino que presta atención a todos los comentarios banales con los que se llena el silencio (el ruido, los podríamos llamar). Se utilizan exclamaciones, lenguaje coloquial; Natalia Ginzburg tiene la habilidad de captar con precisión la frescura del habla de la gente corriente (una capacidad que ya le sirvió para hilar sus memorias familiares, Léxico familiar). Incluso, en ocasiones, aparecen varios parlamentos seguidos de un mismo personaje, una forma singular de mostrar que el interlocutor permanece callado («—Estamos casi siempre en silencio, porque hemos empezado a enterrar lo que pensamos, muy hondo, en lo más profundo de nosotros. Después, cuando volvamos a hablar, diremos sólo cosas inútiles.», p. 113). Con estos recursos, consigue que, con una narración en primera persona, queden representadas las voces de muchos personajes. No impone una gran introspección de la protagonista: se siente más cómoda escuchando que exponiendo sus ideas en voz alta, pone a los demás por delante de sí misma, y con esto dice más de su persona de lo que podría expresar con palabras.
Esta atención al diálogo, no obstante, conduce a una paradoja: pocas veces se habla de lo importante, pocas veces se expresa lo que uno piensa de verdad; aunque, en cualquier caso, la conducta que cada uno escoge en torno al hecho de hablar (o callar) da mucha información acerca de su forma de ser. La novela se apoya en una estructura circular: comienza y termina con el parloteo incesante de la madre de Elsa, una mujer acaparadora, cotilla y quejica. Ese parloteo trivial de quienes charlan por ocupar el tiempo o para hacerse notar contrasta con el secretismo (incluso el hermetismo) de los enamorados, que ocultan la relación a sus familias. En apariencia, la comunicación entre Elsa y su madre es fluida, se las puede ver pasear juntas, en actitud amigable; a la hora de la verdad, sin embargo, los silencios pesan más que esos largos diálogos de palabras huecas y preocupaciones vanas. Natalia Ginzburg retrata así dos puntos clave de la vida cotidiana: la dificultad para comunicarse y, a la vez, la utilidad de los asuntos fútiles para romper la frialdad y mantener la unión pese a todo («—Es por tener un poco de conversación —dijo mi madre—. ¿Quieres que nos pasemos toda la noche mirándonos a los ojos? Se cuentan cosas, se habla. Se dice esto, lo otro, lo de más allá.», p. 102).
Natalia Ginzburg
Natalia Ginzburg escribe siempre con una ligereza aparente que le permite ahondar en la psicología de sus personajes. Sus novelas son muy cercanas a la vida, al día a día, a lo común. Con un estilo claro y conciso, libre de artificios recargados, pone el dedo en la llaga en los conflictos de los personajes, a los que muestra no solo a través de lo que dicen, sino, y sobre todo, de lo que hacen y lo que callan. Es una narradora muy, muy inteligente, de esa inteligencia que ni se nota, porque no busca el alarde, tan solo deja que la historia fluya, adaptándose a las necesidades de esta. Y lo consigue gracias a un estilo limpio, tan sencillo que hace que parezca fácil escribir, aunque es bien sabido que cuesta mucho depurar la voz hasta lograr esa pulcritud. Hoy, medio siglo después de su publicación, Las palabras de la noche sigue siendo una novela que nos atañe, que habla de nosotros y de lo que nos vuelve vulnerables. Como Y eso fue lo que pasó. Como Todos nuestros ayeres. Como Léxico familiar. Como Querido Miguel. Como… como todo lo que escribió esta escritora extraordinaria.
Imágenes de la película Las voces de la noche (2004), una adaptación de la novela de Salvador García Ruiz.

19 abril 2017

Los peces no cierran los ojos - Erri De Luca



Edición: Seix Barral, 2012 (trad. Carlos Gumpert)
Páginas: 128
ISBN: 9788432214172
Precio: 15,00 € (bolsillo: 6,95 € / e-book: 6,49 €)
Leído en la edición en catalán de Bromera, 2012 (trad. Anna Casassas).

Mi cabeza había cambiado, y a mí me parecía que para mal. A la edad en que los niños han dejado de llorar, yo, en cambio, comenzaba. La infancia había sido una guerra, alrededor morían más criaturas que viejos. Su tiempo no era ningún juguete, aunque jugaran con él con furia. A mí se me había perdonado, pero tenía que merecerme el tiempo.

Dice Rosa Chacel: «Y ésa es una de las cosas que yo siento como esenciales: no romper el hilo, seguir siempre hablando de lo mismo —en su infinito cambio— siempre respondiendo acordes, nunca saliendo por peteneras para complacer a la galería. Ése es el sistema que lleva no a ser original, sino a ser originario» (en su correspondencia con Ana María Moix, De mar a mar, Comba, 2015, p. 52). Habla de los escritores que vuelven una y otra vez sobre lo mismo a lo largo de su carrera, que dan forma a un corpus personal, un universo literario propio. Y, entre los autores contemporáneos, no se me ocurre un ejemplo mejor de ello que el italiano Erri De Luca (Nápoles, 1950). En su vasta producción, los temas, los escenarios y los personajes son limitadísimos; sin embargo, en cada libro les da otra vida, su voz tiene la textura necesaria para enriquecerlos, para aportar otro matiz sin dejar de ser coherente consigo mismo, hasta el punto de crear su propio género. Sí: verdaderamente originario.
Los peces no cierran los ojos (2011) tuvo bastante repercusión en los medios españoles y, al menos aquí, parece ser su obra más conocida: fue la primera novela que le publicó Seix Barral, del Grupo Planeta, acompañada de una campaña de lanzamiento más intensa que las de Akal y Siruela, las editoriales que apostaron antes por él. Promociones aparte, no cabe duda de que se trata de un buen libro, y, además, un libro muy «típico» de Erri De Luca, pues comprende las cuestiones en las que ha ahondado una y otra vez desde sus inicios: el aprendizaje en la infancia, el Nápoles de posguerra, el primer amor, la pasión por los libros y el respeto por el medio ambiente. El narrador, a sus sesenta años, recuerda en primera persona el verano de cuando tenía diez: una historia de iniciación en una isla napolitana, sobre un muchacho que conoce a una chica y otras realidades más amargas, en sintonía con El día antes de la felicidad (2009) y, sobre todo, con Tú, mío (1998).
Aquel verano, el protagonista aprendió el significado de las palabras «amor» y «justicia», gracias a una jovencita cuyo nombre no recuerda: «Cuando hago de lector enseguida olvido los nombres de las historias. No añaden consistencia y son una convención. Por eso dejo vacía la casilla del nombre y continúo llamándola jovencita, porque de niña no la conocí» (p. 65). Tal vez esto último sea el motivo por el que tampoco revela nunca el nombre del narrador, su alter ego (él mismo ha reconocido que toda su obra tiene ecos autobiográficos, y no cuesta advertirlos). El personaje tiene dos frentes abiertos, o dos conflictos internos, uno ligado a cada palabra y a la vez interrelacionados: por un lado, la relación con la chica, el descubrimiento de algo parecido al amor a tan corta edad; por el otro, el enfrentamiento latente con unos muchachos, mayores que el protagonista, que rondan a su amiga y lo intimidan a él por celos. El mismo verano en el que descubre el afecto mutuo con otra persona descubre también la tensión, la envidia y, en suma, la violencia que esto desencadena.
El protagonista, no obstante, dista mucho de parecerse a los tipos chulescos que lo provocan. A sus diez años, está en una edad intermedia entre la más tierna infancia y la adolescencia; Erri De Luca, con su excelente uso de las digresiones, medita acerca de la naturaleza de esta etapa antes de entrar en materia. El muchacho se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor, no es un niño al que se pueda engañar, pero la particularidad de conocer ese mundo de forma consciente por primera vez añade matices a su mirada, matices de asombro, de ternura. Es un niño de ciudad que aprovecha las vacaciones para aprender el oficio de los pescadores y estar en contacto con el mar. Es, además, un gran lector, y los libros tienen un papel determinante a la hora de entender a los adultos. Al narrador no le interesan los niños de su edad, no comparte intereses con los bravucones; en cambio, su nueva amiga le llama la atención porque devora novelas policíacas y dice ser escritora. Ella, una gran amante de los animales, le dice que tiene ojos de pez, de ahí el título. En medio de una isla en la que tan a menudo impera la tosca ley del más fuerte, estos chiquillos solitarios y sensibles rompen su cascarón y hallan un tesoro de valor incalculable: la complicidad.
Erri De Luca
La historia de Los peces no cierran los ojos, la historia del narrador y su amiga lectora de novelas policíacas, me parece, si me permitís la cursilería, preciosa, si bien no en el sentido en el que suele emplearse este término. Nada de romanticismo, nada de exaltación, nada de final feliz (aunque tampoco lo consideraría un desenlace «infeliz». Prefiero llamarlo un final hermoso, como el poso que deja un verano de la pubertad). Son personajes poco afines a las costumbres dominantes que, de pronto, se encuentran y se hacen compañía. En la hermosura de este relato tiene mucho que ver el estilo poético y preciso de Erri De Luca, como siempre salpicado de reflexiones sobre sus temas recurrentes (la posguerra, la naturaleza, la lectura, Nápoles). Es un pedazo de intimidad contada con gusto; otra muestra de ese hilo espléndido que el autor lleva años tejiendo.
Cita inicial en cursiva de la página 9.

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