31 mayo 2017

Gran Cabaret - David Grossman



Edición: Lumen, 2015 (trad. Ana María Bejarano)
Páginas: 176
ISBN: 9788426402028
Precio: 17,90 € (e-book: 10,99 €)
Leído en la edición en catalán de Edicions 62 (trad. Roser Lluch i Oms, 2015).

Ningún lector informado debería sorprenderse si, allá por el mes de octubre, anuncian que David Grossman (Jerusalén, 1954) ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura. El escritor israelí, autor de obras como El chico zigzag, La vida entera o Delirio, cuenta con un gran reconocimiento internacional y ya ha recibido numerosas distinciones. Además, es un activista por la paz junto a sus compatriotas Amos Oz y Abraham B. Yehoshua. En estos momentos, Gran Cabaret (2014), su novela más reciente, que se ha publicado hace poco en inglés pero ya lleva un par de años traducida al castellano —de hecho, su traductora, Ana María Bejarano, recibió el Premio Nacional a la Mejor Traducción por este libro: basta leer unas líneas de su estilo complejo y lleno de matices para comprender la magnitud de su trabajo—, se encuentra entre los títulos finalistas al prestigioso Premio Man Booker International, que se fallará el próximo mes de junio. Con esta novela, hace un ligero cambio de registro, aunque conserva intacta su capacidad para penetrar en lo más recóndito del alma.
La acción de Gran Cabaret se desarrolla en un teatro de Cesarea, una localidad israelí. El narrador es un juez jubilado, viudo desde hace poco tiempo, que acude a la sala para ver el espectáculo de un amigo de su infancia, Dóvale, por deseo expreso de este, que se puso en contacto con él con una extraña petición: que le contara lo que viera en el escenario, ya que como juez tiene la capacidad de juzgar a los demás. Un tipo peculiar, Dóvale. De niño solía andar con las manos, y terminó convirtiéndose en cómico. Solo que lo que presencia el narrador no es un show humorístico al uso: en medio de su actuación, Dóvale comienza a hablar del primer entierro al que acudió. Un tema poco divertido, ¿verdad? Todavía lo es menos cuando relata que el entierro era de su padre o de su madre; al comunicárselo, no le dijeron quién de los dos habría muerto y él se pasó todo el trayecto cavilando; una imagen lúgubre, la de un muchacho regresando a casa con esa angustia. Dóvale comparte esta experiencia mezclándola con chistes, mientras contempla cómo las butacas del público se van vaciando.
En realidad, la «broma» de este espectáculo tan extraño es él mismo, Dóvale. A partir de la historia del entierro, rememora sus raíces, su infancia dura, los episodios trágicos de su vida. Los espectadores que acudieron en busca de entretenimiento fútil se marchan indignados, pero hay algo hipnótico en el monólogo de Dóvale, en su humor negro, en lo grotesco de ese número que pasa del chiste a la herida más profunda. Este hombre que se abre en canal interpela a los pocos que permanecen pendientes de él, como su viejo amigo. La pérdida de Dóvale entronca con el duelo del narrador por su esposa. Hay otra conocida, una mujer enana, a la que llama Euriclea, como la que reconoció a Ulises por su cicatriz: ella le reprocha que ha cambiado, que antes era bueno. El particular descenso de Dóvale a los infiernos lo ha convertido en un ser patético; su «derrota» como humorista en esta actuación que el público rechaza simboliza de algún modo su decrepitud, su caída a los abismos. Él no solo no la evita, sino que se regodea en ella, como la persona que ya no tiene nada que perder.
David Grossman
Gran Cabaret va mucho más allá de lo que cuenta el cómico. El acierto de elegir como narrador a un amigo distanciado de él que acude a verlo sin saber qué esperar subraya las costuras del discurso de Dóvale: en lugar de un monólogo a secas, la novela dialoga con la mirada del compañero, que presta atención a sus gestos, sus miradas, lo que no cuenta, las emociones que se insinúan tras la fachada. Lo mismo ocurre con la mujer enana, de quien no se sabe qué la unió al protagonista. Grossman, como siempre, domina el lenguaje y sus ambigüedades de manera prodigiosa, esta vez para plantear con astucia un juego oscuro en el que el humor se mezcla con la tragedia, y no para suavizarla, sino para mostrar que lo burlesco en sí mismo también puede resultar tétrico, desconcertante, doloroso (en ocasiones, no hay nada más triste que una comedia...). En el lector, como en los espectadores, provoca un efecto turbador. No es un libro sencillo, los libros de Grossman nunca son sencillos, ni por la forma ni por el fondo; aun así, quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo, quien esté dispuesto a quedarse en la butaca a escuchar, obtendrá su recompensa con esta incisiva inmersión en la decadencia humana.

30 mayo 2017

Reflejos en un ojo dorado - Carson McCullers



Edición: Seix Barral, 2017 (trad. María Campuzano)
Páginas: 144
ISBN: 9788432229930
Precio: 16,00 €

Esta entrada forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a conocer la vida y obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: ya se han reseñado La balada del café triste y Frankie y la boda. En los próximos meses, más.
***
Quizá la mejor definición de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) la proporciona ella misma en esta novela, en tan solo dos palabras: delicada y grotesca. Estos adjetivos se refieren a una imagen que contemplan los personajes (el resplandor del fuego, a la vez fascinante y aterrador), pero bien podrían aplicarse a cualquiera de los libros de la autora sureña, incluido Reflejos en un ojo dorado (1941), una obra que, por tratarse de su segunda publicación, siempre estuvo, para la crítica y los lectores, un poco a la sombra de su exitoso debut, El corazón es un cazador solitario (1940), y de títulos posteriores como Frankie y la boda (1946) o La balada del café triste (1951). Con todo, los grandes escritores no tienen malas novelas: cada una es otro despliegue de su universo narrativo, de su huella singular; una oportunidad para seguir profundizando en su concepción del hecho literario, para descubrir nuevos matices, nuevos destellos. Y en McCullers, desde luego, no faltan ni matices ni destellos (de brillantez).
Delicada y grotesca. En otro contexto, estos dos adjetivos resultarían incompatibles, incluso antónimos. No obstante, como bien señala Cristina Morales en el prólogo a esta edición, McCullers demuestra que con un estilo primoroso, calmado, también se puede ser incisivo. Tal vez sea esta la forma más eficaz de punzar: poniendo el dedo en la llaga como quien no quiere la cosa, examinando situaciones de aparente normalidad en las que sin embargo hay tensiones latentes. Como comenté en mi reseña de La balada del café triste, McCullers tiene rasgos de contadora de historias de la vieja escuela, hereda recursos de la narración oral (como el adelantamiento de la acción, que lleva a cabo al principio de Reflejos en un ojo dorado) y escribe relatos próximos a la vida misma, a lo cotidiano, huyendo de la épica y las tramas intrincadas. Una de sus mayores virtudes es la sutileza: retrata a un personaje enamorado o a uno reprimido por su homosexualidad sin utilizar nunca las palabras «enamorado» u «homosexual». Para ello, se pone en la piel de un espectador privilegiado, que narra la historia en tercera persona, haciendo hincapié en los gestos visibles que permiten intuir esa emoción contenida. Su gran capacidad de observación marca la diferencia: es capaz de detectar una alteración donde otros no verían nada, como en Frankie y la boda, una novela de aprendizaje sobre una niña a la que por fuera no le ocurre gran cosa pero por dentro es un hervidero.
Reflejos en un ojo dorado condensa estas cualidades y es una predecesora clara de La balada, su obra maestra, tanto en la forma (ambas adelantan que ocurrirá un suceso trágico, en este caso, un crimen) como en el contenido (los vínculos afectivos entre un grupo de personajes). Con todo, en esta ocasión la acción no se desarrolla en un pueblo, sino en una base militar estadounidense, una institución asociada a unos valores y una idea de masculinidad que se atreve a cuestionar. La primera frase ironiza: «Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono». Eso se podría suponer, hasta que McCullers presta atención al movimiento de puertas adentro, al cuarto de las emociones silenciadas. ¿Y de qué va el libro, exactamente? Dos matrimonios: en apariencia, todo en orden; por detrás, infidelidades, una esposa deprimida, un capitán obsesionado con un soldado y un criado entrometido. Personajes que se enamoran de la persona equivocada, como en La balada. La paradoja es que ninguno es ajeno a lo que ocurre; aceptan la doble cara de su situación, asumen como normal esta existencia hipócrita.
Esto tiene consecuencias, claro. El asesinato anticipado no es más que la catarsis del malestar enquistado, aunque ese no es el único acontecimiento espeluznante que se narra. En este sentido, dos personajes sobresalen. Por un lado, el capitán Penderton, un hombre con una buena posición social, casado con una mujer que le es abiertamente infiel con un colega. Triunfador en su profesión, amargado en el hogar. El problema no es solo el descaro de su esposa: el capitán tiene dudas acerca de su identidad sexual. A lo largo de la novela, se fija en un soldado, que le hace replantearse todo lo que tiene: «En lugar de soñar con honores y altos cargos, experimentaba ahora un placer refinado al imaginarse a sí mismo como un soldado raso. […] aparecían en su imaginación los cuarteles: el clamor de las voces jóvenes y viriles, los deliciosos ocios al sol, las bromas y la camaradería» (pp. 111-112). Por supuesto, se ve obligado a controlarse… y estas circunstancias conducen a una reflexión acerca de cómo los instintos reprimidos y las humillaciones desembocan en odio, que puede ser una pasión tan intensa como el amor («Hay momentos en que el mayor anhelo de un hombre es tener a alguien a quien amar, algún punto central en que poder concentrar las emociones difusas. Y también hay momentos en que es preciso descargar en odio los disgustos, los desengaños y temores, bullentes e inquietos como espermatozoides. El desgraciado capitán no tenía a quién odiar, y en los últimos meses se había sentido muy triste.», p. 55).
El segundo personaje sobre el que quiero llamar la atención es la otra engañada, Alison, la esposa del oficial que tiene una aventura con la mujer del capitán. A diferencia de esta última, explosiva y desenvuelta, Alison es una chica discreta, fina, que se ha ido apagando («Había llegado a un punto en que tenía tanto miedo de sí misma como de los demás. Y todo aquel tiempo, a la vez que se sentía incapaz de tomar una decisión, sentía como si un gran desastre se cerniera sobre ella.», p. 42). Este personaje permite contrastar la diferente percepción de la infidelidad en función de si el engañado es un hombre o una mujer: mientras que el capitán reacciona con rabia, más por la vergüenza del qué dirán que por la traición en sí, Alison se vuelve desvalida. Se siente afligida, no tanto por el engaño como porque, si se separa del marido, quedará en una posición vulnerable, no sabe qué será de ella. McCullers narra de forma magistral cómo la perturbación se va apoderando de ella: a diferencia del capitán, Alison no dirige la violencia hacia los demás, sino hacia sí misma. Pero Alison tiene un fiel aliado: el pizpireto criado filipino, un personaje que, por su condición de «otro» (otra etnia, otra categoría social), recuerda a la criada negra de Frankie y la boda, que también sirve de apoyo para la chica blanca, y al enano jorobado de La balada. McCullers siempre está atenta a los márgenes de la sociedad, y no en vano: los protagonistas, a priori hegemónicos, socialmente aceptados (blancos bien posicionados), también devienen marginados en algún punto de su vida, al menos por dentro. La comprensión por parte del criado muestra un acercamiento peculiar entre seres menospreciados.
Carson McCullers
Para terminar, comparto el análisis de Tennessee Williams en un epílogo de 1971: en Reflejos en un ojo dorado, McCullers, además de abordar temas tabú que ponen en entredicho los principios de la sociedad de la época, da un paso adelante fundamental en su técnica narrativa. Es una novela más sobria que su debut, lo que se consideraba un defecto por la pérdida de esplendor, pero demuestra una mayor precisión estilística, una habilidad básica para controlar los excesos del lirismo juvenil. Concuerdo asimismo con su ranking de los títulos de la autora, encabezado por La balada del café triste, una obra maestra incontestable, y, en segundo lugar, la sobresaliente Frankie y la boda. En cualquier caso, más allá de las comparaciones, no cabe duda de que Reflejos en un ojo dorado es un libro notable, en el que se aprecia (una vez más) la enorme perspicacia psicológica de McCullers, esa escritora delicada y grotesca que nos enseña las costuras del pretendido orden social con la fuerza de una buena historia.
Fotogramas de la película homónima de 1967, basada en la novela y dirigida por John Huston.

29 mayo 2017

Agua salada - Charles Simmons



Edición: Errata naturae, 2017 (trad. Regina López Muñoz)
Páginas: 168
ISBN: 9788416544264
Precio: 15,50 €

«En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó». Así comienza Agua salada (1998), una novela del estadounidense Charles Simmons (1924) que versiona Primer amor (1860), la magistral nouvelle de Iván Turguénev sobre las pasiones y los desengaños de la adolescencia. Simmons trabajó como editor y crítico de la prestigiosa revista New York Times Review Books y, pese a ser un autor muy poco prolífico, con este libro consiguió lo que solo los maestros logran: escribir una obra redonda, con la fuerza de un pequeño clásico y la precisión que solo está al alcance de los narradores más dotados. Dicen que la primera frase resulta fundamental, que debe condensar el alma de la novela, seducir al lector y no soltarlo. Esta, sin duda, lo logra, pero eso no es lo mejor de Agua salada. No: lo mejor es que la última frase, ciento sesenta páginas después, es tan implacable o más que la primera.
Al escribir un retelling se corre el riesgo de incurrir en el pastiche o de banalizar el original. Por fortuna, Simmons ha sabido construir un universo literario propio, que mantiene los paralelismos con Turguénev de forma irreprochable y, a la vez, se revela como una creación nueva, única, personal. En lugar de la Rusia añeja, sitúa la acción en un paraje vacacional, una isla de la costa atlántica donde los personajes veranean. Utiliza el motivo (infalible) del verano como época de transición a la edad adulta, un verano de sinsabores, en el que hay amor, erotismo y aprendizaje, pero también perversión y crueldad; un verano, en fin, de los que dejan huella. El punto de vista, precisamente, es el de un hombre ya maduro que rememora aquellas vacaciones: Michael recuerda lo que ocurrió aquel verano de sus quince años, un verano que iba a ser como de costumbre, navegando en el velero con su padre y descansando en casa con su madre. Y así era, hasta que las Mertz se instalaron en la casa de al lado.
Las Mertz son una madre y una hija muy cosmopolitas: la primera, una atractiva mujer divorciada; la segunda, llamada Zina, una bella joven de veinte años. El protagonista, claro, se enamora de Zina: además de hermosa, es una chica perspicaz, diferente a todas las que ha conocido, que le habla de Europa y hace fotografías. Zina en sí misma es un mundo nuevo para Michael, una chica más experimentada, la desconocida que rompe el orden; un misterio irresistible del que se queda prendado enseguida. Como en las novelas de iniciación de Erri De Luca, que también suelen juntar a un muchacho ingenuo con una joven más curtida en un ambiente estival, el personaje masculino madura a lo largo del verano, narra la pérdida de la inocencia a través del descubrimiento del amor, pero, sobre todo, del descubrimiento de la complejidad que entraña el deseo. Porque Michael no se encuentra solo, y el mundo de los adultos del que empieza a formar parte está lleno de claroscuros difíciles de asimilar para un chico todavía puro, un chico que todavía no se ha roto.
Es interesante subrayar el modo en el que este aprendizaje se integra en la cotidianeidad del protagonista, en particular, en su análisis de los roles de la familia. En un principio, Michael es un niño fascinado por su padre: el padre que se adentra en el mar, sin miedo al oleaje, el padre aún atractivo, aventurero, un modelo para el hijo. En contraposición, la madre representa el arquetipo tradicional de la mujer de su casa, apegada al hogar, sacrificada, la pieza que intenta mantener el equilibrio aunque el adolescente no sepa valorarla. La llegada de la señora Mertz enfatiza aún más el papel doméstico de la madre de Michael: pese a ser de la misma quinta, ambas mujeres tienen una imagen y unos hábitos que las sitúan en espacios simbólicos distintos, la esposa abnegada frente a la divorciada libre de divertirse. Es revelador que, con el tiempo, Michael sienta más empatía por su madre, la figura en apariencia «débil» al lado del padre. Ponerse en el lugar de su madre por un momento da otra dimensión a lo que antes pasaba por alto; crecer es, entre otras cosas, comprender el dolor, comprender al otro.
Charles Simmons
Quienes hayan leído Primer amor ya saben lo que les pasará a Michael, Zina y compañía, aunque eso no les impedirá disfrutar de la maravilla que es Agua salada. Sin pretender hacer nada especialmente novedoso o arriesgado, el autor ha construido un libro bello, con elementos simbólicos muy cuidados (como el casi ahogamiento premonitorio o la bendición del barco) y un episodio final espléndido, una de esas escenas difíciles de olvidar. Desprende nostalgia, además de muchas cualidades que nos definen como humanos: la fragilidad y la brutalidad, la atracción y la indiferencia, el miedo y la redención. Es una obra de emociones contenidas, pulcra, sutil, sin florituras, en la que la tensión va in crescendo. Al comenzar a leer, parece una historia sencilla, inofensiva, una entre tantas; sin embargo, poco a poco se va metiendo dentro, sin que uno se dé cuenta. Penetra como el agua: notas que te moja, pero no eres consciente de hasta qué punto te va a calar hasta que ya es tarde para salir indemne.

24 mayo 2017

Giovanni Episcopo - Gabriele D'Annunzio



Edición: Funambulista, 2017 (trad. y postfacio de Gian Luca Luisi)
Páginas: 128
ISBN: 9788494616464
Precio: 15,00 €

Publicada en 1891, Giovanni Episcopo es una novela breve, inédita hasta ahora en castellano, en la que Gabriele D’Annunzio (Pescara, 1863 – Gardone Riviera, 1938), el representante principal del decadentismo en la narrativa italiana, se propone superar el verismo imperante hasta entonces en la literatura de su país, un verismo del que él también había bebido en sus primeras obras por influencia, sobre todo, de Giovanni Verga. D’Annunzio, que dedica el libro a su colega Matilde Serao, llevaba más de un año sin escribir cuando emprendió este proyecto. Se trata, por lo tanto, de una pieza un tanto atípica dentro de su producción, un intento de abrir un nuevo camino, para el que resultaron fundamentales sus lecturas de autores rusos, como Gógol, Tolstói y Dostoievski, tal y como explica Gian Luca Luisi en su esclarecedor postfacio. Esta huella se aprecia en el aire de fatalidad del relato, en lo patético, incluso lo grotesco, de los personajes, abocados sin remedio a un desenlace trágico.
La novela comienza cuando la acción ya ha terminado: está concebida como una confesión, la confesión de un hombre de mediana edad que desde el principio revela que ha perdido a su hijo. Él, Giovanni Episcopo —inspirado en un caso real—, atormentado por el dolor y la desesperación, reconstruye los acontecimientos en primera persona, dirigiéndose a un oyente silencioso que no interviene en la trama. El estilo, preciso, depurado y ágil, está salpicado de digresiones, los incisos propios de una persona abatida, que necesita aclarar, matizar, con una voz en la que abundan las exclamaciones y otras muestras de desaliento. Este hombre, Giovanni Episcopo, cometió un crimen por el que ahora paga las consecuencias, pero hubo un tiempo en el que era un tipo anodino, un trabajador de Roma, honesto, discreto, que no se metía en problemas. Hasta que trabó amistad, si se puede llamar amistad, con Giulio Wanzer, un tipo siniestro, chulo, dominante, que se cruzó con él de forma casual y desde entonces marcó sus pasos. En un determinado momento, Wanzer desaparece de la ciudad, huye sin decir nada. Y, a su regreso, trastoca la vida del protagonista.
Giovanni Episcopo es el relato de la decadencia de un hombre bueno, la historia de un personaje que permanece pasivo durante la mayor parte de la novela, que deja que los demás decidan por él, se somete en contra de su voluntad y, al final, lo paga caro con su propia transgresión. Después de conocer a su nuevo amigo, contrae matrimonio con una mujer hermosa, deseada por todos; sin embargo, Giovanni Episcopo dista mucho de ser feliz. Entra en juego otro personaje: su suegro, un mendigo amargado por sus propios tormentos, que ya no puede trabajar porque está casi ciego. El protagonista se siente incómodo en su presencia, igual que se siente incómodo con Wanzer, pero no puede eludirlos, lo devoran poco a poco. Todos los que lo rodean están manchados por la desgracia: el turbio Wanzer, el triste suegro, la bella pero desdichada esposa... La existencia de Giovanni Episcopo se va degradando poco a poco. Su única esperanza es su hijo, y ya sabemos que lo ha perdido.
Gabriele D'Annunzio
D’Annunzio no tiene piedad: lleva al límite a un protagonista bienintencionado, íntegro, prudente, al que sin embargo su buen talante no lo libra del infortunio, sino que lo empuja al desastre en el clímax definitivo. El monólogo de Giovanni Episcopo tiene la fuerza necesaria para poner al lector de su parte, para convencer con su versión, una versión que hace del criminal una víctima de las circunstancias; perturbador, desde luego. La dimensión moral aquí es importante, por cuanto cuestiona hasta qué punto los factores sociales, emblema del realismo, condicionan el devenir del personaje. Dicho de otro modo: en lugar de ceñirse al retrato costumbrista al uso, D’Annunzio se centra en las pulsiones, sus personajes actúan por instinto, se potencia la subjetividad que trasciende cualquier contexto y de esta manera pone el foco en la exaltación del antihéroe que no puede huir de la fatalidad. Un muy buen libro, en suma.

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