31 octubre 2014

Siempre hemos vivido en el castillo - Shirley Jackson



Edición: Minúscula, 2012 (trad. Paula Kuffer)
Páginas: 224
ISBN: 9788495587893
Precio: 18,50 €
Leído en versión original.

Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco más de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.

Una buena historia de terror no necesita magia, ni monstruos, ni sangre para producir escalofríos; la perversidad del ser humano, trabajada con esmero, es más que suficiente. Eso lo sabía bien la estadounidense Shirley Jackson (1916-1965), maestra del género que ha influido a autores contemporáneos de la talla de Stephen King o Sarah Waters. Siempre hemos vivido en el castillo (1962), su última novela, se sirve de una poderosa voz narrativa, la de Mary Katherine (Merricat) Blackwood, una niña inteligente, singular y… cruel. El peso de la obra está en sus palabras, en la forma de contar su verdad. Todo lo que se necesita saber sobre ella se resume en ese primer párrafo brillante con el que se presenta: Merricat vive con su hermana Constance, a la que adora, con su anciano tío Julian y su gato Jonas en un caserón apartado del pueblo más próximo. Tiene unas costumbres peculiares (por algo es tan singular) y el resto de sus familiares murieron por envenenamiento.
Jackson plantea el tema del aislamiento —ella misma padeció agorafobia y neurosis, y ya trató el asunto en una novela anterior, La maldición de Hill House (1959)— como eje del comportamiento de las hermanas. Merricat, a pesar de ser la pequeña, mueve los hilos del hogar, y lo hace con un único propósito: conseguir que todo siga igual. Ella y Constance, juntas para siempre, juntas en su castillo. Ese «para siempre» es su obsesión, el fin que justifica el control que ejerce en la mansión. Las salidas al pueblo para comprar lo necesario están calculadas al milímetro; el contacto con los lugareños nunca va más allá de las fórmulas de cortesía, no se divierte con ellos, no hace amigos. De hecho, en la localidad no quieren mucho a las Blackwood por lo que ocurrió en el pasado. Las jóvenes llevan una dinámica que se retroalimenta por ambas partes: el encierro voluntario y la hostilidad de la gente (un espléndido retrato del trastorno, por un lado, y de hasta dónde pueden llegar los prejuicios, por el otro). Al menos, viven así hasta que ocurre algo que aviva el miedo al cambio de la narradora.
Shirley Jackson
Lo único cercano al fenómeno paranormal son las supersticiones de Merricat y sus pequeñas prácticas de magia, pero no importan, porque la fuerza de Siempre hemos vivido en el castillo reside en la psicología de la protagonista, su ambigüedad, su complejidad, su ironía. Merricat, un personaje redondo, ingenuo y maquiavélico a la vez, lleno de aristas que se desvelan con sutileza en su discurso. Merricat, inolvidable. La tensión no nace de los hechos, sino de la patología desde la que se miran, una patología en la que el lector entra de inmediato, porque para leer este libro hay que llenarse de Merricat y dejarse guiar por ella, jugar con ella. Solo así se puede entender la implicación emocional subyacente en la intriga de la novela. Jackson, como buena escritora meticulosa, aprovecha cada frase, cada palabra, para construir una historia breve en la que todas las piezas del engranaje funcionan. Ahí está el verdadero miedo, el verdadero terror psicológico: en la fascinante personalidad de Merricat. Ahí están las razones por las que Siempre hemos vivido en el castillo es una auténtica obra maestra.

29 octubre 2014

La muerte de la bien amada - Marc Bernard



Edición: Errata naturae, 2014 (trad. Regina López Muñoz)
Páginas: 144
ISBN: 9788415217763
Precio: 14,50 €

«La muerte es una vieja historia, pero sucede que resulta tan novedosa como si nunca antes hubiese hecho acto de presencia» (pág. 115), escribe Marc Bernard (Nimes, 1900-1983) en La muerte de la bien amada (1972), un libro que dedicó a su esposa Else tras el fallecimiento de ésta. Desde las elegías griegas, el duelo por la pérdida de un ser querido ha estado presente en las manifestaciones literarias, tal vez porque, como el propio autor sugiere, se trata de un tema inagotable, capaz de reinventarse con cada nueva muerte, con cada testigo que le pone voz. Bernard, de origen obrero, ya era un escritor reconocido cuando publicó esta obra —había ganado el Premio Goncourt en 1942 por la novela Semejantes a niños—, en la que supo unir una narrativa excepcional con la mirada transparente de quien habla desde la experiencia del dolor.

Dos veces, y por mi culpa, estuve cerca de perderla. La conocí en el Louvre, ante la Venus de Milo, una mañana del otoño de 1938. Al mismo tiempo que ella rondaba la escultura, yo la rondaba a ella. Me percaté de inmediato de que era extranjera; todo la delataba: el sombrero de terciopelo violeta, la estrecha cintura bien ceñida por el abrigo mientras que las caderas se desplegaban con voluptuosidad, y una suerte de prodigalidad en toda ella. Más adelante comprendí que no era forastera únicamente en apariencia. Pág. 7.

El relato empieza por el principio de su historia de amor: cuando Marc y Else se conocieron en el Louvre, en 1938. Este primer párrafo —espléndido— contiene mucha información de la naturaleza de su romance: se encontraron cuando ambos estaban en plena treintena, eran intelectuales y ella procedía de otro país. No obstante, el texto dista mucho de ser un relato cronológico de la relación, puesto que el autor hilvana recuerdos de forma fragmentada y sin un orden definido, dejándose llevar por el discurrir de la memoria para ganar, en sus propias palabras, autenticidad («Pido permiso para ir a salto de mata, dejando que los recuerdos afloren al azar […]. Deseo hablar de Else tal y como la voy rememorando, reconstruirla como un rompecabezas […]. Lo que perderá en nitidez acaso lo gane en autenticidad» pág. 14). En algunos pasajes se dirige a ella; esta obra es, de hecho, producto de una promesa que le hizo: escribir como resistencia a la tentación de apagarse él tambiénMe reconcilio con la vida y eres tú la que me ayuda a hacerlo», pág. 139).
La muerte de Else y las reflexiones sobre la pérdida constituyen un bloque significativo de contenidos. Else murió de un cáncer fulminante, y Bernard evoca la intensidad con la que él vivió los meses de enfermedad, ese ritual de decir adiós que le hizo valorar aún más todo lo que habían compartido («sólo de ella nacía mi gozo por existir; […] pero yo lo ignoraba, de igual modo que olvidamos que el sol nos alumbra y nos calienta» pág. 24). El autor comenta las diferentes maneras que tenían de expresar sus sentimientos, la discreción de Else y el bajo concepto que ella tenía de sí misma; y cómo, a pesar del transcurso de los años, la conexión entre ambos se mantuvo fresca hasta el final («Quienes sostienen que el amor no sobrevive a la costumbre tienen de él una concepción muy baja», pág. 15).
Bernard escribió esta novela en las Islas Baleares, donde había nacido su padre. El recuerdo de los veranos que pasó allí junto a su esposa le lleva a valorar el cambio en la percepción del paso del tiempo después de una pérdida, aquello de que para los demás la vida continúa mientras que uno mismo se ha quedado anclado en esa persona que ya no está («Soy como aquel que se queda inmóvil en medio de una multitud en marcha», pág. 134). El autor, asimismo, relata su obsesión con algunas casualidades anteriores y posteriores al fallecimiento de Else, detalles a los que dirige su impotencia; y expresa su arrepentimiento por no haber aprovechado mejor, según él, las oportunidades de demostrarle su amor.

¿De dónde procede el dolor? De la repentina falta de amor dado y recibido. Uno ya no es amado y a la vez sigue amando algo que ya no existe. El recuerdo ocupa el lugar de lo real, pero lo ocupa a nuestras expensas. Y cuanto más dichoso fue el pasado, tanto más insoportable es el presente. Una carencia, una pérdida de cada instante de lo que debería ser y sin embargo no es, ya no es. Expolio sentimental. Las palabras se nos atascan en la garganta y el corazón, nos asfixian. O las dirigimos a un reflejo, al viento. Aguardamos una señal, pero no llega nada. Al no poder dar más, nos empobrecemos. Pág. 86.

El retrato de la esposa y, en particular, su condición de judía, son otro aspecto remarcable, ya que se conocieron en los albores de la Segunda Guerra Mundial y el origen de Else marcó el devenir del matrimonio. Cuando se encontraron, ella huía de su país, Austria, donde había dejado a su madre; y junto a Marc tuvo que huir en alguna ocasión para escapar de los nazis. Él se esforzó, y se sigue esforzando tras su muerte, por entender su fe, con lo que traza un retrato brillante de Else, no solo de la Else tan amada por él, sino de la Else obligada a renunciar (a su familia, a su tierra, a su profesión). La Else frágil, la Else de personalidad extraordinaria que lo cautivó, la Else viva que rememora aquí («La que reside en mi interior es la efímera viviente, no la eterna difunta», pág. 55). La muerte de la bien amada también es, por lo tanto, el testimonio de una relación sentimental afectada por los conflictos políticos, capaz de sobreponerse a los obstáculos gracias a la generosidad y la comprensión de ambos.
Marc Bernard
En cierto modo, La muerte de la bien amada no es solo el testimonio de una pérdida, sino un homenaje a la persona de Else y al vínculo excepcional que los unía, como una forma de no dejar caer en el olvido a alguien tan importante para Bernard («me pregunto cuántas personas permanecen en el anonimato, qué cualidades —pudor, discreción, desinterés, humildad, falta de confianza— dejan o dejaron en la oscuridad. Diamantes que ninguna casualidad hizo salir a la luz», pág. 50). Quizá sus pensamientos no dicen nada novedoso, quizá sus preguntas no difieren de las que se han planteado otros en su situación; sin embargo, es su tono —poético, apasionado, sincero— el que da valor a estas páginas, el que acentúa su veracidad, su alma. El tono que, en definitiva, aporta una luz nueva y magnífica a esa vieja historia que es la muerte.

21 octubre 2014

Los pasos que nos separan - Marian Izaguirre



Edición: Lumen, 2014
Páginas: 384
ISBN: 9788426401380
Precio: 19,90 € (e-book: 11,99 €)

Después del éxito de La vida cuando era nuestra (Lumen, 2013), Marian Izaguirre (Bilbao, 1951) firma una novela que apuesta de nuevo por la narración en dos tiempos, los escenarios convulsos de diversos países, los personajes marcados por la culpa, los fuertes lazos de amor y amistad, y las sutiles referencias artísticas. Al más puro estilo Kate Morton, aunque con un tono más sereno y sosegado, Los pasos que nos separan conecta un romance apasionado del pasado con la frescura de una generación más joven que busca respuestas, sin saberlo, en esos tiempos lejanos. En esta ocasión no hay librerías de viejo ni se respira la angustia de la posguerra española, pero la elegancia de la autora y su habilidad para penetrar en el desasosiego de los protagonistas se mantienen intactas.
¿Qué más dan las mentiras sobre uno mismo cuando todo está aún por inventar?*
En 1920, Salvador, un joven catalán burgués, pasa una temporada en Trieste para formarse como escultor al lado de un artista italiano. Sin embargo, el aprendizaje más importante no lo encuentra en el taller, sino en los brazos de Edita, una mujer nacida en Liubliana de la que se enamora de inmediato. Ella le corresponde, pero hay un problema: está casada y tiene una hija. Su romance, además, está inmerso en los conflictos entre los italianos que reivindican la ciudad como territorio propio y los eslavos que se resisten al régimen fascista. De forma paralela, en la Barcelona de 1979, Marina, una chica de veinte años, regresa de unas vacaciones de desenfreno que le han dejado una huella inesperada: un embarazo no deseado. Mientras medita lo que va a hacer, encuentra un trabajo que le permite evadirse unos días, un trabajo que consiste en acompañar a un anciano que quiere viajar por última vez a los lugares que marcaron su vida. El anciano se llama Salvador y necesita hacer este viaje por Edita.
Casi todos nuestros pecados nos acompañan desde mucho antes de que los cometamos.
Izaguirre escribe con una aparente sencillez que esconde mensajes más profundos de lo que sugiere la trama. La vida cuando era nuestra, esa historia de libros y libreros, de una señora inglesa que disfrutó de la fastuosidad de las grandes ciudades europeas a principios del siglo XX, era ante todo una novela sobre la generosidad, sobre la valentía de atreverse a vivir cuando se ha perdido casi todo y sobre la lectura como resistencia. Los pasos que nos separan habla de un romance apasionado y de una chica que sufre las consecuencias de querer vivir demasiado rápido; aun así, el fondo de la obra plantea un tema mucho más lúcido: la maternidad y las diferentes formas de renunciar a ella. El embarazo de Marina no es anecdótico, como tampoco lo es el hecho de que Edita, la amante de Salvador, sea madre. La autora, no obstante, no se refiere a la cuestión con el tópico de «tener hijos es lo mejor que me ha pasado en la vida». En un gran ejercicio de delicadeza y empatía, Izaguirre reflexiona sobre el aborto y no elude las decisiones complicadas a las que se debe enfrentar una mujer.
La vida se les echó encima como un desprendimiento de tierras en las laderas del Carso.
L'Annunziata, Messina (1475).
Las relaciones intergeneracionales, por otro lado, constituyen un punto destacable gracias a la amistad entre el Salvador anciano y Marina. Comienzan su trato como dos extraños, dos personas de edades y sexos diferentes que a primera vista no tienen nada en común. Con todo, poco a poco sacan a la luz lo que callan y la distancia se reduce. Esta camaradería muestra cómo dos generaciones, dos formas distintas de ver el mundo, pueden enriquecerse mutuamente, tal y como ocurría con Alice y Lola en La vida cuando era nuestra. Izaguirre domina el diálogo, esos momentos de interacción (y de silencios) en los que se descubre al otro. Sucede algo parecido con Salvador y Edita, en su caso por no compartir origen. Él debe aprender, y aprende, el agitado ambiente en el que se ha criado su amada, que determina de manera inevitable su futuro.
Ahora que la vida iba en serio podía, a pesar de todo, imaginar que le ocurrirían otras cosas y que no todas iban a ser malas.
Más allá de estas interpretaciones, Los pasan que nos separan es también una interesante inmersión en dos épocas y sus manifestaciones culturales. En los años veinte, Trieste, el arte pictórico y escultórico de los maestros italianos (el cuadro L’Annunziata, de Antonello da Messina, protagoniza un misterio ligado al destino de los amantes), las manifestaciones lideradas por Gabriele D’Annunzio y los movimientos secretos de los eslavos. En los setenta, en una Barcelona moderna, la liberación de costumbres de la juventud («cuando había que ser inconsciente y despreocupada por obligación», pág. 99), acompañada de la música de la Companyia Elèctrica Dharma y las salidas a la sala Zeleste. Escenarios que laten en Salvador y Edita, en Marina y sus amigos. La autora introduce los datos históricos con perspicacia, siempre al servicio del relato y nunca como descripciones farragosas.
Hay cosas que tienen que suceder para que podamos crecer después del batacazo.
Marian Izaguirre
La narración, por su parte, depara alguna que otra sorpresa. La mayoría del texto se asemeja a una tercera persona convencional; ahora bien, en algunos párrafos los personajes (Salvador, Marina y alguien más) ponen su propia voz, expresan lo que sienten con sus palabras, un recurso que añade intensidad, como en los continuos «Me llamo Marina y estoy embarazada», y que conforma un pequeño juego que culmina en el último capítulo. Por lo demás, Izaguirre sigue en su línea, con un estilo pulcro y depurado, un ritmo ágil, un equilibrio perfecto entre tranquilidad e intriga, entre placidez y conmoción. En cinco palabras: una novela escrita para disfrutar. Y para no perdérsela.
*Las citas en cursiva se encuentran en las páginas 32, 34, 82, 109 y 152.

14 octubre 2014

Las esposas de Los Álamos - TaraShea Nesbit



Edición: Turner, 2014 (trad. Ismael Attrache)
Páginas: 296
ISBN: 9788416142026
Precio: 14,90 €
Leído en versión original.

Cuando se piensa en la bomba atómica, la mente evoca imágenes de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, las masacres que marcaron el final de la Segunda Guerra Mundial en agosto de 1945. Su origen, sin embargo, no se conoce tanto, y la escritora estadounidense TaraShea Nesbit lo recuerda en su primera novela, Las esposas de Los Álamos (2014), inspirada en la investigación que un equipo de científicos llevó a cabo en esta zona de Nuevo México para dar con la tan codiciada arma nuclear. Nesbit, además, da voz a las actrices secundarias: las parejas de los investigadores, mujeres que no aparecen en los manuales de historia, mujeres que desconocían (al menos de forma oficial) el trabajo de sus maridos, pero que convivieron con el incómodo secretismo durante dos años, un tiempo en el que vieron crecer a sus hijos mientras se mantenían alejadas de su tierra y de sus otros seres queridos.
Las esposas proceden de diversos países, son jóvenes, educadas y cosmopolitas. A pesar de las diferencias personales que puedan existir entre ellas, Nesbit elige como hilo conductor aquello que las une, aquello que tienen en común, por eso la obra está narrada en primera persona colectiva, un «nosotras» que las comprende a todas, que comprende la inseguridad, los temores y la fragilidad, pero también el arrojo, la entereza y la honradez de quienes se vieron obligadas a aparcar su vida para trasladarse a una ciudad a medio construir donde carecían de lujos y eran observadas con desconfianza por los lugareños. Se trata, por lo tanto, de una perspectiva de lo íntimo, de la adaptación a un entorno ajeno, de las relaciones interpersonales en un clima de miedo y clandestinidad. No se entra en detalles técnicos sobre los avances del proyecto nuclear, más allá de los eventuales cambios anímicos que las mujeres detectan en sus cónyuges, ni se entretiene en historias melodramáticas particulares.
La narración gana intensidad con el paso de las páginas gracias a la asfixiante evolución psicológica de las protagonistas, que va desde la confusión inicial a la toma de conciencia de las consecuencias cuando se producen las fatídicas explosiones, pasando por el escalofriante testigo de las represalias a una mujer que cometió el error de hablar demasiado. La autora no pretende reconstruir el episodio con finalidad didáctica, sino que lo evoca desde una mirada literaria, elusiva, cargada de recursos poéticos. Se aleja de las novelas históricas convencionales (lineales, claras, directas) que reconstruyen un conflicto en clave femenina, como las de Tracy Chevalier. Nesbit ha estudiado Escritura Creativa y el uso de este juego narrativo parece un buen medio de expresar su voluntad de distanciarse de los clichés.
No obstante, el plural conlleva inconvenientes, dado que, si bien de entrada este recurso se recibe como una muestra de frescura entre tantas obras cortadas por el mismo patrón, a medida que la trama avanza se convierte en un lastre por la excesiva repetición de enumeraciones del tipo «Algunas veníamos de París, de Berlín o de Londres.» o «Algunas estábamos embarazadas, teníamos hijos recién nacidos o en edad escolar.». No consigue aunar todas las voces en una sin deshacerse de esos obstáculos. La primera persona colectiva resulta eficaz para un relato, un texto breve en el que la experimentación brille sin saturar; ahora bien, en una novela corre el riesgo de caer en la monotonía y cansar al lector. Quizá habría sido mejor narrar solo algunos fragmentos desde esta perspectiva y asignar el grueso de la obra a un punto de vista omnisciente.
TaraShea Nesbit
En suma, el debut de Nesbit se aproxima, de forma más literaria que histórica, a una vertiente de la Segunda Guerra Mundial poco explorada en narrativa. En lugar de seguir un argumento causal al uso, deja que el peso recaiga en las emociones del colectivo de mujeres, una voz íntima que alcanza momentos de un lirismo notable y que no individualiza las acciones. Las esposas de Los Álamos tiene más interés por esta experimentación (su rasgo más llamativo y a la vez el más perjudicial) que como novela instructiva sobre cómo se fraguó la bomba atómica. A pesar de sus problemas, siempre es agradable descubrir a una autora que no aspira a hacer más de lo mismo y enriquece la literatura sobre un tema tan trillado con otro enfoque.

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