Edición:
Minúscula, 2012 (trad. Paula Kuffer)
Páginas:
224
ISBN:
9788495587893
Precio:
18,50 €
Leído
en versión original.
Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco más de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.
Una
buena historia de terror no necesita magia, ni monstruos, ni sangre para
producir escalofríos; la perversidad del ser humano, trabajada con esmero, es más que suficiente. Eso lo sabía bien la estadounidense Shirley Jackson (1916-1965),
maestra del género que ha influido a autores contemporáneos de la talla de
Stephen King o Sarah Waters. Siempre
hemos vivido en el castillo (1962), su última novela, se sirve de una poderosa voz narrativa, la de Mary
Katherine (Merricat) Blackwood, una niña inteligente, singular y… cruel. El
peso de la obra está en sus palabras, en la forma de contar su verdad. Todo lo que se necesita saber
sobre ella se resume en ese primer párrafo
brillante con el que se presenta: Merricat vive con su hermana Constance, a la
que adora, con su anciano tío Julian y su gato Jonas en un caserón apartado del
pueblo más próximo. Tiene unas costumbres peculiares (por algo es tan singular)
y el resto de sus familiares murieron por envenenamiento.
Jackson
plantea el tema del aislamiento —ella
misma padeció agorafobia y neurosis, y ya trató el asunto en una novela
anterior, La maldición de Hill House
(1959)— como eje del comportamiento de las hermanas. Merricat, a pesar de ser
la pequeña, mueve los hilos del hogar, y lo hace con un único propósito:
conseguir que todo siga igual. Ella y Constance, juntas para siempre, juntas en
su castillo. Ese «para siempre» es su obsesión, el fin que justifica el control
que ejerce en la mansión. Las salidas al pueblo para comprar lo necesario están
calculadas al milímetro; el contacto con los lugareños nunca va más allá de las
fórmulas de cortesía, no se divierte con ellos, no hace amigos. De hecho, en la
localidad no quieren mucho a las Blackwood por lo que ocurrió en el pasado. Las
jóvenes llevan una dinámica que se retroalimenta por ambas partes: el encierro
voluntario y la hostilidad de la gente (un espléndido retrato del trastorno, por
un lado, y de hasta dónde pueden llegar los prejuicios, por el otro). Al menos,
viven así hasta que ocurre algo que aviva el miedo al cambio de la narradora.
Shirley Jackson |
Lo
único cercano al fenómeno paranormal son las supersticiones de Merricat y
sus pequeñas prácticas de magia, pero no importan, porque la fuerza de Siempre hemos vivido en el castillo reside
en la psicología de la protagonista, su ambigüedad, su complejidad, su ironía. Merricat,
un personaje redondo, ingenuo y maquiavélico a la vez, lleno de aristas que se
desvelan con sutileza en su discurso. Merricat, inolvidable. La tensión no nace de
los hechos, sino de la patología desde la que se miran, una patología en la que
el lector entra de inmediato, porque
para leer este libro hay que llenarse de Merricat y dejarse guiar por ella, jugar
con ella. Solo así se puede entender la implicación emocional subyacente en la
intriga de la novela. Jackson, como buena escritora meticulosa, aprovecha cada
frase, cada palabra, para construir una historia breve en la que todas las
piezas del engranaje funcionan. Ahí está el verdadero miedo, el verdadero
terror psicológico: en la fascinante
personalidad de Merricat. Ahí están las razones por las que Siempre hemos vivido en el castillo es una auténtica obra maestra.