31 octubre 2016

La mirada de los Mahuad - Berta Vias Mahou



Edición: Lumen, 2016
Páginas: 160
ISBN: 9788426403629
Precio: 17,90 € (e-book: 8,99 €)

Berta Vias Mahou (Madrid, 1961) es una rara avis en el panorama literario español. Fina y cultivada, su obra está marcada por la influencia de la literatura alemana, de la que además ha traducido a autores como Goethe, Joseph Roth o Stefan Zweig. Ha publicado hasta el momento cuatro novelas, dos libros de relatos, un ensayo y tres novelas juveniles. En 2011 obtuvo el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española por la novela Venían a buscarlo a él, basada en la vida de Albert Camus, y en 2015 el Premio Torrente Ballester de Narrativa por Yo soy El Otro. Su último trabajo es La mirada de los Mahuad, una compilación de seis relatos entrelazados por el recuerdo de un amor, el amor entre Elba y Jan, un amor que surgió en aquellos veranos en el campo, los veraneos de la infancia, de un tiempo que ya solo existe en la siempre imprecisa memoria. Estos cuentos evocan imágenes del pasado con un estilo impecable; una voz poética, sutil e impregnada del imaginario de la naturaleza que, más que contar historias, recrea ensoñaciones. Sugerentes, insinuantes, nunca completas del todo. 
Escribir, dijo, es como tejer y destejer siempre la misma historia. Esa historia que uno no se atreve a contar en voz alta, que ronda por sus venas cada vez que cierra los ojos, cada vez que los abre. Y que se trasluce en la mirada. En cada uno de los movimientos. Una historia interminable. 
«Tienes la mirada de los Mahuad», le dice una bibliotecaria a Elba en el primer relato, que da nombre al libro. La mirada azul hielo de su madre. La mirada de Elba, una mujer terca e independiente, de apariencia dura, que no exterioriza su sensibilidad ante cualquiera. Esta anécdota, la referencia a sus familiares, desencadena el recuerdo de su infancia en un pueblo alemán, donde vivió junto a sus padres y su hermana pequeña. Rita y Horacio, en aquella época, no conformaban un matrimonio español al uso: «Nadie iba a misa, nadie invocaba los mandamientos de la ley de Dios, nadie aludía tampoco a las recompensas y a los castigos del más allá» (p. 52). La madre entabla relación con una vecina, a quien confía sus inquietudes sobre sus hijas; una extraña complicidad entre mujeres que tienen más en común de lo que creían: «No quiero ni pensar en lo que va a ser nuestra vida cuando aprendan a volar…» (p. 24). En este cuento, Elba solo es una niña, pero a través del retrato de su entorno y de la charla amigable de la madre se empieza a esbozar su carácter. 
Sabía que su hija siempre había soñado con ser chico. Que admiraba a los hombres. A algunos hombres. Su inteligencia y su discreción. Y si algo se podía decir de su carácter era que tenía una fuerza de voluntad descomunal. Siempre estirada, bien recta, nunca se apartaba del camino que ella misma se había propuesto seguir. Decían que parecía una columna, aunque en el fondo era maleable, a pesar de que siempre hacía lo que le daba la gana. 
En el segundo relato, «La llegada de los demonios», los Mahuad ya han dejado Alemania y viven en una ciudad española («La vida en la ciudad […] estaba llena de inquietudes, de precipitación. Llena también de frío y de silencio. Del silencio de la soledad, en medio del ruido», p. 38), aunque en verano abandonan el bullicio para marcharse al campo. La prosa de Berta Vias Mahou está llena del vocabulario de la verde pradera, los colores, los olores, sus gentes extravagantes; un espacio que representa ese sueño de libertad de las vacaciones de la infancia y la adolescencia. Los «demonios» a los que alude el título son unos muchachos polacos que veranean allí. No son perversos como el diablo, pero, para Elba, rompen el orden, le añaden picante. Sobre todo, Jan, el chico que pinta, a quien empieza a mirar de esa forma tan suya: «Porque ella siempre había trazado círculos y fronteras a su alrededor. Porque el número de los que podían cruzarlos era muy reducido. […] Con él se olvidaba de sí misma, del mundo. Con él deponía las armas» (p. 48). La chica silenciosa empieza a experimentar una creciente intensidad interior. 
Somos tan reservados, que nos hemos querido siempre en silencio. Con ese silencio que de pronto un día nos damos cuenta de lo mucho que duele. Yo admiro tus palabras, aun siendo tan pocas. Tu sentido del humor. Nunca nos levantaste la voz, menos aún la mano. Y cada día, en cada ocasión, nos has dejado escoger… Y su mirada. Esa mirada negra que, sin embargo, siempre ha hecho que las aguas, cuando se desbordaban, volvieran a su cauce. Que la vida diera menos miedo. Esa manera de mirar que, al parecer, tienen algunos científicos y filósofos, quienes por medio de la razón tratan de penetrar la oscuridad que nos rodea, era también la de su padre. Había miradas suyas que nunca olvidaría. 
«Padre nuestro», el tercer texto, hace un simpático guiño a la oración homónima. Los Mahuad siguen sin ser religiosos, pero ahora, con las hijas ya adultas y el padre en la sala de operaciones, Elba querría aferrarse a la fe para rezar por él. Este cuento, uno de los más hermosos del libro (si bien cuesta pensar en los relatos por separado), es una carta de amor al padre, escrita con un manejo excelente del estilo indirecto libre. El fragmento citado más arriba («Somos tan reservados, que nos hemos querido siempre en silencio») expone, con delicadeza y lucidez, la educación emocional de Elba, la que se adquiere durante la infancia, en el hogar paterno. El silencio de los Mahuad acompaña siempre a Elba. En un ambiente de sentimientos contenidos, de firmeza imperturbable, las miradas adquieren más significado, llevan el peso del cariño, el consuelo, la comprensión. Berta Vias Mahou escribe sobre esas relaciones con la misma finura con que se proyectan las miradas, insinuando más que diciendo, siempre sutil, siempre discreta. 
No debe uno contar nunca los sueños en voz alta, y menos aquellos que, aunque aparezcan una sola vez en la vida, no se olvidan jamás. Como un animal salvaje, hay que delimitar bien el terreno, marcando y protegiendo el territorio. Los recuerdos de infancia, las ideas propias, los amores, los odios, nuestros deseos más ocultos, cualquier sospecha. Ese espacio interior, lleno de luces y penumbras, de tinieblas, en el que los demás no deberían entrar nunca. La frontera entre la realidad y nuestra imaginación es tan sutil. En sueños puede uno cometer los peores crímenes y pasearse después con total impunidad entre los vivos. ¿Y en la vida? Sí. Tal vez en la vida también.
«Soldado ruso» es el único relato protagonizado por Jan, y en él Elba es poco más que una sombra, un recuerdo emborronado al que aferrarse en tiempos de camaradería masculina. Durante el servicio militar, el joven de origen polaco se convierte, para los demás, en el soldado ruso; un juego de palabras con «soldado raso», como si la identidad extranjera lo diferenciara del montón. Jan es una rareza en el batallón, tanto por su procedencia como por sus estudios de Bellas Artes. Sí, aquel niño del campo que se rodeaba de botes de pintura por fin se ha hecho pintor, un pintor que lee en voz alta las cartas de los compañeros analfabetos y dibuja a sus novias…, pero, en sus bocetos, en el fondo aparece ella, Elba, a quien espera volver a ver. La identidad de Jan se difumina durante esta etapa, deja de ser él para ser el soldado ruso, simbolizado por la pérdida de su verdadero nombre: cada día decide llamarse de una manera distinta, se enumeran decenas de nombres rusos para referirse a él. Un recurso creativo para expresar que él también se pierde cuando no está con ella. 
Observa tanto sus sueños que casi se olvida de vivir. Y a veces le parece que su vida no es más que eso, un sueño interminable que ella siempre está analizando con una lente de aumento. Tal vez fuera mejor no tratar de interpretarlos. Como las historias de los libros, que es preferible no comprender nunca del todo. 
Todos los cuentos tienen un aire de sueño, de ilusión. Están escritos desde la memoria, y la memoria no lo recuerda todo, o no lo recuerda tal como ocurrió, o sí lo recuerda pero prefiere revestirlo con una nueva luz, al gusto de las sensaciones que asocia con cada acontecimiento. Son textos profundamente íntimos, pero a la vez imprecisos, como una fotografía descolorida por el paso del tiempo. Hay en ellos personas, vida, lugares, y también el componente imaginativo en el que Elba los envuelve. Este efecto se nota aún más en los dos últimos. En «Sueño robado», Elba se pregunta si alguien podría espiar sus sueños. El recuerdo de Jan sigue presente: «¿Qué pasaría si volvía a verle? Tal vez nada. Dicen que los amigos de las vacaciones tan sólo nos seducen con ciertos paisajes como fondo y en verano» (p. 117). Además, un poco al estilo de Natalia Ginzburg en Léxico familiar (1963), se sirve de esta historia sobre sueños para recalcar las palabras que decía su madre. Palabras inventadas, ese vocabulario indisociable del hogar que forma parte de Elba. 
El amor es un acto de fe, se había repetido a sí misma con frecuencia, en cuanto veía que se quedaba sin fuerzas. El amor es un acto de fe, se dijo ahora. Es cuestión de creer. Del seno de quien tenga fe, pensó, recordando un versículo de la Biblia, ella, que seguía sin ser religiosa, pero leía y leía sin parar, brotarán ríos de agua viva. Sí, asintió por fin, aunque sus labios se esforzaron por dar un rodeo, igual que Penélope, que tejía de día y destejía de noche, tratando de esquivar con aquella labor interminable a tanto pretendiente, para guardar todo el espacio a su alrededor a un solo hombre, al que hacía veinte años que no había vuelto a ver.

Berta Vias Mahou
Por último, en «Escrito en el agua», una joven Elba pasea por Roma junto a un amigo. No es Jan, no tiene esa complicidad con ella: «Pareces dura y gélida como la nieve rusa, aunque intuyo que por dentro estás llena de amor y poesía» (p. 134), le dice. Sin embargo, ante la posibilidad de que Jan esté en la ciudad, encerrado en un cuarto para pintar, todo da un vuelco para ella… Al final, el lector se hace la misma reflexión que la autora plantea a lo largo de la obra: hay cabos sueltos que a veces es mejor no atar. Porque se perdería la magia. Porque las respuestas, la avidez por saberlo todo, rompería el encanto de las situaciones en las que todo es posible y aún se puede soñar. Berta Vias Mahou utiliza mucho los puntos suspensivos. Como una pintura impresionista, La mirada de los Mahuad evoca atmósferas, esboza siluetas, sin enseñar todas sus cartas. En el fondo, más que un libro sobre un amor, es un libro sobre una mujer, una mujer impenetrable, que se deja ver a media luz, a través de los recuerdos de su familia y del chico. Y lo que deja ver es fascinante. Literatura en estado puro.

Fragmentos en cursiva de las páginas 145, 44, 69, 117-118, 110 y 144, respectivamente.

29 octubre 2016

Partir - Lucía Baskaran



Edición: Expediciones Polares, 2016 (prólogo de Luna Miguel)
Páginas: 208
ISBN: 9788494414961
Precio: 21,50 € (e-book: 4,99 €)

Leí Partir (2016), la primera novela de Lucía Baskaran (Zarautz, 1988), en dos noches. Estaba cansada cuando me puse a leer, pero me desveló. Esto no quiere decir que sea buena (ni mala); solo es una forma de expresar que estas páginas rezuman intensidad, que bullen y perturban. No buscan el preciosismo vacuo, no son pretenciosas como las de tantos escritores noveles. Luna Miguel lo define como un libro «explosivo». Con independencia de lo que comentaré a continuación, creo que uno de los mejores halagos que se le pueden hacer a un debutante es decirle que no has podido despegarte de su obra. En ocasiones, cuando uno se dedica a los análisis literarios más o menos minuciosos, olvida algo tan esencial como la capacidad para mantener la atención del lector, para no aburrir. Lucía Baskaran, que tiene experiencia como redactora y columnista para diversos medios, sabe de qué va el tema.
La novela, una autoficción, alterna dos tramas (pasado y presente) narradas por Victoria, una joven vasca. En ambas se huele la insatisfacción, síntoma de una incipiente crisis personal. En el pasado, una Victoria de diecisiete años se marcha a Madrid para estudiar Arte Dramático. Residencia de chicas, noches de desmadre, hormonas revolucionadas, ganas de aprender (y vivir) rápido. Sueña con ser actriz y comerse el mundo, pero el presente muestra que esas expectativas se frustraron: la Victoria veinteañera no ha conseguido encauzar su vocación, ha regresado a su tierra y trabaja con poco entusiasmo en una academia de idiomas. Mantiene una relación estable, viaja, hace vida social, pero bajo esa aparente comodidad los problemas no tardarán en salir a la luz. Por la etapa de la que habla y los temas planteados, se puede relacionar, dentro de la narrativa española reciente, con las primeras obras de Aloma Rodríguez (Zaragoza, 1983), como Jóvenes y guapos (2010) y Solo si te mueves (2013). Eso sí, Aloma Rodríguez tiene una escritura más sutil y contenida, afrancesada, mientras que Lucía Baskaran es más directa, con un punto «gamberro».
Partir, sobre todo en la parte del pasado, es una historia de aprendizaje en la que el ímpetu aparente de la protagonista contrasta con su fragilidad. Victoria llega a Madrid con muchas ideas preconcebidas acerca de lo que significa divertirse, y no está dispuesta a perder el tiempo. Habla del sexo, de sus experiencias decepcionantes, de sus sesiones de onanismo y sus ganas de probar cosas nuevas. Habla de drogas, de encuentros con gente conocida por internet, del distanciamiento de la familia, de la amistad, de la ilusión. Pero, sobre todo, habla de decepción, decepción sentimental, profesional y vital. Porque Partir explora una cuestión muy íntima: la crisis personal, el trastorno psicológico (al que se pone nombre, no se oculta). Victoria puede parecer una chica altiva, pagada de sí misma; en realidad, con ese descaro solo intenta disimular su inseguridad patológica. Partir es como una bofetada, la bofetada que supone descubrir que la vida adulta no es lo que uno creía que era, que a veces no queda otro remedio que dar marcha atrás y tratar de reconstruirse (y con esto entronca con la trama en presente, asimismo abocada al desencanto, aunque más esperanzadora).
La autora utiliza un lenguaje sencillo, claro y sin florituras. Sus carencias, no obstante, resultan evidentes: el estilo pobre en las descripciones y el diálogo, las excesivas referencias al sexo —algunos lectores elogian su falta de pudor, pero esto, aunque pueda ser encomiable, no convierte un libro en bueno automáticamente; su tratamiento debe tener una motivación, y aquí en ocasiones solo es relleno—, el texto a ratos más «explicado» que «narrado», registro más propio de un artículo que de una novela. Le falta madurez literaria, pero lo compensa con el tono, el verdadero responsable de que no se pueda parar de leer. La protagonista pasa por periodos de crisis, pero se expresa con desenfado y humor, un humor a veces negro y escabroso. Está harta de todo, y se nota, pero en lugar de manifestarlo desde el lloriqueo se va más por la mala leche, que puede ser muy divertida. Me parece un acierto afrontar un tema tan delicado como este con una voz que desdramatiza y se ríe de sí misma.
Con respecto a la construcción, la trama del pasado funciona mejor que la del presente (quizá porque en el momento de escribirla tenía más «digeridas» las experiencias de los diecisiete años que las de los veinticuatro). En general, trabaja bien el desapego juvenil, el derrumbe progresivo de la chica, la frustración profesional y sentimental. En cambio, pasa demasiado de puntillas por los abusos sexuales —un tema que requeriría una indagación más profunda— y las relaciones familiares —se deja entrever una relación complicada con el hermano, además del alejamiento de los padres propio de la edad, pero se podrían haber desarrollado más—. Hay personajes secundarios que no desempeñan un papel relevante, como algunas amigas, y divagaciones que no pasan de anecdóticas. Por último, se han colado unos cuantos errores ortográficos, como las tildes en algún participio («sustituídos», p. 162) y, sobre todo, en los pretéritos de segunda persona del plural de la p. 182 («enamorásteis, ibáis, érais, sellásteis, graduásteis, decidísteis, conseguistéis»), que claman al cielo porque en esa misma página también aparece uno bien escrito («prometisteis»). Expediciones Polares, en cualquier caso, es una editorial recién nacida y seguro que cuidará más la edición en el futuro.
Lucía Baskaran
Mientras leía Partir pensaba que es probable que la autora reniegue de esta novela en el futuro, tanto en la parte estético-literaria (muy mejorable) como en el contenido. Esto último, por haberse abierto en canal, por haberse mostrado tanto y de forma tan descarnada. Sin embargo, el valor de Partir es, precisamente, que es un libro sobre la juventud escrito por una autora joven, una voz fresca y todavía sin pulir. Y, por eso mismo, una voz espontánea, transparente, honesta. Se puede escribir una novela sobre esta etapa a cualquier edad, pero no es lo mismo narrarla desde la distancia que aporta la madurez que hacerlo durante la propia juventud, en caliente, incluso con un poco de inconsciencia. Es el punto de vista lo que hace que muchos lectores de su edad se sientan identificados con la protagonista. No todos han ido a Madrid a formarse como actores, pero comparten el lenguaje, el humor, los enamoramientos instantáneos, el miedo, la curiosidad. Todas las emociones inherentes a la voz. Ahí está, sí, lo generacional.

26 octubre 2016

Asamblea ordinaria - Julio Fajardo Herrero



Edición: Libros del Asteroide, 2016
Páginas: 220
ISBN: 9788416213856
Precio: 16,95 € (e-book: 9,99 €)

Me pregunto si la crisis económica como motivo literario despierta el interés de los lectores o, por el contrario, produce fatiga, por aquello de que la precariedad no ha terminado y tal vez no resulte apetecible para quien lee con el propósito de evadirse de los problemas cotidianos. A mí, en cualquier caso, sí me llama la atención, porque me interesa conocer cómo los escritores retratan esta realidad, mi realidad, qué les sugiere, qué les inspira. Julio Fajardo Herrero (1979), tinerfeño afincado en Barcelona, es el último en aportar «material» para este creciente corpus literario con su segunda novela, Asamblea ordinaria (2016), que, en la línea de obras como La trabajadora (2014), de Elvira Navarro, apuesta por retratar el malestar a pie de calle, en las relaciones de la gente corriente, sin posicionarse ideológicamente.
Asamblea ordinaria comprende tres historias, organizadas en capítulos alternos, que nunca se llegan a cruzar. Muestran cómo la crisis influye en la relación entre dos personajes (una pareja con una hija pequeña, un empleado y su ex jefe, un joven y su tía anciana), en forma de breves radiografías que desgranan las tensiones latentes en la rutina. Se sitúan en Madrid, Barcelona y Zaragoza, aunque podrían ser otras ciudades. Hay una voluntad de buscar la identificación del lector: los personajes no tienen nombre ni se facilita mucha información sobre ellos, en un intento de que puedan ser cualquier persona. El autor emplea una escritura «hablada», cercana; cada episodio parece un desahogo en voz baja, cómplice. Tiene un estilo depurado, preciso, de frases largas y ramificadas, sin diálogo, como el fluir de la conciencia. Cada capítulo está conformado por un único párrafo, de unas cuatro o cinco páginas. Esta excesiva rigidez formal (las historias siempre en el mismo orden, los capítulos siempre como un párrafo similar) resulta monótona y cansa por momentos.
El primer relato desgrana el distanciamiento de una pareja desde que él se queda en el paro. La narradora es la mujer, la que carga con todo (la casa, la niña, la madre que se hace mayor) a pesar de que sus condiciones laborales han empeorado. Él, por su parte, se pasa el día conectado a internet, donde se une a un movimiento tipo 15-M. Cuanto más se involucra en la plataforma, más se aleja del hogar. Ante la falta de estímulos profesionales, ocupa su tiempo con el compromiso social, una actividad en la que antes jamás habría pensado. La novela no se posiciona a favor ni en contra de estas organizaciones, sino que se limita a mostrar cómo repercuten en la convivencia de una pareja estable, que difiere del perfil del joven sin responsabilidades al que a menudo se asocia con estas iniciativas. Y, claro, surgen conflictos por la desigual implicación en casa, por las diferentes formas de criar a la niña, por los pequeños gastos que antaño no eran una preocupación… También se aborda el trato con otras parejas, desde la incomodidad frente a los que tienen más a la empatía (y un cierto alivio, como si fuera una penuria compartida) con los que están igual.
En la segunda historia, un chico se dirige al que fue su jefe, un hombre adinerado que montó una empresa pionera. El lenguaje está salpicado de neologismos anglosajones para enfatizar la novedad del proyecto, que contrasta con la explotación en la oficina. La relación entre jefe y empleado invita a preguntarse hasta qué punto se puede mantener un trato amistoso cuando existe una diferencia de clase y poder tan grande. El joven procede de un pueblo de Zamora, sus padres son trabajadores y él cursó estudios superiores con la esperanza de mejorar su nivel de vida; sin embargo, se encuentra con la hipocresía de que el negocio innova en los contenidos pero utiliza viejas técnicas de cacique con los empleados. El propietario, por su parte, muestra la simpatía condescendiente del rico hacia el pobre. La actitud del chico pasa de la fascinación inicial por su jefe al progresivo desencanto por las pésimas condiciones laborales. Para que la voz no suene igual que la de la anterior narradora, el autor emplea expresiones más juveniles y coloquiales e intercala algunas palabras (un poco metidas con calzador) en catalán, para que quede claro el vínculo de la empresa moderna con Barcelona.
La última historia está contada en tercera persona por un observador externo y es la única que da voz a otra generación. Un chico se muda a casa de su tía anciana, viuda y sin hijos, para ahorrarse el alquiler. El interés aquí reside en la relación intergeneracional: la precariedad ha llevado a muchos jóvenes a permanecer más tiempo con sus mayores, y esto no está exento de tensiones por las diferentes maneras de encarar la convivencia. Tía y sobrino encuentran un punto en común en el pasado, en los recuerdos de momentos compartidos cuando él era un niño y en un viaje que hacen al pueblo de la mujer. El chico, en otras circunstancias, no se habría interesado por su tía, pero ahora se descubre preocupándose por ella: la soledad de la anciana, la estafa de las preferentes, un estilo de vida «de antes» que no regresará. La crisis puede unir a gente que atraviesa etapas vitales muy distintas.
No hay duda de que Julio Fajardo Herrero tiene buen ojo para desmenuzar las complejidades de las relaciones humanas con la precariedad de por medio. Ha construido una novela que abarca diversas manifestaciones de la crisis, poniendo énfasis en la pluralidad de puntos de vista para ofrecer un retrato lo más rico posible. Su capacidad para exprimir cada tema (pareja, paternidad, movimientos ciudadanos, desigualdad, estancamiento profesional, tercera edad), para mirar con lupa lo que se cuece en cada entorno, es digna de un antropólogo. Dentro de unos años, no sé si muchos o pocos, Asamblea ordinaria se podrá leer como el testimonio de una época, como un texto muy, muy próximo a esta realidad. Sería curioso comparar esta lectura con la interpretación de lectores ajenos a esta crisis; la novela está tan ligada a un contexto particular que no sé hasta qué punto puede entenderse en determinados países, en los que palabras como «preferentes» o «paro juvenil» no salen en las noticias.
Julio Fajardo Herrero
Aun así, no puedo decir que me parezca una buena novela. Le hago dos críticas. La primera es el lenguaje, neutro e insípido (a pesar de los esfuerzos por diferenciar las voces), con un notorio abuso de los adverbios acabados en -mente en algunas páginas. Echo de menos más expresividad y variedad de registros. La segunda crítica en parte deriva de la primera y en parte se refiere a la concepción de la obra: le falta tensión narrativa. Cada capítulo es como una fotografía, una meditación sobre un hecho. Eso no es un problema: el problema es que no se aprecia evolución de un episodio a otro (salvo al final, donde sí que hay un pequeño clímax). Es como enfocar con una cámara los múltiples ángulos de una situación estática. Su mirada puede ser muy interesante (lo es), pero falta un nudo, una tensión que mantenga las ganas de leer doscientas páginas. También opino que la despersonalización de los personajes es un arma de doble filo: pueden ser cualquier persona, en efecto, pero pueden no ser ninguna. Dicho de otro modo: cuesta implicarse en las vidas de unos «personajes tipo». Uno no recuerda a un personaje porque se identificara con él, sino porque el autor logró convertirlo en alguien único. He terminado la novela con la sensación de haber leído un texto formalmente correcto, pero soso. Y es una lástima.

20 octubre 2016

Las chicas - Emma Cline



Edición: Anagrama, 2016 (trad. Inga Pellisa)
Páginas: 344
ISBN: 9788433979582
Precio: 19,90 € (e-book: 11,99 €)
Leído en la edición en catalán de la misma editorial (trad. Ernest Riera).

El fenómeno de Las chicas (2016), la primera novela de la californiana Emma Cline (1989), empezó mucho antes de que el libro llegara a las librerías: un adelanto de dos millones de dólares, derechos de traducción vendidos a treinta y cinco países y una posible adaptación al cine a cargo del oscarizado productor Scott Rudin. Había tantas expectativas como recelos, aún más si cabe porque se inspira en la «familia Manson», cuyos crímenes conmocionaron Estados Unidos el verano de 1969. Con todo, la autora no pretende novelizar el suceso ni hacer de él un A sangre fría, sino que lo utiliza como pretexto para dar voz a una adolescente que mariposea con la secta, pero no llega a formar parte de su núcleo y no participa en los asesinatos. Cline, de hecho, cambia los nombres de los implicados y otros detalles para dejar claro que no busca la reconstrucción fiel. El quid del libro reside en el coming-of-age de la protagonista: cómo la juvenil búsqueda de sentido se topa con una comuna peligrosa.
La mayor parte de la novela se centra en las vivencias de 1969, narradas en primera persona por Evie, la chica que se adentró en el rancho de Russell, músico frustrado y gurú. De forma paralela, una Evie de mediana edad relata su situación actual, cuatro décadas después. Es una mujer que no ha conseguido encauzar su vida, vive de los beneficios que le reportan las películas de su abuela, una actriz reconocida, y ocupa el apartamento de un amigo. El hijo de este, acompañado por su novia, se presenta de improviso y Evie convive por unos días con la pareja. La rebeldía de los muchachos, la fragilidad de la chica, así como la curiosidad de ambos por su pasado en la secta —la fama de los asesinatos ha trascendido generaciones—, reaviva la memoria de Evie, que reconoce su yo adolescente en la inseguridad de la chica que aún no controla su feminidad. La actitud de él, que antaño fue un niño dócil pero ahora ha dejado los estudios y trafica con drogas, también recuerda a la «desviación» del camino recto que sufrió Evie aquel verano. Con este acertado planteamiento a dos tiempos, Cline mantiene la tensión —los capítulos en presente funcionan como interludios, retrasan la acción principal mientras acrecientan el interés al dejar caer migajas de información— y pone de relieve que los conflictos de la Evie adolescente, a pesar de la exclusividad de la secta, son atemporales.
En la California de 1969, Evie tiene catorce años y es hija única de padres acomodados que se han divorciado hace poco. Su único lazo más allá del hogar es su mejor amiga, la de toda la vida, una chica tranquila con quien nunca hace nada emocionante. Evie se percibe a sí misma como una persona mediocre: no es especialmente guapa, no destaca en los estudios ni tiene ninguna habilidad fuera de lo común. Esto, para una adolescente alimentada con los mensajes de la cultura popular sobre lo que debe ser una mujer, genera un fuerte desarraigo («Esperaba que alguien me dijera qué tenía yo de bueno. […] Todo el tiempo que había empleado en prepararme, los artículos que me decían que la vida solo era una sala de espera hasta que alguien se fijaba en ti», p. 32). En medio de esta pérdida de rumbo, se fija en unas chicas de aspecto andrajoso que se divierten en el parque; su descaro llama su atención. Así empieza la fascinación por las chicas de Russell. El descuido de los padres, fruto de la separación —él se ha marchado con una veinteañera; ella trata de recuperar el tiempo perdido con nuevas aficiones y un novio—, acrecienta el descontrol en Evie y le da alas para entrar y salir a su antojo. Y todo ocurre en verano, época de cambio, de aprendizaje, de perversión.
En esta búsqueda de identidad, Cline construye el discurso de la muchacha que necesita una pertenencia y la encuentra en una secta, sin ser consciente de dónde se mete. Evie reúne dos características de la psicología de una adolescente: la inseguridad y el deseo de rebelión. Con respecto a lo primero, Cline, con una capacidad de observación extraordinaria, enfatiza las diferencias de género que ponen a una chica en una posición más vulnerable: la presión en cuanto al cuerpo y las relaciones con los hombres, las ganas de crecer deprisa, la concepción idealizada del amor. La afinidad por el movimiento antisistema, por otro lado, surge del malestar en su ambiente cotidiano —los padres, la amiga, el colegio— y la atracción por lo prohibido de las chicas de Russell. La integración en el rancho se produce con una mezcla de miedo y seducción: no conoce los engranajes de la secta, es más una huésped que un miembro fijo, pero el contraste de este singular universo con su entorno la embriaga mi vida había adquirido un relieve marcado, misterioso, que revelaba un mundo más allá del mundo conocido, el paisaje oculto detrás del mueble de la biblioteca», p. 174). La prosa lírica y sensitiva de Cline capta con precisión los matices de la transformación de Evie.
La elección del punto de vista es inteligente, dado que proporciona una mirada hasta cierto punto «externa» a la secta. Evie convive en el rancho sin convertirse en una actriz principal del mismo. Se mueve entre la adhesión ciega y el recelo, de ella hacia los demás, pero también de los demás hacia ella, que ven en Evie a una niña bien de quien tal vez no pueden fiarse. El lector no conoce lo que pasa por la mente de las otras chicas, sus desarraigos particulares, por qué acabaron ahí; Cline, sutil, usa la insinuación para mantener el interés, sugiere pero no explicita nada, encandila al lector como las chicas de Russell encandilan a la protagonista. Evie es una observadora que, aun con su alejamiento de la familia, no ha perdido por completo las raíces de una vida ordenada. Tiene reparos a la hora de cometer imprudencias, no ha llegado a la inconsciencia del resto («Era difícil saber cómo actuar sin los gestos y las formas habituales de la buena educación. No estaba segura de saber qué otras normas me tenían que guiar», p. 74). Y, sin embargo, está muy, muy cerca de ellos. La Evie madura, en su retrospección, se pregunta qué habría ocurrido si ella hubiera estado en el escenario del crimen —otro motivo que justifica la voz en presente—.
La amistad entre las chicas es otro plato fuerte de la novela, no en vano el título las alude solo a ellas, en detrimento del líder de la comunidad. La autora desgrana con ojo clínico las particularidades de las relaciones entre jóvenes: la tendencia a «evaluar» a la otra de inmediato, a compararse, ponerse en valor.  Más que suscitar una reflexión de hondo calado, Cline sobresale en la descripción de sensaciones, es decir, de impresiones momentáneas que pasan por la cabeza de Evie al interactuar. Entre las chicas del rancho, destaca Suzanne, la cabecilla, por quien la narradora siente verdadera fascinación. Tiene cinco años más que Evie, y se notan: más seguridad en sí misma, mayor conciencia de su feminidad, mayor control de las relaciones íntimas. Una mujer que, como consecuencia de su estancia prolongada en el rancho, se ha acostumbrado a vivir en un desorden permanente, sin tabús, sin reparos: «Rompía los límites para hacerme saber que no existían» (p. 200). Evie, ingenua y retraída, se rinde ante ella. Suzanne adopta un rol dominante, maneja a la otra a su antojo, tan pronto le da como le quita. No obstante, la relación está teñida de ambigüedad, se intuyen celos por ambas partes, tiranteces, aunque también una unión poderosa en determinados momentos.
Russell, el gurú, tiene un papel secundario, pero su presencia sirve para contraponer los roles de género y denunciar la subordinación de las chicas en el contexto de la secta. «Él lo podía hacer, eso. Cambiar para encajar con la persona, como el agua que adopta la forma de cualquier recipiente que ocupe. Podía ser todas esas cosas al mismo tiempo. […] El hombre que lo conseguía todo gratis» (p. 191). Él decide, él manda. Y ellas revolotean a su alrededor. Cline sugiere que las jóvenes son más proclives a caer en manos del embaucador porque su falta de autoestima —resultante de la presión social— les hace confundir la manipulación con un afecto sincero, el afecto que tanto anhelan. Además, en el rancho adquieren una aparente libertad en cuanto a sexo y drogas que, en una sociedad con el feminismo en pañales, para una chica solo era posible en determinados ambientes juveniles. Se hacen muchas reflexiones en esta línea: «Pobres chicas. El mundo las engorda con la promesa de amor. Cuánto lo necesitan, y qué poco recibirán jamás la mayoría de ellas. Las canciones pop empalagosas, los vestidos descritos en los catálogos con palabras como “atardecer” y “París”. Y luego les arrebatan sus sueños con una fuerza violentísima; la mano tirando de los botones de los vaqueros, nadie mirando al hombre que le grita a su novia en el autobús» (p. 149).
El aprendizaje se extiende al ámbito doméstico. Cline acierta al no despegar por completo a la protagonista de su familia: le resulta útil para la historia, para que Evie no se entregue del todo a la secta, y a la vez le permite concretar la evolución en su forma de entender a los adultos. En la niñez, los padres parecen dioses a ojos de sus hijos. En la adolescencia, los muchachos se rebelan a su control. En su iniciación a la vida adulta, Evie aprende a ver a sus padres como dos personas con defectos, sin juzgarlas por ello. Reconoce los puntos débiles de su madre, una mujer que sacrificó muchas experiencias y ahora trata de aprovechar el tiempo. «Perdona» el abandono de su padre, porque al fin y al cabo uno no siempre desea lo que se considera correcto, y Evie lo ha comprobado en sus carnes («Querías cosas, y no lo podías evitar, porque solo existía tu vida, cuando te despertabas lo hacías solo contigo mismo, ¿y cómo podías decirte a ti mismo que aquello que querías no estaba bien?», p. 271).
La cuidada estructura culmina en un final redondo y sugerente, tanto para la Evie adolescente como para la Evie adulta, en quien el recuerdo de aquel verano permanece inquebrantable. Aun así, y a pesar de sus muchos aciertos en el retrato de la psicología adolescente, sería excesivo calificar Las chicas de sobresaliente. Cline tiene un estilo rico, pródigo en metáforas e imágenes poderosas, que se recrea lo justo en las morbosidades y es hábil con el diálogo; una artesana de las palabras, atenta al detalle. Esto, que a priori es lo que hace del libro una obra de buen nivel literario, se vuelve un lastre por momentos: tiene la escritura redicha de una autora novel que siente la necesidad de demostrar su talento en cada página. La prosa no termina de fluir con la suficiente naturalidad, aunque seguro que sabrá pulirla en su próximo trabajo, cuando haya ganado confianza. Por otra parte, cabe preguntarse hasta qué punto la elección de la «familia Manson» en particular responde a intereses comerciales. Por el tratamiento dado, en el que prima el aprendizaje de la chica sobre los acontecimientos, podría haber sido cualquier otra secta o banda criminal anónima la que absorbiera a la protagonista.
Emma Cline
Con todo, Las chicas es un debut más que notable, que destaca por méritos propios entre las novedades de este año. Cline narra la pérdida de inocencia de una adolescente haciendo énfasis en la perspectiva de género en las relaciones con su entorno: los matices de la amistad entre chicas, el descubrimiento de los hombres, la libertad manipulada de la secta, la comprensión progresiva del mundo de los adultos. Lo hace, además, con una historia de tensión creciente que muestra a la perfección el proceso por el que una muchacha anodina llega a sentir atracción por el microcosmos perverso pero embriagador de la comunidad. Esto no es un entrenamiento para el futuro: Cline ya sabe escribir una novela, una novela que se lee con fruición y se cierra con admiración. Tiene buen ritmo, un desarrollo logrado, temas que no caducan y dos personajes memorables (Evie y Suzanne). Ojalá sea el comienzo de una gran carrera.

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