Edición:
Lumen, 2016
Páginas:
160ISBN: 9788426403629
Precio: 17,90 € (e-book: 8,99 €)
Berta Vias Mahou (Madrid, 1961) es una rara avis en el panorama literario
español. Fina y cultivada, su obra está marcada por la influencia de la
literatura alemana, de la que además ha traducido a autores como Goethe, Joseph
Roth o Stefan Zweig. Ha publicado hasta el momento cuatro novelas, dos libros de
relatos, un ensayo y tres novelas juveniles. En 2011 obtuvo el Premio Dulce
Chacón de Narrativa Española por la novela Venían
a buscarlo a él, basada en la vida de Albert Camus, y en 2015 el Premio
Torrente Ballester de Narrativa por Yo
soy El Otro. Su último trabajo es La
mirada de los Mahuad, una compilación de seis relatos entrelazados por el recuerdo de un amor, el amor entre
Elba y Jan, un amor que surgió en aquellos veranos en el campo, los veraneos de
la infancia, de un tiempo que ya solo existe en la siempre imprecisa memoria. Estos
cuentos evocan imágenes del pasado con un estilo impecable; una voz poética,
sutil e impregnada del imaginario de la naturaleza que, más que contar
historias, recrea ensoñaciones. Sugerentes, insinuantes, nunca completas del
todo.
Escribir, dijo, es como tejer y destejer siempre la misma historia. Esa historia que uno no se atreve a contar en voz alta, que ronda por sus venas cada vez que cierra los ojos, cada vez que los abre. Y que se trasluce en la mirada. En cada uno de los movimientos. Una historia interminable.«Tienes la mirada de los Mahuad», le dice una bibliotecaria a Elba en el primer relato, que da nombre al libro. La mirada azul hielo de su madre. La mirada de Elba, una mujer terca e independiente, de apariencia dura, que no exterioriza su sensibilidad ante cualquiera. Esta anécdota, la referencia a sus familiares, desencadena el recuerdo de su infancia en un pueblo alemán, donde vivió junto a sus padres y su hermana pequeña. Rita y Horacio, en aquella época, no conformaban un matrimonio español al uso: «Nadie iba a misa, nadie invocaba los mandamientos de la ley de Dios, nadie aludía tampoco a las recompensas y a los castigos del más allá» (p. 52). La madre entabla relación con una vecina, a quien confía sus inquietudes sobre sus hijas; una extraña complicidad entre mujeres que tienen más en común de lo que creían: «No quiero ni pensar en lo que va a ser nuestra vida cuando aprendan a volar…» (p. 24). En este cuento, Elba solo es una niña, pero a través del retrato de su entorno y de la charla amigable de la madre se empieza a esbozar su carácter.
Sabía que su hija siempre había soñado con ser chico. Que admiraba a los hombres. A algunos hombres. Su inteligencia y su discreción. Y si algo se podía decir de su carácter era que tenía una fuerza de voluntad descomunal. Siempre estirada, bien recta, nunca se apartaba del camino que ella misma se había propuesto seguir. Decían que parecía una columna, aunque en el fondo era maleable, a pesar de que siempre hacía lo que le daba la gana.En el segundo relato, «La llegada de los demonios», los Mahuad ya han dejado Alemania y viven en una ciudad española («La vida en la ciudad […] estaba llena de inquietudes, de precipitación. Llena también de frío y de silencio. Del silencio de la soledad, en medio del ruido», p. 38), aunque en verano abandonan el bullicio para marcharse al campo. La prosa de Berta Vias Mahou está llena del vocabulario de la verde pradera, los colores, los olores, sus gentes extravagantes; un espacio que representa ese sueño de libertad de las vacaciones de la infancia y la adolescencia. Los «demonios» a los que alude el título son unos muchachos polacos que veranean allí. No son perversos como el diablo, pero, para Elba, rompen el orden, le añaden picante. Sobre todo, Jan, el chico que pinta, a quien empieza a mirar de esa forma tan suya: «Porque ella siempre había trazado círculos y fronteras a su alrededor. Porque el número de los que podían cruzarlos era muy reducido. […] Con él se olvidaba de sí misma, del mundo. Con él deponía las armas» (p. 48). La chica silenciosa empieza a experimentar una creciente intensidad interior.
Somos tan reservados, que nos hemos querido siempre en silencio. Con ese silencio que de pronto un día nos damos cuenta de lo mucho que duele. Yo admiro tus palabras, aun siendo tan pocas. Tu sentido del humor. Nunca nos levantaste la voz, menos aún la mano. Y cada día, en cada ocasión, nos has dejado escoger… Y su mirada. Esa mirada negra que, sin embargo, siempre ha hecho que las aguas, cuando se desbordaban, volvieran a su cauce. Que la vida diera menos miedo. Esa manera de mirar que, al parecer, tienen algunos científicos y filósofos, quienes por medio de la razón tratan de penetrar la oscuridad que nos rodea, era también la de su padre. Había miradas suyas que nunca olvidaría.«Padre nuestro», el tercer texto, hace un simpático guiño a la oración homónima. Los Mahuad siguen sin ser religiosos, pero ahora, con las hijas ya adultas y el padre en la sala de operaciones, Elba querría aferrarse a la fe para rezar por él. Este cuento, uno de los más hermosos del libro (si bien cuesta pensar en los relatos por separado), es una carta de amor al padre, escrita con un manejo excelente del estilo indirecto libre. El fragmento citado más arriba («Somos tan reservados, que nos hemos querido siempre en silencio») expone, con delicadeza y lucidez, la educación emocional de Elba, la que se adquiere durante la infancia, en el hogar paterno. El silencio de los Mahuad acompaña siempre a Elba. En un ambiente de sentimientos contenidos, de firmeza imperturbable, las miradas adquieren más significado, llevan el peso del cariño, el consuelo, la comprensión. Berta Vias Mahou escribe sobre esas relaciones con la misma finura con que se proyectan las miradas, insinuando más que diciendo, siempre sutil, siempre discreta.
No debe uno contar nunca los sueños en voz alta, y menos aquellos que, aunque aparezcan una sola vez en la vida, no se olvidan jamás. Como un animal salvaje, hay que delimitar bien el terreno, marcando y protegiendo el territorio. Los recuerdos de infancia, las ideas propias, los amores, los odios, nuestros deseos más ocultos, cualquier sospecha. Ese espacio interior, lleno de luces y penumbras, de tinieblas, en el que los demás no deberían entrar nunca. La frontera entre la realidad y nuestra imaginación es tan sutil. En sueños puede uno cometer los peores crímenes y pasearse después con total impunidad entre los vivos. ¿Y en la vida? Sí. Tal vez en la vida también.«Soldado ruso» es el único relato protagonizado por Jan, y en él Elba es poco más que una sombra, un recuerdo emborronado al que aferrarse en tiempos de camaradería masculina. Durante el servicio militar, el joven de origen polaco se convierte, para los demás, en el soldado ruso; un juego de palabras con «soldado raso», como si la identidad extranjera lo diferenciara del montón. Jan es una rareza en el batallón, tanto por su procedencia como por sus estudios de Bellas Artes. Sí, aquel niño del campo que se rodeaba de botes de pintura por fin se ha hecho pintor, un pintor que lee en voz alta las cartas de los compañeros analfabetos y dibuja a sus novias…, pero, en sus bocetos, en el fondo aparece ella, Elba, a quien espera volver a ver. La identidad de Jan se difumina durante esta etapa, deja de ser él para ser el soldado ruso, simbolizado por la pérdida de su verdadero nombre: cada día decide llamarse de una manera distinta, se enumeran decenas de nombres rusos para referirse a él. Un recurso creativo para expresar que él también se pierde cuando no está con ella.
Observa tanto sus sueños que casi se olvida de vivir. Y a veces le parece que su vida no es más que eso, un sueño interminable que ella siempre está analizando con una lente de aumento. Tal vez fuera mejor no tratar de interpretarlos. Como las historias de los libros, que es preferible no comprender nunca del todo.Todos los cuentos tienen un aire de sueño, de ilusión. Están escritos desde la memoria, y la memoria no lo recuerda todo, o no lo recuerda tal como ocurrió, o sí lo recuerda pero prefiere revestirlo con una nueva luz, al gusto de las sensaciones que asocia con cada acontecimiento. Son textos profundamente íntimos, pero a la vez imprecisos, como una fotografía descolorida por el paso del tiempo. Hay en ellos personas, vida, lugares, y también el componente imaginativo en el que Elba los envuelve. Este efecto se nota aún más en los dos últimos. En «Sueño robado», Elba se pregunta si alguien podría espiar sus sueños. El recuerdo de Jan sigue presente: «¿Qué pasaría si volvía a verle? Tal vez nada. Dicen que los amigos de las vacaciones tan sólo nos seducen con ciertos paisajes como fondo y en verano» (p. 117). Además, un poco al estilo de Natalia Ginzburg en Léxico familiar (1963), se sirve de esta historia sobre sueños para recalcar las palabras que decía su madre. Palabras inventadas, ese vocabulario indisociable del hogar que forma parte de Elba.
El amor es un acto de fe, se había repetido a sí misma con frecuencia, en cuanto veía que se quedaba sin fuerzas. El amor es un acto de fe, se dijo ahora. Es cuestión de creer. Del seno de quien tenga fe, pensó, recordando un versículo de la Biblia, ella, que seguía sin ser religiosa, pero leía y leía sin parar, brotarán ríos de agua viva. Sí, asintió por fin, aunque sus labios se esforzaron por dar un rodeo, igual que Penélope, que tejía de día y destejía de noche, tratando de esquivar con aquella labor interminable a tanto pretendiente, para guardar todo el espacio a su alrededor a un solo hombre, al que hacía veinte años que no había vuelto a ver.
Berta Vias Mahou |
Por
último, en «Escrito en el agua», una joven Elba pasea por Roma junto a un
amigo. No es Jan, no tiene esa complicidad con ella: «Pareces dura y gélida
como la nieve rusa, aunque intuyo que por dentro estás llena de amor y poesía»
(p. 134), le dice. Sin embargo, ante la posibilidad de que Jan esté en la ciudad,
encerrado en un cuarto para pintar, todo da un vuelco para ella… Al final, el
lector se hace la misma reflexión que la autora plantea a lo largo de la obra: hay
cabos sueltos que a veces es mejor no atar. Porque se perdería la magia. Porque
las respuestas, la avidez por saberlo todo, rompería el encanto de las situaciones en las que todo es posible y aún se puede
soñar. Berta Vias Mahou utiliza mucho los puntos suspensivos. Como una
pintura impresionista, La mirada de los
Mahuad evoca atmósferas, esboza siluetas, sin enseñar todas sus cartas. En
el fondo, más que un libro sobre un amor, es un libro sobre una mujer, una
mujer impenetrable, que se deja ver a media luz, a través de los recuerdos de
su familia y del chico. Y lo que deja ver es fascinante. Literatura en estado
puro.
Fragmentos
en cursiva de las páginas 145, 44, 69, 117-118, 110 y 144, respectivamente.
Muy buena pinta!
ResponderEliminarEs una excelente escritora. No te la pierdas.
EliminarLos fragmentos que has elegido son preciosos. Convencen solos:)
ResponderEliminarEste año me había propuesto leer más autores españoles y he fracasado estrepitosamente... A ver si el año que viene lo consigo. Éste libro será uno de los primeros que lea, seguro.
Por cierto, con una reseña tan entusiasta, me ha extrañado que no lo hayas añadido a tu lista de mejores lecturas;)
EliminarJa, ja, este año estoy leyendo muy buenos libros, hay competencia para entrar en la lista :).
EliminarYo también me he propuesto leer a más escritores españoles en 2017. Lo poco que he leído este año son sobre todo novedades de autores nacidos en los setenta, y me apetece leer también a escritores anteriores, como Adelaida García Morales, de la que tanto se habla ahora. Con Berta Vias Mahou repetiré seguro, me ha encantado su voz. En fin, seguro que intercambiaremos recomendaciones interesantes.