28 marzo 2016

El hermano del famoso Jack - Barbara Trapido



Edición: Libros del Asteroide, 2016 (trad. José Manuel Álvarez Flórez)
Páginas: 320
ISBN: 9788416213627
Precio: 19,95 € (e-book: 13,99 €)

¿Qué es la vida sino el tránsito de las espinillas a las arrugas en pos de la sabiduría? (p. 209)
Después de leer unos cuantos títulos anglosajones publicados por Libros del Asteroide, resulta fácil identificar sus rasgos comunes, que se han convertido en marca de la casa: protagonistas jóvenes, pero no en exceso, entre los veintimuchos y la treintena; tramas sobre sus relaciones de amor y amistad, además del viaje interior de los personajes; ambiente urbano de clase media-alta, por lo general culto y bohemio; estilo ameno, ágil, con frecuencia salpicado de un sentido del humor que hace más «llevaderas» las situaciones dramáticas. Estas características se cumplen tanto en novelas recientes, como Qué fue de Sophie Wilder (2012), de Christopher R. Beha, ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? (2012), de Hillel Halkin, o Las crónicas de la señorita Hempel (2008), de Sarah Shun-lien Bynum, como en recuperaciones de la segunda mitad del siglo XX, como Tantos días felices (1978), de Laurie Colwin, o la que me ocupa hoy, El hermano del famoso Jack (1982), de Barbara Trapido (1941), escritora nacida en Sudáfrica y afincada en Inglaterra. Esta fue su primera obra.
El hermano del famoso Jack es una novela de aprendizaje protagonizada por Katherine Browne, una joven británica que en los años setenta comienza sus estudios de Filosofía y Letras. Ella nos habla en primera persona cuando ya ha sucedido todo lo que va a contar; adopta el punto de vista de una mujer adulta que recuerda y reflexiona sobre su pasado con una personalísima voz: Katherine no es apocada ni remilgada, sino que se expresa con desenvoltura, descaro y un poco de cinismo; una voz fresca, impúdica, preñada de referencias eruditas punzantes, capaz de desdramatizar y reírse de sí misma. No en vano su libro favorito es Emma, de Jane Austen —otra protagonista irreverente—, sobre el que sugiere una interpretación poco convencional. Es hija de una inglesa conservadora, viuda de un verdulero, pero sus compañías la alejan del círculo cerrado de su hogar. En el fondo, bajo esta apariencia de mujer moderna y segura de sí misma, se esconde cierta fragilidad, aunque (y esto es un punto a favor de Trapido) la fragilidad no se utiliza para justificar errores ni traumas; Katherine no pierde nunca su vitalidad, su brío, por muchas desgracias que le pasen.
Gracias a su singular lectura de Emma, la protagonista impresiona a Jacob Goldman, un profesor judío alemán que vive en la campiña inglesa con su familia. Katherine se relaciona con el clan Goldman, experiencia que marca su entrada en el mundo adulto. El profesor, un erudito de modales embrutecidos e inclinaciones izquierdistas, se erige como el referente masculino con el que compara a los hombres que se cruzan con ella. La relación entre ambos no es ni la del mentor bondadoso que ayuda a su alumna ni la del que se enamora de ella; es una figura nueva en el mapa de referentes de Katherine. Su esposa, Jane, no se queda atrás: una mujer de estirpe aristócrata, madre de seis hijos y aficionada a cultivar un pequeño huerto. Jane revienta los tópicos sobre la clase alta: no es refinada ni lo pretende (reconoce abiertamente que vive en una casa «muy sucia»), ni tampoco tiene la personalidad cariñosa de una madraza (baste señalar que los hijos llaman a sus padres por su nombre de pila). Al contrario: es directa y ácida. Entre ellas surge una complicidad femenina que resulta importante para ambas: para Katherine, porque Jane no se parece a su madre y le ofrece otra perspectiva de cómo ser una mujer («Quería ser romántica sin dejar de ser mordaz. Eso lo aprendí de Jane», p. 310); para Jane, porque los sucesivos embarazos la han mantenido apartada de la vida social y la irrupción de la joven le aporta aire fresco, alguien con quien conversar, alejada de su núcleo familiar.
Además del matrimonio y de esas relaciones intergeneracionales, destacan los dos hijos mayores. Katherine se enamora de Roger, un muchacho culto y responsable (y encantado de conocerse), con quien, sin embargo, en ocasiones se siente insegura, «inferior». Con él descubre los sinsabores del primer amor, que desgrana con su chispa habitual (véase el siguiente fragmento). Jonathan, el segundo hijo, es más tosco y descarado, pero no por ello menos inteligente («Jonathan estaba muy influido por la contracultura. Alternaba los cómics más atrozmente vulgares llenos de sangre y lujuria con formas de literatura intelectual de vanguardia», p. 122). Las cosas, en cualquier caso, no son blancas ni negras, y las diferencias entre ambos se van matizando con el tiempo. Hay otro personaje relevante: John Millet, un bisexual maduro, amigo de los Goldman, que insta a Katherine a adoptar una imagen más andrógina. Él también marca un antes y un después en ella. En fin: el primer amor, el descubrimiento del mundo adulto, el abandono del hogar materno… La protagonista no tarda en salir del cascarón después de frecuentar a esta peculiar familia.
Roger y yo, permitidme que lo confiese, nunca conseguimos hacerlo del todo bien en la cama, aunque disfrutáramos de la cercanía reconfortante de la piel del otro. No me parecía nunca muy diferente de las clases de educación física del colegio y me dejaba igual de sudorosa y exhausta y dirigiendo miradas furtivas al reloj para ver cuánto tiempo más podía durar aquello. Roger me sorprendió en una ocasión y, siendo como era un joven arrogante e inseguro, se ofendió. Yo no había comprendido aún que alguien tan guapo e inteligente como Roger pudiera estar tan asediado por las inseguridades como cualquier otro hombre. Por lo que a mí respecta, era bastante insegura, con una colección de dudas diferentes a las suyas. Al pensarlo ahora me doy cuenta de que había incorporado mis inseguridades a mi forma de comportarme con los demás, con la esperanza de darles así la dignidad de una presencia. (p. 109)
Un gran acierto de Trapido es el hecho de no limitarse a esta etapa, entre los dieciocho y los veinte años —como puede parecer al comenzar la lectura—, y extenderse hasta los treinta, para mostrar la evolución de la protagonista y sus amistades a lo largo de una década. En un determinado momento, Katherine se marcha de Inglaterra —un periodo de alejamiento que le sirve para curtirse— y a su regreso se reencuentra con los Goldman, que también han cambiado. En cierto modo, la joven ha perdido la ingenuidad con que los miraba antes, esa sensación de entrar en un espacio nuevo, lleno de primeras veces. Lo que antes era importante ya no lo es tanto, lo que antes resultaba desagradable ya no lo parece tanto («Ya no me preocupa demasiado el sufrimiento de los peces. Mi corazón se ha encallecido», p. 232). Es algo así como volver a ver a alguien a quien conociste cuando aún eras muy joven, alguien a quien idolatraste y ahora ya le puedes hablar de tú a tú, tomando conciencia de que no es perfecto.
Barbara Trapido
Se han escrito muchas, muchísimas novelas de formación. ¿Por qué leer El hermano del famoso Jack? Trapido construye una historia muy bien trazada, con diálogos ingeniosos y una brillante introspección psicológica, que sigue los pasos de la protagonista con oportunas elipsis. Mantiene ese difícil equilibrio entre el dolor y el humor, gracias a una familia en apariencia grotesca que no obstante se arraiga en las tribulaciones cotidianas; esto es, no se trata de una comicidad banal, sino que va anclada a la realidad, a la vida. Cada personaje nace de una particular combinación de elementos extravagantes y profundos. Su voz irónica, lasciva, de una sinceridad descarnada, se expresa sin tapujos sobre las inquietudes de una mujer joven, divertida e inteligente de su tiempo (o quizá no solo de su tiempo). De acuerdo, no es una obra maestra, pero es buena. Muy buena.

23 marzo 2016

Pietra viva - Leonor de Recondo



Edición: Minúscula, 2014 (trad. Lluís Maria Todó)
Páginas: 184
ISBN: 9788494145742
Precio: 16,50 €
¿Cómo pueden convivir en mí las certezas de ser a la vez genial y miserable? (135)
Pietra viva (2013), tercera novela de la violinista francesa Leonor de Recondo (1976), se inspira en la figura de Michelangelo Buonarroti para construir una ficción en la que el polifacético artista del Renacimiento atraviesa una crisis: Andrea, un joven monje por el que Michelangelo sentía fascinación, ha fallecido de forma repentina. El protagonista lo descubre cuando le traen el cuerpo de Andrea para la disección: un cuerpo vigoroso, de proporciones perfectas en el sentido clásico, tal como le gusta a él. Michelangelo no se ve capaz de diseccionarlo y se marcha a Carrara, donde debe controlar la extracción de mármol para la tumba del papa Julio II. Corre el año 1505 y Michelangelo ya es un escultor reconocido, ha esculpido el David y su Pietà más importante. Aunque justifica su viaje a Carrara por motivos de trabajo, el genio necesita tomar distancia de todo para superar la pérdida de Andrea y, a la vez, reencontrarse a sí mismo.
De Recondo combina datos sobre el personaje —en 1505 pasó ocho meses en Carrara— con afecciones que se le atribuyen (el carácter volátil, la falta de equilibrio emocional, la atracción por los hombres), y, a partir de aquí, trata de evocar sus sentimientos, todo lo que ronda por la cabeza de un artista que, como él mismo manifiesta en la frase citada al principio de esta reseña, reúne en su interior lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Este Michelangelo no es un personaje carismático: tiene un carácter taciturno, retraído, que en ocasiones se muestra antipático. De Recondo se acerca a su lado más vulnerable: lo concibe como a un hombre triunfador en su profesión, pero infeliz en su vida íntima. En Carrara, Michelangelo conoce a un niño, Michele, hijo de un trabajador, con quien traba una singular amistad. El nombre del muchacho no es casual: a raíz de la relación, el protagonista recuerda su propia niñez, sus traumas, que guardan cierto paralelismo con los del chaval. Sin habérselo propuesto, la estancia en Carrara le hace regresar a sus orígenes para enfrentarse a una puerta que hasta ahora no se había atrevido a cerrar.
Este redescubrimiento de sus orígenes atenúa en cierto modo el dolor por la pérdida de Andrea. El artista desconoce la causa de su muerte, por eso escribe cartas a otro monje, unas cartas que rara vez se atreve a enviar y que se asemejan más a un diario en el que vuelca sus confesiones. Lo que sentía Michelangelo por Andrea es una mezcla de amor y obsesión, una fascinación por el cuerpo joven y vigoroso. De Recondo, una narradora sutil y contenida, describe este sentimiento con elegancia, delicadeza y sensualidad, sin caer nunca en lo explícito. Su estilo intimista y poético está más pulido que en su novela anterior, Sueños olvidados (2012), y brilla por su precisión y agilidad. Tiene cierto aire onírico, en parte gracias al tratamiento de los personajes secundarios, también más elaborados. Además de Andrea y el niño, destacan dos hombres de Carrara a quienes se relaciona con animales: Cavallino, el hombre unido a una yegua, y Topolino, el hombre liviano y raudo como un ratón. Al referirse a ellos se utiliza el vocabulario propio de los animales que representan, lo que proporciona ese efecto de ensoñación tan característico de la autora. Más allá de los personajes imaginarios, que representan a gente anónima, el protagonista se refiere asimismo a personajes históricos, como Lorenzo de Médici, que le regaló un libro de Petrarca que siempre lleva consigo.
Leonor de Recondo
Pietra viva tiene muchos rasgos en común con Sueños olvidados: estructura en capítulos breves, con alternancia de la tercera persona con las cartas/diario del protagonista; la ambientación en una época remota, en un lugar alejado de su entorno; y el argumento sobre un personaje que atraviesa una crisis personal que lo empuja a abandonar su sitio para intentar reinventarse. En este proceso, el arte adquiere un papel fundamental, y no solo porque sea la profesión de Michelangelo: De Recondo parece evocar las disciplinas artísticas como un refugio, un medio para purificar el dolor, como ocurría con la familia que huye de la guerra civil española en Sueños olvidados. No se trata, en ningún caso, de una novela histórica al uso: la concepción del hecho literario de la autora va más allá de la mera recreación de una sucesión de acciones y ante todo se centra en la transformación interior de sus personajes. Sus novelas brillan por este tono sensible (que no sentimental), un tono que trasciende los contextos históricos particulares para quedarse con lo íntimo, lo que no cambia con el tiempo.

21 marzo 2016

Departamento de especulaciones - Jenny Offill



Edición: Libros del Asteroide, 2016 (trad. Eduardo Jordá)
Páginas: 172
ISBN: 9788416213641
Precio: 17,95 € (e-book: 10,99 €)

Es importante, si alguien te pregunta cuál ha sido tu momento más feliz, que reflexiones no solo sobre la pregunta, sino también sobre quién te la ha hecho. Si te la hace alguien a quien quieres, es justo inferir que esa persona confía en aparecer en la evocación que ella misma ha propiciado. Pero si fueses injusta y además tuvieras un corazón perverso, podría ser que olvidaras ese hecho tan elemental y entrañable y te refirieras, en cambio, a un momento en que vivías sola en el campo y nadie necesitaba nada de ti, ni siquiera amor. Y entonces podrías decir que ese fue tu momento más feliz. Pero si lo hicieras, hablar del momento más feliz haría infeliz a la persona a la que siempre quieres ver feliz.

Si los estados de Facebook de una persona se convirtieran en novela, el resultado sería algo parecido a Departamento de especulaciones (2014). En Facebook un usuario puede publicar desde meditaciones sobre su vida a sencillas anécdotas cotidianas, pasando por citas del libro que está leyendo, comentarios más o menos superficiales sobre cualquier asunto de su interés u observaciones sobre una charla que ha escuchado en el autobús. Lo profundo y lo banal se reúnen en un mismo muro, a modo de fragmentos en apariencia dispersos que sin embargo adquieren coherencia cuando se piensan como la expresión de la mente de un único individuo, la expresión de sus inquietudes, altibajos y excentricidades. En Departamento de especulaciones no se hace referencia a ninguna red social, pero Jenny Offill (Massachusetts, 1968) adopta el registro narrativo propio del hipertexto, a saber: ruptura de la linealidad, fragmentación, desorden; literatura entendida como una red de conexiones y no como relación causal. Con esta obra, su segunda novela, fue finalista de los premios PEN/Faulkner y Folio.
Los recuerdos son microscópicos. Partículas diminutas que se agolpan y se dispersan. Gente minúscula, los llamó Edison.
Departamento de especulaciones va de un matrimonio estadounidense de clase media, de la maternidad y de las aspiraciones profesionales frustradas. Pero también va de los pensamientos fugaces que se le pasan por la cabeza a la protagonista, las preguntas sin respuesta que le hace su hija y las citas de personajes célebres que parecen describir su realidad. Se trata de una novela fragmentaria, de frases breves y sobrias, que bajo su aparente simplicidad compone un rompecabezas de piezas sueltas que solo tienen sentido para la narradora, porque al fin y al cabo explican su vida, su forma de estar en el mundo, entre el trabajo y el hogar, entre la reflexión y la trivialidad, entre lo íntimo y lo exterior, que convierte en propio al entrar en sus cavilaciones. Esta deconstrucción de la trama lineal imita el funcionamiento de la mente, que salta de una idea a otra constantemente; Offill entronca, salvando las distancias, con autoras posmodernas como Jeanette Winterson o Ali Smith, e incluso con obras anteriores como Agua viva (1973), de Clarice Lispector, con la particularidad de que Offill, a diferencia de las escritoras mencionadas, se mueve en el terreno costumbrista de una mujer urbanita; aunque, claro está, con este tratamiento formal se aleja por completo del realismo convencional.
Si tuviera que resumir lo que hizo conmigo, diría lo siguiente: hizo que yo me pusiera a cantar todas las canciones malas que sonaban en la radio. Mientras me quiso y cuando dejó de hacerlo.
Aun con la dificultad de acotar «de qué va» esta novela, se reconoce un tema principal: la crisis de un matrimonio de mediana edad. La narradora, una escritora frustrada que se gana el pan como profesora de escritura creativa y negra literaria, hilvana recuerdos para reconstruir, con las palabras justas, la relación con su marido desde los inicios de su noviazgo hasta la actualidad, cuando tienen una hija en común y el matrimonio se resquebraja. Combina, por lo tanto, el tiempo pasado con el presente. El título viene de los comienzos de la relación: se enviaban cartas con el remitente «Departamento de especulaciones». Las especulaciones, los sueños de convertirse en todo menos en lo que es ahora, la dificultad para compaginar una profesión artística con el ámbito doméstico —cuestión que también se plantea en Dos amigas (2011-2014), de Elena Ferrante—, la insatisfacción tras años de convivencia, la transformación brutal que supuso el nacimiento de la niña. La autora explora el desencanto de la vida conyugal, de la vida que a partir de cierta edad se vuelve gris, monótona. Con todo, no se trata de un enfoque pesimista en extremo: hay un espacio para el afecto que aún se tienen y, por lo tanto, la posibilidad de esclarecer los conflictos está ahí. Hay esperanza, y la protagonista escribe estos retazos para tratar de encontrar ese punto en el que su historia se descarrió.
Los días con la niña parecían muy largos, pero no tenían nada digno de mención. Cuidarla me exigía repetir una serie de tareas que tenían la curiosa peculiaridad de parecerme urgentes y tediosas a la vez. Cortaban el día en pequeños fragmentos.
Offill, haciendo honor a su profesión —como la narradora, enseña escritura creativa en diversas universidades—, se muestra especialmente habilidosa y pulcra con la forma. El punto de vista, en un principio, es una primera persona de la mujer, que con su propia voz hace memoria, reflexiona sobre el presente y en ocasiones se dirige a un «tú» que es su esposo. No obstante, a medida que la pareja entra en crisis, la narradora se refiere a sí misma como «la esposa», en tercera persona, para marcar el alejamiento con respecto a lo que era antes, la sensación de dejar de ser ella misma, de desviarse del camino como consecuencia del dolor; un recurso bien encontrado. La aparente dispersión de los fragmentos va en consonancia con la sociedad occidental del siglo XXI: la sobreinformación (la narradora recoge ideas escuetas y variadas que ha leído en alguna parte) o esa constante impresión de dividirse entre mil obligaciones, desde llevar a la niña al colegio a corregir exámenes. Uno de los aciertos de esta obra reside en el hecho de que no solo habla de un tema contemporáneo, sino que reproduce el modo en el que se experimenta, el modo en el que se piensa en él.
Ya está harta de las terribles miradas de agobio de las personas casadas. ¿Estaban siempre así y no se había dado cuenta hasta ahora?
Jenny Offill
La voz, además, se caracteriza por el distanciamiento: no construye «personajes» como tales, no pone nombre a sus allegados (son «el marido», «la hija»), como si quisiera preservar su intimidad, contar esta historia en voz baja; o, simplemente, para mostrar la alienación que siente hacia sí misma y hacia todo lo que la rodea. También se puede interpretar como una emulación del creciente individualismo y la falta de comunicación cara a cara en el contexto de una sociedad hiperconectada. El estilo, sutil y preciso, no deja espacio para lo superfluo; y abundan las elisiones, porque otro rasgo característico de la escritura fragmentada es no dar nada masticado. Con este planteamiento, sería fácil caer en esa especie de «frialdad» que afecta a algunos autores posmodernos; por fortuna, Offill solventa ese riesgo con pequeñas dosis de ternura y humor que dan calidez a la prosa. Es distante, sí, pero no de hielo. Sea como sea, ha escrito una obra meritoria: narra una historia tan manida como la crisis matrimonial sin que parezca más de lo mismo, y, por si esto fuera poco, consigue que el lector le siga dando vueltas una vez terminada para tratar de comprender qué quiso decir y por qué decidió expresarlo así. No es poca cosa.
Ella piensa antes de actuar. O para decirlo con más precisión, piensa en vez de actuar. Eso es un defecto, no una virtud.
Citas en cursiva de las páginas 96, 11, 17, 32, 117 y 135.

20 marzo 2016

Un hombre sencillo - André Baillon



Edición: Errata naturae, 2016 (trad. Vanesa García Cazorla)
Páginas: 192
ISBN: 9788416544042
Precio: 16,50 €

Mediante mis actos, cuando no mediante mis palabras, predico:
—¡Seamos sencillos!
Es tremendo, señor, cómo se complica la vida cuando queremos que sea simple. (P. 31)

Pocas veces el adjetivo «singular» encaja tan bien en la biografía de un escritor como en la del belga André Baillon (Amberes, 1875 – Saint-Germain-en-Laye, 1932). Su vida estuvo marcada por la temprana pérdida de sus padres, circunstancia que lo llevó a estar bajo la tutela de una tía autoritaria. Fue un estudiante brillante, pero la intensidad con la que amó y vivió debilitó su salud mental. Se intentó suicidar varias veces y, aunque a partir de 1920 comenzó a publicar con éxito, su situación no mejoró y pasó temporadas en la zona de psiquiatría del Hospital de la Salpêtrière. Finalmente, se suicidó en 1932. Gran parte de su obra tiene un trasfondo autobiográfico, como Un hombre sencillo (1925), su primera novela traducida al castellano, que gira alrededor de un personaje ingresado en el mencionado hospital después de sufrir por un peculiar triángulo amoroso. Pero el calificativo «singular» no solo se aplica a su trayectoria vital: sus libros tienen un punto delirante que dificulta su clasificación, un sentido del humor absurdo y unos juegos de palabras que lo acercan a autores como Samuel Beckett.
La Salpêtrière, por Armand Gautier (1857).
Jean Martin, el hombre sencillo (así, al menos, lo cree él), se encuentra en la Salpêtrière, desde donde le cuenta al doctor, en forma de cinco confesiones, los motivos por los que está ingresado allí. Él es escritor, pero de un tiempo a esta parte no puede escribir, una causa de frustración («Para un escritor apenas si cuentan los libros ya consumados, los que cuentan son los que va a escribir.», p. 38). Tampoco consigue llevar una existencia tranquila con su esposa; cualquier gesto rutinario le resulta complicado, perturbador, enloquecedor. Llegó a su límite y ahora está en el hospital. Ahora bien, su caso no es tan, ejem, sencillo. La novela se vertebra sobre la multiplicidad de identidades del protagonista. Porque Jean Martin a veces es Jean y a veces Martin, a veces es (o eso cree) un hombre sencillo, común, y a veces se enreda en la telaraña de la locura, a veces ama a quien debe y a veces su impulso toma un rumbo prohibido. Tal como explica la traductora, Vanesa García Cazorla —que hace un trabajo extraordinario para captar los matices de la prosa y aclarar los dobles sentidos que emplea Baillon—, uno de los ejes fundamentales del libro es la duplicidad del narrador: «complejidad, dispersión y escisión real de su protagonista frente a la sencillez soñada» (p. 13). Hay que leerlo con atención para no dejarse confundir por él… o, precisamente, para involucrarse y participar de este juego de espejos.
Buena parte de los problemas de Jean Martin, según le confiesa este al médico, tienen su origen en el amor. En un principio tenía una esposa, Jeanne, y una amante, Claire —todo tiene una dimensión doble (o tripe), incluidos los perfiles de las mujeres—, pero al final se decantó por la segunda, que además tenía una hija, Michette («De lo complejo a lo sencillo, me uní a dos mujeres: una que debería haber sido mi esposa; la otra que lo seguía siendo sin serlo ya más. Ambas sufrieron. Y yo, por ellas.», p. 34). Esta Michette creció hasta convertirse en una jovencita arrebatadora, y aquí se complicó todo para el protagonista, que a estas alturas ya estaba atormentado por los ruidos, la paranoia y la incapacidad para concentrarse en una tarea, a pesar de haberse trasladado al campo para estar en un lugar más tranquilo que París. La narración se desdobla constantemente entre la cara del hombre sensato, que aspira a su vida sencilla con Claire y sus novelas, y la del hombre depravado que piensa en Michette y tiene extrañas alucinaciones. Por un lado, la vida, la serenidad, el orden; por el otro, la locura, que a su modo también es decrepitud y muerte. Más allá de la enajenación, la multiplicidad de identidades puede interpretarse como un reflejo de los papeles que cada persona adopta en su día a día (y los papeles que reprime, hasta que llega al extremo, se desborda y le pasa lo que a Jean Martin).
André Baillon
La gracia (nunca mejor dicho) de Baillon reside en su brillante estilo, un estilo conciso, ambiguo y repleto de juegos de palabras (todo un maestro de le mot juste). La decadencia del protagonista va acompañada de una lucidez asombrosa para la construcción literaria, en la que abundan el humor absurdo, los tics, las repeticiones obsesivas del narrador y ese constante desdoblamiento de personalidad. A pesar del sufrimiento que se palpa en el trasfondo de la voz de Jean Martin (y aún más que sufrimiento: la locura es lúgubre, tétrica, incontrolable), su tono resulta tremendamente vivo, divertido, agudo y vigoroso; un estilo «genial», en el sentido tradicional del término. Bajo un título anodino en apariencia, Un hombre sencillo se revela como una novela ingeniosa e incisiva, obra de un artesano de las palabras con capacidad para reírse de sí mismo. Un libro de todo menos «sencillo».

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