Edición:
Lumen, 2016 (trad. Mercedes Corral; prólogo de Elena Medel)
Páginas:
272
ISBN:
9788426402950
Precio:
19,90 € (e-book: 11,99 €)
Leído en la edición de Lumen, 2007 (misma
traducción, prólogo de Flavia Company).
Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia […] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asiriobabilonios: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra (p. 39-40).
Todas
las personas que han pasado un tiempo juntas, que han compartido experiencias,
risas y llantos, asimilan, al cabo de los años, unos recuerdos,
anécdotas y frases memorables que solo tienen sentido para ellas, porque se
produjeron en un momento y un lugar determinados en el que se encontraban
presentes. Fuera de su contexto, lo que a ellas les sugiere humor, cariño o
nostalgia puede tomarse como un chisme trivial. Las parejas, los grupos de
amigos o las promociones de estudiantes participan de este legado intangible de
vivencias compartidas. Y las familias, también las familias, sobre todo las
familias. Entre las comidas cotidianas, las celebraciones de cumpleaños y los veranos
en casa de unos parientes lejanos, cada familia construye su particular corpus
de expresiones e historietas memorables; en otras palabras, cada familia crea
su «léxico familiar». A partir de esta idea de las experiencias compartidas,
Natalia Ginzburg (Palermo, 1916—Roma, 1991), una de las escritoras italianas
más importantes del siglo XX, vertebra una obra que recoge las memorias de su familia —a pesar de que, según explica en la
nota inicial, no pretende ser una crónica y pide que se lea como una novela—
entre los años veinte y cincuenta, desde que era una niña hasta que abandonó de
forma definitiva la casa de sus padres. Léxico
familiar (1963) le valió el Premio Strega y está considerado, junto con Todos nuestros ayeres (1952), su libro
más importante.
Giuseppe Levi |
Ginzburg nos deja entrar en su casa, escuchar los gruñidos de su
padre y ser testigos del desaliento de su madre, nos deja observar cómo los hermanos
se hicieron adultos y cómo los hundió la dictadura. Aunque nació en Palermo,
Ginzburg, nacida Natalia Levi, se crió en Turín, en el seno de una familia judía acomodada y de
convicciones antifascistas. En esta novela no convierte sus recuerdos en un
relato lineal al uso, sino que, con las imprecisiones propias del fluir de la
memoria, narra escenas o pensamientos de pocas páginas, que adquieren sentido
como conjunto a medida que uno avanza en la lectura. No pretende abarcarlo
todo, ya que es consciente de las lagunas de la memoria y, además, se guarda
para sí misma las intimidades que más la atañen (como decía García Márquez, «La
vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para
contarla»). La obra comienza con una evocación de ese «léxico familiar»: las
reprimendas cotidianas de su padre, el profesor de anatomía Giuseppe Levi. Hay
muchas oraciones similares a lo largo del libro: el patriarca es una figura
primordial, un hombre imponente y bruto, que no obstante se retrata con
ternura. La madre aparece como una mujer alegre y perezosa, si bien melancólica
por las pérdidas. Natalina, la criada, como una mujer muy eficiente.
Es
difícil argumentar por qué Léxico
familiar —y, de hecho, toda la obra de Ginzburg— es un gran libro. No
porque se dude de su calidad, sino porque cuesta adivinar la pauta, la receta
con la que eleva el costumbrismo a literatura espléndida. La fórmula reside en
su voz narrativa, pero ahí tampoco resulta fácil concretar cómo lo hace, cómo convierte
las regañinas de su padre (y todo lo que acontece después) en material
literario de primera, cómo cose los jirones de la memoria hasta dar forma a una
obra con coherencia interna. Enseguida se advierte que es una escritora
observadora, atenta al lenguaje corporal, al detalle. Su prosa fluye pulcra,
elegante, con un suave sentido del humor. Sin efectismo ni pomposidades, sin
información de relleno: cada fragmento es rico en reflexiones y escenas que
permiten que siga tejiendo el relato. Una de sus claves reside en el tono. Hay
autores que escriben como si estuvieran enfadados con la humanidad; otros, en
cambio, suenan tristes, meditativos; no faltan los pedantes, y también los hay
que han añadido una cucharada de azúcar de más en el café. Ginzburg escribe como
si se hubiera despojado de cualquier pasión enfebrecida, con un tono calmado,
sereno y cómplice —que se podría calificar de «honrado»—, que guarda una
acertada distancia respecto de los hechos. Este tono, lejos de restarle fuerza,
saca a la luz la vida, la vida familiar contada sin adornos. Eso es: Ginzburg es una escritora que busca la
vida. Logra la profundidad en la anécdota, encuentra la permanencia en lo
efímero.
Wittgenstein
postuló que el lenguaje no es un mero envoltorio del significado, dado que el
individuo, al elegir unas palabras determinadas para expresar una idea, y al
combinarlas, está construyendo
ese significado, le está dando unos matices concretos y exclusivos, del mismo
modo que, al vestirse, no se limita a cubrirse de prendas, sino que manifiesta
información sobre sí mismo (personalidad, estado de ánimo, actividades) en
función de la ropa elegida. Ginzburg parece haber adoptado este enfoque, puesto
que evita emitir juicios y deja que las personas —cuesta llamar «personajes» a
gente que existió— se muestren a través de sus expresiones, verbales y
gestuales. Abundan las frases coloquiales, como las exclamaciones del padre
y la madre. Sí, exclamaciones: esa entonación que tanto desentona en muchas
novelas y que aquí, sin embargo, deviene fundamental para captar el matiz informal del ambiente. Además
de los progenitores, destacan los hermanos, con los que compartió los juegos
infantiles que solo entienden ellos: Gino, el estudioso, amante de la
naturaleza; Mario y Alberto, siempre a punto de pelear; Paola, la otra chica,
con quien la madre mantiene una complicidad singular. Con los retazos de la
memoria, Ginzburg cuenta cómo se fue forjando el carácter de cada uno, qué
caminos tomaron. El alejamiento del núcleo familiar al convertirse en adultos
es otro tema fundamental: cómo se va perdiendo el contacto con la familia y,
aun así, en los encuentros ocasionales renace la unión gracias al pasado en
común.
Leone y Natalia Ginzburg |
Los
hermanos, además, se vieron afectados por el fascismo, al igual
que su primer marido, el intelectual Leone Ginzburg, asesinado en la cárcel. La historia de Italia, la guerra, el lento
resurgir posterior, aparece como trasfondo de la obra en los ciclos que
atraviesa la familia, desde la etapa de crecimiento económico a los problemas
con la justicia. Con todo, Ginzburg no politiza la novela, no aprovecha la
excusa de las memorias para defender un alegato antifascista; ese es uno de los
méritos de la distancia desde la que escribe, porque neutraliza la rabia y deja
paso a una entereza mucho más convincente. El final de la contienda coincide
con el desmoronamiento definitivo del
mundo de su infancia, ya que muchos seres queridos han muerto y los vivos
llevan otro tipo de vida, obligados por las circunstancias. La autora recuerda,
sin ir más lejos, lo que supuso el matrimonio para ella en los aspectos
prácticos, como aprender a llevar una casa y, después, a asumir el
confinamiento de Leone en la cárcel; o cómo, a medida que la madre envejece,
deja de ver en ella a la figura protectora y es la propia Ginzburg quien adopta
ese rol con sus familiares. A partir de esas escenas cotidianas, tan ligeras en
apariencia, Ginzburg explora asuntos mucho más profundos, y lo que parecía una
narración distendida toma un rumbo inesperado y estremecedor.
Este
«léxico familiar» engloba a los amigos, una parte esencial del desarrollo de
una persona, sobre todo cuando el hogar paterno va quedando atrás y se gana
independencia. Por ejemplo, los colegas de
la editorial Einaudi, donde la autora trabajó muchos años: el propio editor,
Giulio Einaudi, y Cesare Pavese, entre otros. Ginzburg se detiene a hablar
sobre Pavese, al que conoció bien: un hombre irónico, sagaz, calculador, y a la
vez hundido por sus fracasos amorosos. Ginzburg se refiere a él con cariño,
tristeza y añoranza —cuando escribió este libro ya hacía más de una década que su
amigo se había suicidado—; lamenta, en algunos de los pasajes más sentidos, que
no fuera capaz de plasmar su lado irónico en sus libros y en sus relaciones
sentimentales. A propósito de la editorial, también relata, de forma
implícita, cómo se fue consolidando Einaudi: desde sus inicios en Turín,
como una editorial modesta, a su establecimiento posterior en Roma, donde fue
prosperando. La implicación de Ginzburg en la literatura —además de novelista,
fue ensayista y dramaturga, y redactora para Einaudi— la lleva a reflexionar en
algunos momentos sobre las tendencias que tomó la creación literaria y su
compromiso social (o la ausencia de él). Léxico
familiar abarca, por lo tanto, mucho más que unas memorias: ante todo,
expresa una mirada sobre la realidad, una visión lúcida sobre la Italia comprometida de la
primera mitad del siglo XX.
Natalia Ginzburg |
Y,
precisamente porque todo está en su mirada, sorprende que Ginzburg apenas
hable de sí misma. Elige, como narradora, mantenerse al margen, contar los
acontecimientos de sus allegados casi como si ella no hubiera estado ahí, como
si no hubiera intervenido. No oculta los parentescos, ni escribe con el estilo
de una crónica periodística, pero no desgrana cómo era ella entonces, ni cómo
se llevaba con los suyos. En la nota inicial dice: «No deseaba hablar de mí.
Ésta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia». El
hecho de optar por la discreción todavía aumenta más esa impresión de
honradez, de humildad; no es ególatra, prefiere actuar como
mediadora entre los suyos y el lector en lugar de ponerse a ella en el
centro. Y le funciona, eso es lo importante, ella es la pieza que conecta todos
sus recuerdos, que da sentido al conjunto. Un conjunto en el que, a pesar de
referirse a unas personas y un momento determinados, resulta posible
reconocerse en sus reflexiones sobre la
pérdida, el abandono del mundo de la niñez o la huella que dejan las épocas de
dolor. Uno puede abrir Léxico
familiar al azar con la seguridad de que en cualquier página encontrará una
observación inteligente, una evocación nostálgica o una exclamación llena de
vida. Una invitación para seguir leyendo, para quedarse en
su casa un ratito más.
Sé que me repito, pero es que siempre estás descubriéndome nuevos libros, nuevos autores...Y siempre me dejas con ganas!
ResponderEliminarBesotes!!!
Y yo sé que es imposible leerlo todo, pero Ginzburg me parece de las imprescindibles. De verdad, no te la pierdas, sea con este o con otro título ("Querido Miguel" es una maravilla, y dicen que "Todos nuestros ayeres" es su obra maestra). Este año tengo la intención de leer varios libros suyos, os iré contando.
EliminarHola
ResponderEliminarLeí ese libro hace años, y me gustó tanto tanto que devoré, cuando fueron cayendo en mis manos, libros de ella como el que has citado “Querido Miguel” o “Las palabras de la noche” o “La ciudad y las casa” o “ Las pequeñas virtudes” todas tan fascinantes que casi me obsesionó esta autora,... pasado el tiempo la he vuelto a recordar con tu reseña, tan buena que no creo que se necesite otra para describir lo que es el libro y cómo es Natalia, una figura -enorme- que parece dominar todos sus libros escondida -!pero tan evidente¡- detrás de sus personajes, tan natural como magnífica.
Gracias por una reseña como esta
un saludo
Gracias a ti por tu tiempo y tu comentario. Me alegro de encontrar a otra lectora entusiasta de Natalia Ginzburg. Yo, como tú, me leería todos sus libros del tirón ahora mismo, pero intentaré dosificarlos para que me dure el placer del descubrimiento.
EliminarEsta autora tiene muy buena pinta, has hecho una reseña estupenda! No he leído mucha literatura italiana, así que el mes temático me ha venido estupendamente:)
ResponderEliminarEs maravillosa. También he leído "Querido Miguel", que no sé cuándo lo reseñaré, y es espléndido. No te la pierdas.
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