29 junio 2018

Blog en pausa

Me tomo un descanso del blog y las redes sociales hasta septiembre. Si para entonces aún no me habéis olvidado (¡espero que no!), nos leeremos de nuevo por aquí. Os dejo diez sugerencias de libros más o menos recientes para leer estas vacaciones:

  1. El deshielo, de Lize Spit (Seix Barral)
  2. Hombres, de Angelika Schrobsdorff (Periférica & Errata naturae)
  3. Un libro de mártires americanos, de Joyce Carol Oates (Alfaguara)
  4. La isla de Arturo, de Elsa Morante (Lumen)
  5. El cuaderno prohibido, de Alba de Céspedes (Contraseña)
  6. Pequeño país, de Gaël Faye (Salamandra)
  7. Río revuelto, de Joan Didion (Gatopardo)
  8. Por ley superior, de Giorgio Fontana (Libros del Asteroide)
  9. La vida sumergida, de Pilar Adón (Galaxia Gutenberg)
  10. Margarita Dolcevita, de Stefano Benni (Blackie Books)
Quien me quiera encontrar puede escribirme a rustablog@hotmail.com

Ah, ¡y buen verano!

04 junio 2018

Un libro de mártires americanos - Joyce Carol Oates


Edición: Alfaguara, 2017 (trad. José Luis López Muñoz)
Páginas: 824
ISBN: 9788420431680
Precio: 23,90 € (e-book: 12,99 €)

Es probable que Un libro de mártires americanos (2017) pase a la historia como una de las novelas más importantes de Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938), y, teniendo en cuenta la vasta bibliografía de la autora, esto es mucho decir. Entre los numerosos calificativos que se le pueden aplicar, destaca el de «pertinente»: no solo ha escrito una obra lograda en términos literarios, sino que da en el clavo en su diagnóstico de la sociedad estadounidense, o, en otras palabras, pone el dedo en la llaga. Siguiendo esa tradición de la «gran novela americana» que sus compatriotas conocen tan bien, Oates plantea conflictos de honda penetración social a partir de la peripecia singular de dos familias contrapuestas que encarnan las polaridades del país. Pese a tratarse de una novela enraizada en su cultura, en parte sus preocupaciones pueden extrapolarse a otros lugares, sobre todo, porque la verdad literaria no está tanto en los hechos como en su indagación en los opuestos, en sus nexos y sus diferencias, y confrontaciones de este tipo las hay, en mayor o menor medida, en cualquier sociedad.

Choque de trenes
El 2 de noviembre de 1999, Luther Dunphy, un evangélico radical, trabajador, asesina con arma de fuego al médico abortista Augustus Voorhees a las puertas de su clínica en Muskegee Falls, Ohio. Dunphy dispara asimismo al acompañante del doctor; una víctima indirecta con la que no contaba (y que será clave). El autor del crimen se pone a disposición de la justicia, a la espera de que se dicte sentencia. Existen posibilidades de que se le condene a muerte, pero no parece importarle; él siente que ha cumplido la «misión» que Dios le ha asignado. Este suceso sirve de desencadenante de la acción, que, además de ahondar en la víctima y su verdugo (con retrospecciones al pasado y episodios en la cárcel), examina la evolución del entorno familiar de ambos después del asesinato (los dos son varones de mediana edad, padres de familia numerosa, con hijos pequeños y adolescentes) y, a la larga, termina por centrarse en las respectivas hijas mayores, que toman el relevo. Transcurren más de diez años, así que hace, también, un recorrido por el cambio de siglo y los Estados Unidos posteriores al 11-S.
Oates siempre ha sido una narradora comprometida con los conflictos del momento, las noticias que causan revuelo. Ha novelado casos de crímenes reales (Hermana mía, mi amor) y, en general, se la puede considerar una especialista en mostrar los tránsitos que conducen a un estallido de violencia. En sus libros, la crueldad nunca es gratuita, sino que se enmarca en el contexto, en los mecanismos de la mente y de los agentes externos que conducen al individuo a la perturbación. Esta novela lo demuestra una vez más: el asesinato del médico en manos de un fanático religioso lleva implícito un debate en torno al aborto, la religión, la pena de muerte y la licencia de armas de fuego, temas candentes en el país. Aunque el lector cultivado tienda a simpatizar de entrada con el médico, vale la pena hacer hincapié en que el culpable tiene asociaciones detrás que lo apoyan; no está solo en su causa, no constituye un caso aislado. No obstante, la intención de Oates no es tanto plantear ese debate (por interesante que sea) como profundizar en las dos formas de estar en el mundo que conviven allí. Más allá de la discusión ideológica, desgrana las costumbres de cada familia, con sus claroscuros.

Los dos Estados Unidos
Demócratas y republicanos, de la ciudad y del campo, ricos y humildes. Las opuestos están ahí, en las familias protagonistas: los Voorhees, liberales, con estudios, de clase media-alta, cosmopolitas, sensibles a las desigualdades; los Dunphy, conservadores, religiosos, trabajadores, sin grandes aspiraciones. Dos familias que no coincidirían nunca, de no haberse cruzado de manera trágica por el atentado. Sin embargo, despojados del revestimiento, yendo a lo básico, tienen puntos en común: son parejas blancas heterosexuales de la misma quinta, con hijos. Oates acierta incluso en el detalle de asignarles una hija «con diferencia» a cada una: los Voorhees adoptaron a una niña asiática, emblema de su pensamiento humanitario, después de tener a sus hijos mayores; mientras que los Dunphy son padres de una niña con síndrome de Down, que les causa no pocos malestares. En muchos sentidos, los Voorhees han podido elegir, han gozado de los recursos y la posición para escoger su camino; los Dunphy, en cambio, se han adaptado a las circunstancias como han podido, han sido más proclives a la inestabilidad (material y psicológica). En suma: no se puede hablar de buenos y malos, no se puede simplificar el caso. No en la mirada incisiva de Oates.
Con todo, los paralelismos entre ellos no se reducen a la familia nuclear. Los hombres se consideran «héroes» a su modo: por un lado, el doctor Voorhees arriesga su vida a conciencia (puesto que había recibido amenazas previamente), convencido de la honradez de su propósito, pensando solo en sí mismo (y sus pacientes), en su carrera, no en el riesgo de que sus hijos crezcan sin él; por el otro, Dunphy, el carpintero tranquilo, un tipo anodino que no sobresale en nada, acomplejado, que, tras sufrir un accidente traumático, se refugia de forma obsesiva en la religión, hasta erigirse en un «soldado de Dios» (sic). Él también actúa sin preocuparse por el futuro de los suyos sin él. Esa es la triste ironía de la novela: los dos hombres se sienten autorizados por una suerte de fuerzas superiores (la ética profesional para uno, la moral para el otro) a actuar como actúan. Luchan por un ideal, que para cada facción resulta igual de válido.
Como consecuencia, las mujeres comparten un rol un tanto «pasivo» con respecto a ellos. Incluso la esposa de Voorhees, profesional cualificada e independiente, presta más atención al hogar, reprocha a su marido que se aleje de ellos (traslados de clínica) y arriesgue la vida por su carrera. La señora Dunphy, por su parte, trabaja como auxiliar de enfermería y vive sometida a la voluntad del esposo desde que se casaron. La evolución de ambas después del crimen es otro punto fuerte: más allá de las crisis por la pérdida, las dos atraviesan dificultades con sus hijos adolescentes, frentes que gestionan de maneras distintas. Los Dunphy, además, están pendientes del futuro de Luther, encarcelado. Los Voorhees también lo están, por razones evidentes, y se enfrentan a una paradoja perversa: siempre se han manifestado en contra de la pena de muerte, al igual que el propio médico, pero ¿qué ocurre cuando la víctima es de su familia, su padre, su marido? Oates pone a prueba a los personajes y al lector.

«La responsabilidad de la ascendencia»
Años después del asesinato de su padre, Naomi Voorhees, una joven estudiante, decide investigar el caso: «Porque estoy tratando de entender… la responsabilidad de una determinada “ascendencia”» (p. 173), reflexiona. Tanto ella como sus hermanos han padecido mucho, no solo por la ausencia del padre, sino por la crisis que provocó en su madre; aquella familia antaño tan unida se quebró. Todos andan desperdigados por el país, y Naomi encontrará su sitio junto a la abuela paterna, una anciana moderna que compartirá con ella algunos secretos del clan. Con los Dunphy ocurre otro tanto de lo mismo, solo que a su manera: la madre, rota, se instala con los niños en casa de su hermana, donde nadie los conoce, mientras siguen atentos al proceso judicial. Pasa el tiempo, los chicos crecen y se marchan. La hija mayor, Dawn, tiene muchos problemas en el instituto y no termina los estudios. Más adelante, se dedicará al boxeo, con el apodo de «Martillo de Jesús». Ella también es creyente, por supuesto.
Naomi Voorhees y Dawn Dunphy están unidas por un hilo invisible desde que sus progenitores se cruzaron aquel fatídico 2 de noviembre de 1999: «A lo largo de la historia, el asesino se ha pegado, como una garrapata ahíta de sangre, a la persona a la que ha quitado la vida. De las muchas indignidades que acarrea la muerte, esa era la más insultante» (p. 527). Las dos han perdido a sus padres, las dos ocultan un dolor terrible. Naomi está harta de que los demás se compadezcan de ella; Dawn teme que se descubra la identidad de su padre en su nuevo círculo. Naomi, siguiendo la tradición familiar, va a la universidad y se ha convertido en una chica sociable de aspecto pulcro, a pesar de su inseguridad latente. Dawn tiene una imagen andrógina y descuidada que, junto con su torpeza y su timidez, provoca el acoso de sus compañeros y a la postre la marginación (hay episodios de una violencia atroz). Hacerse boxeadora supone su metamorfosis, su forma de ganar seguridad en sí misma, de desfogar toda la rabia contenida (a propósito, Oates, especialista en este deporte –ha publicado el ensayo Del boxeo–, analiza el boxeo femenino desde una perspectiva de género muy interesante). Estas chicas, en definitiva, se acabarán encontrando en un final catártico.

El método Oates
Oates, la escritora que publica más de un libro al año, con frecuencia de una extensión considerable. En las entrevistas cuenta que lleva varios proyectos a la vez, escribe todo el tiempo, en cualquier sitio, en papeles sueltos. Cuando se sienta al ordenador para escribir una novela, ya tiene mucho material, no necesita redactar un capítulo tras otro en el orden fijado. Y, en Un libro de mártires americanos, se nota. Se nota que no está escrita del tirón, que tiene muchas capas aglutinadas, que perfectamente puede haber escrito en periodos diferentes. Estas capas, además de seguir el curso de los acontecimientos, de avanzar en la trama, tienen la finalidad de matizar, enriquecer, de volver atrás o adelantarse, según convenga; a la autora no le faltan recursos. La extensión de los capítulos varía, pero predominan los fragmentos breves. Está narrada en una tercera persona que no obstante integra múltiples voces, las de los (muchos) personajes que intervienen. Esta estructura produce, eso sí, cierta descompensación (por ejemplo, personajes muy activos en una parte que luego se quedan al margen). De alguna manera, esta es una gran novela, pero no una novela redonda.
Joyce Carol Oates
Quizá el rasgo más distintivo del estilo sea la condensación: si bien el volumen invita a pensar lo contrario, en la práctica Oates economiza el lenguaje, concentra los detalles en cada frase, no hace filigranas y va al grano. Precisión, sutileza. Afina tanto las palabras que abundan las cursivas enfáticas y las comillas. Al igual que en sus otros libros, se prodiga en las descripciones físicas, en concreto, de esos aspectos que suscitan reacciones viscerales, del rechazo a la atracción (sobre todo, cuando Dawn empieza a combatir: revisa con minuciosidad su imagen y la de sus rivales). Tiende más a la narración de lo desagradable, lo crudo, hay páginas «duras» (violencia, cárcel, abusos, enfermedad…). De Oates nadie dirá que «escribe bonito»; su escritura punza y remueve, no elude lo «indecoroso», es áspera como la vida misma. No resulta «difícil» de leer, la narración fluye, aunque su tratamiento explícito del dolor puede que no sea recomendable para cualquier lector ni para cualquier momento. Por lo demás, en parte por esa construcción en capas, la novela comprende diversos géneros: el drama familiar (disfuncional), la intriga judicial, la investigación, el ritmo trepidante de los combates de boxeo. El desenlace (coherente, pese a que tal vez el conjunto sea más brillante que su culminación) se pregunta si puede darse el entendimiento entre Voorhees y Dunphy, entre los dos Estados Unidos. Un mensaje esperanzador, sí, pero, no lo olvidemos, manchado de sangre.

03 junio 2018

El vestido azul - Michèle Desbordes

Edición: Periférica, 2018 (trad. David M. Copé)
Páginas: 152
ISBN: 9788416291656
Precio: 16,00 €

La literatura ha sido siempre un medio eficaz para mostrar las emociones silenciadas, para dar voz a los invisibles, para reinventar, si hace falta, la Historia oficial que se ha propagado. En ocasiones, el estilo con el que se hace alcanza un esplendor que va más allá de la finalidad didáctica y convierte el libro mismo en un prodigio estético, como hizo la escritora francesa Michèle Desbordes (1940-2006) en El vestido azul (2004), una obra sobre la escultora Camille Claudel (1864-1943), más conocida por ser la amante de su maestro, Auguste Rodin (1840-1917), y la hermana del poeta Paul Claudel (1868-1955). Sí, una gran mujer relegada a la sombra de un hombre. Otra más. Con el morbo añadido del trastorno mental, de la reclusión en un manicomio los últimos treinta años de su vida. Ingredientes que hicieron de ella, en los relatos posteriores, un mito romántico de locura más que una artista destacada. La Historia no ha sido justa con Camille Claudel, y Desbordes se pone en su lugar para darle palabras nuevas.
Desbordes no novela la vida de la artista en forma de un relato histórico o social al uso, no pretende concienciar (al menos no de manera evidente, ni como objetivo principal) acerca de lo menospreciada que estuvo la protagonista. No, ella no renuncia a hacer literatura, literatura de la buena, exigente y sin concesiones. El vestido azul es más bien un retrato de interiores, un viaje por el alma de una mujer desde sus momentos álgidos como escultora y amante hasta su caída, sola, olvidada, carcomida. El libro comienza con una escena de Camille sentada, esperando a su hermano Paul; una imagen, la de una mujer a la espera, expectante, ilusionada, tremendamente simbólica. En la novela se suceden las evocaciones de este tipo, como reminiscencias. No hay una «trama» como tal, sino que su fuerza está en la exploración intimista, sutil y etérea como una ensoñación. El motivo de la espera se repetirá: más que en la relación con Rodin, la autora se inspira en los hermanos, en los altibajos en sus afectos a medida que el estado de salud de ella empeora. Es un acierto ir más allá de lo acostumbrado, fijarse, no solo en la Camille del taller, dueña de sí misma, sino en la Camille vulnerable que espera la visita de su hermano cuando ya no le queda otra cosa que esperar.
Michèle Desbordes
El estilo de Desbordes, de un lirismo exuberante y delicado, es de los que hacen difícil explicar «de qué va» (perdón por la simpleza) un libro. Hablar del contenido por sí solo equivale a no decir nada. Forma, forma y forma. El envoltorio aporta la singularidad, el sello del autor. El de Desbordes, muy francés, tiene una textura poética que se funde con las luces y las sombras de la protagonista, pinta degradados tenues, nada de colores estridentes ni líneas demasiado rectas. Imagina el fluir de la conciencia de Camille Claudel con una sensibilidad (que no sensiblería) extraordinaria y un gran respeto por el personaje. La creación. El amor. La fraternidad. La pérdida. La incomprensión. El descenso a los infiernos. Todo ello, con la Francia de finales del siglo XIX y principios del XX como telón de fondo, un mundo ya extinguido. Desbordes firma una obra primorosa y bella, un petit bijou.

01 junio 2018

El trabajo cultural - Luciano Bianciardi


Edición: Errata naturae, 2017 (trad. Miguel Ros González)
Páginas: 144
ISBN: 9788416544448
Precio: 14,00 €

Luciano Bianciardi (Grosseto, 1922 – Milán, 1971) escribió golosinas para quienes nos consideramos «letraheridos», ya que sus libros retratan, precisamente, el ambiente intelectual y sus tejemanejes. Errata naturae ha recuperado su trilogía más aclamada: El trabajo cultural (1957), La integración (1960) y, sobre todo, La vida agria (1962); tres crónicas lúcidas y con desparpajo sobre el panorama cultural en la Italia de los años cincuenta y sesenta, basadas, cómo no, en su propia experiencia. Fue una época de crecimiento económico, de entusiasmo por modernizar el país después del fascismo y la Segunda Guerra Mundial; y él era un joven ansioso por llevar a cabo esas innovaciones. Aunque ha llovido mucho desde entonces, todavía se pueden reconocer algunos rasgos del mundo editorial y los individuos que lo habitan en estas páginas.
Bianciardi no fue un intelectual de despacho: después de trabajar como profesor en su ciudad, se mudó a Milán para incorporarse a la recién nacida editorial Feltrinelli. Sin embargo, nunca se adaptó a la dinámica de la oficina y fue despedido. A lo largo de su vida desempeñó varios oficios, además de escritor (traductor, periodista, bibliotecario, editor), y se caracterizó por su espíritu indomable. Anarquista, impulsivo, incendiario, su incapacidad (o su negativa, según se mire) para adaptarse a los mandatos del circuito cultural lo fue apartando de sus colegas. Terminó sus días deprimido y consumido por el alcohol, que propició su temprana muerte. El Bianciardi que firma estos libros, no obstante, es aún un autor en estado de gracia, desencantado con su entorno, porque ya había aprendido cuán difícil era remodelar las viejas estructuras, pero fresco, irreverente y mordaz, tan próximo a su realidad inmediata que se ha convertido en un referente para comprender ese air du temps.
¿Por qué había hecho falta una guerra para que comprendiésemos que existen dos Italias? Por una parte, la Italia de los campesinos, los que trabajan y luego hacen las guerras; por otra, la Italia del señor general, del obispo, del secretario general fascista. ¿Y nosotros qué hacemos? Tenemos que elegir un bando u otro. Nosotros hemos estudiado, decía Marcello, pero lo que hemos aprendido no servirá de nada si no nos ayuda a entender los motivos de los campesinos; si no nos ayuda a evitar tener que dirigirlos por enésima vez, el día de mañana, y morir a su lado sin habernos mirado a la cara siquiera, sin habernos entendido nunca. (Págs. 49-50)
El trabajo cultural, en concreto, rememora su periplo en una ciudad de provincias de la Toscana, un lugar que por tradición no había ejercido de centro de actividad intelectual, pero se estaba transformando para erigirse en motor del cambio. El narrador, alter ego de Bianciardi, mezcla las vivencias personales (como la de su hermano Marcello, chico estudioso, antifascista, que se dedica a la enseñanza y sin embargo está casado con una mujer analfabeta: el acercamiento real al proletariado) con la vida cultural de la ciudad. Se propagaban las iniciativas, los encuentros, los cineclubs. En el primer capítulo, hace una defensa brillante de las cualidades de la provincia como espacio alternativo (más libre, más cercano a la gente corriente) de creación y difusión:
La provincia, culturalmente, era la novedad, la aventura por experimentar. Un escritor debería vivir en la provincia, decíamos; y no sólo porque aquí es más fácil trabajar, porque hay más tranquilidad y más tiempo, sino porque la provincia es un terreno de observación excelente. Los fenómenos sociales, humanos y consuetudinarios, que en otros lugares aparecen dispersos, lejanos y a menudo alterados, indescifrables, en suma, aquí los tienes a mano, compactos, cercanos, exactos, reales. (Pág. 25)
En general, las reflexiones están vertebradas en torno a la idea de hacer la revolución, es decir, de acabar con la concepción conservadora del arte (y, por extensión, de la política y la sociedad en conjunto, porque cualquier creación resulta inseparable de su contexto), asociada al pasado negro de Italia. La generación joven aspira a generar una alternativa, que renueve los cimientos del sistema y sea más crítica, más afín al obrero, a los desfavorecidos, más progresista. Es, por supuesto, una ambición ingenua, como toda utopía, y el autor la relata consciente de los errores, haciendo autocrítica al echar la vista atrás. Aun así, pese a no calar del todo en la cultura dominante, introdujo novedades de mucho valor, como la apertura a otras sensibilidades artísticas, comprometidas, nuevas. El cine tuvo un papel fundamental:
… el cine creaba un espacio y un tiempo propios, nuevos, inconmensurables. […] dos horas de espectáculo pueden contar un acontecimiento que dura años, y que se desarrolla en tres continentes o en la luna. En dos horas, una película también puede analizar una única situación, escindirla en sus hebras mínimas y darnos, de un hecho que en realidad dura diez minutos, una visión poliédrica de dos horas. ¿Puede hacer eso el teatro? ¿Puede el teatro trasladarnos en el espacio, darnos una imagen múltiple de un mismo objeto, cambiar, como se suele decir, el ángulo? (Pág. 62)
… en líneas generales, nuestro programa debía abarcar películas soviéticas, películas de países con una democracia joven, películas norteamericanas democráticas y películas italianas neorrealistas. (Pág. 67)
Luciano Bianciardi
En suma, he aquí un texto afilado, preciso, corrosivo, con fragmentos dignos de apuntar (y no por «bonitos», sino por la inteligencia de sus análisis y la contundencia de ciertas afirmaciones, algunas aún vigentes, que suenan como una bofetada: «En Italia, la crisis se complica por el hecho de que muchísimas personas escriben y poquísimas leen», pág. 84). En el fondo, se trata de una crónica sobre el final del sueño, el final de la revolución. Pesimismo, desengaño, renuncia; la otra cara de la moneda. Pero, aunque no cuajara como ellos hubieran querido, esta lectura de su lucha por hacer realidad ese ideal sigue siendo estimulante. Y divertida.

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