Edición:
Seix Barral, 2017 (trad. Ana María Moix y Ana Becciu)
Páginas:
288
ISBN:
9788432232572
Precio:
18,00 € (e-book: 9,99 €)
Esta
entrada forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar
a conocer la vida y obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y
género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: hasta el
momento ya se han reseñado La balada del café triste, Frankie y la boda y Reflejos en un ojo dorado. Pronto, más.
***
En sus últimos meses de
vida, cuando los problemas de salud la obligaron a yacer en la cama, a la
espera de la amputación de una pierna, Carson McCullers (Columbus,
Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) dictó sus
memorias, que al final quedaron inacabadas y no vieron la luz hasta 1999,
en una edición a cargo del profesor Carlos L. Dews, experto en su obra, que
incluye, siguiendo las indicaciones de la autora, la correspondencia con su
marido, Reeves McCullers, durante el tiempo que estuvieron separados por la
Segunda Guerra Mundial. Para conmemorar el centenario de su nacimiento y los
cincuenta años de su muerte, Seix Barral reedita este libro con un prólogo de
Elena Poniatowska (que dice así: «McCullers registra y anota en su
libreta cosas en las que nadie se fija, cosas de gente pobre, cosas de gente
común y corriente. Es la escritora de las cosas.») y una cubierta ilustrada por
Sara Morante, que, con sus dibujos, reinterpreta a su vez el contenido con
creatividad e inteligencia.
Iluminación y fulgor
nocturno es, por lo tanto, la mejor forma de conocer al genio
que hay detrás de títulos tan emblemáticos del gótico sureño como La balada del café triste o Frankie y la boda. Como bien señala su
editor, se trata de una autobiografía un tanto fragmentaria y dispersa,
seguramente porque no pudo pulirla como hubiera querido; y McCullers, además,
dice alguna que otra mentirijilla y omite temas y personas que no obstante
fueron importantes para ella. Esto no resta valor a su testimonio; cuando uno
habla de sí mismo no tiene por qué contar toda la verdad, y en la selección de la
información, así como en las palabras elegidas para comunicarla, también está
dándonos pistas acerca de su persona. Nada más comenzar, McCullers enuncia los
que considera los pilares de su existencia: «El trabajo y el amor han llenado
casi por completo mi vida, a Dios gracias» (p. 43). El otro pilar por
excelencia, la salud, le falló desde la infancia, aunque en
estas memorias no se autocompadece y va al grano con aquello que desea recordar: su infancia, su matrimonio y su
carrera literaria.
Carson McCullers y las
raíces
Carson McCullers |
Ese
sur tan oscuro de sus novelas tiene sus raíces en la localidad natal de la
autora, a la que siguió apegada incluso después de instalarse en Nueva York en
su juventud. De su niñez, recuerda la figura fundamental de su abuela y el halo
de estar predestinada a la gloria que le inculcó su madre. En
principio, iba para pianista, pero, dado que su padre, relojero de profesión,
no podía costearle los estudios, ella misma tomó la decisión de dedicarse a la
escritura —narra el abandono de su carrera como concertista en el
relato «Wunderkind», escrito a los diecisiete años—. Su mala salud la mantuvo recluida en casa, si bien no lo lamenta
demasiado («yo no creo en la escuela, en cambio creo firmemente en una
educación musical concienzuda. […] Por ser tan solitaria, seguro que me perdí
ciertas ventajas de orden social; pero eso no me preocupaba», p. 53); además,
en esas largas temporadas ya escribía obras de teatro, como la protagonista de Frankie y la boda. Su precocidad, pues,
no es de extrañar.
No
solo la enfermedad hizo de ella la «escritora de los inadaptados», como a
menudo se la llama: también su empatía para con el prójimo contribuyó a ello.
En concreto, en libros como Reloj sin
manecillas expresa su rechazo absoluto de la segregación racial. Desde niña prestó atención a las
desigualdades que sufrían los negros: «durante la Depresión, viendo a los
negros revolver los cubos de basura de casa y acercarse a pedir limosna, me
había dado cuenta de que algo terrible y equivocado pasaba en el mundo» (p.
57). No olvidemos que estamos en el sur de Estados Unidos de la primera mitad
del siglo XX, una tierra que todavía arrastraba las consecuencias de la guerra
de Secesión, un conflicto que llevó a la abolición de la esclavitud, pero que
no borró la mentalidad racista de la sociedad sureña. En este sentido,
McCullers fue una pionera al abordar este asunto en su literatura, al igual que
con la introducción de personajes homosexuales.
Carson McCullers y la
literatura
Marilyn Monroe, Isak Dinesen y Carson McCullers |
Su
fama temprana fue algo insólito: publicó su primera novela, El corazón es un cazador solitario, a
los veintitrés años, con una gran acogida por parte de la crítica y los
lectores. Fue insólito porque no era habitual que esto le ocurriera a una
escritora joven con su debut, y todavía menos a una mujer de un rancio pueblo
sureño (hay que decir, de todas formas, que por entonces se había trasladado a
Nueva York con su marido y frecuentaba los
círculos intelectuales; no estaba aislada). En esta autobiografía, tiene
mucho interés en analizar cómo se sobrelleva el hecho de convertirse en una
figura popular a tan temprana edad. También tuvo mucho éxito con sus siguientes
publicaciones, y en particular con la adaptación al teatro de Frankie y la boda. Otros proyectos no
funcionaron tan bien, pero, en líneas generales, McCullers destacó en el
ambiente artístico norteamericano de la época, trabó amistad con otros creadores
(como Elizabeth Bowen y Lillian Hellman), no ocultó su antipatía por otros (las
pullas recíprocas entre ella y Flannery O’Connor son antológicas) y, en
definitiva, se codeó con muchas personalidades de la época (relata, por ejemplo
el famoso encuentro con Isak Dinesen, a la que admiraba con fervor, y Marilyn
Monroe). Esto le proporcionó una libertad y una independencia que pocas autoras de su generación disfrutaron.
Son
asimismo interesantes los comentarios
sobre sus lecturas, esos libros y autores que forjaron su estilo: de su juvenil
devoción por Katherine Mansfield a coetáneos como Thomas Wolfe y E. M. Forster,
pasando, cómo no, por los grandes escritores rusos («Dostoievski, posiblemente
una de las más fuertes influencias en mi vida de lectora; Tolstói, claro, está
en la cima», p. 117). En su correspondencia con Reeves, no faltan referencias a
otros escritores, como Henry James, al que leyó con voracidad durante semanas,
y Marcel Proust. En cambio, McCullers admite que no termina de conectar con
Virginia Woolf. Aunque desde la perspectiva actual pueda parecer un
sacrilegio, no es tan raro si tenemos en cuenta que la narrativa de McCullers,
con su capacidad para contar historias como si estuviera al lado de una
hoguera, entronca más con los novelistas del siglo XIX que con el modernismo
anglosajón.
Carson McCullers y el
amor
Carson y Reeves McCullers |
McCullers no
oculta la relación tormentosa con su
marido, el hilo al que probablemente dedica más páginas
en estas memorias. Ella al principio desconocía sus adicciones («No, yo nunca reconocí la cualidad perdida de Reeves
McCullers hasta que fue demasiado tarde para salvarlo y salvarme yo», p. 61),
pero terminó padeciendo el mismo problema. Hubo un divorcio, luego una
reconciliación y luego otra separación, ya definitiva. Reeves, que siempre
sintió celos por el reconocimiento profesional de ella (también quiso ser
escritor, si bien no puso un gran empeño en lograrlo), terminó suicidándose. De
todas las reflexiones que hace la autora, llama la atención, por su madurez,
esta: «Pienso que si yo hubiera tenido una relación de amistad con Reeves y no
una relación posesiva, su vida no hubiera terminado en semejante desastre […]
hubiéramos sido muchísimo más felices como amigos» (pp. 91-92). Quizá parezca
una conclusión fácil cuando la relación había acabado, pero, en medio de tantas
representaciones culturales de un ideal romántico y apasionado, asombra la
templanza con que reconoce que, a veces, el amor no es lo que más conviene a
dos personas.
Antes
de eso, sin embargo, hubo una Carson joven e inexperta en materia conyugal, y lo
explica con esta desenvoltura: «Les dije a mis padres que no deseaba casarme
sin haber tenido antes una experiencia sexual con él; pues, ¿cómo podía saber
si me gustaría o no estar casada? Creí que debía confesárselo a mis padres. Les
dije que el matrimonio era una promesa, una promesa como otras, y yo no quería
prometerle nada a Reeves hasta no estar absolutamente segura de que me gustaba
el sexo con él» (p. 47). Sorprende la falta de pudor para plantear este asunto
con total libertad, teniendo en cuenta el lugar en el que nació. De forma
indirecta, la autora denuncia la falta de educación
sexual de los jóvenes, y sobre todo de las jóvenes, de la época. En lo que
sí se muestra más reservada es en su vida sentimental fuera del matrimonio. Se
conoce que mantuvo una relación con la escritora y arqueóloga suiza Annemarie
Schwarzenbach. A pesar de que McCullers comenta el impacto
que supuso para ella su primer encuentro, se guarda para sí los detalles, como con otros asuntos.
Finalmente,
la correspondencia con su marido
entre 1943 y 1945 no solo enriquece este volumen, sino que conforma su mejor
parte por su incalculable valor testimonial. En estas misivas, a diferencia de
lo que ocurre con las memorias, es posible escuchar la voz de la autora sin
filtros: no escribe pensando en el público, y por lo tanto no mide lo que dice.
Tan solo escribe a Reeves, y él hace lo propio. Por aquel entonces aún eran
unos jóvenes muy enamorados: estas cartas muestran la faceta más tierna de la
autora, que le prodiga notables muestras de afecto mientras se lamenta por la
distancia y el peligro que corre él en
Europa («Es un mundo extraño éste en el que una mujer no puede tener paz a
menos que sepa que su amado se encuentra en un hospital», p. 213, escribe
después de que Reeves resultara herido, para tranquilidad de la familia, puesto
que de este modo dejó el frente). Las cartas de él, por su parte, constituyen
un excelente testimonio de la vida en el ejército, las penurias de la guerra,
la enfermedad, la camaradería entre soldados y la omnipresencia de la muerte.
Mientras tanto, ella escribía, poco a poco (era una escritora muy lenta),
porque en Estados Unidos todo seguía con cierta normalidad. Y la normalidad de
Carson McCullers pasaba de manera indefectible por las letras: «Quiero ser
capaz de escribir, ya sea estando enferma o sana, pues la verdad es que mi
salud depende casi por completo de mi escritura» (p. 90).
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