Edición:
Minúscula, 2016 (trad. y post. J. Á. González Sainz)
Páginas:
128
ISBN:
9788494534812
Precio:
12,00 €
Silvio D’Arzo, seudónimo del italiano Ezio Comparoni (Reggio nell’Emilia, 1920-1952), murió
demasiado pronto para saber qué papel habría tenido en la historia de la
literatura del siglo XX. Comenzó a escribir muy joven: publicó una
novela, algunos cuentos y artículos sobre autores anglosajones como Henry James, R. L. Stevenson o Joseph Conrad, que ejercieron una fuerte influencia en
él. No obstante, una leucemia truncó su camino con apenas treinta y dos
años. No llegó a ver publicada la que hoy se considera su creación más
importante, Casa ajena (1952), un
logrado relato que vio la luz en los meses posteriores a su muerte y poco a
poco fue ganando notoriedad, gracias al apoyo de escritores como Giorgio Bassani, tal como explica J. Á. González Sainz en su excelente postfacio. La
niñez de D’Arzo transcurrió durante la dictadura de Mussolini y estuvo marcada
por la ausencia del padre; su madre lo crió sola, haciendo todo tipo de
trabajos. Esta experiencia, este conocimiento directo de la pobreza y la
degradación social de las mujeres solas, está presente en esta obra, una obra
rotunda y vivaz, que critica la moral cristiana y plantea un debate todavía
vigente.
Casa ajena
se desarrolla en un pequeño pueblo de los Apeninos. El narrador, un párroco ya
entrado en años, lleva una existencia monótona que relata con un toque de
humor: las clases a los niños, la preparación de las fiestas junto a los
vecinos, los funerales… Todo de lo más previsible, de lo más rutinario, hasta que un día se fija en
una anciana desconocida —cosa extraña en una localidad tan diminuta— que se
acerca a la zona para lavar. Poco a poco, descubre que está sola, que lleva una
vida desdichada, de penurias y escasez. Entre atraído por la novedad y
perturbado por la desazón que emana la mujer, el sacerdote intenta trabar
conversación con ella. Sin embargo, se lleva una sorpresa: la señora ya no
quiere el consuelo que le puede ofrecer la religión. Está de vuelta de todo, no
espera ni desea nada, y por eso mismo le hace una pregunta controvertida, un dilema ético
que choca con sus principios: ¿no podría poner fin a su dolor… sin esperar
a la muerte?
«Esa
es la vida que yo llevo: una vida de cabra. Una vida de cabra y nada más.» (p.
93), se lamenta ella. Casa ajena
tiene una interpretación en clave sociológica: la precariedad de las mujeres en
una situación de desarraigo, sin familia —una institución fundamental en los
países de tradición católica— y sin recursos, condenada a hacer para otros las
tareas menos gratas con el único fin de subsistir, que no de disfrutar de la
vida. Además, se encuentra en una edad en la que, en el contexto de una
localidad rural de principios del siglo XX, ya es tarde para empezar de cero. Hay
también una crítica del aislamiento que conlleva el campo: estos pueblos
perdidos en el monte obligan a sus habitantes a la resignación, por
la falta de diversiones, por la incomunicación en invierno, por unas costumbres que se mantienen año tras año, por una
mentalidad más conservadora que en la ciudad. Estas circunstancias constriñen a
la anciana, que se ve sin futuro, sin esperanza, pero obligada, desde un punto
de vista moral, a mantenerse viva. El suicidio sería un pecado, una
transgresión imperdonable.
Silvio D'Arzo |
Este
relato costumbrista esconde, por lo tanto, un fondo filosófico, una duda
existencial: ¿merece la pena vivir en las condiciones en las que lo hace esta
mujer?, ¿la abnegación y el sufrimiento perpetuos compensan? Estas preguntas
cuestionan, y ahí está la gracia, los preceptos del catolicismo imperante en su
sociedad. Cuestionan las máximas que su interlocutor, el párroco, ha asimilado
como inviolables. El interés del relato reside en cómo este encara la respuesta
a la mujer. Por un lado, es consciente de la humillación, de la ruina que asola
a la anciana. Entiende su pregunta. Con todo, como religioso, no puede
aprobarla. Se da una cruel (e inteligentísima) paradoja: el sacerdote, que en
teoría ejerce de guía espiritual, de confesor y consejero, es incapaz de
consolar a quien más lo necesita. La única vez que una persona realmente
desesperada acude a él, es incapaz de darle una respuesta sincera y personal;
solo parlotea, rompe el silencio con el lenguaje vacío e hipócrita de la
religión, esos valores aprendidos de memoria que enuncia sin emoción, para
salir del paso. La fe debería reconfortar, pero no reconforta en este caso. Y
él lo sabe, y le duele, y tiene remordimientos. Pero ¿osará salir de su
caparazón?
Todo ello me cogió tan por sorpresa que así de buenas a primeras no se me ocurrió decir siquiera una palabra. Ni una. Pero luego no, luego tampoco fue así: me salieron de la boca palabras y más palabras y recomendaciones y consejos y «por lo que más quiera» y «pero qué es lo que dice» y sermones y páginas enteras y todo lo que se quiera. Todo cosas de otros, sin embargo, cosas antiguas; y por si fuera poco dichas una y mil veces. Mía, ni una palabra ni media: y allí en cambio lo que hacía falta era algo nuevo y mío, y todo lo demás era menos que nada.*
Casa ajena
es una fábula rural áspera, como el día a día en el campo, e incómoda, como las
preguntas que dinamitan los cimientos de un sistema de pensamiento.
Y, sobre todo, es un texto contundente y afilado, que en pocas páginas remueve
más conciencias que otros libros en quinientas. Falta hace.
*Fragmento
de la página 98.
¡Hola! Me gustó tu reseña y me llevo el libro anotado. Si plantea esa clase de preguntas (mucho más en un religioso, que debe tener las respuestas claras y preparadas), seguro que me va a gustar, aunque no las conteste.
ResponderEliminarBesos.
Sí. Es un libro pequeñito, pero condensa una buena pregunta en pocas páginas (y le da tiempo a desarrollar alguna escena de la vida rural). Me parece muy recomendable.
EliminarMe encantó el libro, lo leí hace unas semanas; estoy totalmente de acuerdo con tu reseña.
ResponderEliminar¡Me alegra que te haya gustado! :)
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