Edición: Libros
del Asteroide, 2018 (prólogo de Andrés Trapiello)
Páginas: 520
ISBN: 9788417007362
Precio: 21,95
€ (e-book: 10,99 €)
El
escritor y periodista Eduardo Blanco Amor (Orense, 1897 – Vigo, 1979) publicó
por primera vez La catedral y el niño
(1946) en Buenos Aires, donde pasó la mayor parte de su vida. En España se
editó treinta años después, si bien no se le prestó la debida atención. El hecho de
que escribiera sobre todo en gallego –de su producción destaca la novela La parranda (A esmorga, 1959)–, sumado a su condición de emigrado, no le puso
las cosas fáciles. Hace unos meses, de la mano de Libros del Asteroide y con un prólogo
espléndido de Andrés Trapiello –erudito, instructivo, ameno–, le llegó una nueva oportunidad. Estamos ante una
novela de corte realista que, a pesar de haberse publicado a mediados del siglo XX, continúa la
tradición del XIX. Narra una historia de aprendizaje que bebe de la infancia del autor, inmersa en las tensiones familiares, la insinuación
de la homosexualidad, el provincianismo y el humor gallego.
Nada tenía de común aquel amor tan real, pero tan construido y vigilado, con el total enajenamiento del que me unía con mi madre, renunciante a toda disparidad, transfundiéndome en ella, como desnaciéndome. Empero, cuando en mi cariño hacia él no regía aquella especie de conciencia del sentido de los límites, aquel tenso cuidado y salvaguarda de mí mismo, me sentía atraído, como hacia una fulminación temida y deseada, como queriendo probar mi poder de persistencia a través del impacto mismo de aquella repulsión irresistible, desintegradora. En mis secretas relaciones de amor y miedo con el templo, había algo de aquel dramático cariño hacia mis padres, del cual el templo era como una oscura alegoría.
La
acción se sitúa en Auria, trasunto de Orense (enmascara la ciudad, como
Clarín en La Regenta). Nos habla Luis
Torralba, con el punto de vista de narrador que recuerda el pasado, el universo
de su niñez, en los albores del siglo XX. El libro tiene tres partes claramente
diferenciadas. En la primera, la existencia de Luis, de padres divorciados, se
reparte entre la casa materna, piedra angular, donde convive con mujeres (la
madre, las tías, las criadas), y el entorno del padre y el hermano de este, un
tanto tarambanas, Luis se siente más cómodo en el hogar burgués de la familia
materna, una garantía de estabilidad, de protección, donde las irrupciones del
progenitor generan conflictos. En paralelo, Luis, de naturaleza taciturna y solitaria, se pierde en ensoñaciones en torno a la catedral. Este
edificio, símbolo del misterio, lo inalcanzable, pone de manifiesto su
sensibilidad, una sensibilidad extrema que en ocasiones le hace perder el
sentido. Luis se encuentra entre dos mundos: el de la madre y el del padre,
pero también entre la calle, lo real, con sus costumbres, su religión y su
aspereza, y el mundo intangible que representa la catedral. Ese mundo intangible
puede interpretarse como una resistencia a abandonar la infancia, pero las
circunstancias deciden por él.
Mi vida en el internado, vista desde esta interpretación lejana, fue algo así como un período de disciplina de la voluntad, de germinal soberanía, y también de aquietamiento del contorno; el primer contacto con una forma del deber que, a pesar de su rigor, me daban la imagen, la cabal sensación de poder aceptarlo o rehuirlo. Por debajo de aquel pueril mecanismo de los quehaceres escolares yo sentía, no obstante, el trazado de una senda: un cauce por donde ir contra la porción fatal de la vida, una inicial entereza frente a los embates oscuros del odio y del amor. Más tarde, esto no ocurrió sin muy dolorosas experiencias.
Después
de su niñez en Auria, la segunda parte da paso a su estancia
en un internado, ya en la pubertad, una etapa de descubrimiento alejado de su
ciudad y los suyos. Luis prueba horizontes nuevos incluso en el tedio del
colegio. En su formación, no obstante, su identidad de «inadaptado» perdura:
solo traba amistad con Julio el Callado, un muchacho humilde, marginado a su
vez, con un pasado turbio, que le desvela los secretos del centro religioso. Esta
fase supone la pérdida de la inocencia y la sugestión del primer amor («era la primera persona, fuera de las de mi familia, a la que amaba. Con este
descubrimiento, sentí algo que se asemejaba a una prolongación inesperada del
mundo.», p. 299). Por último, Luis regresa a Auria, donde se completa su
iniciación a la vida. Esta tercera parte se titula «La muerte, el amor, la
vida» y narra el retorno del protagonista al lugar donde fue niño, solo que con la
mirada de un joven adulto, con todo lo que implica (diferente trato con sus
allegados, despedidas, nuevos amigos, toma de decisiones). Aprende a vivir por
sí mismo, sin miedo; ya no se refugia en la catedral. Su evolución, de niño a hombre con inquietudes, resulta magistral.
Quedé, pues, de nuevo instalado en mi casa. Habían pasado cuatro largos años. Mi sensibilidad anterior ante las cosas de mi familia y de la ciudad se había mitigado grandemente. La confrontación con los anteriores estímulos me devolvía una imagen del ser más dominada y segura. Llegué a añorar aquel estado de perenne vibración que me hacía uno con las cosas. Ahora resbalaba frente a ellas, casi indiferente. Sin duda alguna aquellos años de separación me habían endurecido, de otro modo no hubiera podido sobrevivir. Por otra parte, mi amistad con Julio el Callado, y mis afectos, aunque de menor significación, con otros compañeros, me había enseñado que era posible amar y sufrir por gentes que no estaban ligadas a uno por la dependencia de la sangre o de la obligación. Aquella libertad electiva me había hecho madurar rápidamente, concretando una experiencia que había anticipado el paso del tiempo.
La catedral y el niño es una novela de aprendizaje en la que conviven una profunda sensibilidad
poética –la delicadeza del niño, sus alucinaciones, las descripciones,
los símbolos– con el retrato de los asuntos mundanos. Por un lado, el
protagonista no termina de encajar en su entorno, su búsqueda personal
atraviesa múltiples fases y reviste la ambigüedad de quien no puede mostrarse por
completo. Como la Leticia Valle de Rosa Chacel, no es explícito, pero deja
entrever sus afectos con sutileza. Por otro lado, el libro es un fresco costumbrista
esplendoroso, con personajes secundarios soberbios (los padres, el tío, las
criadas, los amigos, el indiano, las Fuchicas) y mucha comicidad. Es notable el
hecho de tratar, aunque sea entre líneas, tabús de la época como el divorcio,
el aborto o el incesto, sin olvidar la omnipresente hipocresía del catolicismo.
Bajo una perspectiva en apariencia cándida, de hombre que recupera su mirada
infantil, explora lo que se cuela por las rendijas de una sociedad
aún anclada en la tradición.
–La quería con mi manera de querer de chico. Ahora esta palabra tiene para mí otro sentido, otro sentido más… más raro, más confuso.
–Nada raro. Ya se te irá aclarando todo. Estás en una época de dos vertientes. […] Estás en el deslinde entre los afectos impuestos y los que se eligen. Y reaccionas contra los primeros para ganar tu libertad de manejarte entre los segundos.
Eduardo Blanco Amor |
Con
el fin de evocar l’air du temps de su
niñez, el autor reproduce el registro coloquial de principios de siglo, a
menudo salpicado de gallego. El tono próximo a la oralidad de los diálogos contrasta con el estilo florido de la narración, denso, ramificado,
castizo, heredero de los decimonónicos, que hace que suene más antiguo de lo que es en realidad. Como punto débil, Trapiello
dice en el prólogo que esta fue la primera novela de Blanco Amor –antes había escrito
poesía– y, en efecto, se notan dificultades a la hora de dosificar y mantener la tensión. En líneas generales funciona, la evolución
de Luis resulta coherente y hay pasajes brillantes, pero tiene tendencia a construir por
acumulación, de ahí que haya cierta descompensación entre algunas escenas. Con todo, no se pueden infravalorar
la amplitud y la riqueza de una obra como La
catedral y el niño; una novela que, siguiendo la educación sentimental de
un protagonista memorable, abarca una sociedad entera con sus jerarquías, sus tensiones
latentes y su furor externo. Todo un mundo en sus páginas.
Citas
de las páginas 60, 268, 329 y 373.
Compre este libro en junio , pero no lo he leído aún Tras esta magnífica reseña habrá que buscarle un hueco...
ResponderEliminarTe recomiendo que busques un momento en el que puedas leer con tranquilidad. La prosa del autor es densa, se avanza poco a poco y puede costar acostumbrarse al principio (al menos a mí, que estoy acostumbrada a leer sobre todo traducciones, me costó), pero merece la pena el esfuerzo. Acaba siendo una lectura muy gratificante.
EliminarMuchísimas gracias por la sugerencia de lectura. Viniendo de ti la tendré muy en cuenta Y ya comentaré mi opinión cuando lea esa obra
EliminarSaludos cordiales
Gracias por tu confianza. Espero que lo disfrutes.
EliminarBuenas tardes.
ResponderEliminarAcabo de terminar de leerlo y es un grandísimo libro. Independientemente de que la trama es quizá demasiado costumbrista, el dominio semántico, sintáctico y la destreza de estilo lo convierte en un ejemplo de cómo escribir. Blanco Amor fue denostado y atacado por la clase política de entonces (y por mediocres escritores franquistas que lo denunciaron por ser un literato pornográfico!) por ser republicano, gallego y homosexual. Un grandísimo, e injustamente olvidado y todavía maltratado, de la literatura española.
Una novela y un autor a reivindicar.