Edición:
Lumen, 2016 (trad. Carmen Martín Gaite; prólogo de Elena Medel)
Páginas:
360
ISBN:
9788426418500
Precio:
20,90 € (e-book: 12,99 €)
Qué difícil era ser marido y mujer, no bastaba con dormir juntos y hacer el amor y despertarse con aquella cabeza al lado, no era bastante eso para ser marido y mujer. Ser marido y mujer quería decir convertir los pensamientos en palabras, sacar continuamente palabras de los pensamientos, entonces podía llegar a no sentirse extraña una cabeza apoyada junto a la propia en la almohada, cuando existía un libre fluir de palabras que renacía fresco todas las mañanas.*
No
son pocos los que consideran Todos
nuestros ayeres (1952) —también publicada en castellano como Nuestros ayeres— la obra maestra de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991). Italo
Calvino, con quien coincidió en Einaudi, habla de esta como de la versión
novelada de la no menos espléndida Léxico familiar (1963; Premio Strega), que recoge las memorias de su familia, el
clan Levi, afincado en Turín y de ascendencia judía. Sea como fuere, lo cierto
es que Todos nuestros ayeres, pese a
tratarse solo de su tercera novela —después de dos obras breves, Y eso fue lo que pasó (1947) y El camino que va a la ciudad (1942)—, representa
un punto álgido en su carrera, una culminación de motivos y tratamientos
literarios que están presentes en toda su producción y que a menudo proceden de
su propia vida. Estas circunstancias vitales son fundamentales para comprender
cómo surgió este libro. Natalia Ginzburg, nacida Levi, contrajo matrimonio en
1938 con el intelectual Leone Ginzburg. En 1940, fueron desterrados a un pueblo
de los Abruzzo por las actividades antifascistas de Leone. Él finalmente murió
en 1944 en la cárcel de Regina Coeli de Roma. Ella, que aún no había cumplido
los treinta años, se vio viuda, con tres hijos y alejada de su familia, que se
había refugiado a su vez por la persecución de judíos de la Segunda Guerra
Mundial. No volvió a casarse hasta 1950.
Si
Todos nuestros ayeres resulta
inseparable de su experiencia es, para empezar, porque narra el devenir de una familia desde los años previos a la guerra hasta la liberación
de Italia. Los hombres van al frente, las mujeres se quedan en casa, muchos
vagan sin rumbo; los parientes y los amigos se dispersan en medio de una
incertidumbre absoluta. La protagonista, como la autora, afronta una
maternidad nada apacible en un ambiente inesperado: un pueblo rural del sur, hostil y
opresivo, al que llega como una extraña, una urbanita que nunca se
imaginó tan lejos de su ciudad. Más allá de la protagonista, la autora retrata
los sueños truncados y el pesimismo de la generación que ha sufrido una guerra,
la soledad y la incomprensión, la aparente calma de la monotonía que se rompe
de golpe con las malas noticias. Aun así, la distancia con respecto a los
hechos introduce un poco de esperanza hacia el final, una esperanza que no
edulcora la realidad, sino que muestra que, no obstante lo ocurrido, la vida
continúa. En 1952, Natalia Ginzburg ya lo había aprendido, que la vida sigue;
unos años antes, en la época de Y eso fue
lo que pasó, su obra más amarga —reconocido por ella misma—, le habría sido
imposible escribir una novela como Todos
nuestros ayeres.
El
libro se divide en dos bloques; su punto de inflexión es la ruptura de la
protagonista, Anna, con el lugar, las personas y el estado civil que marcaron
su infancia, una ruptura que coincide, en un nivel macro, con la irrupción de la Segunda Guerra Mundial.
Pero vayamos por partes. En la primera, Anna y su familia viven en una pequeña ciudad
de los alrededores de Turín. La madre «murió poco después de que naciera Anna»
(p. 15), y el padre fallece cuando los cuatro hijos son aún estudiantes. Los
hermanos se quedan solos, acompañados por la mujer que cuida de
ellos, la señora Maria, que empezó como dama de compañía de la abuela y ya se
quedó para siempre con ellos. La juventud, una etapa de transición en la que
cada uno trata de definir su camino, se suele caracterizar por la
inestabilidad, la rebeldía y, también, la intensidad con que se vive todo. Esta
tendencia se acentúa cuando no hay una figura nuclear firme: «Reinaba en la casa una gran libertad. Pero era una libertad que
también daba un poco de miedo. Ya no había nadie que diera órdenes.» (p. 39).
El hermano mayor, Ippolito, al que en teoría le correspondería tomar las
riendas, es sin embargo frágil, un chico taciturno, inmerso en sus actividades
clandestinas contra el fascismo.
Anna y los suyos comparten protagonismo con la
familia de enfrente, en la que destacan Giuma, un muchacho de la edad de Anna
con el que sale a pasear; Emmanuele, el hijo mayor, compañero de Ippolito en su
campaña antifascista; y Franz, un joven judío escondido. También hay dos
mujeres, la madre y su hija Amalia, que conforman un peculiar triángulo
amoroso. Buena parte de la obra gira alrededor de las dos familias, de las
relaciones en distintas capas de sus miembros (es decir, no todos traban
amistad con todos; cada uno establece sus vínculos con uno u otro, en función
de la afinidad). Entran en juego asimismo los allegados de las respectivas familias,
y en particular Cenzo Rena, un viejo colega del padre de Anna, que ejerce un
papel fundamental, puesto que encarna a la única figura externa al núcleo
familiar que mantiene contacto con ellos y que, en última instancia, da un giro
de ciento ochenta grados a su rumbo. Siguiendo a Anna, la autora construye una novela coral con todas las piezas bien engarzadas,
en la que ningún personaje resulta residual y siempre retoma con precisión el hilo de
cada uno.
Con este planteamiento, expresa una idea clave
de toda su producción: nunca se conoce a los demás, por mucho que las vidas se crucen. Aunque las personas
se traten a diario, aunque compartan bromas e intimidades, nadie está dentro
del otro, nadie sabe con seguridad qué le inquieta, qué le angustia. Reflexiona: «Pero dijo que todos los hombres daban pena cuando se los miraba un
poco de cerca, y en el fondo uno necesitaba defenderse de aquel exceso de
compasión que nacía de improviso al mirar un poco de cerca a la gente» (p. 258). Quizá por eso el
lado más vulnerable del otro siempre se revela como algo inesperado: porque
nadie se atrevió a mirarlo de cerca, a preguntarle por su dolor. La vida
necesita de las naderías cotidianas para continuar, parece comunicar la autora,
que en todo momento evita indagar en la subjetividad de los personajes para
mostrar, sencillamente, lo que hacen, y dejar así que su personalidad y sus
preocupaciones y sus placeres se reflejen en los gestos minúsculos del día a día.
Anna,
por su parte, no es una protagonista al uso. O, mejor dicho, no está concebida
como una protagonista al uso. No es una heroína, ni el centro de la familia;
de hecho, en muchas páginas ni siquiera aparece su nombre. Anna es, como la
describe su marido, «un insecto, un insecto que no sabe más que de la hoja de
la que está colgado» (p. 181). En todos los roles que asimila a lo largo de la
historia —hija, hermana, amiga, amante, esposa, madre— se mimetiza con su
entorno, adopta una postura de máxima discreción, incluso de pasividad, como si
no fuera capaz de tomar sus propias decisiones. Natalia Ginzburg pone de
relieve a través de Anna cómo la educación
de las mujeres anulaba su carácter, su capacidad para tomar las riendas de su
vida. El cumplimiento de las normas estaba por delante de sus deseos, lo
que las incapacitaba para afrontar un cambio. Anna, como las
protagonistas de Las palabras de la noche
(1961) o Querido Miguel (1973), es
una joven resignada a su suerte, que depende en todo momento de una figura de
autoridad masculina (primero el padre, luego los hermanos, luego el esposo). No
es baladí que una de las primeras informaciones acerca de ella sea la temprana
pérdida de la madre, a quien no llegó a conocer (y, por lo tanto, de quien no
pudo aprender nada). Los datos sobre la progenitora apuntan a otra mujer gris,
opaca: «una señora sentada con sombrero de plumas y una cara larga y cansada
con gesto de susto» (p. 15). Este retrato de la madre anticipa la mujer en que
se convertirá Anna.
Las
grandes transformaciones que experimenta Anna, lejos de espabilarla, la
encadenan más en su constante estupor. Sale del hogar familiar para marcharse a
un pueblo perdido del sur junto a su marido. Si antes, con sus hermanos, «había
vivido como un insecto en un enjambre de insectos» (p. 241), en su convivencia
con el hombre «él no había sido más que una hoja grande para ella» (p. 291). Anna
sigue siendo ese insecto minúsculo que no emprende el vuelo. Cuando se
convierte en madre, en medio de la guerra, sus expectativas tampoco se cumplen:
«Recordaba cómo se había imaginado antes que tener un niño era algo que infunde
tranquilidad, algo que nos hace querer mucho a todo el mundo y sentir un gran
sosiego. Y ahora, en cambio, desde que había nacido el niño no pensaba más que
en escapar para defenderlo de la guerra» (p. 144). Como en muchas otras
novelas, Natalia Ginzburg aborda la
transición entre la infancia y el mundo adulto con un personaje (por lo
general una chica) que entra dando tumbos en esta nueva etapa. Les ocurre lo
mismo a los secundarios: los chicos que se meten en política, los que contraen
matrimonio con un fascista o una obrera y cambian su perspectiva, los que
desaparecen, etc. Nadie tiene un camino de rosas.
En
la segunda parte, el traslado al pueblo del sur, San Costanzo —al situarla en
el sur acentúa su oposición a Turín, el norte—, marca el abandono del hogar y
la añoranza de sus allegados («Anna siempre esperaba el correo con el corazón
en ascuas, pero luego en cuanto leía las cartas se sentía como un poco
mortificada por todas las cosas que pasaban en su ausencia», p. 234). El entorno
rural, con respecto a su pequeña ciudad de los alrededores de Turín, emerge
como un espacio embrutecido y aislado,
donde Anna nunca termina de adaptarse. «Era como si al casarse […] se hubiera
casado con todo el pueblo de San Costanzo, con la Maschiona y los piojos y los
cerdos» (p. 223), medita, y en efecto el matrimonio conlleva para ella un
desplazamiento en muchos ámbitos, de los que el «amor» es, dadas las
circunstancias, el más irrelevante. El malestar se acrecienta por los sucesos
de la guerra, aunque hay que dejar claro que Todos nuestros ayeres no es una novela sobre la Segunda Guerra Mundial, sino una obra que transcurre
durante ese periodo, que la autora conoció. No pretende narrar la guerra en
términos políticos, sino que muestra cómo vivía la gente en esos años, qué
hacía, cómo se alteró su rutina por la presencia de refugiados judíos o por los
abusos fascistas. Los procesos colectivos
se reflejan en la particularidad de lo doméstico.
En
cuanto al estilo, Natalia Ginzburg tiene una concepción de la narración
parecida a la de la mejor Mercè Rodoreda (Barcelona, 1908 – Girona, 1987): una «escritura
hablada», en la que no hay ni una sola línea de diálogo pero tampoco se echa de menos, porque las voces de los personajes se expresan gracias a su tono coloquial, claro, rebosante de
frescura a pesar de los años transcurridos desde su publicación. (A
propósito, la prosa no es lo único que estas escritoras tienen en común: su construcción
de los personajes, en particular de los femeninos, resulta muy, muy afín, con
ese hincapié en la opresión social de la mujer). Los pensamientos fútiles
cotidianos, los gestos, las costumbres; todo eso conforma la literatura de Natalia
Ginzburg. Nunca es explícita con respecto a cómo se sienten los personajes;
deja que el lector lo intuya a través de lo que hacen y lo que dicen. Busca la
vida en esencia, la del día a día, sin retórica y con un humor suave en las
situaciones hogareñas.
Natalia Ginzburg |
El
título, fiel al original Tutti i nostri
ieri, evoca las experiencias de los italianos durante el periodo de
entreguerras y la Segunda Guerra Mundial, el modo en el que la contienda
irrumpió en su existencia y aceleró las decisiones importantes, como le sucede
a Anna. «Todos» y «nuestros», porque esas generaciones tienen un legado común,
el de la pérdida y el miedo, pero también el del renacer, político y personal; «ayeres»,
porque la guerra se acabó y Natalia Ginzburg puede hablar de ella en pasado,
como un pasado que deja la puerta abierta al futuro, a la vida (la última frase
es esperanzadora: «y se sentían felices
de estar juntos, acordándose de sus difuntos y de la guerra interminable y del
dolor y el clamor y pensando en la difícil y larga vida que les quedaba por
recorrer, llena de cosas que aún no habían
aprendido», p. 354). Los hechos de la
primera parte, justo antes del conflicto, cobran sentido después, cuando se
aprecia el cambio en los personajes, cómo eran antes y cómo son (si siguen siendo)
tras la guerra. Así es Todos nuestros
ayeres, una novela redonda, excepcional
en su pudor, rebosante de vida en su devastación. Natalia
Ginzburg en su máximo esplendor.
*Cita de las páginas 205-206.
Imágenes:
las pinturas de Oscar Tusquets que Lumen ha escogido para las cubiertas de las tres
reediciones de Natalia Ginzburg de 2016: Léxico familiar, Las tareas
de la casa y otros ensayos, y Todos
nuestros ayeres.
Lo leí el año pasado y quedé completamente enamorada de la prosa de Ginzburg.
ResponderEliminarAhora tienes que continuar con el resto de su obra. Mi preferido sigue siendo "Léxico familiar", pero tiene muchas novelas muy buenas ("Querido Miguel", "Las palabras de la noche"...).
EliminarNo la he léido y me la apunto. Parece casi imprescindible.
ResponderEliminarUn beso ;)
Es muy buena. Natalia Ginzburg es una de las escritoras más importantes del siglo XX.
EliminarPues me la llevo apuntada. No la conocía y lo que cuentas no deja lugar a dudas.
ResponderEliminarBesos
Me parece una autora imprescindible. La disfrutarás.
EliminarImposible resistirse con una reseña como ésta. Tengo que leer a Natalia Ginzburg.
ResponderEliminarBesotes!!!
Y harás bien en leerla. Literatura de calidad en estado puro.
EliminarEstoy terminando el libro y me encanta. Voy a seguir con otros libros suyos. Me gustó mucho tu reseña, sobre todo porque no devela nada que le haga perder intriga al libro, no como la contratapa de la edición de Lumen. ¡Un "spoiler"!
ResponderEliminarDescubrí este libro gracias a tu blog (como tantos otros desde que te leo) y me ha encantado. Disfruto mucho leyendo tus reflexiones, tanto antes como después de haber leído los libros. Gracias por ayudarnos a vivir con más intensidad nuestras lecturas!
ResponderEliminarInma
Estoy enganchada a Natalia Ginzburg desde que leí Lessico famigliare, tú reseña me ha parecido certera y profunda. Y corro a leer el libro. Muchas gracias
ResponderEliminarAcabo de terminarla. Es una maravilla. Me gusta cómo transmite la sensación de que, a pesar de la guerra y de todo lo que ocurre, la vida tiene algo de cotidiano que hace que todo siga hacia adelante. Habrá más libros de Natalia Ginzburg en mi estantería.
ResponderEliminarSaludos.
La verdad que te felicito la reseña. Te tendré en cuenta siempre.
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
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