Edición:
Acantilado, 2016 (trad. Andrés Barba, prólogo de Italo Calvino)
Páginas:
112
ISBN:
9788416011957
Precio:
14,00 €
«La
vida comienza cuando todavía somos demasiado jóvenes para comprenderla.» (p. 82).
Esta sentencia podría estar en boca de muchos personajes de Natalia Ginzburg
(Palermo, 1916 – Roma, 1991), como Anna de Todos nuestros ayeres (1952) o Mara de Querido
Miguel (1973), pero se encuentra en su segunda novela, Y eso fue lo que pasó (1947), un libro
breve y menos conocido, que no se había traducido
al castellano hasta este año. Quizá este retraso se deba a la percepción que la
propia autora tenía de la obra: tal como explica en una nota de 1964, se sentía
infeliz cuando la escribió. Por aquel entonces hacía poco que la guerra había
terminado; tenía tres hijos pequeños, su marido había muerto en la cárcel y
ella acababa de regresar a Turín. Tan infeliz se sentía, que cometió el error
de buscar consuelo en la escritura, lo que dio como resultado un relato
pesimista, en el que la protagonista no ve la luz. Esto no es un problema per se, pero las historias de Natalia
Ginzburg, si bien no son lo que se dice «alegres», suelen tener esperanza,
ternura y humor, emociones que hacen más llevadero el malestar cotidiano, y que
aquí se borran entre la niebla de Turín.
Escribí esta historia para sentirme un poco menos infeliz. Me equivoqué. No debemos buscar nunca un consuelo en la escritura. No debemos perseguir un objetivo. Si hay algo seguro es que es necesario escribir sin perseguir un objetivo.
Esta
novela es la confesión de una mujer desesperada,
un grito de impotencia, un ya-no-puedo-más intenso y desgarrador, que entronca
con otras novelas sobre la angustia de la mujer casada, como pueden ser La plaza del Diamante (1962), de Mercè
Rodoreda, o la más reciente Los días del
abandono (2002), de Elena Ferrante. La historia comienza por el final: ella
le ha pegado un tiro entre los ojos. Mientras espera, mientras piensa en el
siguiente paso, se sienta en un banco a recordar cómo ha llegado hasta ahí. Ella
era una chica de provincias anodina, insatisfecha con su trabajo de
maestra. Su vida cambió cuando se enamoró de Alberto, un hombre dieciocho años
mayor que ella: «Como aquello era algo que no me había sucedido hasta ese
momento, que un hombre se enamorara de mí, me puse muy contenta» (p. 17). Al
noviazgo le siguió el matrimonio, y al matrimonio la maternidad. No obstante,
la relación no funcionaba, no había funcionado nunca, y ambos lo sabían desde
el principio. La particularidad de esta mujer —un rasgo común a muchas mujeres
de su generación— es lo que podría llamarse resignación: resignación para
aceptar a un marido que no la quiere, para casarse sin estar segura, para cuidar
de la hija mientras él está con su amante. Resignación, porque es esto o quedarse
soltera, y la soledad le da mucho, mucho miedo.
A una muchacha le produce tanto placer pensar que un hombre se ha enamorado de ella que aunque no esté enamorada es un poco como si lo estuviera y se pone más guapa y le brillan los ojos y se le vuelve el paso más ligero y también la voz se le vuelve más ligera y más dulce. Antes de conocer a Alberto yo había pensado que me iba a quedar sola para siempre porque me sentía totalmente sosa y sin gracia, pero cuando le encontré y me dio por pensar que tal vez se había enamorado de mí me dije que si le había gustado a él no había razón para que no les gustara también a otros, tal vez a uno que me hablara con aquella voz entre irónica y tierna que oía dentro de mí. Ese hombre a veces tenía una cara y otras veces otra, pero siempre tenía la espalda ancha y fuerte y las manos rojas y un poco bastas y tenía una forma maravillosa de burlarse de mí cuando volvía a casa por la noche y me encontraba tirada en el sofá bordando pañuelos.
La
voz de la narradora suena por momentos ingenua, una ingenuidad provocada por la falta de educación de las mujeres en materia de asuntos de
pareja. Como quien no quiere la cosa, Natalia Ginzburg denuncia la vulnerabilidad de una chica ante el
matrimonio mediante el monólogo de la joven que aprende a base de decepciones, hasta que alcanza un estado de desaliento
profundo que no parece tener retorno. Habla, entre otros temas, del miedo o el
rechazo del sexo, o del hecho de echar de menos la independencia que da el
trabajo (al casarse, lo deja). En sus meditaciones, la protagonista se dice que
debe de ser así para todas las mujeres, que ya se acostumbrará. Este punto de
vista ingenuo (y sin embargo tan lúcido) puede sonar arcaico hoy en día, pero resulta muy ilustrativo de todo
aquello que se silenciaba antes (incluso entre las propias mujeres), y explica
por qué la inseguridad y la autoinculpación eran una constante. Esta joven sin
nombre de Y eso fue lo que pasó es un
claro precedente de Anna de Todos nuestros ayeres y Elsa de Las
palabras de la noche (1961), unas chicas que, como ella, comienzan una
relación sentimental sin saber muy bien dónde se meten, aunque, eso sí, Natalia
Ginzburg es más generosa con sus devenires.
Aquella noche, cuando me desnudé y me metí en la cama en la que había dormido de pequeña me vino de pronto una especie de miedo y de repulsión al pensar que dentro de poco íbamos a ser marido y mujer e íbamos a hacer el amor. Me decía a mí misma que a lo mejor era porque nunca había hecho el amor, pero me preguntaba también si le quería de verdad porque también sentía un poco de rechazo cuando me besaba. Me decía a mí misma que siempre es muy difícil saber verdaderamente lo que nos pasa por dentro, porque cuando me había dado la sensación de que él se alejaba de mi vida sin remedio yo había sufrido tanto que por un momento pensé que ya no iba a poder vivir más, y cuando por fin estaba dentro de mi vida y hablaba con mi madre y con mi padre sentía aquel miedo y aquel rechazo. Pensé que tal vez era algo que les pasaba a todas las mujeres jóvenes y que hace falta valor y que si una se adentra en los pequeños senderos de sus sentimientos y pasa mucho tiempo escuchando las cosas que suceden en su interior al final se termina equivocando y perdiendo las ganas y la alegría de vivir.
Con
todo, la inexperiencia no es el único problema al que se enfrenta la
protagonista. El marido tiene una amante, una mujer casada con la que se ve
desde hace muchos años. La chica se resigna a la infidelidad, que poco a poco
hace mella en ella, no tanto por el engaño en sí como por el progresivo empequeñecimiento
que sufre la protagonista. Ha abandonado el trabajo y ha descuidado a sus amistades
para centrarse solo en él, en su marido, sin darse cuenta de que él no hacía ni
una mínima parte por ella («Me daba rabia no tener nada que ocultar. Le había
contado toda mi vida. Había sido una vida de lo más mediocre e insulsa hasta el
día en que lo conocí. Había dejado que muriera todo lo que no tenía que ver con
él», p. 41). La joven entra en una peligrosa red de dependencia, que hace degenerar su mente (desesperación,
locura) y por extensión su cuerpo (engorda, envejece). El desencadenante de su
abatimiento no son solo los celos (si bien las imaginaciones en torno a «la otra»
la atormentan), sino la toma de conciencia de que sigue siendo esa chica
anodina de antes, que el matrimonio no le ha aportado felicidad, que la
compañía de este hombre no la hace sentirse especial. La toma de conciencia de que está más sola que nunca, aunque se casó por miedo a la soledad. Cae en una espiral de
negatividad sin fin: él no cambia, nunca prometió cambiar, y ella se enfrenta a
nuevos problemas. Se resigna a sufrir, hasta que dispara.
Me canso de estar pensando siempre sola, no sé nada de ella, ni siquiera sabía que se llama Giovanna. Por eso siempre tengo la sensación de estar en medio de la oscuridad, como si fuese ciega y para avanzar tuviese que ir tocando las paredes y los objetos.
En
todo esto tiene mucho interés la
personalidad del marido. Natalia Ginzburg no pretende meter a todo
el sector masculino en el mismo saco —basta leer otros libros suyos, o fijarse
en los secundarios de esta misma novela—, así que Alberto encaja en un perfil definido:
un hombre maduro que, como él mismo dice, nunca se ha tomado nada en serio. Ni
las mujeres, ni su profesión (le gusta pintar, pero no se esfuerza). Poco serio
y poco formal; un tipo con el que no se puede contar, que solo piensa en sí
mismo. Se le define con una metáfora: «Me decía que él era igual que un tapón
de corcho que flotaba sobre el mar y al que las olas acunaban agradablemente
pero que jamás podría saber qué era el mar en realidad» (p. 30). Y también: «le
gustaban mucho los lagos porque no había ningún tipo de violencia ni en la luz
ni en el color de un lago mientras que el mar era una cosa demasiado grande y
cruel» (p. 26). Ese es Alberto, un hombre al que le gusta tenerlo todo bajo
control, porque la libertad, lo inabarcable, le da miedo. El control incluye,
por supuesto, a su mujer: «De mí, sin embargo, jamás tuvo miedo y eso no estaba
nada bien. No tenía nada, ni una pizca de miedo de mí» (p. 65). La elige como
esposa por su docilidad, mientras se divierte con su amante, a la que sí teme
porque su condición de casada la convierte en un imposible para él, y
probablemente esa cualidad de «prohibido» es lo que mantiene viva su atracción
a lo largo del tiempo. La narradora, por su parte, se autoinculpa por haberse
abierto a él con demasiada facilidad, por carecer de ese lado «inalcanzable» de
la amante que hace que el interés de él no decaiga.
Recordaba lo que me había dicho Alberto, que un hijo era la cosa más importante que le podía ocurrir tanto a un hombre como a una mujer. Pensaba que al menos para las mujeres aquello sí era de verdad lo más importante pero no para un hombre. Para Alberto la vida había seguido igual después de que naciera la niña, hacía los mismos viajes y los mismos dibujos en su cuaderno y anotaba sus comentarios en los márgenes de los libros y salía a la calle con el mismo paso ligero de siempre y un cigarrillo entre los labios. Él nunca estaba de mal humor por culpa de la niña, porque no había comido o estaba demasiado pálida. Ni siquiera sabía qué comía la niña y tal vez ni siquiera se había dado cuenta de que sus ojos habían cambiado de color.
Por
otro lado, la protagonista tiene su polo opuesto y, al contrario de lo que se
podría pensar, no es la amante —la amante, a propósito, se revela como una
mujer igualmente insatisfecha tras once años de relación extramatrimonial. Además,
la maternidad une sus posturas—, sino la amiga, Francesca, que no quiere
casarse ni tener descendencia, por lo que se dedica a llevar una vida más
independiente. Mantiene relaciones esporádicas, viaja, se divierte, se compra
ropa moderna… y todo esto mientras su amiga está en casa con su hija, esperando
el regreso del marido. Natalia Ginzburg plantea dos trayectorias posibles: por
una parte, la muchacha atolondrada e insegura, que actúa más por miedo (a
quedarse sola, a no tener una familia) que por sus propios deseos; por la otra,
la chica que, a pesar de partir del mismo punto de partida (es decir, no
procede de un entorno más proclive al estilo de vida liberal), decide no seguir
las convenciones y hacer lo que quiere en cada momento. La situación de Francesca,
sin embargo, dista mucho de estar aceptada socialmente: los prejuicios (el
clásico «puta») y el rechazo de sus padres, más tradicionales, le causan dolor.
A todo esto, hay que subrayar la «alianza
femenina» que se plantea aquí: aun siendo muy diferentes, las chicas se
entienden y su amistad perdura más que sus respectivos romances.
Cuando una muchacha está demasiado sola y lleva una vida demasiado monótona y agotadora, cuando se ve con poco dinero en el bolso y los guantes viejos, se le va la imaginación a diario detrás de tantas cosas que al final se encuentra indefensa frente a todos los errores y trampas que pone la fantasía.
El
punto de vista en forma de confesión es, además, un aspecto crucial. Entre otras
cosas, porque pone de relieve una experiencia tan íntima como las ensoñaciones, las fantasías, que
tanto pueden ir en dirección satisfactoria (los sueños edulcorados en torno al
amor, antes de casarse) como causar más malestar (las imaginaciones sobre lo
que desconoce, es decir, la relación de su marido con la amante). Ella, al ser
una mujer tranquila, de las que piensan más que actúan, insiste mucho en el
papel que las ensoñaciones tienen para sí misma y, en particular, el modo en el
que pasan de ser el consuelo con el que desviar la atención sobre lo cotidiano
a convertirse en una fuente de paranoia («la imaginación acaba haciendo daño,
estar en la oscuridad imaginando todo el tiempo», p. 75). Y eso fue lo que pasó también es, en este sentido, una novela sobre
la ceguera, sobre el daño infligido por la incomprensión, sobre los procesos
mentales que degeneran, degeneran, degeneran. El estilo, como siempre en Natalia Ginzburg, se
aproxima a la vida, al habla coloquial, tan fluida, limpia y sutil. En esta
ocasión, utiliza pocas comas para dar velocidad al relato, un ritmo acorde con
la angustia creciente («Las comas son como los pasos. Los pasos producen
cansancio, y yo no tenía ganas de cansarme, me sentía sin fuerzas y no quería
caminar, sino sentarme y recostarme», p. 12).
Y sin embargo a mí me daba la sensación de que yo nunca había sido capaz de vivir y de que ya era demasiado tarde como para aprender, pensaba que en mi vida no había hecho otra cosa que mirar fijamente en aquel pozo oscuro que había en mi interior.
Natalia Ginzburg |
Las
circunstancias externas al libro inducían a la desconfianza: en 2016 se han
cumplido cien años del nacimiento de Natalia Ginzburg y este título no se había
traducido nunca al castellano. Era inevitable sospechar que tal vez era una obra menor, que tal
vez solo se publicaba para aprovechar la repercusión del centenario. Y, aunque
esto último seguramente ha influido, hay que dejar bien claro que Y eso fue lo que pasó no desmerece en
absoluto el corpus literario de la autora. Es más: parece mentira que no se hubiera
traducido hasta ahora. No es Todos nuestros ayeres ni Léxico familiar,
pero va en plena consonancia con su producción (mujeres, transición infancia-adultez, cotidianeidad, estilo conciso y sin ornamentos) y al mismo tiempo
muestra otra faceta, otro estado de ánimo. Natalia Ginzburg se sentía triste y
escribió una historia triste, sí, pero sus dotes de narradora no se vieron
afectadas por ello. Le dio voz a una mujer abatida, una voz que nos mantiene absortos y, al terminar, nos deja sin
palabras.
Citas
en cursiva de las páginas 11, 19-20, 38-39, 47, 68-69, 20 y 99.
Me apunto bien el nombre de esta autora y este libro, que me dejas con muchas ganas.
ResponderEliminarBesotes!!!
Natalia Ginzburg me parece una autora imprescindible. Cualquier libro suyo es una buena opción para descubrirla.
EliminarMe gusto mucho Léxico Familiar, pero ésta por lo que cuentas la voy a dejar para otra ocasión, mis ánimos no están en la mejor forma y necesito lecturas que me animen. Así que lo pospongo, un abrazo.
ResponderEliminarQuizá podrías leer "Todos nuestros ayeres", que es una de sus mejores novelas. No la definiría como una lectura "que anime", pero está salpicada de ese humor suave que la caracteriza.
EliminarMe ha encantado la reseña! Al ser una novela cortita, puede que me anime a empezar por aquí. Para variar, lo que siempre te pregunto en estos casos, ¿qué me recomendarías?
ResponderEliminarLo primero: disculpa por no haber respondido antes.
EliminarSobre tu pregunta, todo lo que he leído de Natalia Ginzburg es muy bueno. Tanto "Todos nuestros ayeres" como "Querido Miguel" (que también es corto) me parecen opciones estupendas para descubrirla. Esta novela breve también lo puede ser, aunque es cierto que es más triste de lo que acostumbra. El libro que sí dejaría para un poco más adelante es "Léxico familiar", porque al hablar de su familia creo que se disfruta más cuando ya se conoce un poco a la autora.
En fin, ya me contarás qué decides. Natalia Ginzburg me parece una escritora maravillosa.