Edición: Minúscula, 2018 (trad. César Palma)
Páginas: 152
ISBN: 9788494834844
Precio: 12,00 €
Nada
ni nadie conoce mejor al ser humano que la casa en la que este ha vivido. En el
hogar uno se relaja, no esconde las muecas de disgusto ni los gritos de rabia,
no tiene que aguantar las lágrimas ni impostar la alegría, puede ser él mismo
sin la máscara de la buena educación. Entre esas paredes se cuecen los amores
furtivos, salen a la luz los complejos y se desata la tensión entre familiares.
Las casas ven crecer a los niños, morir a los ancianos y desgastarse las
relaciones afectivas. También son testigos de las acciones cotidianas, cocinar,
dormir, mirarse al espejo, movimientos rutinarios que sin embargo revelan mucha
información de la persona. Si esas paredes hablaran, tendrían tanto que contar…
Y eso es lo que hacen en este pequeño libro de la escritora Giulia Alberico
(San Vito Chietino, 1949), de la que ya se había traducido al castellano Los libros son tímidos (Periférica, 2011). La casa de 1908, publicado en Italia en 1999 como parte de una compilación de
narraciones; fue su debut literario.
La
narradora de este texto, entre relato largo y novela breve, es una casa
construida en 1908 que, en el momento de empezar a contar su historia, está a punto de ponerse a la venta. La casa no quiere que
la vendan, ha conocido a tres generaciones de la familia que la mandó edificar
y le entristece separarse de los suyos. Con este punto de partida, el caserón
comienza a rememorar su vida, que es la vida de quienes la han habitado a lo
largo de las décadas; una aproximación cuando menos curiosa al linaje familiar.
Ella sabe los secretos, ha observado, escuchado y sentido a los personajes en
su intimidad. Sus primeros dueños fueron un matrimonio que regresó de Argentina
con el sueño de construir este hogar: el hombre, italiano, quería volver a la
tierra de su infancia; para su esposa, argentina, el traslado supuso el
abandono de sus raíces, y, aunque la nostalgia estuvo siempre ahí, el aliento
de la lengua española se mantuvo siempre vivo entre esas paredes a través de las
cartas y las visitas de sus amigas.
Con
el paso del tiempo, a ese matrimonio se sumaron hijos, nueras, nietos. El
linaje no se desarrolla de forma lineal, sino que la narradora va encadenando recuerdos
de los personajes en diferentes periodos, dando saltos que se siguen sin
dificultad. En la perspectiva de la casa destacan –no podía ser de otro modo–
las mujeres, ancladas durante siglos al ámbito doméstico. Teresa, Aurelia, Anna
Maria, Marcella... Mientras ellos iban a la guerra, se marchaban a otra ciudad o
hacían negocios (peripecias que la casa no puede narrar porque suceden fuera de
ella), las mujeres criaban a los niños, se encargaban de las tareas, cuidaban (si podían) de sí mismas. Al elegir como punto de vista un caserón, Giulia Alberico
elige, de alguna manera, el punto de vista «femenino», la mirada hacia lo
privado, la microhistoria que surge en una cocina, un dormitorio o una
comida; una concepción del hecho literario que recuerda a Natalia Ginzburg.
La
voz narrativa tiene, claro, sus particularidades. En primer lugar, las elisiones: la
casa desconoce lo que hacen sus inquilinos en la calle. Cuando sus habitantes
la utilizan como casa de vacaciones, tan solo los ve una o dos veces al año. Se
«pierde» muchos acontecimientos, pero gana en perspectiva, al constatar los cambios
que se producen en ellos. La autora da a la narradora el carácter
de una casa sabia, generosa, que protege a los suyos y los trata con cariño,
como una abuela que custodia al clan desde su mecedora. Destaca, además, por su
habilidad para expresar el estado anímico de los personajes en función de su
relación con los objetos, su nerviosismo al preparar una cena, si inquietud al
encerrarse en una habitación. El punto de vista se justifica también por estos
detalles: nada mejor que una edificación para estar atento a los elementos
inanimados, como un narrador-humano que analiza las
transformaciones de su cuerpo y lo que estas dicen acerca de su edad, su vigor
y sus preocupaciones.
Giulia Alberico |
«Creo
que las cosas, todas las cosas, guardan el recuerdo de un gesto, de una
costumbre, de una época» (p. 103). Giulia Alberico escribe de manera singular algo
que se ha contado en numerosas ocasiones: la crónica de una familia en el siglo XX, con
sus ataduras, sus choques generacionales y sus pérdidas.
Es capaz de reducir esa historia a lo esencial, gracias a la sencillez y la
sutileza de su estilo, que trabaja a favor del relato sin buscar el artificio
vano. Este es uno de esos
libros modestos pero hermosos, conmovedores en su sosiego, su calidez, su hondura
discreta y sin estridencias. Un libro que no aspira a cambiar el curso de la
literatura, sino a hacer compañía a los lectores, a regalarles un poco de
quietud y un olor familiar, como una vieja casa en la que refugiarse. Se
agradece, una vez más, que existan editoriales como Minúscula y colecciones
como Micra (formato aún más reducido, de bolsillo de verdad, en ediciones pulcras), para que obras como esta (y como Quemaduras, de Dolores Prato, o Casa ajena, de Silvio D’Arzo; otros hallazgos)
puedan ver la luz en el mercado español.
Me ha recordado a «La cámara verde», de Martine Desjardins, libro que también está narrado por una casa, aunque en un tono completamente diferente. Me parece un recurso singular, sin duda.
ResponderEliminarTambién está "Ashenden Park", de Elizabeth Wilhide. No me importaría leer más novelas con una perspectiva de este tipo.
EliminarY también La casa de Manuel Mujica Láinez.
EliminarSe agradece mucho este tipo de libros en los que te puedes refugiar un rato. Que no pretenden nada pero son hermosos por sí solos. Tomo buena nota.
ResponderEliminarBesotes!!!
Es un buen libro, sin excesos, agradable. Siempre vienen bien este tipo de lecturas para intercalar entre libros más extensos.
EliminarComo siempre, tomó nota de tu recomendación. Muchas gracias.
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