Edición: Errata naturae, 2019 (trad. Carmen
Torres y Laura Naranjo)
Páginas: 220
ISBN: 9788417800352
Precio: 20,00 €
No
sé si existe una palabra para definir el vínculo que algunas
personas establecen, no con un semejante, sino con una actividad o dedicación;
un apego tan intenso que va más allá de una afición, que trasciende la vocación
profesional y perdura, con suerte, a lo largo de toda la existencia. Una
devoción que lo empapa todo, el espacio íntimo y las horas laborales. Para
algunos es el arte, la literatura, el cine; para la escritora Sy Montgomery
(1958), se trata de los animales. Esta naturalista estadounidense, una de las
más importantes de nuestros días, no se explica a sí misma sin las bestias que
la han acompañado desde la niñez. Ha publicado más de veinte libros, en los que
comparte sus experiencias con animales tan distintos como el tigre, el delfín,
el orangután, el leopardo o el pulpo, en –por supuesto– diferentes lugares del
planeta; en castellano se pueden encontrar El embrujo del tigre (1995;
Errata naturae, 2018) y El alma de los pulpos (2015; Seix Barral, 2018).
Sin embargo, tal vez su último título, Cómo ser una buena criatura
(2018), su obra más personal, sea la mejor puerta de acceso a algo más que el descubrimiento de
una o varias especies: una forma única de estar en el mundo.
La
autora vertebra una suerte de memorias a partir de los animales que más huella
le han dejado, del primer perro que le regalaron en su infancia a la singular
granja que es su hogar, pasando por alguna de las criaturas más extravagantes
con que un ser humano puede llegar a entablar una relación. Hay quien, al mirar
atrás para dotar de sentido su relato biográfico, organiza su vida en etapas,
personas, ciudades, libros; bien, Sy Montgomery lo hace según sus animales más
queridos, entre los que cabe desde una mascota tan común como el perro a especies
exóticas que casi nadie llega a conocer a fondo. Tanto en casa como en sus
viajes por trabajo, los animales han estado ahí. Como ella dice, no ha
tenido hijos, pero, junto a su compañero, han conformado «una verdadera
familia, una familia no hecha de genes ni de sangre, sino de amor» (p. 67). En
estas páginas, más que describir cada uno de los animales, indaga en sus lazos
con ellos, en cómo nace esa unión tan personal, cómo se desarrolla la complicidad
y cómo –porque no elude la parte dolorosa, es decir, la muerte– se termina.
Todo
empezó, podría decirse, de manera instintiva: «Muchas niñas veneran a sus
hermanas mayores. Yo no era ninguna excepción. Pero mi hermana mayor era una
perra, y lo único que yo quería […] era ser como ella: feroz, montaraz,
imparable» (p. 3). Le regalaron a Molly, una perra que marcó un camino. Habría
más perros, pero también un cerdo, que aceptó a ciegas y con el tiempo se
convirtió en una criatura querida en el vecindario: «Nos
enseñó a amar. A disfrutar de lo que la vida nos da. Incluso cuando nos da
desperdicios» (p. 67). Y gallinas. Y un armiño que llegó de visita en Navidad. Fuera
del hogar, destacan los animales exóticos de Australia, que pudo estudiar en su
juventud en una de esas estancias en el extranjero que transforman. O, más
tarde, la relación que entabló (porque con los animales se establecen asimismo
relaciones) con una pulpo llamada Octavia: narra el acercamiento progresivo en
sus visitas al acuario, el modo en el que tanto ella como el resto de
investigadores aprendieron a identificar el lenguaje del animal, sus emociones,
su estado de ánimo; un gran ejercicio de paciencia, perseverancia, voluntad, pero
sobre todo –si se me permite– de amor; un amor no solo por las criaturas, sino
por la pasión de tejer nuevas y singulares amistades, de enriquecer la comprensión de una
tierra llena de existencias aún poco conocidas por el ser humano.
Sy
Montgomery no olvida a los que, en principio, inspiran menos
simpatía, como las arañas: «gracias a Clarabelle, sabía que hasta los rincones
más ordinarios de nuestra casa estaban encantados. El mundo […] bullía de vida,
mucho más de lo que había imaginado, y rebosaba de las almas de criaturas
diminutas» (pp. 86-87). Plantea la reflexión de que nadie nace con una aversión
o fobia hacia ningún animal; estos rechazos son construcciones sociales, sin un
fundamento biológico. Ella no teme ni a los reptiles, ni a los ratones, ni a
las bestias feroces; todos entran en la categoría de «criaturas», en la que
también está, claro, el ser humano. Llevar una vida como la suya, entregada al
conocimiento de los animales, a su cuidado, a su compañía, requiere una
curiosidad insaciable, una dedicación sin reparos, una apuesta por la
naturaleza salvaje. Este amor por cualquier forma de vida resulta coherente con
su manera de estar en el mundo; además, es una autora tan perspicaz que de cada
uno aprende algo, de cada uno hace observaciones pertinentes. Exprime la
experiencia y tiene la habilidad de contagiar su entusiasmo al expresarla con
palabras.
Por
encima de todo, pone de relieve la unicidad de cada animal, con lo que
esto conlleva: la criatura tiene su carácter, sus sentimientos, sus rarezas;
también el modo de tomar contacto con ella es diferente para cada individuo.
Cada uno de estos trece animales reunidos exige a Sy Montgomery un proceso
exclusivo, como lo son las relaciones con las personas. Con algunos la simpatía es instantánea; con otros, toca perseverar, observar en silencio,
ensayar. Los hay con discapacidades, que piden su ritmo; y el tesón de la
autora resulta encomiable. Los que viven en su hábitat necesitan que
se respete su espacio, su distancia. Más que mascotas o posesiones, los
animales para ella son compañeros, incluso maestros (insiste en esta idea).
Para aprender, no obstante, hay que estar dispuesto a esforzarse, a adaptarse
al otro, tratarlo como a un igual. «Un error mucho más grave que malinterpretar
las emociones de un animal es asumir que éste no tiene emociones» (p. 163), medita.
Lo estimulante del asunto es que, como ocurre con la literatura, uno no termina
nunca de aprender: da igual que los años pasen, cada nuevo animal que entra en
su vida conlleva comenzar de cero, otra oportunidad, otro viaje interior. Otra
historia. De hecho, para alguien de mediana edad, la compañía de una mascota
puede suponer un giro reparador con el que quizá ya no contaba.
Sy Montgomery |
Si bien pretende ser un libro «hermoso», en el sentido de optimista, tierno,
reconfortante, no elude el dolor tras la muerte de un animal o la separación
forzosa. Escribe sobre la depresión, sobre el vacío imposible de llenar. Sobre
los compañeros que llegan después, que no son sustitutos porque cada criatura
es única, pero de algún modo aparecen para ocupar un hueco. Por otro lado, aunque la autora tiene la fortuna de haber podido vivir tal como quería, no
oculta que este fervor por lo salvaje no ha sido comprendido por sus
padres; crecer, desarrollarse como persona, suele entrañar alguna que otra
confrontación generacional. En cualquier caso, no se recrea en estas tensiones:
ante todo, Cómo ser una buena criatura transmite un mensaje positivo,
de generosidad, que invita, no solo a cuidar de los animales, sino a ser
nosotros mismos mejores «criaturas». Lo que distingue a un (buen) escritor de nature
writing de un ensayista tradicional es la capacidad de implicarse en lo que
narra, de fundir el alma con el conocimiento, de involucrarse sin miedo a
compartir sus afecciones. Solo de este modo consigue que lo que resulta clave
para él lo sea también, aunque sea por un rato, para el lector. Sy Montgomery
lo logra gracias a una profunda empatía y a una voz cercana, sencilla y
conmovedora; no hacen falta aspavientos para escribir con honestidad. Por lo
demás, el libro está cuidadosamente ilustrado por Rebecca Green, por lo que es
perfecto para regalar a un ser querido o, por qué no, a uno mismo.
En un principio no me llamaba mucho, pero al final has logrado convencerme. Creo que disfrutaría con esta lectura y con sus ilustraciones.
ResponderEliminarBesotes!!!
Los animales me son indiferentes.
ResponderEliminarLos seres humanos también somos animales.
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