Edición: Acantilado,
2018 (trad. Javier Fernández de Castro)
Páginas: 144
ISBN: 9788417346102
Precio: 14,00
€
La novelista Rumer Godden (Eastbourne, 1907 – Moniaive, Escocia, 1998) creció en el Raj británico,
un paisaje que le proporcionó el sustrato para muchas de sus historias, entre
ellas, El río (1946), una nouvelle tan sencilla como hermosa. Parte
de su obra, este libro incluido, fue publicada en España en la segunda mitad
del siglo XX; ahora, Acantilado la vuelve a proponer con una nueva traducción a
cargo de Javier Fernández de Castro, que supone una oportunidad para acercarla
a las generaciones jóvenes. El río se
cuenta entre sus títulos más aclamados y fue adaptado al cine por Jean Renoir
en 1951. Rumer Godden lo escribió en un momento crucial para ella: justo
después de marcharse de la India de forma definitiva –tras completar sus
estudios en Inglaterra, como se estilaba, había regresado allí para
dirigir una escuela de danza que mantuvo durante veinte años–; este texto, en
sus palabras, se le «reveló» como por instinto.
«Es tan propio de la vida como el vivir –pensó Harriet–. Naces, eres un chico o una chica y vives hasta que mueres… Te guste o no. Sí. Nana tiene razón. Todo pasa te guste o no, aunque me parece que se puede vivir muy bien sin una guerra… y quizá sin ser amado. Pero confío en que alguien me ame tanto como a Cleopatra, y me gustaría no ser tan chica… Los niños no tienen amores ni guerras. [...] ¿O sí los tienen? –se preguntó–. ¿Los tienen a su manera?»
En
la India de entreguerras, Harriet está entre dos mundos, el de los
niños y el de los adultos. Ella, una chiquilla despierta y soñadora, a caballo
entre la Jo de Mujercitas y la
Frankie Addams de Carson McCullers, se ha cansado de las travesuras de su
hermano Bogey, pero aún es demasiado joven para compartir secretos con su
hermana mayor, Bea. Está en esa edad en que las tardes se le hacen largas
porque ha perdido interés por los juegos de antaño y todavía no sabe en qué
ocupar las horas («No había nada que hacer. Eran días fastidiosamente aburridos
y a Harriet no se le ocurría nada para remediarlo», p. 60). Escribe, eso sí, es
una escritora en ciernes («Harriet tenía un callo; era de tanto escribir; le
había salido porque era escritora», p. 7); y, como todos los que han sido
amantes de las historias y las letras, observa su entorno con una curiosidad insólita,
hace preguntas (sobre todo se hace
preguntas) que desconciertan y maravillan a los de su alrededor. Porque no ha
perdido la inocencia, aunque está a punto.
–Hacerse mayor es demasiado difícil. No sólo tienes que seguir siempre adelante sino que hay que ser… –se interrumpió para buscar la palabra adecuada y no la encontró. Y entonces dijo–: También tienes que crecer.
Crecer.
En eso se resume la novela: la construcción de identidad de una muchacha
al proyectarse en sus referentes inmediatos. Bea, la hermana adolescente,
entregada a las coqueterías; Bogey, que persigue a Harriet aunque ella ya
no se divierta con sus trastadas; Victoria, la pequeña, amparada en la
seguridad de la primera infancia. Y, por supuesto, los adultos: la madre,
de quien aprende los misterios del cuerpo; Nana, la criada angloindia, un apoyo
en su proceso de transición; y el capitán John, un joven malherido en la guerra
que se hospeda en casa. Él será su primer referente masculino fuera del ámbito
familiar, su toma de contacto con el juego de la seducción. En principio, es Bea
quien se acerca a él; sin embargo, Harriet, perdida y confundida como está,
encuentra a otro «perdido» en el capitán John (o, más que perdido, traumatizado,
mutilado por la contienda). La amistad entre Harriet y el capitán John, una
amistad entre inadaptados, enriquece a ambos: a ella, porque la escuchan con
atención y le enseñan el mundo; a él, porque la candidez de su amiga le
devuelve la esperanza.
–¿No debería tener todo el mundo uno? –preguntó.
–¿Tener qué, un poema?
–No, un árbol.
–No todo el mundo encuentra el suyo tan pronto –respondió el capitán John–. Eres afortunada, Harriet. Y ya sé adónde voy a ir –dijo con firmeza–. Voy a ir en busca del mío.
Pero
no todo se limita al capitán. El aprendizaje de Harriet conlleva un fino
análisis de la identidad femenina: en su madre descubre la maternidad, la
transformación del cuerpo; en Bea, el galanteo juvenil, el cambio en las
prioridades de una muchacha al alcanzar la adolescencia. No obstante, la mirada
de Harriet no solo se dirige al grupo que se podría denominar «mujeres blancas
en edad fértil», del que ella pronto formará parte, sino que traza un
inteligente paralelismo entre las mujeres que se quedan fuera de él: por un lado, la hermana
pequeña, Victoria, a
resguardo de las preocupaciones en su universo infantil; por el otro, Nana, la criada
angloindia –equiparable a su homóloga afroamericana de Frankie y la boda–, madura, sabia y humilde, de vuelta de todo,
resignada a su rol secundario en la sociedad.
Pero Nana y Victoria no sólo tenían los ojos iguales; además las dos eran perfectas. Victoria seguía viviendo en el mundo de la infancia. A veces los niños, rezagados de forma misteriosa en la inocencia, son perfectos sin darse cuenta. Victoria no tenía inquietudes, y nada la perturbaba, lo mismo que Nana, que había llegado a la madurez y, con ella, había dejado atrás las preocupaciones del género femenino. Tras una vida de servidumbre, había recuperado lo que Victoria aún no había perdido.
Rumer Godden |
El
viaje iniciático de Harriet no está exento de crueldad. La muerte, la guerra, pero también el hecho mismo de crecer, de tomar
conciencia del tempus fugit. La
imposibilidad de detener el tiempo, de alargar lo que está destinado a
terminar, constituye un motivo recurrente que se aplica en varios
grados. En lo íntimo, por el abandono de la niñez de Harriet, de una etapa en
la que todo parecía en armonía, bajo control. En lo social, la historia se
encuadra entre dos guerras mundiales, un oasis que se intuye no durará para
siempre; y en un contexto, el del imperialismo, que tampoco perdurará. Si bien
la localización no resulta determinante, por cuanto se centra en lo personal
más que en el entorno («El río estaba en Bengala, India, pero a efectos de esta
novela y de estos recuerdos, bien podría haber sido un río americano o
europeo», p. 5), sí lo es su época, que potencia esa sensación de catástrofe inminente,
de final. No se puede parar el tiempo, como tampoco se puede frenar el curso
de un río. Y, para hacer más llevadero ese trayecto por la vida, nada mejor que
una lectura tierna e implacable como esta.
Citas
en cursiva de las páginas 9, 112, 128 y 28.
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