Edición:
Seix Barral, 2017 (trad. Vida Ozores; pról. Jesús Carrasco)
Páginas:
304
ISBN:
9788432229862
Precio:
18,50 € (e-book: 7,99 €)
Esta
entrada forma parte de #AdoptaUnaAutora, un proyecto que tiene como objetivo
dar a conocer a escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog
participa con la «adopción» de Carson McCullers: hasta el momento se han
reseñado las novelas La balada del café triste, Frankie y la boda, Reflejos en un ojo dorado y El corazón es un cazador solitario; sus
memorias inacabadas, Iluminación y fulgor nocturno; y el libro de ensayos El mudo y otros textos. Hoy doy por finalizada la adopción; espero que os haya interesado.
***
No formaré parte de los
que atrasan cien años el reloj de los tiempos.
La muerte se desliza por Reloj sin manecillas (1961) como una
entidad omnipresente, y no (solo) porque se trate de la última novela de una de
las grandes escritoras sureñas del siglo XX, Carson McCullers
(Georgia, 1917 – Nueva York, 1967); de hecho, cuando la publicó, seis años
antes de su fallecimiento, aún no podía sospechar que sería la última. «La
muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera» (p. 15), reza
la primera frase, un guiño a su admirado Tolstói. En el primer capítulo, J. T.
Malone, un farmacéutico de una localidad del sur de Estados Unidos, es
diagnosticado de leucemia. Pero, calma, que nadie salga corriendo: no se
trata de una novela triste ni de una meditación sobre la enfermedad. El estilo de la autora
se caracteriza por «una yuxtaposición audaz y en apariencia insensible de lo
trágico con lo humorístico, de lo grandioso con lo trivial, lo sagrado con lo
licencioso», tal como lo expresa ella misma en un ensayo recogido en El mudo y otros textos. Además, la
muerte también tiene un sentido más hondo, inherente a la sociedad:
el final de una época, de un
determinado sistema de pensamiento.
La novela se organiza en torno a cuatro personajes, que simbolizan a generaciones distintas. El juez Fox Clane («Siempre es mejor mirar hacia atrás
que hacia el futuro», p. 82), un octogenario racista y clasista, que añora su
reputación de antaño y todavía anda metido en política para oponerse a los
derechos de los negros; un anciano en caída libre, representante del
viejo orden, con muchas sombras en su familia y en sí mismo, un hombre que se
agarra a un clavo ardiendo mientras la temida decrepitud lo acecha. El
tiempo se le acaba, oye el tictac del reloj cada vez más fuerte. Por otro
lado, el ya mencionado J. T. Malone, un farmacéutico de mediana edad, la
generación intermedia entre el juez y los jóvenes. Casado y con dos hijos, un
tanto acomplejado, ni muy enamorado ni muy satisfecho con su trabajo; un tipo
anodino, normal, se podría decir. Siempre tuvo la sensación de que podría haber llegado
más lejos, y el diagnóstico le cae como una sentencia de muerte («Pensó en toda
la vida que había malgastado. Se preguntó cómo podía morir si aún no había
vivido», p. 190). Afronta sus últimos meses como el resto de su vida: con
resignación y sencillez, sin perder el trato amable. Malone se lleva bien con
el juez, ante todo es un hombre muy cordial, empático, pero rechaza algunas de
las ideas del anciano; está más concienciado con las desigualdades.
En
paralelo, la generación joven, la esperanza (o no). Para empezar, Jester, el nieto
del juez, aunque poco tiene en común con él: un muchacho mimado, inocente,
tímido, reprimido, que oculta su atracción por los chicos (un tema que la
autora ya planteó en Reflejos en un ojo dorado)
por el temor a ser tachado de enfermo o depravado. Vive su coming-of-age con esta losa, y se verá involucrado sin querer en
unos sucesos turbulentos. Entre él y su abuelo se produce el consabido choque
generacional. Por otra parte, Sherman Pew, un adolescente que traba amistad con
Jester. Es casi su polo opuesto: huérfano, negro de ojos azules, padece la
segregación racial y se las da de gamberro, si bien en realidad no deja de ser
un niño herido, necesitado de afecto, obsesionado con encontrar a su madre. Está
enfadado con el mundo, y con razón, puesto que sufre la peor cara del ser
humano, el abuso de los poderosos sobre los negros y las carencias de la
orfandad. A pesar de su buen fondo, esa rabia contenida estallará y le pasará
factura (McCullers no es una autora políticamente correcta: todos los
personajes se mueven en una escala de grises). Contra todo pronóstico, el juez
se encariña con el joven Sherman Pew, lo que enriquece aún más el (ya de
por sí interesante) entramado.
… la pasión en la primera juventud, aunque no tiene raíces profundas, es fuerte. Surge y toma forma al oír una canción en la noche, al oír una voz, al contemplar a un desconocido. La pasión le hace a uno soñar despierto, le hace imposible concentrarse en las matemáticas, y en los momentos en que más desea parecer ingenioso, le deja a uno en ridículo. En la primera juventud, el flechazo es el compendio de lo que es el amor, le transforma a uno en momia, hasta tal punto que uno no sabe si está sentado o acostado y, aunque de ello dependiera su vida, uno no recordaría lo que ha comido. Jester, que estaba iniciándose en la pasión, tenía miedo. Nunca se había emborrachado ni deseaba estarlo. Era un chico que sacaba sobresalientes en el colegio […]; sólo soñaba despierto cuando estaba en la cama y no se permitía soñar así por la mañana una vez que había sonado el despertador, aunque a veces le hubiera encantado hacerlo. Una persona así, naturalmente, se asustaba ante el flechazo. Jester creía que si tocaba a Sherman, eso le llevaría a cometer un pecado mortal, pero cuál sería ese pecado lo ignoraba. Sencillamente se guardó de rozarlo, mientras lo contemplaba con ojos petrificados por la pasión.
En
cierto modo, Reloj sin manecillas se puede considerar
el Matar a un ruiseñor de McCullers (ella
rechazaría de pleno esta comparación: siempre pensó que tanto Harper Lee como
Flannery O’Connor la imitaban; su antipatía mutua es ya legendaria). Como en
todos sus libros, la trama se vehicula en torno a uno o varios crímenes; la
violencia del sur, de los barrios de extracción humilde en particular, que en términos
literarios le sirve tanto para crear intriga como para esbozar un espléndido
retrato social. En segundo lugar, en esta novela ahonda más que nunca en el racismo y la segregación racial, que
ya había tratado en El corazón es un cazador solitario y, de refilón, en Frankie y la boda. La homosexualidad
reprimida, otro de sus motivos recurrentes, también está presente. Reloj sin manecillas plantea un punto de
inflexión en la historia del siglo XX: el cambio de paradigma, la necesidad de
combatir la discriminación y las desigualdades, de promover un modelo
de sociedad con oportunidades para todos. La peripecia de los jóvenes
adopta tintes épicos por su lucha contra el orden establecido. Tienen mucho a su favor, pero,
como en cualquier gran transformación histórica, algunos caen por el camino. Y nadie sale incólume.
Carson McCullers |
Al igual que su debut, Reloj sin manecillas
aúna realismo y simbolismo. Lo
primero, por su brillante representación del sur, el ambiente oscuro, cruel y
devastador que McCullers conoció en su infancia. Lo segundo,
porque los personajes, y sus acciones, encarnan una posición en el espectro
político (el juez que se aferra al pasado, el farmacéutico progresista pero
precavido, el joven negro vengativo y kamikaze, el muchacho blanco liberal
y reprimido). Esta es una novela sobre la derrota del viejo orden, no exenta, sin
embargo, de víctimas inocentes. Una historia violenta, pero necesaria para mover las piezas, para el principio del fin de la
discriminación racial. Y, además, una novela de aprendizaje, una novela social
de aires dickensianos, una novela sobre la amistad, la enfermedad, la senectud. Profundamente conmovedora. Como
todas las grandes obras, va de muchas cosas a la vez; y resulta agradable de
leer por la fluidez y el humor del estilo de McCullers, que hace easy-going esa realidad embrutecida. Es extraordinaria. Se la cita menos que otros títulos de la
autora, como El corazón es un cazador solitario o La balada del café triste,
pero no tiene nada que envidiarles; lo tiene todo en su justa medida.
Un
último apunte: Sara Morante, autora de las ilustraciones de las nuevas ediciones
que Seix Barral ha publicado para conmemorar el centenario del nacimiento de
McCullers y los cincuenta años de su muerte, hace una reinterpretación
magnífica en esta cubierta: la Casa Blanca, los colores de la bandera de
Estados Unidos, los árboles en otoño, tiempo de ocaso, y ese reloj al que se le
acaba el tiempo. Buen trabajo.
Citas
en cursiva de las páginas 215 y 110-111.
Parece interesante, pero creo que este lo dejaré pasar. Tengo muchísimas lecturas pendientes y tengo que ir haciendo criba.
ResponderEliminarBesotes y Felices Fiestas.
Yo te animo a no descartarlo del todo, déjalo para más adelante, sin prisa. Es una de mis novelas preferidas de Carson McCullers, y además te lo vas a pasar muy bien leyéndola, no es nada árida. Me parece uno de esos pocos libros que se pueden recomendar a cualquier lector.
EliminarTuve la suerte de que me tocó este libro y el de "El aliento del cielo" en un sorteo que hizo la editorial Seix Barral cuando los publicaron. Hasta ahora sólo he leído "Reloj sin manecillas" y me encantó. Estoy de acuerdo con todo lo que dices. Enhorabuena por esta excelente reseña. Es una autora a la que merece mucho la pena leer. Yo continuaré haciendolo. Feliz año nuevo! :-)
ResponderEliminar¡Cuánto me alegro de que te gustara! Este año he hablado de Carson McCullers con varios lectores y tengo la sensación de que esta novela es de las menos conocidas, y me da una pena... Yo me lo pasé en grande leyéndola, es un libro que "devoré". En fin, espero que disfrutes del resto de su obra (estoy segura de que así será :)).
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