Edición:
Comba, 2017 (pról. de Andrea Jeftanovic)
Páginas:
198
ISBN:
9788494493881
Precio:
16,00 €
Yo
me dije: ya empezó el fuego. (P. 182)
No
sé si por complejo de inferioridad, prejuicios o simple falta de interés, en
los últimos años hemos presenciado un fenómeno que hace pensar: se ha traducido
por primera vez a muchas escritoras extranjeras, sobre todo del ámbito anglosajón, con
la voluntad de revisar el canon e incorporar voces de mujeres que en su día
fueron ninguneadas. Hasta ahí, muy bien. Sin embargo, mientras los lectores
españoles nos convertíamos en incondicionales de novelistas británicas y
estadounidenses, muchas autoras autóctonas permanecían en el olvido. No me
refiero a las Carmen Martín Gaite, Ana María Matute o Mercè Rodoreda, que no han
perdido presencia ni en las librerías ni en los libros de texto; pero el siglo
XX abarcó más nombres de mujer, y de esas otras no se sabe tanto. Las traducciones nos educan demasiado el gusto. Nada obliga a interesarse por la obra de los compatriotas por el hecho de serlo, por supuesto, pero no puedo evitar sentir un poco de vergüenza al ver cómo celebramos cualquier publicación foránea mientras no sabemos apenas nada de nuestras raíces (literarias), que tal vez no tengan tanto que envidiarles. Recientemente se ha progresado
en este sentido, con recuperaciones como las de Rosa Chacel, Luisa Carnés, Elena
Fortún y Carmen de Burgos, entre otras, y ensayos como Mujeres de la posguerra, de Inmaculada de la Fuente.
Y, ahora sí,
entro en materia.
Desde
que leí su correspondencia con Ana María Moix, Rosa Chacel (Valladolid, 1898 – Madrid, 1994) se ha
convertido en una de las escritoras que más me interesan. Por su obra, pero
también por la personalidad que deja entrever en las cartas, tan inteligente,
tan vehemente, tan «marisabidilla», como ella misma se definía. De formación
autodidacta, se exilió en Sudamérica a raíz de la guerra civil y no regresó
hasta los años setenta. Durante el franquismo tuvo dificultades para publicar
algunos de sus libros, pasó periodos depresivos y no consiguió ser verdaderamente reconocida hasta la
vejez, cuando recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas (1987) —fue, a
propósito, la primera mujer en obtenerlo—. En su recorrido
vital se combina el «localismo» de su infancia en Valladolid, que inspira
varias de sus novelas, con un conocimiento sólido del cine y la literatura
contemporáneos. Fue una mujer y una escritora muy
singular; hecha a sí misma, podríamos decir. Memorias de
Leticia Valle (1945), su tercera novela, es el título que he elegido para
descubrir su narrativa.
Leticia Valle tiene once años, casi doce,
cuando empieza a contar su historia, en primera persona. Son unas «memorias»,
porque narra a posteriori unos hechos
que le ocurrieron unos meses atrás, unos hechos que la marcaron, que la
quebraron por primera vez en su vida. En el momento de comenzar el relato,
Leticia se encuentra en el extranjero, junto a unos parientes lejanos; lo que
le ocurrió fue lo bastante grave como para terminar allí. El conflicto se
originó con el traslado de su familia, que dejó Valladolid para instalarse en
el municipio de Simancas; el padre, excombatiente en Marruecos, necesitaba reposo.
Esta mudanza, no obstante, fue tan solo el primero de los cambios para Leticia.
La principal transformación se produjo en ella misma: «hubo un cambio
desconcertante: yo dejé de ser el centro de la casa» (p. 35). En Simancas,
Leticia acude a clases de música en casa de una vecina, doña Luisa, una mujer, en
palabras de la narradora, «mundana», no en sentido peyorativo sino todo lo
contrario: moderna, cultivada, con más mundo que sus conocidas. Más adelante, el marido
de su profesora también le imparte lecciones. Una niña que ya no es tan niña en
medio de un matrimonio. Sin querer, Leticia se ve envuelta en el escándalo.
Chacel
firma una novela de iniciación en la que el cómo importa mucho más que el qué.
Muchos autores y autoras tienen al menos una novela de aprendizaje en su haber;
en la trama todas se parecen (el acto de crecer, sus descubrimientos, sus
sinsabores), por lo que es en la forma donde se aprecia la huella de su
creador. La impronta de Chacel tiene un nombre: sutileza. Y un apellido:
elisiones. «Quisiera transcribir aquí letra por letra todas las palabras que
sonaron allí dentro, pero ¿cómo podría transcribir los silencios?» (p. 186), se
pregunta la protagonista. Leticia entra en contacto con un ambiente que le
resulta desconocido, y lo hace a una edad, la pubertad, en la que ha empezado a
analizar su entorno, a tomar conciencia de los detalles, las reacciones que
antes se le pasaban por alto. Es una joven «marisabidilla» (la autora
reconoce el fondo autobiográfico del personaje), y ha comenzado su
despertar sexual, aunque en una sociedad tradicional como la Castilla de
principios del siglo XX solo puede llevarlo de un modo: en silencio, como
ese secreto sucio que hay que callar. Esa vergüenza.
¿Será eso lo que la gente llama inocencia? ¡Qué asco! Nunca me cansaré de decir el asco que me da esta enfermedad que es la infancia. Lucha uno por salir de ella como de una pesadilla y no logra más que hacer unos cuantos movimientos de sonámbulo y volver a caer en el sopor. (P. 162)
Otro
asunto importante, vinculado al anterior, es la desmitificación de la infancia,
tema fundamental en la obra de la autora. Chacel tiene una concepción de la
niñez que desde nuestra mentalidad puede resultar chocante: rechazaba cualquier
tipo de dulcificación y la consideraba una etapa «agónica» en la que el niño
ansía, ante todo, dejar de ser niño. Además, daba mucho peso a esa fase en el
bagaje personal de cada uno; allí estaba todo, todo lo que marca a los adultos
en los que nos convertimos después. En Leticia encarna, en efecto, una representación
poco amable de la infancia, una niña despierta y vivaz que en apenas unos meses
adquiere un aprendizaje que no podrá olvidar jamás. No la retrata como a una
muchacha inocente, una criatura «pura», sino como a una muchacha sagaz que se
abre a la sensualidad, con deseos e inclinaciones, consciente de que a veces no
actúa como debería, pero que no por ello corre a pedir ayuda a papá. Lo que no aprendió
en los libros lo aprende en la vida, con su observación atenta de los demás.
Rosa Chacel |
Esta
novela sobre la pérdida de la inocencia tiene la mirada, el nervio de
Chacel. Y el estilo, qué tremendo estilo: he aquí una prosista
extraordinaria. Una prosa fluida, rica, voluptuosa, sutil, con un lenguaje
exuberante pero sin la artificiosidad del escritor pretendidamente intelectual.
No, Chacel no tiene voz de erudita, ella escribe desde y sobre la España de los bigudíes, la zarzuela y el soniquete; léxico castellano genuino
elevado a gran literatura. Natural, porque suena natural, claro, modulado con
gusto. Con demasiado gusto, quizá, si recordamos que su narradora todavía no ha
cumplido los doce años (si bien es cierto que por aquel entonces se maduraba
antes). En cualquier caso, Memorias de
Leticia Valle es una muy buena novela. Es una lástima que aún
haya gente que no lo sepa.
Estoy totalmente de acuerdo con lo que comentas al principio de la reseña. Yo me he propuesto últimamente resolver mis carencias leyendo a autoras españolas. Ahora mismo ya tengo en mis manos Nada de Carmen Laforet y El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite. Rosa Chacel seguro caerá también.
ResponderEliminar"Nada" es una maravilla, una de las novelas que marcaron mi formación lectora. Me alegra que compartamos interés por las escritoras españolas del siglo XX.
EliminarPues sí, exceptuando a Ana María Matute, Carmen Martín Gaite y Mercé Rodoreda,a poquitas autoras más se les ha hecho caso. Me animas a descubrir a esta autora, sin duda. Tendré que cotillear en la biblio.
ResponderEliminarBesotes!!!
Rosa Chacel es muy buena, tengo la intención de ir leyendo todo lo que escribió. Me han hablado muy bien de las novelas "La sinrazón" y "Barrio de Maravillas", y de sus memorias de infancia, "Desde el amanecer".
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