Edición:
Anagrama, 2017
Páginas:
208
ISBN:
9788433998293
Precio:
16,90 €
Tengo cuarenta y ocho años. No. En realidad, tengo cuarenta y siete. Hace dos años que no tengo la menstruación. Soy una mujer de éxito llena de tristeza. Temo que se mueran mis padres. Mi marido está en el paro. Trabajo sin cesar. No quiero quedarme sola. He tenido mucha suerte. Me han querido tanto. No sé ganar. Ni perder. Me da pánico no disponer de tiempo suficiente para disfrutar de tanta felicidad y tantos privilegios.
Este
año he leído dos novelas que exploran la
relación entre el cuerpo y las fuerzas de producción. Cómo las segundas inciden
en el primero, cómo lo modifican, cómo lo dañan. Uno de esos libros es La vegetariana, de Han Kang, que aborda
el tema en clave simbólica. El otro, Clavícula
(2017), de Marta Sanz (Madrid, 1967), lo hace como confesión
autobiográfica, tan real, tan lejos de los parámetros de la narrativa,
que cuesta considerarlo una «novela». Y podría añadir un tercero: Buena alumna, de Paula Porroni, que no utiliza
el cuerpo como motivo principal, pero, de manera indirecta, deja entrever cómo
el malestar de la protagonista se manifiesta en el machaque continuo de este. Tres
propuestas, en cualquier caso, que plantean la noción de corporeidad de una forma poco habitual en literatura, inseparable de la sociedad del
capitalismo tardío. En el caso de Marta Sanz, esa sociedad es la España actual,
con su crisis, su precariedad y todo el desasosiego que se desprende de ello.
La
autora, que ya había hecho un ejercicio de autoficción
en su aclamada La lección de anatomía
(2008), subtitula su último libro «Mi clavícula y otros inmensos desajustes». El
dolor repentino en la clavícula, para el que no encuentra causa ni remedio, es el hilo
del que tira para expresar todas sus inquietudes. Fragmentadas, sin voluntad de
conformar un relato único. Como un desahogo (un desahogo en manos de una escritora
curtida, con el estilo y la inteligencia que se le presuponen). Es, en primer
lugar, un texto escrito desde una identidad muy concreta: una mujer de cuarenta
y siete años, casada, con su marido en paro, sin hijos, cultivada, respetada en
su profesión, menopáusica. Una mujer que, pese a haber logrado cierta
reputación, tiene que seguir trabajando incansable para asegurarse una senectud
digna. No le faltan las inseguridades, unas inseguridades distintas a las que
tenía en su juventud. Padece las transformaciones de su cuerpo, de su deseo,
aparece un dolor del que nadie sabe dictaminar el origen. Se obsesiona con las
pruebas médicas.
Se
trata de una voz poco representada en la literatura. No con esta
naturaleza testimonial, al menos, tan íntima, descarnada hasta lo impúdico. Las
confesiones de una escritora de mediana edad, que ya no está en su época de
esplendor físico, que descubre nuevos miedos, que se queja. Que se permite
quejarse. Este detalle es importante: ella reconoce que «Hace años hubiese
abofeteado a una mujer como yo. “Basta de tonterías, no seas ridícula.” Pero
hoy soy una flor» (p. 147). La educación reprime las quejas, nos inculca la necesidad
de aguantar con estoicismo, nos hace ver las lamentaciones ajenas como
indiscreciones, actos de exhibicionismo desatado y sin duda censurable. Aquí,
la narradora rompe con todo ello. Vomita: «cada vez con más frecuencia, digo lo
que no debo decir. La mujer templada que fui se descontrola y deja salir el
borbotón de su rabia» (p. 137). Y esa es una de las razones que lo convierten
en un libro importante, que no perfecto. No busca la excelencia técnica de una
novela, sino que sobresale por introducir un asunto muy poco tratado, y por
introducirlo con contundencia y estilo. Para empezar, pone de relieve la
inquietud de desconocer cómo afectan ciertas patologías a las mujeres menopáusicas, esos cambios en el cuerpo que no podía
prever porque no sabía hasta qué punto la iban a afectar (queda tanto por
investigar...).
Como
decía, no se centra tanto en el trastorno como en su vínculo con el plano
material. Es una escritora reconocida, no le van mal las cosas; no obstante,
sufre la precariedad de la trabajadora autónoma y su marido está en
paro de larga duración en una edad complicada. Desgrana sus ingresos, la
multiplicidad de encargos en los que reparte las horas (otro tabú desmontado:
hablar de dinero) y, a propósito, analiza (con acierto, a mi parecer) cómo
estas circunstancias influyen en la escritura: «Se multiplican los trabajos y,
como en el estilo, se funden el fondo y la forma […]. La precariedad se expresa
con la fractura y la brevedad sintáctica y, mientras tanto, se acumulan, se
enumeran, se amontonan las palabras porque hay que sumar cien acciones para
conseguir un solo fin. Todo está siempre en el aire» (p. 68). Menciona La trabajadora, de Elvira Navarro, con
la que, en efecto, tiene aspectos en común. Otra obsesión (obsesión porque lo
repite más de una vez) de la autora es el
sentimiento de culpa («Mi dolor me lleva a experimentar una gran culpa. Mi
dolor es un fallo que no puedo permitirme. La prueba irrefutable de una
inteligencia débil», p. 57). Por rechazar un encargo (el miedo de no recibir
más), por haber perdido el tiempo en lugar de trabajar, de trabajar más. El
cuerpo canaliza esa ansiedad, esos nervios. Lo que no quita que por fuera,
frente a los demás, se muestre encantadora. Esa capacidad de ponernos máscaras: «Me asombra el optimismo en los mensajes reales de mi vida. Tengo un lado
claro que me preocupa. O puede que, a ratos y sólo a ratos, de verdad desee que
todos los demás sean felices» (p. 127).
Hay aún más en estas páginas; la autora condensa confesiones, reflexiones y experiencias en pocas líneas, va de la familia al
trabajo, del médico a las redes sociales, de la sociedad a la literatura. Me
impresionó la sinceridad con que revela la desazón por el envejecimiento de sus
padres, la dificultad para aceptar lo inevitable: «La nueva fragilidad de mis
padres me cala los huesos. Se transforma en mi propia debilidad. Detesto la
naturaleza y lo inexorable. No sé vivir» (p. 42). La transparencia se nota asimismo
en la relación médico-paciente: narra las visitas sin tapujos, la
incomodidad de ser el sujeto pasivo en manos del personal sanitario; un libro
como este solo tiene sentido si se lleva a cabo con esta honestidad brutal. Es
un poco diferente a la autoficción de Annie Ernaux, que revisita su pasado a posteriori como
si hiciera una radiografía. Marta Sanz escribe sobre lo que vive en esos
momentos, directa y sin filtros, como si lo hubiera escrito sobre la marcha,
sin planificación, casi como un diario. Y sin normas; se permite experimentar y
jugar con la metaliteratura (incluye un relato que publicó, dentro de la
narración, además de correos que intercambió durante un viaje).
Al
leer Clavícula he recordado un
artículo (no guardo el enlace; lo siento) que postulaba que la sobreinformación
puede perjudicar nuestra salud. Leemos, escuchamos y vemos noticias de
desgracias, enfermedades y proyecciones fatalistas de manera constante. No nos
resultan indiferentes, sino que tanta negrura en los medios de comunicación
genera angustia. Hay teorías que sugieren que buena parte de los trastornos
mentales de nuestra época tienen mucho que ver con esta tendencia, con el hecho
de estar permanentemente conectado a fuentes que te recuerdan todo lo que debes
hacer, todo lo malo que te puede ocurrir. Marta Sanz va en esta línea: adoptar
hábitos enfermizos por mantenerse sana, la presión sobre el cuerpo, sentirse
culpable cuando no los cumple («Enfermo del miedo a enfermar y del miedo a no
poder enfermar. A que se hunda el mundo. A que la enfermedad se relacione con
la imposibilidad de pagar las facturas», p. 54) Las redes suscitan
la ineludible reflexión acerca del exhibicionismo y la
vigilancia. Herramientas para controlarnos en un medio que a menudo
muestra nuestra imagen más patética, la del individuo que ansía que le
hagan caso. Pero ¿quién atiende al otro? En algunos fragmentos, la
autora se queja de la cursilería imperante en determinados mensajes publicitarios
y la escasa comprensión entre las personas. Somos seres capaces de llorar por
un gatito que sin embargo destruyen a un humano sin piedad.
En
relación con esto, escribe una frase demoledora: «No tolero mostrar debilidades
en público porque el público es siempre un enemigo» (p. 64). Tiene más valor si
cabe por proceder de una escritora con cierto éxito, admirada, querida. Incluso
ella percibe esta hostilidad. Es una observación aplicable a muchos contextos,
pero resulta inevitable pensar en las redes
sociales, en la cantidad de barbaridades por minuto que se profieren con
indiferencia, la facilidad para machacar a quien quiera que no caiga simpático,
para malinterpretar palabras, para juzgar, para destrozar vidas. Para una
autora, el público constituye una parte fundamental de su trabajo; sin
lectores, sería más difícil, no ya escribir, sino publicar. Una escritora, una
artista, a diferencia de cualquier otro profesional, no solo se enfrenta a las
objeciones de su superior; la crítica del receptor completa el ciclo de una
novela. Y en ocasiones puede ser muy destructiva. Recuerdo un consejo de Zadie Smith para escribir: «Trata de leer tu libro como lo haría un extraño, o mejor
aún, un enemigo». Marta Sanz debió de saltárselo cuando decidió publicar Clavícula; los defensores del pudor le
habrían quitado las ganas de hacerlo.
Marta Sanz |
Clavícula,
en fin, es un texto muy personal que en última instancia consigue el fin de toda
obra literaria: convertir la experiencia íntima en una creación que transciende,
que atañe, no me gusta usar la palabra «universal», pero sí a mucha gente, a
sus coetáneos. No solo a las mujeres, por mucho que la perspectiva de género
esté ahí. En realidad, el hecho de colocar su cuerpo y sus dolencias a la
vista, de abrirse, nos habla del mundo que nos rodea, de nuestra sociedad. El
cuerpo como un mapa que los agentes externos han rasgado, el cuerpo como una
enciclopedia sobre nosotros mismos y nuestro entorno más próximo. La
precariedad interminable, el miedo, el neoliberalismo, la incertidumbre. La
falta de solidez en todos los ámbitos como rasgo distintivo de nuestros tiempos. Clavícula me parece un libro importante en
el panorama literario nacional por lo que tiene de rupturista e incómodo. Y de
pertinente, porque hacía falta dar voz a este conflicto. Probablemente no será
la obra mejor valorada de Marta Sanz, pero produce una honda impresión en el
lector, remueve más que publicaciones muy ambiciosas. Se quedará conmigo.
Cita
en cursiva de la página 112.
Un libro valiente, por lo que cuentas. Tendré que buscar el momento idóneo, pero me queda claro que tengo que hacerle hueco.
ResponderEliminarBesotes!!!
Más que "valiente" (prefiero evitar esta palabra al hablar de libros), me parece un texto descarnado, una reivindicación del derecho a quejarse. Estoy segura de que la autora tiene obras mejores, pero me ha parecido bastante interesante.
EliminarHabía oido hablar de él y parece que no deja indiferente. Es una buena oportunidad para estrenarme con esta autora. Saludos.
ResponderEliminarYo me he estrenado con este libro y me ha dejado con muchas ganas de leer el resto de su obra. Sobre todo, "La lección de anatomía" y "Daniela Astor y la caja negra", que son las que más me han recomendado.
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