Edición:
Mardulce, 2017 (trad. Ernesto Montequin)
Páginas:
280
ISBN:
9788494686511
Precio:
15,00 €
Hija
de inmigrantes judíos rusos, Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) se crió en el
Bronx y vertebró su (excepcional) carrera literaria en torno a la
identidad judía, tanto en lo relativo a la persecución nazi, como en su
conocido relato El chal (1980), como
en diversas tensiones de los norteamericanos
contemporáneos. Se la considera una de las escritoras más
importantes del siglo XX, y su novela La
galaxia caníbal (1983), la segunda que publicó, inédita en español hasta
este año, permite entender por qué. La narración, en tercera persona, examina
la psicología de Joseph Brill, el director de una escuela perdida en el Medio
Oeste americano; un hombre ya maduro, soltero, educado en París, entre dos grandes
culturas: por un lado, la formación ilustrada francesa; por el otro, la
religión judía. Su método de enseñanza, que pretende aumentar el prestigio del
centro, se basa en ambas disciplinas. Un director que inspira la admiración de
las madres, pero por dentro se siente frustrado y solo.
«Detrás
de esa fachada se escondía un melancólico, un derrotado. No provocaba temor en
los niños, sino en los maestros.» (p. 11). Como suele suceder, hay que
retroceder a la infancia para entender por qué Brill se convirtió en este
adulto, y eso hace Ozick en las primeras páginas; una forma brillante de
presentar al protagonista, capa por capa, mostrando quién fue y quién es, cómo
lo perciben los demás y qué concepto tiene de sí mismo; un análisis fino,
preciso y sutil. En su niñez, en Francia, Brill descubre la figura de Madame de
Sévigné, un enamoramiento platónico que lo marcará, así como la difícil
relación de la literata con su hija. Por encima de todo, Brill fantasea con
llegar alto. Estudiante diligente, se hace astrónomo, símbolo de su voluntad de tocar
las estrellas (su lema, Ad astra). En París, en la Sorbona, Brill es un joven cultivado que
siente atracción por todo lo «elevado». Sin embargo, con el advenimiento del
nazismo, su carrera se trunca: pierde a la mitad de su familia y solo logra
subsistir en condiciones deplorables: primero, escondido en un convento, donde
ordena los papeles de un escritor; después, en una granja, asilvestrado como un
hombre primitivo.
El
director arrastra, por lo tanto, un pasado traumático, que lo rompió en
su mejor momento, cuando todo aún era posible. Tras la liberación, se instaló
en Estados Unidos; el lugar donde podría resurgir de sus cenizas, aunque ya no
como astrónomo, ya no con esas aspiraciones. Como el director de una
escuela anodina que él reviste de un dudoso elitismo. Con todo, en su interior
sigue soñando con las estrellas, y la conciencia de su mediocridad le causa un
malestar insoportable («La genialidad lo obsesionaba. No respetaba nada más.
Año tras año la buscaba entre sus alumnos. Todos eran niños normales», p. 95).
En estas circunstancias, llega una alumna nueva al centro, hija de una mujer soltera. La niña no parece tener ningún
talento especial, pero la madre, una filósofa reconocida en el ámbito
académico, deslumbra al director. Sin ser atractiva ni joven, posee lo que él
siempre quiso: el conocimiento, la superioridad intelectual. Se plantea un
paralelismo entre esta mujer y Madame de Sévigné, un enlace con el pasado, con la
niñez perdida («Comprendió que el anhelo de reencontrarse con su infancia era
un deseo ingenuo de recuperar la belleza y la esperanza intactas», p. 93).
El
director Brill está acostumbrado a tratar con madres menos eruditas, que lo
respetan y lo admiran; la recién llegada, en cambio, consciente del efecto que
produce en él, mantiene la distancia. En ocasiones, parece burlarse de Brill,
jugar con sus ilusiones. Esta reacción consigue que él se obsesione, como quien
desea con fervor un tesoro que le está vedado. Una no-relación perturbadora… Y,
en medio, la hija, una niña tímida, apocada, siempre a la zaga de sus
compañeras más despiertas. El director, como para hacerle un favor a la madre,
intenta mediar a favor de la pequeña, intenta encontrarle un atisbo de la brillantez
de su progenitora, pero sus esfuerzos caen en saco roto: todos los profesores la
consideran un caso perdido. El destino, no obstante, le depara una sorpresa. El
final del libro, acontecido años después de este contacto con madre e hija, es
una honda meditación acerca de la derrota, de la conciencia del fracaso, del
paso del tiempo que reduce los logros fútiles a nada, del peligro de permanecer
quieto, estancado. De las múltiples (y a menudo engañosas) caras del éxito. De
la vacuidad del deseo de llegar alto. Es dura, sí. Y extraordinaria.
Cynthia Ozick |
A
caballo entre la novela de ideas y la novela psicológica, la autora narra una historia inteligente y de alto nivel literario sobre la caída de un hombre
torturado, en parte por el nazismo que lo marcó de manera definitiva, en parte
por su propia resignación. Con un estilo incisivo y poético, de palabras justas
y sin una pizca de sentimentalismo, construye un retrato despiadado del
director Brill, un personaje memorable con cuyas cargas aún es posible
reconocerse (la obsesión por la grandeza, la represión, el conformismo) pese a
estar muy ligadas a un contexto histórico del siglo pasado. Los personajes no
son solo ellos mismos, sino una representación simbólica de una forma de estar en el mundo («Usted no avanza. Está clavado en su lugar. Es un hombre que se da por
vencido demasiado pronto. […] Está estancado», pp. 185-186). La galaxia caníbal no tiene nada de
amable, no consuela, no reconforta; es más bien una aproximación áspera al inexorable
juez del tiempo, una novela cincelada con esmero de la primera hasta la última
página, lúcida, inmensa. Por hallazgos como este merece la pena leer.
No hay comentarios :
Publicar un comentario