Edición: Alianza, 2018 (trad. Carmen Criado)
Páginas: 176
ISBN: 9788491049432
Precio: 16,00 €
No
hace falta escribir mil páginas para construir una gran novela. Ni narrar una
historia que recorra toda la vida del protagonista. Tampoco es necesario que
comprenda gestas sublimes, viajes exóticos o tragedias impactantes. Ni que esté
contada con pompa. No, nada de eso importa. En realidad, basta con pulsar
la tecla exacta para expresar de la mejor forma posible aquello que el autor
quiere plantear. A veces, esa tecla no es más que una cafetería con dos
personajes charlando. O un cuarto de baño en el que un hombre lee una carta. Un
ratito, y ya está. Tan sencillo (que no simple) como eso. Concentrar el relato
en una habitación cerrada, durante unas pocas horas, no está reñido con el alcance, con la hondura. No cuando el escritor se llama J. D. Salinger (Nueva
York, 1919 – Nuevo Hampshire, 2010) y es un genio de la concepción literaria,
del arte de expandir lo minúsculo en apariencia hasta convertirlo en una obra magistral
que nos atañe a todos.
Ya
ocurría en su debut, el memorable El guardián entre el centeno (1951), pero Franny
y Zooey (1961), su tercera novela, todavía revela más si cabe esa capacidad
para condensar mucho en poco. Consta de dos textos complementarios, centrados
en los hermanos Glass, dos veinteañeros, los más jóvenes de la familia. Por un
lado, Franny, una universitaria brillante en plena crisis existencial que, en
su búsqueda de un nuevo sentido, se acerca a las religiones orientales. Por el
otro, Zooey, actor, que tratará de ayudar a su hermana y para ello buceará
(mientras se toma un baño) en las grietas del clan Glass. Porque Franny no es
la primera en padecer esos problemas, como se irá viendo, aunque quizá aún esté a
tiempo de que no le pasen tanta factura como a sus hermanos mayores. Todos los
Glass comparten el hecho de haber sido niños precoces que triunfaron en un
programa de radio infantil. El talento siguió de su parte, pero en un
determinado momento su camino se torció, se volvieron personas desorientadas y
abatidas, con una agilidad mental fuera de lo común, eso sí, como Holden Caulfield.
Salinger
tiene la habilidad de indagar en los abismos de sus personajes de manera tan
sutil que casi parece imperceptible (y siempre, siempre, con mucho sentido del
humor). Franny sale a comer con un compañero de clase. Zooey lee una vieja
carta de un hermano y luego habla con su madre acerca de Franny. Y
ahí está: en los diálogos, en esos personajes que se expresan con voz propia,
está todo, el pasado, el presente y el futuro, los logros y los extravíos, las
pérdidas y las esperanzas, el lustre y el polvo. No hay que pasar por un trance
particular (más allá del episodio de Franny) para remover los traumas
enquistados en la familia; salen al conversar, al recordar, al enlazar ideas. Hay,
además, un personaje «indirecto» muy importante: el narrador del segundo
relato, un hermano que a ratos se difumina como en una tercera persona, pero
que, sobre todo al principio, proporciona datos clave para entrar en el microcosmos
de los Glass. Un punto de vista no confiable, agudo y juguetón; extraordinario
(qué bien se le daba Salinger la primera persona, qué bien elegía su voz
narrativa).
El
conflicto gira alrededor de la identidad de esos muchachos neoyorquinos que,
pese a pertenecer a la clase acomodada y haber tenido acceso a una educación
privilegiada, o quizá como consecuencia de ello, se sienten insatisfechos (un
poco como Holden Caulfield, aunque esta vez no se trata de la adolescencia,
sino de su continuación, la juventud, una etapa en la que los
conocimientos se afianzan y la independencia aumenta, pero aún quedan muchas
dudas, muchas preguntas). Franny y sus hermanos se caracterizan por una
inteligencia desbordante que les pasa factura; cabe cuestionar hasta qué punto
los estímulos que recibieron en su infancia les afectaron, pero también otros
asuntos controvertidos que han marcado a la familia y que salen a la luz en la
novela, como la muerte de un hermano o la situación de la madre. La búsqueda de
Franny se enraíza en «el mal de los Glass», por lo que resultan tan
iluminadoras las observaciones del narrador del segundo texto y de Zooey. Todo
va encajando, lo que parecía anecdótico resulta no serlo tanto. Y nos hace
sonreír, que no es poco.
J. D. Salinger |
En
cualquier caso, por encima de la singularidad de los Glass (sobre los que
siguió escribiendo en su último libro, Levantad,
carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, 1963), lo que
Salinger hace de manera espléndida es captar la angustia de los jóvenes
cultivados, mentes llenas de conceptos, rápidas, eruditas, excelsas, al
descubrir que esa preparación, ese vigor, no basta. No basta para, ¿cómo
expresarlo?, vivir en armonía consigo mismos, hallar su modo de estar en el
mundo. «Estoy harta de egos, del mío y del de todos los demás. Estoy harta de
todos los que quieren llegar a ser alguien, hacer algo que les distinga de los
demás, ser interesantes. Es repugnante, eso es lo que es» (p. 35), se lamenta
Franny. El ego, el triunfo, la exigencia constante de mantenerse arriba, la
dificultad para disfrutar de las «cosas hermosas de verdad» (p. 135). Temas que
no caducan y que pocas veces se han planteado con esta incisión. No se puede
pasar por alto el retiro del autor pocos años después: sus reflexiones y su
interés por la cultura oriental se relacionan con el hastío que él mismo estaba
experimentando antes de decidir abandonar la esfera pública. Lo que importa, de
todas formas, es la obra (por mucho que haya quien se empeñe en rebuscar en la
vida de quienes eligieron apartarse del ruido), y Franny y Zooey camina sola y con un paso tan firme como el primer
día.
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