Edición: Tusquets,
2004 (trad. María Ángeles Cabré)
Páginas: 136
ISBN: 9788483102602
Precio: 11,00
€
Leído en versión original (Proleterka).
Autora
de culto, rara avis de las letras
italianas (y de la narrativa contemporánea en general), una aproximación muy
personal al hecho literario. Todo esto puede decirse de Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940), una escritora
quizá poco prolífica –desde su debut, en 1968, ha publicado siete novelas breves y un
libro de relatos–, pero de una exquisitez extraordinaria. Pese a haber pasado
la mayor parte de su vida adulta en Italia, y de haber elegido este idioma como
lengua de creación, su obra, de vocación intimista, presenta una
naturaleza más centroeuropea que transalpina, tanto en el argumento, que recrea
ambientes proclives a la interculturalidad (un internado selecto, un crucero),
como en la voz, menos propensa al exceso que los narradores mediterráneos al uso. Es, de hecho, contenida, seca; el pulso firme de una cirujana,
la mente disciplinada de una intelectual que no baja la guardia. De su producción
hay que destacar Los hermosos años del castigo (1989), que explora las amistades femeninas en un internado, y Proleterka (2001), donde sobresale el tema del distanciamiento
entre padre e hija.
Una
mujer siente el deseo de ver las cenizas de su padre, fallecido muchos años atrás.
Así comienza esta historia sobre la incomunicación entre un
hombre y su hija, tan cruda como la imagen que evoca esa primera página. La
mujer rememora su pasado, un crucero que hizo con su
padre por las islas griegas, a bordo de la nave Proleterka. Por aquel entonces, ella era una adolescente taciturna que
apenas había estado en contacto con él; el viaje pretendía ser una suerte de punto
de encuentro. Durante el viaje, no obstante, tampoco se relacionaron demasiado,
más allá de los almuerzos compartidos. La joven heredó sus ojos claros, gélidos,
tan distintos a los de la familia materna, un rasgo que la une a su progenitor
sin quererlo. Poco a poco, la narradora deshace el nudo paternofilial para
explorar los entresijos familiares (su estatus venido a menos, la pertenencia
del padre a una congregación, la infancia desdichada, la relación
asimismo complicada con la madre, los secretos del clan). Mientras tanto, en sus
andanzas por el barco, la chica se hace mayor; este es, en parte, un libro de
formación.
Hay
una especie de «misterio» en la escritura de Fleur Jaeggy, en la cadencia
hipnótica con que aborda los vínculos afectivos fríos, insondables;
un rasgo complicado de describir, pero fácil de reconocer en cuanto se empieza
a leerla. Tanto en esta novela como en Los hermosos años del castigo profundiza en el rol de la adolescente solitaria,
herida, alejada de sus padres, una muchacha criada entre varias culturas, sin
anclaje, o con un anclaje cuando menos frágil. El resto de personajes tampoco son mucho más vivaces;
reina el desapego, un ambiente en el que los silencios cuentan tanto o más que
lo que se dice. Ese alejamiento se articula en la voz narrativa, que salta del
«yo» con que empieza la novela a «la hija de», para referirse a ella misma en
tercera persona, según el contexto, para plasmar ese freno que en ocasiones le
impide identificarse como hija. No sigue una narración lineal; el texto se
compone de capas superpuestas, que enriquecen y matizan cada página.
Fleur Jaeggy |
Fleur
Jaeggy insinúa, no mastica. Elusiva, pulcra, sutil, de
frases cortas y afiladas; es más una estilista fina, de las que buscan la
palabra exacta, que una narradora de historias. El tono, sobrio,
sin una pizca de sentimentalismo, va acorde con el desapego general de la obra. Si se pudieran atribuir los valores de una persona a la literatura, los libros de esta autora serían como una mujer seria y reservada, inteligente y
tenaz, de las que no hacen aspavientos pero van al grano con diligencia. Sensible, también, aunque es la sensibilidad de
quien evita quejarse, de quien no pierde el control; dura, impenetrable. Una gran autora, en definitiva.
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